lunes, 18 de mayo de 2015

“Lo que se dice un ídolo”, Roberto Fontanarrosa en El mundo ha vivido equivocado (19859. (Adaptación)

“Lo que se dice un ídolo”, Roberto Fontanarrosa en El mundo ha vivido equivocado (19859. (Adaptación)

Pedrito se apioló tarde de cómo venía la mano. Porque él podía haber sido un ídolo, un ídolo popular, desde mucho tiempo antes. Lo que pasa que el Pedro, vos viste cómo es, un tipo que se pasa de correcto, de buen tipo.
Decime vos, ocho años jugando en primera y no lo habían expulsado nunca. ¡Nunca, mi viejo nunca! Ni una expulsión ni una tarjeta amarilla aunque sea. Y mirá que liga, eh. Porque siempre fue para adelante y lo estrolaban que daba gusto. Muy respetado por los rivales, por el referí, por todos, pero le pegaban cada guadañazo que ni te cuento. Y sin embargo, nunca reaccionó. Mirá que más de una vez se podía haber levantado y haberle puesto un castañazo al que le había hecho el ful, o a la vuelta siguiente encajarle un codazo, pero él... nada che. Una niña. Un duque el Pedro. Claro, ¿cómo no lo iban a querer? Los contrarios, los compañeros, todos. Pero... ¿querés que te diga? No sé si era cariño, cariño. Por ahí era respeto, más que nada. Respeto. ¿viste? Porque mirá que yo lo conozco al Pedro y te digo que no es un tipo demasiado fácil para acercarse, para hablar, para... ¿cómo te digo?... para que se te franquee. ¿Viste? No es un tipo que va a venir y sin que vos le preguntés nada te va a contar de algún balurdo que tiene, algún fato afectivo... no, no es de esos. Es un tipo más bien reconcentrado que, a veces, para que te cuente qué le pasa, la puta, se lo tenés que preguntar mil veces, y eso que a mí me conoce mucho.
HumorIncluso yo a veces le decía: “No dejés que te peguen” porque me daba bronca ver cómo la ligaba y se quedaba muzarella. “No dejes que te peguen, Pedro” le decía. “Poneles una quema, meteles una buena plancha, a ver si así te van a entrar tan fuerte”.
Y me decía que no, que es muy jodido pegar siempre siendo delantero. Sí, andá a decirle al Pepe Sasía eso, andá a decirle al cordobés Willington que no se puede pegar siendo delantero. O al negro Pelé, sin ir más lejos, que tiene el record de tipos quebrados. Andá a decirle al Pepe Sasía que a los delanteros les es más difícil pegar. El Pepe te metía cada hostiazo que te arrancaba la sabiola. Le bajaba cada plancha a los fulbá que te la voglio dire. Pero al Pedro qué le iba a pedir eso. Si ni cuando se armaban esos bolonquis de todos contra todos o esos entreveros con el referí en el medio, que son ¿sabe qué? pa repartir tupido, son una uva, él se quedaba a un costado, con los bracitos en la cintura, ni se acercaba. Y en esos entreveros no hay peligro ni de que te echen, ahí te meten esos puntines en los tobillos, o te tiran del pelo, te meten los dedos en los ojos o te aplican un cabezazo y vale todo. Nadie vio nada. Que siga la joda. Y no era que el Pedro no se metiera de cagón, ¿eh? Porque eso sí, de cagón nunca tuvo un carajo. Un tipo que se mete en el área como se mete el Pedro, oíme, a un tipo de esos ni en pedo lo podés catalogar de cagón.
Pedro no se calentaba. Tenía eso. No se calentaba. No era un tipo que se podía calentar. Lo fajaban y se quedaba en el molde. Y la hinchada lo quería, sí, pero nada más. Cuando salía de los vestuarios, después del partido, las palmaditas, “Bien Pedro”, “Buena Pedrito”. pero ahí nomás. A veces algún cantito. O no lo puteaban demasiado cuando perdían. El Pedro siempre normal, en siete puntos, seis puntos, como diría el Flaco.
