Ricardo
Piglia sobre Roberto Arlt y "El juguete rabioso"
INTRODUCCIÓN
I
MADAME
BOVARY es el modelo ideal del lector de novelas. Una señora triste, de
provincia, que cree en lo que lee y confunde la literatura con la vida. Lo
mismo se puede decir de Silvio Astier, que ha leído con pasión los cuarenta
tomos de Ponson du Terrail y hace de la literatura el fundamento de su
experiencia. “Me devoraba las entregas”, dice Astier, y El juguete rabioso
narra el modo en que el héroe es devorado por el folletín. Este muchacho de
dieciséis años, que quiere ser ladrón, es un gran lector y el bovarismo es el
secreto de su identidad. No le gusta la realidad y aspira a otro destino. Usa
los libros como plan de acción y lee para aprender a vivir. Las novelas cambian
la vida de los lectores. Esa es la utopía del género. Hace falta un lector apasionado
e ingenuo que encuentre en los libros la autenticidad que la realidad no tiene.
Pero las novelas que cambian la vida son libros populares, novelitas
sentimentales, cuentos semipornográficos, literatura bandoleresca, relatos de
masas. Seguro que Madame Bovary no hubiera leído Madame Bovary. La lectora
ideal no hubiera leído la novela ideal. Y lo mismo se puede decir de Leopoldo
Bloom, a ese lector apasionado de Paul de Kock no se le hubiera ocurrido leer
Ulisses de Joyce. En esa serie Astier es un caso excepcional: este lector de
folletines, termina por convertirse en escritor*. Las “memorias” que escribe no
reproducen la forma de los libros que admira. Hay algo típico de Arlt en ese
movimiento. En sus novelas el melodrama popular y los estereotipos de la
cultura de masas son la materia de los sueños de los personajes y definen el
destino contra el que luchan. Los héroes deben vencer la tentación para
salvarse y pasar del otro lado. A menudo ese cruce es imposible. En Los siete
locos, Erdosain asesina a la Bizca y se suicida porque repite un relato
criminal que ha leído en los diarios. Hace lo mismo que leyó y su propio drama
se transforma después en una noticia periodística. La intervención del extraño
cronista, a quien Erdosain le hace un relato minucioso de su vida, es un
intento de asegurar que la literatura registre la verdad. El juguete rabioso es
la historia del pasaje de un mundo a otro. El libro narra de una manera
perfecta las dificultades y los desvíos del acceso a la cultura: novela de
educación parece una versión perversa de Recuerdos de provincia. Arlt supo ver
en la desigualdad del acceso a los bienes culturales el modelo concentrado de
la injusticia política (a la inversa de Sarmiento que veía en la disposición de
los bienes culturales la solución de la injusticia política). Arlt se politiza
a partir de su experiencia como escritor y sus posiciones anarquistas y
anticonformistas son el resultado de su literatura (y no al revés). El juguete
rabioso es una novela política en ese sentido: contraria a toda ilusión liberal
y a cualquier modelo “progresista” de acceso libre a la cultura. “Al escribir
mis memorias” dice Astier al comienzo. Y en el capítulo “El poeta parroquial”,
finalmente no incluido en la novela (ver Apéndice.) reconoce su relación con la
literatura. “¿Escribe?”, le pregunta el poeta. “Sí, prosa”, contesta Astier.
“Cuando tenía catorce años me inició en los deleites y afanes de la literatura
bandoleresca...”: en esta frase que recuerda una lectura empobrecida (primera
frase de su primer libro) empieza la obra de Arlt. Lo que sigue es una de las
más apasionantes historias de cruce de fronteras culturales que se pueda leer
en cualquier lengua. Desde el principio, Astier actúa los efectos acumulados de
una lectura (“Yo ya había leído los cuarenta y tantos tomos que el vizconde
Ponson du Terrail escribiera acerca del hijo de mamá Fipart, el admirable
Rocambole, y aspiraba a ser un bandido de alta escuela” (p. 37). Aspira a ser
lo que ha leído y su vida es la repetición de un texto que en cada momento es
necesario tener presente. Este canje entre lectura y experiencia hace avanzar
la narración: en el camino de su aprendizaje, para enfrentar los riesgos, se
sostiene de la literatura.
Llueve
la noche de su primer robo, pero alguien recuerda: “Mejor. Estas noches
agradaban a Montparnasse y a Tenardhier. Tenardhier decía: Más hizo Juan Jacobo
Rousseau” (p. 55). Lo mismo cuando tiene que probar sus conocimientos de
inventor frente a los militares: “Y en aquel instante, antes de hablar, pensé
en los héroes de mis lecturas predilectas y la catadura de Rocambole, del
Rocambole con gorra de visera de hule y sonrisa canalla en la boca torcida,
pasó por mis ojos incitándome al desparpajo y a la actitud heroica” (p. 121).
Por fin, en la escena básica del libro, cuando resuelve delatar a su amigo: “En
realidad soy un locoide con ciertas mezclas de pillo; pero Rocambole no era
menos: asesinaba, yo no asesino” (p. 183). Robar, inventar, delatar: nudos en
el aprendizaje de Astier, momentos de viraje en la estructura de la novela, en
los tres casos hay un pasaje, cierto proyecto —fracasado— que se sostiene en la
literatura. Frente a cada movimiento del relato, otro relato, leído, sirve de
apoyo. A la incertidumbre de la experiencia, Astier le contrapone el eco “ya
vivido” de una lectura: el sentido práctico de la literatura es una tradición
de las clases populares. No hay corte con la ficción, hay un uso real de lo
irreal que es básico en la obra de Arlt. La verdad de la lectura aparte de
fundar la razón en la legibilidad —como en el ejemplo clásico de Don Quijote—
decide el derecho “legal” para acceder a lo que está prohibido. El juguete
rabioso cuenta a la vez la utilidad de los libros como modelo de vida y la
dificultad de obtenerlos. Por un lado, una relación muy particular con el
dinero sostiene la lectura y la hace posible. Astier debe alquilar los libros
para poder leer (“por algunos centavos de interés me alquilaba sus libracos”
—p. 34—). En ese préstamo se paga el interés por la literatura: financiada,
alquilada, las relaciones entre lectura y dinero cruzan la obra de Arlt. Tener
un texto es poder pagarlo: no existe aquí ninguna cuestión sobre la comprensión
o el desciframiento. Esta posesión, provisoria, es un simulacro de la propiedad
(“Observando que le llevaba un libro me gritaba a modo de advertencia:
«Cuidarlo niño que dinero cuesta»” —p. 35—): lectura vigilada, en los
“cuidados” que requiere se advierte la carencia. Los libros alquilados son una
imagen perfecta del carácter incierto de su acceso a la cultura. En esa serie,
naturalmente, el paso siguiente es el robo. Astier buscará otra vez legitimar
este acceso por medio del desvío, imaginario, de la literatura. (“No recuerdo
por medio de qué sutilezas y sinrazones llegamos a convencernos de que robar
era acción meritoria y bella” —p. 44—.) Parece lógico que en la primera acción
del “club de los caballeros de la medianoche” se roben libros. “Tratábamos nada
menos que de despojar a la biblioteca de una escuela” (p. 54). ¿Se roba porque
se leyó o se roba para leer? Delito privilegiado, “acción bella”, el robo es
una representación directa de la lectura arltiana. Si hay que pagar para
(poder) leer, el interés de la literatura justifica el objeto del delito. Que
el robo se realice en una escuela refuerza el sentido a la vez metafórico y
programático de la acción: la escuela es el lugar prohibido, al que sólo se
entra de noche, para saquear. Nada que ver con los mitos argentinos de la
educación común: en Arlt el acceso a la cultura está definido por los
obstáculos, las desigualdades y la exclusión. “Sacando los volúmenes los
hojeábamos, y Enrique que era algo sabedor de precios decía: «no vale nada» o
«vale»” (p. 64) “¿Y esto?
¿Cómo
se llama? Charles Baudelaire. Su vida. Parece una biografía. No vale nada” (p.