¿Sabés cuál era la cagada del Pedro? Yo lo estuve pensando. Era muy lógico. Mirá vos, era muy lógico. Nunca decía algo fuera de la lógica. Todo era, digamos, criterioso. Pensando. Lógico, todo era lógico. Me acuerdo que íbamos a jugar contra Boca, en Buenos Aires, y le preguntan qué pensaba del partido. Y él contesta que lo más probable era que perdiéramos. Que con un empate estábamos hechos.
Pero, viejo, qué sé yo, agrandate, decí: “les vamos a hacer tricota”, qué sé yo. No te digo siempre, pero alguna vez, andá en ganador. No, el Pedro siempre con la justa: “La verdad que nos van a ganar”. “Si sacamos un empate estamos hechos”.
Claro, desde un punto de vista razonable, todo lo que él declaraba era cierto. No se le podía discutir. O cuando se perdía. Era lo mismo que cuando lo fajaban. Siempre estaba de acuerdo con el resultado. “Nos ganaron bien”, “jugando así nosotros, era lógico que nos ganaran”, “nos tendrían que haber hecho más goles”. Nunca se enojaba. Era como cuando lo fajaban los defensores. Se la bancaba siempre. Nunca ibas a leer declaraciones de que les habían afanado el partido, que los habían cagado a patadas, que les habían cagado a patadas, que les habrían cobrado un gol en offside. Nunca. ¡Te imaginás! Fue premio a la  caballerosidad deportiva como mil veces.
Y cuando se armó la primera vez este fato con la mina ésa, también. Porque tampoco el Pedro era un tipo  que le podías buscar una fulería en su vida privada. Padres macanudos, ningún problema con los viejos, y la Isabel, la noviecita de toda la vida. Y pará de contar. Ni jodas, ni calavereadas, ni un chancletazo por ahí. Nada. Fue cuando le inventaron el fato ese con la Mirna Clay, la cabaretera esa. ¡Mirá vos! Justamente a Pedro venirle a inventar que estaba con esa mina. Al Pedro,
que la Isabelita lo tenía más marcado que los fulbás contrarios. Y además, ni falta hacía marcarlo, porque para eso era un nabo. Pero vos viste que hay periodistas que ya no saben qué carajo inventar y armaron todo el verso ese de que el Pedro andaba con la Mirna Clay. ¡El quilombo que se armó! ¡Para qué! El Pedro, ahí sí, fue a la revista, chilló, tiró la bronca y los ñatos de la revista pegaron marcha atrás y desmintieron todo. Que habían sido rumores, que eran todas mulas, en fin. La cosa que el Pedro se quedó tranquilo. Y fijate que ahí yo estuve a ponto pero a punto de decirle algo, pero me callé la boca.
Dijo: “callate Negro, que por ahí la embarrás” y me callé bien la boca. Yo los conozco mucho a los viejos, a la Isabelita, ¿sabés? y preferí quedarme en el molde.
Pero mirá vos, para el tiempo, y esta otra revista empieza con la misma milonga. Con otra mina pero con la misma milonga. Ahora con la loca ésta, la Ivonne Babette, pero con el mismo verso. Que los habían visto juntos, que qué sé yo. Para colmo la mina ésta que debe ser más rápida... una luz la mina... agarró el bochín y empezó con que estaban perdidamente enamorados, que Pedro era el único amor de su vida, en fin. Se ve que armaron el estofado a partir de esa foto que salió cuando el equipo tenía que viajar a Perú y les sacaron una foto en el aeropuerto cuando justo estaba la reventada ésta que también viajaba en el mismo avión.