64). Toda la escena funciona, en realidad, como una crítica económica de la
literatura: es el precio el que decide el valor. El robo de libros define, al
mismo tiempo, el espacio literario de Arlt y su “moral” de escritor. En este
sentido, la metáfora de la biblioteca muestra, en el acceso ilegal, que este
espacio a primera vista tan abierto, está sin embargo, clausurado: por de
pronto hay que forzar “cuidadosamente” la entrada (p. 63). Infranqueable,
bloqueada, para Arlt, la biblioteca no es el lugar pleno de la cultura, sino el
espacio de la carencia. “Lila para no gastar en libros tiene que ir todos los
días a la biblioteca” (p. 76). La falta de dinero impide tomar posesión de los
libros salvo a préstamo, en el plazo de una lectura vigilada. Al invadir para
robar, Astier hace entrar en ese espacio “gratuito”, un interés (económico) por
la literatura que se funda justamente en la toma de posesión (“ché, sabes que
es hermosísimo, me lo llevo para casa” —dice Astier refiriéndose a la biografía
de Baudelaire—, p. 65). El precio interfiere en el acceso a “la belleza”: sólo
en el desvío de esta apropiación ilegal es posible tener un texto. En este
sentido, toda la situación puede ser leída como una crítica a la lectura
liberal: no hay lugar donde el dinero no llegue para criticar el valor. Signo
de toda posesión, garantiza la legibilidad, es decir, la posibilidad misma de
acceder a la lectura. Para Astier, en toda la novela, no hay otro “delito” que
su interés por la literatura: deuda que perpetuamente hay que saldar, el mismo
acto de leer ya es culpable. “Cierto atardecer mi madre me dijo: «Silvio, es necesario
que trabajes». Yo que leía un libro junto a la mesa, levanté los ojos mirándola
con rencor. Pensé: trabajar, siempre trabajar” (p.76). Esta interrupción que
opone la madre a la literatura (el texto registra varias veces la misma
escena), ordena uno de los vaivenes del relato: conectada simbólicamente con el
robo y la aventura, la lectura es el reverso del mundo. El trabajo y el dinero
asociados con las exigencias de la madre, y la familia, son un destino que se
trata de negar: “No hable de dinero, mamá, por favor. No hable, cállese” (p.
77). Silencio forzado, para acceder “sin interrupciones” a la lectura hay que
olvidar la realidad: y a la inversa, en los deleites de la literatura se
sostiene —imaginariamente— el desvío que lo aleja del mundo. A esta altura se
produce cierta transacción que define un nuevo movimiento del relato: después
de algunas vacilaciones Astier se decide y acepta trabajar. Trata, sin embargo,
de no perder el sentido de esa busca que marca su iniciación: su primer empleo
es “en una librería, mejor dicho en una casa de compra y venta de libros
usados” (p. 79). Alquilar, robar, vender libros: en la aventura de esta ambigua
relación con la apropiación literaria, Astier va definiendo el camino de su
educación sentimental. “El local era más largo y tenebroso que el antro de
Trofonio. Donde se miraba había libros: libros en las mesas formadas por tablas
encima de caballetes, libros en los mostradores, en los rincones, bajo las
mesas y en el sótano” (p. 79). Espacio degradado, este “salón inmenso, atestado
hasta el techo de volúmenes” es la figura ideal del mercado capitalista: el
dinero establece el orden y regula el intercambio entre las obras. En esta
acumulación confusa, la lectura, regida por la ley de la oferta y la demanda,
pierde su marca personal: todo ha sido ya leído, se exhiben los restos, los
libros “usados” son sometidos a un canje indiscriminado donde todo se mezcla.
Opuesto al orden suntuoso de la biblioteca, este lugar al que vienen a parar
las sobras de una cultura es el espacio de la lectura de Astier. Exasperación
grotesca del interés por la literatura que se viene pagando desde el comienzo,
uno de los trabajos de Astier es tocar “un cencerro” para cazar a los clientes.
Es cierto modo de tratar la lectura lo que Arlt pone en escena y en el exceso
de esta oferta desesperada la literatura se extingue. Aparece más claro,
entonces, el gesto límite con el que Astier cierra el circuito: “sin vacilar,
cogiendo una brasa, la arrojé al montón de papeles que estaba a la orilla de una
estantería cargada de libros” (p. 110). Gesto desesperado y profético, es
simétrico al mito borgeano del incendio de la biblioteca: se trata de borrar
los rastros de la propia cultura. En Astier, como vimos, ninguna “riqueza”
puede manifestarse: alquilar, robar, vender, nunca llega a ser propietario
legítimo, los libros están en sus manos pero no le pertenecen: intento de
consumir lo que no se puede tener, la decisión de incendiar la librería es el
paso final en esta desposesión. Acto suntuario, lujoso, en el incendio, la
riqueza es negada; esta transgresión reproduce, exasperado, el acto capital de
la sociedad que lo excluye: consumo gratuito, sacrificio, se destruye para
tener. En este sentido, el intento de quemar la librería es homólogo al robo de
la biblioteca. Dos caras de una misma moneda, estos lugares son los espacios
simultáneos de una sola lectura: la biblioteca acomoda lo que el mercado
desordena y su préstamo legal, sublima el canje brutal que se desencadena en
las casas de “compra y venta”. Del orden al desorden, la literatura circula
regida por las leyes de la apropiación capitalista: al robar en la biblioteca,
Astier niega toda separación, llevando el precio a donde el valor parece reinar
afuera de la economía. A la vez, quemar la librería es consumir “gratuitamente”
ese lugar desvalorizado, donde los libros “usados” sólo valen lo que se paga
por ellos. Se hace entrar, violentamente, el interés económico en el recinto es
interesado de una lectura gratuita y se intenta destruir el lugar mismo donde
el dinero, en el intercambio, se hace visible y decide la lectura. Se reproduce
una exasperación de la ley que rige, en secreto, la apropiación: el robo parece
ser el momento límite del alquiler simbólico de la biblioteca, y a su vez, el
incendio cierra el consumo indiscriminado, salvaje de la librería de usados. Un
desplazamiento que podríamos llamar perverso, recorre todo el procedimiento: es
“normal” robar una librería donde se puede encontrar el dinero y se conoce el
mito de la biblioteca incendiada. En ese caso, se respeta cierto orden: se
busca el dinero donde se sabe que está y en el incendio se destruyen,
simbólicamente, los tesoros de la cultura. En Arlt, las cosas son distintas: no
busca negar, sino invertir: del mismo modo que el robo afirma la propiedad, el
incendio es un intento —desesperado— de posesión. Contraeconomía fundada en la
pérdida y en la deuda, en el incendio se busca destruir el fantasma del precio,
la presencia de la economía que desordena la literatura; y el robo de la biblioteca
hace saber que el espacio “universal” de la lectura está prohibido para el que
no tiene dinero. Si robar una biblioteca es llamar la atención sobre las
clausuras que encierran a la cultura, incendiar los libros usados es querer
hacer ver bajo esa luz brutal, el misterio del valor. Así, el robo es la
metáfora de una lectura ilegal, desacreditada, que en la transgresión encuentra
el acceso y la posibilidad de apropiación; mientras que en el intento de
incendiar la librería, el fuego vendría a echar luz para ayudar a ver y a
destruir simbólicamente el mal (económico) que disuelve la cultura. Como el
robo, el incendio fracasa: acto fallido, marca el final de este circuito de
apropiación. Para encontrar el pasaje que de la transgresión lleva a la ley y a
la escritura, hay que detenerse en la escena clave del libro, el momento en el
que Astier, hacia el final, decide delatar al Rengo. “En realidad —no pude
menos de decirme— soy un locoide con ciertas mezclas de pillo; pero Rocambole
no era menos: asesinaba... yo no asesino. Por unos cuantos francos le levantó
falso testimonio a «papá» Nicolo y lo hizo guillotinar. A la vieja Fipart que
lo quería como una madre la estranguló, y mató... mató al capitán Williams, a
quien él le debía sus millones y su marquesado. ¿A quién no traicionó él?” (p.