Para colmo la mina sale al lado de Pedro. Eran como mil en la delegación pero dio la puta casualidad que esta mina sale junto al Pedro. Y se ve que ahí armaron el estofado. Qua a la mina le viene macanudo, mirá qué novedad.
Y ahí sí, lo agarré al Pedro y le dije: “Pedrito, no hagás declaraciones. No digás ni desmientas nada. Quedate chanta, haceme caso”. Lo corrí un poco con el verso de que él no podía prestarse a ese escándalo, que él tenía que mantenerse por sobre toda esa suciedad, que no tenía que prestarse siquiera a hablar del asunto. Que ya bastante se había ensuciado antes con el balurdo anterior con la Mirna Clay. Y el Pedro me hizo caso. Lo llamaban de los diarios y él decía que no iba a hablar del asunto. Que no insistieran. Y los periodistas, que son lerdos también, se agarraron de eso que “el que calla otorga”. Y dieron el caso como comprobado. Hasta diarios más serios hablaron del caso del Pedro con esta mina. Y la mina ¡para qué te cuento! inventó cualquier boludez para darle manija al asunto. Cuando el Pedro quiso parar la cosa, ya era demasiado grande  y tuvo que quedarse en el molde.
Eso habrá durado un par de semanas. La Isabelita se enojó con el Pedro y casi lo manda a la mierda, los diarios dijeron que esa pelota confirmaba el enganche del Pedro con la Babette ésta, en fin, un  quilombo impresionante.
Al domingo siguiente, tenían que jugar en buenos Aires un partido chivo contra Vélez. Y al Pedro lo marca Carpani, un hijo de mil putas que le pega hasta a la madre y este Carpani lo empieza a cargar. Le decía: “¡Qué mierda vas a estar vos con esa mina, si vos en tu vida no estuviste con ninguna!”, “ya que sos tan macho animate a entrar al área que te voy a romper la gamba en cuatro pedazos”, esas cosas. Y le tocaba el culo. Al final el Pedro, mirá como estaría, le pegó semejante roscazo que le arruinó la jeta. Le puso una quema en medio de la trucha que lo sentó de culo en el punto del penal. ¡Te imaginás lo que fue eso! Que al terrible Carpani, el choma que se comía los pibes crudos, el patrón del área, le pusieran semejante hostia en la propia cancha de Vélez, en el Fortín de Villa Luro. Lo tuvieron que sacar en camilla porque quedó boludo como media hora. Y a Pedro, más bien, tarjeta roja y a los vestuarios. Por primera vez en la vida. Pero después me contaba, los de Vélez lo miraban pasar para las duchas y no decían nada, lo miraban nomás.
Hasta hubo uno que le dio la mano.
Le dieron pocos partidos. Y volvió en cancha nuestra, contra la lepra. Y ahí se confirmó mi teoría. Era un mundo de gente. Muchos habían ido por el partido, pero muchos habían ido para verlo al Pedro. ¡Y cuando entró... se venía abajo la tribuna, mi viejo!  Era una locura. “Y pegue, y pegue, y pegue Pedro pegue”. Como será que hasta el Pedro se emocioná y se apartó y se apartó de los muchachos para saludar a la hinchada con los dos brazos en alto. Una locura. Ahí empezó a ser ídolo. Ahí empezó. Aunque no me lo reconozca porque nunca volvió a darme demasiada perfecto, viejo. Si no tenés ninguna fulería, si no te han cazado en ningún renuncio... ¿Cómo mierda la gente se va a sentir identificada con vos? ¿Qué tenés en común con los monos de la tribuna? No, mi viejo. Decí que el Pedrito se apioló tarde de cómo viene la mano.