183). Una vez más el delito se apoya en la literatura: todo es posible si una
legibilidad da las razones. La traición de Rocambole hace posible otras
traiciones, las legaliza. En este caso, además, la transgresión es ambigua y el
repudio moral (“¿Por qué ha delatado asu compañero? y sin motivo, ¿no le
davergüenza tener tan poca dignidad a sus años?” le dice el ingeniero a quien
avisa del robo —p.192—) no hace más que afirmar el carácter legal de este acto
socialmente “positivo”: nueva inversión, Astier hace el mal por el bien, y en
la confesión, el relato anticipa el crimen, legalizándose. De este modo, Astier
queda —como en toda novela— atrapado por esa ambigüedad que constituye el
centro de su aprendizaje. Antes, como vimos, la literatura sostenía la entrada
en el delito, en este caso, se sale del delito por la literatura. En el momento
de delatar, Astier fija “los ojos en una biblioteca llena de libros” (p. 186):
frente a esa biblioteca la iniciación se cierra y comienza su relato. Por otro
lado, un procedimiento se perfecciona: la lectura que sirve de apoyo a la
experiencia se hace visible, se cristaliza hasta terminar en un texto. “De
pronto recordé con nitidez asombrosa este pasaje —dice Astier para justificar
la delación— Rocambole olvidó por un momento sus dolores físicos. El preso
cuyas espaldas estaban acardenaladas por la vara del capataz, se sintió
fascinado: parecióle ver desfilar a su vista como un torbellino embriagador,
París, los Campos Elíseos, el Boulevard de los Italianos, todo aquel mundo
deslumbrador de luz y de ruido en cuyo seno había vivido antes” (p. 183). La
memoria escrita inscribe otro texto en el texto. La cita a la vez que muestra
el momento en que se escribe una lectura, marca una propiedad y legitima la
traición. A su vez, la delación, crimen parasitario que debe insertarse en otro
crimen, es también una cita: con la ley, con la justicia. En la presencia del fragmento
de Ponson du Terrail que hace posible la delación, el texto se detiene: en esa
cita doble (con la literatura, con la ley) la historia se cierra y Astier puede
empezar a escribir. O mejor, en [19] el doble juego de los textos citados (el
relato del robo, las palabras de Rocambole), texto en texto, relato en el
relato, nace la posibilidad misma de escribir El juguete rabioso. Se comprende
ahora el desvío de Astier: citar es tomar posesión de un texto, esta
apropiación, por fin legal, se ha fundado en el delito. Al delatar, Astier
entra en la literatura. Lugar donde se intercambian los libros “usados”, la
cita legitima el pasaje. Se va del delito hacia la ley, se va de la vida falsa
de los libros a la historia escrita de su vida. En el caso de Astier el rodeo
de su acceso (alquilar, robar, vender, incendiar) ha devaluado su apropiación:
en el texto “pobre” de Ponson du Terrail se leen, al mismo tiempo, las
dificultades de una lectura y sus límites. De todos modos, esta lectura
desacreditada es su único respaldo para garantizar lo que escribe: la cita es
una miniatura de su obra futura. En el texto se encuentran, junto con los
rastros de la lectura cuyas desventuras hemos recorrido (literatura “barata”,
folletín, delito) el registro de su estilo. “Acardenaladas, parecióle,
torbellino embriagador, mundo deslumbrador”: en realidad, detrás de ese lenguaje
crispado se ve aparecer un uso nuevo de la lengua. Estilo sobreactuado, de
traductor, alude continuamente a ese otro texto en el que nace y por momentos
en su propia réplica: en este sentido, habría que decir que cuando Arlt
confiesa que escribe mal, lo que hace es decir que escribe desde donde leyó, o
mejor, desde donde pudo leer. Así, “las horribles traducciones españolas” a las
que se refiere Bianco, son el espejo donde Arlt encuentra sus “modelos”
(Andreiev, Dostoievski, Ponson du Terrail). De ese modo Arlt renueva la lengua
literaria: el uso de la traducción corta con los estereotipos del estilo
argentino, ese lenguaje de segunda mano borra cualquier ilusión de naturalidad
y produce el efecto [20] inolvidable de la prosa de Roberto Arlt. A menudo Arlt
actúa, directamente, como traductor y las notas al pie (p. 51) explicando que
“jetra” quiere decir “traje” o “yuta” “Policía secreta”, son el signo de esa
relación ajena y dual con el lenguaje y las palabras. En Arlt la lengua materna
es tratada como una lengua extranjera. En esto Arlt se maneja en una dirección
homologa al sainete y al grotesco: palabras en italiano, en idisch, en francés,
en alemán, antes que el realismo textual lo que le interesa es producir una
distancia; en el relato los idiomas extranjeros son tratados —igual que el
lunfardo— como si fuera una jerga de clase que remite a las relaciones
sociales. Un ejemplo es la escena con “la mantenida” (p. 105) a la que Astier
le lleva “un paquete de libros”, ahí el lenguaje se enlaza con la prohibición y
el pecado. Inaccesible, ajena, esa mujer que habla francés y de pronto lo besa
sin que Astier alcance a comprender, está “en otro mundo”. Esa distancia que el
idioma remarca, es una diferencia infranqueable: se trata, como siempre, del
acceso —culpable— a “la belleza” y al dinero, en este caso, el lenguaje sirve
de soporte a la propiedad. Los diálogos en francés pasan a ser las marcas
“incomprensibles” de la sexualidad y la riqueza, en el mismo sentido en que
—por ejemplo— las frases en italiano (“Strunsso, la vita e denaro” —p. 92—)
convocan el universo de la necesidad y del trabajo. Es esta estratificación lo
que el lenguaje vacío, sintagmático, de la traducción viene a cubrir: clichés,
lugares comunes, en el vocabulario y los giros “literarios” de la traducción,
Arlt encuentra un lenguaje escrito a partir del cual construir su propia
literatura.
II
La
pobreza está en el origen. Como se escribe porque no se tiene nada, escribir es
siempre estar en deuda y a la vez se escribe para cubrir ese vacío que la
escritura vuelve a abrir. De hecho el propio Arlt permaneció toda su vida
encerrado en la deuda y podría decirse que su obra es la huella concreta de una
lucha empecinada por salir de ahí. Una relación desviada con el dinero
desencadena el relato: en El juguete rabioso, es la deuda de una lectura
alquilada y simultáneamente la exigencia de la madre viuda, que necesita el
dinero que Astier debe ganar con su trabajo: para, que el relato funcione es
preciso imaginar que la deuda se paga, pero a la vez, la deuda es imposible de
saldar como no sea imaginariamente: “Dicha literatura que yo devoraba en las
‘entregas’ era la historia de [...] perillanes más o menos auténticos y
pintorescos, en los cromos que los representaban de esta forma: Caballeros en potros
estupendamente enjaezados [...] ofrecían con magnánimo gesto una bolsa amarilla
de dinero a una viuda. Entonces yo soñaba con ser un bandido, [...] protegería
a las viudas” (p. 35). Proteger a las viudas, usar la literatura para darle
dinero a la madre. Ilusión imposible, Astier debe escribir al mismo tiempo para
su madre y contra ella. Círculo vicioso, no tiene salida: la deuda que se
contrae con la literatura, trata de saldarse con la literatura. Este circuito
reaparece también en Los siete locos.: la novela se abre con una estafa que una
delación convierte en deuda. A partir de ahí, Erdosain no trabaja para pagar
sus deudas, “trabaja” de un modo absoluto para crear dinero de la nada. Sus
inventos (como los de Astier) son una forma sublimada, alquímica, del beneficio
capitalista: Erdosain no actúa sobre bienes concretos, sino sobre ideas de
bienes, sobre esencias [22] de dinero. Su trabajo (concreto, como lo demuestra
la complicación de sus empresas) se ejerce sobre objetos abstractos (fórmulas,
combinaciones químicas): en verdad, trata de sacar algo del vacío. Para
Erdosain los inventos son una operación demiúrgica, destinada a encontrar la
piedra filosofal moderna, el oro que no lo es, la rosa de cobre. En esto,
Astier y Erdosain tienen el mismo mecanismo: se endeudan por sus “ilusiones” y
para salir de esa deuda, se ilusionan con un dinero mágico, ganado
milagrosamente. Inventores, falsificadores, estafadores, estos “soñadores”, son
los hombres de la magia capitalista: trabajan (y habría que hablar de un
“trabajo del sueño”) para sacar dinero de la imaginación. El poder del dinero
se identifica con el poder imaginario de enriquecerse milagrosamente. En Arlt,
la omnipotencia de la literatura, sustituye la omnipotencia del dinero que no
se tiene, que se busca, que se quiere ganar
imaginariamente. En la desposesión y la deuda se busca en la literatura
lo que el dinero puede dar. No se trata (sólo) de tener dinero: se quiere tener
el poder del dinero, que satisface todos los deseos. “El dinero —ha escrito Marx—
le confiere al individuo que lo posee un dominio absoluto sobre la sociedad,
sobre todo el mundo de los goces, de los trabajos, etc.” Por de pronto, en
Arlt, los ricos tienen siempre algo demoníaco: como Rocambole pueden hacerlo
todo (“Los ricos, aburridos de escuchar las quejas de los miserables,
constituyeron tremendos jaulones que arrastraban cuadrillas de caballos.
Verdugos escogidos por su fortaleza, cazaban a los pobres con lazos de acogotar
perros”). La riqueza se identifica con la libertad de realizar el deseo: todas
las fantasías sexuales de Astier, de Erdosain, están ligadas a esas mujeres
“ricas” a las que no se tiene acceso, porque no se tiene dinero. En una de sus
Aguafuertes, al criticar desde el dinero el mito literario del Don Juan, Arlt
hace más clara esta relación. Abierto a todas las demandas del deseo, este Don
Juan fracasa: irrisorio, desvalorizado, es impotente para realizar sus
aventuras porque no tiene “veinte centavos” (ver “Don Juan y veinte centavos”).