“Las malas palabras”, Roberto Fontanarrosa.
 Fragmento de la ponencia en el III Congreso Internacional de la Lengua Española  de 2004.

No voy a lanzar ninguna teoría. Un congreso de la lengua es un ámbito apropiado para plantear preguntas y eso voy a hacer.
La pregunta es por qué son malas las malas palabras, ¿quién las define? ¿Son malas porque les pegan a las otras palabras?, ¿son de mala calidad porque se deterioran y se dejan de usar? Tienen actitudes reñidas con la moral, obviamente. No sé quién las define como malas palabras. Tal vez al marginarlas las hemos derivado en palabras malas, ¿no es cierto?
Muchas de estas palabras tienen una intensidad, una fuerza, que difícilmente las haga intrascendentes. De todas maneras, algunas de las malas palabras... no es que haga una defensa quijotesca de las malas palabras, algunas me gustan, igual que las palabras de uso natural.
Yo me acuerdo de que en mi casa mi vieja no decía muchas malas palabras, era correcta. Mi viejo era lo que se llama un mal hablado, que es una interesante definición. Como era un tipo que venía del deporte, entonces realmente se justificaba. También se lo llamaba boca sucia, una palabra un poco antigua pero que se puede seguir usando.
Era otra época, indudablemente. Había unos primos míos que a veces iban a mi casa y me decían: “Vamos a jugar al tío Berto”. Entonces iban a una habitación y se encerraban a putear. Lo que era la falta de la televisión que había que caer en esos juegos ingenuos.
Ahora, yo digo, a veces nos preocupamos porque los jóvenes usan malas palabras. A mí eso no me preocupa, que mi hijo las diga. Lo que me preocuparía es que no tengan una capacidad de transmisión y de expresión, de grafismo al hablar. Como esos chicos que dicen: “Había un coso, que tenía un coso y acá le salía un coso más largo”. Y uno dice: “¡Qué cosa!”.
Yo creo que estas malas palabras les sirven para expresarse, ¿los vamos a marginar, a cortar esa posibilidad? Afortunadamente, ellos no nos dan bola y hablan como les parece. Pienso que las malas palabras brindan otros matices. Yo soy fundamentalmente dibujante, manejo mal el color pero sé que cuantos más matices tenga, uno más se puede defender para expresar o transmitir algo. Hay palabras de las denominadas malas palabras, que son irremplazables: por sonoridad, por fuerza y por contextura física.
No es lo mismo decir que una persona es tonta, a decir que es un pelotudo. Tonto puede incluir un problema de disminución  neurológico, realmente agresivo. El secreto de la palabra “pelotudo”–que no sé si está en el Diccionario de Dudas- está en la letra “t”. Analicémoslo. Anoten las maestras. Hay una palabra maravillosa, que en otros países está exenta de culpa, que es la palabra “carajo”. Tengo entendido que el carajo es el lugar donde se ponía el vigía en lo alto de los mástiles de los barcos. Mandar a una persona al carajo era estrictamente eso. Acá apareció como mala palabra. Al punto de que se ha llegado al eufemismo de decir “caracho“, que es de una debilidad y de una hipocresía…
Hay otra palabra que quiero apuntar, que es la palabra “mierda”, que también es irremplazable, cuyo secreto está en la “r”, que los cubanos pronuncian mucho más débil, y en eso está el gran problema que ha tenido el pueblo cubano, en la falta de posibilidad expresiva.

Lo que yo pido es que atendamos esta condición terapéutica de las malas palabras. Lo que pido es una amnistía para las malas palabras, vivamos una Navidad sin malas palabras e integrémoslas al lenguaje porque las vamos a necesitar.

El "Calientasillas". En Aguafuertes porteñas, Roberto Arlt.

Aguafuertes porteñas, Roberto Arlt.

El "Calientasillas" (Diario “El mundo”: 14 de Agosto 1931)