La pobreza bloquea, censura: es una carencia que se superpone con el vacío de
la imposibilidad. De este modo, el dinero aparece como el mediador del deseo:
identificado con la potencia y con la imaginación, expresa, reprime, transforma
y es el soporte mismo de la ficción. El dinero —podría decir Arlt— es el mejor
novelista del mundo: legisla una economía de las pasiones y organiza —en el
misterio de su origen— el interés de una historia donde la arbitrariedad de los
canjes, las deudas, las transferencias es el único enigma a descifrar. En este
sentido, para Arlt el dinero es una máquina de producir ficción, o mejor, es la
ficción misma porque siempre desrealiza el mundo: primero porque para poder
tenerlo hay que inventar, falsificar, estafar, “hacer ficción” y a la vez
porque enriquecerse es siempre la ilusión (hasta pensar en los sueños de
Erdosain, en la busca de Astier) que se construyen a partir de todo lo que se
podrá tener en el dinero. De hecho, los personajes de Arlt no ganan dinero, se
lo hacen y en ese trabajo imaginario encuentran la literatura. En un momento
del relato, Astier cuenta los billetes de su primer robo “aquel dinero —dice—
nos hablaba con su expresivo lenguaje”. Para ganar esa expresividad y convertirse
en el lenguaje —el signo— de la ficción, el dinero debe llevar grabada la
historia de una adquisición basada en el delito y en la transgresión, opuesta
en todo a la rutina del trabajo productivo. Es la oscuridad paradójica que
rodea el origen de la riqueza lo que está en juego: para que el dinero valga
como signo literario debe encerrar la memoria de un relato donde se lea la
aventura prodigiosa de las malversaciones y los crímenes que han permitido
acumularlo. En este sentido para Arlt es imposible escribir sobre el trabajo,
porque el trabajo sólo produce miseria, es decir, miseria de signos narrativos.
Los “hombres que viven de su sueldo” son mudos, se aburren, no tienen nada que
contar, salvo el dinero que ganan. “El lenguaje expresivo” no puede ser el del
“dinero vil y odioso que se abomina porque hay que ganarlo con trabajos
penosos, sino el dinero truhanesco y burlón” (Los lanzallamas.). Por otro lado,
no es casual que la herencia, que enlaza la sangre, el dinero y la muerte, sólo
sea posible como fuente de enriquecimiento, si la cadena que enlaza la sangre, el
dinero y la muerte interrumpe —en el crimen— su curso “natural” (“Si al menos
hubiera tenido algún pariente rico a quien asesinar” dice Astier —p. 126—).
Del
mismo modo, el ahorro es la parodia de esta acumulación prestigiosa. Asociado
con la hipocresía, con el silencio y con la sordidez, antes que una “aventura”
es una condena: es dinero que no circula, destruye la ilusión en el encierro
ciego del “pequeño ahorrista” (a quien tampoco casualmente Arlt identifica con
el celoso). Robos, inventos, falsificaciones, estafas, enriquecerse es siempre
una aventura imaginaria, la epopeya de una apropiación mágica y fuera de la
ley. De esta manera, el dinero está puesto como causa y como efecto de la
ficción: causa, porque es preciso mentir, inventar, hacer “bonitos cuentos”
para ganarlo; efecto, porque la postergación siempre repetida de ese
enriquecimiento ilusorio alimenta —con palabras— el relato de todo lo que se
tendrá con el dinero. En este sentido, la sociedad secreta que el Astrólogo
construye a su alrededor en Los siete locos, es simultáneamente una industria
de producir relatos y de buscar dinero. El Buscador de Oro, el Rufián
Melancólico, Erdosain, todos traen la historia y el secreto del dinero que han
ganado, que deben, que buscan o que quieren tener: Barsut articula estos
relatos en la ilusión de un signo —la firma del cheque— que enlaza la deuda con
la estafa, la falsificación y el crimen. Para que el dinero hable su expresivo
lenguaje es preciso conquistarlo: podríamos decir que las relaciones de producción
que el dinero encubre, se convierten en el escenario de una lucha heroica, que
hace de la economía una guerra personal (“La struggle for life, la lucha por la
vida”) cuya ética está escrita en los “deleites y los afanes (habría que decir:
los robos) de la literatura bandoleresca”. Folletín, novela negra en estos
relatos (tan decisivos en Arlt) el enriquecimiento es siempre ilegal. Todo el
interés de la narración se basa en afirmar los misterios del dinero y de su
origen: se consuela al lector ligando la miseria con la honestidad y poniendo a
la “buena fortuna (en todos sus sentidos) como la razón última de la sociedad.
En esta dirección, la estructura fundamental de la novela negra será siempre el
dualismo bien/mal que (como ha mostrado Marx analizando Los misterios de París
de Edgard Sue) enmascara la oposición ricos/pobres, diluyendo la lucha de
clases en una lucha de valores morales. Arlt invierte este procedimiento y
levanta la censura de esa trascendencia, asociando la riqueza con la transgresión
y el delito. De allí que en sus novelas “el hombre rico” aparece siempre como
un criminal: enclaustrado detrás de espesos muros, guarda el secreto del origen
misterioso de su riqueza. Los héroes de Arlt están fuera del mundo porque el
enigma de esa acumulación al que la “buena sociedad” cierra “sus puertas
enrejadas” es para ellos la puesta en duda de la realidad. De este modo Arlt no
asocia —como podría pensarse— el poder del dinero con la verdad, sino con la
mentira y la falsificación: por de pronto el dinero, signo del oro, obligado a
circular sin reposo, no es más que la ficción del valor. Al mismo tiempo, en
una sociedad que sostiene la ilusión de enriquecerse en el mito de hacer
dinero, la falsificación aparece como el trabajo productivo por excelencia. De
hecho son los obreros quienes producen el valor, pero como las relaciones de
producción están disimuladas en el dinero, la desigualdad no aparece afincarse
en la propiedad de los medios de producción sino en ese objeto mágico que
significa toda posesión. En este sentido, hay una magia y una fatalidad en el
dinero: la suerte y el destino son los motores de la distribución y
enriquecerse depende de la “buena fortuna” y el azar. Arlt no participa de
estas creencias: para él es “inútil poder escapar a la fatalidad del dinero”.
En Arlt no es el azar el que gobierna la riqueza, sino el dinero el que
gobierna el azar y decide el destino. La obsesión por los oráculos, y los
horóscopos, son más bien un modo de conocer un destino que depende del dinero y
no a la inversa. De allí que enriquecerse sea siempre en sus textos, una
empresa en cierto modo metafísica, o mejor, religiosa: en Arlt, hacer dinero es
salvarse. Aparece en sus novelas una ética puritana del esfuerzo, que se
desplaza del trabajo hacia esas empresas complicadas en las que se busca la
riqueza absoluta. No se trata de ganar dinero sino de hacerlo. Esta tarea
(asociada con la magia, con las artes teosóficas y la alquimia) se afirma en la
ilusión de transformar la nada, el vacío, en dinero. Todas las máquinas, los
laboratorios, los aparatos que circulan en la obra de Arlt tienen como objetivo
común esa producción imaginaria de riqueza. Falsificación, invención, robo,
estafa, la metáfora última de este sueño es la escritura. Juguete rabioso,
lanzallamas, se trata de “la máquina polifacética de Roberto Arlt”*: funciona
“cuando se le hecha una moneda” y a la vez sólo funciona (es decir, sirve)
cuando se puede hacer dinero con ella. De este modo, al ganarse la vida con sus
inventos y sus historias, Arlt es el único que realiza la ilusión que obsesiona
a todos sus personajes: ganar imaginariamente la riqueza que se encierra en el
dinero, es decir, ganar con la escritura “ese poder mágico” que permite tener
en el lenguaje, todo lo que el dinero puede dar. Astier que recibe al comienzo
los libros prestados y rechaza al final el dinero con el que quieren pagarle la
delación, es el primer héroe de Arlt: el que está en el comienzo y también el
más puro, el primero En el Aguafuerte “Yo no tengo la culpa’’ que sostiene
hasta el fin el deseo ilegítimo, “imposible”, de escribir. ¿Qué hay que tener
para ser un escritor? El relato contesta con otra pregunta a la pregunta que lo
ha hecho posible: ¿Qué se puede tener con la literatura? En el cruce de esos
dos interrogantes, El juguete rabioso definen el trayecto futuro de la obra de
Roberto Arlt.
RICARDO
PIGLIA
Marzo
de 1973
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