    El Calientasillas es el prototipo del novio eterno. Podemos representárnoslo sentado en una sala, con el codo apoyado en un costado del piano, mirándose distraídamente los calcetines calados. El Calientasillas mantiene en las líneas de su semblante la expresión displicente del hombre que ya no tiene nada que decir y que permanece en la sala con la misma murria con que se encontraría en un café billardero. Cuando aparta la vista de sus calcetines, la detiene en los retratos de familia que ornamentan la sala. Se conoce de memoria los rasgos de ambos daguerrotipos ampliados. Evita la mirada de la madre de su novia, una buena señora (las hay también buenas) que dice:
LA MADRE. -Estimado Fulano. Hace ya tres años que usted está de novio con Mechita.
EL CALIENTASILLAS. —Tres años y dos meses. ¡Sí, me acuerdo!.. Lo que menos se me olvidan son las fechas.
LA MADRE. -Me alegro que conserve tan buena memoria. Hace tres años y dos meses. Usted no podrá decir que lo hemos apurado... que lo hemos importunado.
EL CALIENTASILLAS. -Nada de eso, señora. Precisamente ahora estaba pensando: es hora de que regularice mi situación. He consumido ya en esta casa cerca de una tonelada de legumbres secas y frescas...
LA MADRE. -No se trata de eso, Fulano. Mechita hace ya tres años que está de novia. Y usted había prometido casarse el año pasado, en esta fecha. Y ha pasado un año. No podrá negar que no sólo usted, sino Mechita, están perdiendo el tiempo lamentablemente. ¡Tres años de novios! ¿Cuándo terminará esto?... No me interrumpa, Fulano. Póngase la mano en el corazón, como hombre decente.
¿No ha tenido tiempo de conocerla a la nena ya? Tres años. Por favor, no me interrumpa, Fulano! Viene usted a las tres de la tarde y se va a las doce de la noche. Tres años así. Dígame, ¿usted en su casa, si fuera padre, toleraría que un señor estuviera yendo y viniendo durante tres años desde las tres de la tarde a las doce de la noche?
EL CALIENTASILLAS. -Señora... Usted sabe que si no hubiera sido por ese principio de úlcera que tuve al estómago... Le prometo arreglar nuestra situación, y pronto.

QUINTO AÑO DE NOVIO
   El calientasillas más aburrido, más flaco, más displicente, en la misma sala, mirándose los calcetines calados y contemplando de reojo los daguerrotipos ampliados de los progenitores de su novia, que sigue siendo Mechita.
MECHITA. -Por mí no te diría nada. Pero mamá está triste. Me pregunta a veces: ¿Sabes en qué termina esto, hijita? Y yo no sé qué contestarle. Siento pena por vos, más que por mí. Sabes perfectamente que si no te quisiera no hubiera tolerado que hubieras estado viniendo cinco años.
EL CALIENTASILLAS (transitoriamente emocionado). ¡Cinco años de novio y dos meses! Sí, fue en esa fecha que nos comprometimos. Tenés razón, Mechita. Pero vos conoces perfectamente todo lo ocurrido. Primero los negocios que fueron mal; después la muerte de papá. ¿Quién sostiene a mis dos hermanas? Yo. Vos sabes.
LA NOVIA. -Sé que todo eso es verdad; sé que tenés buen corazón, y sé que con buen corazón y todo nos estás haciendo sufrir a todos. No tenés plata, pero te compraste un auto. ¿Por qué no nos casamos y traes a vivir con nosotros a tus hermanas? Yo las quiero, nos llevaríamos muy bien todos.
EL CALIENTASILLAS. -Nos complicaríamos la vida, Mechita. Créeme. Espera un año. Dentro de un año tenemos resuelto todos nuestros problemas.

SÉPTIMO AÑO DE NOVIO
   El calientasillas, con las piernas cruzadas en un sillón de la sala. Le blanquean los cabellos en las sienes. Arrugas gordas le recorren el semblante. Mira consternado el piano, luego observa como si los viera por primera vez, los retratos de los padres de Mechita.
EL HERMANO. -Che, viejo, te hablo yo. Déjate de embromar. ¿Cuándo te pensás casar? Hace siete años...
EL CALIENTASILLAS. -Y dos meses. Si me parece que fue ayer cuando me comprometí. ¡Tengo una memoria para las fechas!
EL HERMANO. -Sos la desgracia, la polilla de esta casa. Mechita tenía veinte años cuando te conoció... ¡Haceme el favor! ¿Cuándo te casas vos? ¡Siete años de novios!... Pero ¿te das cuenta? Y después, todavía serás capaz de protestar que te apuran. ¡Siete años! La vieja está loca. Mechita está loca. ¡Siete años! Yo no sé cómo han tolerado esto.
EL CALIENTASILLAS. —Vos sabes que se enfermó mi hermana; que hubo que operarla a la menor...
EL HERMANO. —Déjate de embromar. Primero tu estómago, después los negocios, después los viejos que se te murieron, después tus hermanas... ¿Qué esperas para casarte? ¿Enterrarnos a todos?

AÑO NOVENO
    El calientasillas en un rincón de la sala. Peinas canas. Mechita (los párpados abultados) la cara color de cera monjil. La que debía ser suegra, encorvadita en el sillón. Estamos en el mes de enero. El calientasillas contempla pensativamente las fotografías suspendidas sobre el piano que representan a los progenitores de Mechita, y por decir algo, dice:
-Bueno... Como Dios no se oponga, nos casaremos en octubre. Mechita ¿qué te parece?

"Quieren que me case con otro" (Diario “El mundo”: 20 de Agosto 1931)

   Este trabajo manofina, pertenece a la categoría de los comprendidos en la estrategia frenética. La estrategia frenética se caracteriza por sus ataques a fondo para impulsar a un ciudadano a penetrar en las oficinas del Registro Civil. Suscita resultados magníficos en los temperamentos apasionados, que no se resuelven a cruzar el umbral de las susodichas oficinas. Como todos los temperamentos suministrados por la "estrategia frenética" concede un triunfo amplio, o causa un fracaso rotundo. Semejante a los remedios de vida y muerte, éste que yo señalo, perteneciente a la estrategia frenética, requiere finísima mano para dosificarlo, y amplio conocimiento de la psicología del candidato.

CÓMO SE DESARROLLA
   Nada más ilustrativo que el diálogo para el alma y el entendimiento. De allí que yo utilice el diálogo por ser un elemento más clástico para proporcionar materiales de juicio. De manera que el Diálogo lo podemos enclavar en cualquier paraje, y con preferencia En la calle.
FULANA, (los ojos llenos de lágrimas, el tono convulso). Nos quieren separar, amor mío...
ZUTANO. -Pero, ¡esto es un crimen!
FULANA. -Una infamia que no tiene nombre. En casa dicen que vos no te resolvés, que con vos no se puede contar... Y mamá nene entre ojos un candidato que me es odioso, ¿sabes? Un hombre de plata... Quieren que me case con un hombre de plata, de mucha plata... Y yo no quiero. Yo ¡yo quiero casarme con vos!
ZUTANO. -¿Quién es ese canalla?
FULANA. -No lo conoces. Es amigo de papá. Siempre venía a casa y me miraba... Pero yo no le daba importancia. Confiaba en vos.
ZUTANO (respirando). -¡Qué buena que sos! Hacías bien en confiar en mí.
FULANA.—Confiaba en vos... esperando que resolvieras... Pero los días pasan y mamá cada vez me insiste más en que te despache, que te deje... papá también... Y mi hermano también y mis hermanos también. Yo no sé... Parece que ese hombre los hubiera embrujado a todos...
ZUTANO. -¿Y qué vas a hacer vos?
FULANA (derramando otro caudal de lágrimas). -¡Dios mío! Yo no sé... No sé... Me tienen loca. Cuando me deja mamá, empieza papá; cuando me deja papá, me agarra mi hermano. Todos insisten, todos me dicen: "aprovecha, es un hombre bueno, respetable, de dinero, que te va a tener bien, con automóvil".
ZUTANO. -¿Y vos qué contestas?
FULANA. —¿Qué querés que les diga? ¿Qué quiero casarme con vos?... Y entonces mi tía, mi hermano, mi papá y mamá empiezan: "si ese hombre viniera en serio, se habría ya casado. No te haría perder tiempo. Fijaría fecha. Que te fije fecha..." Eso es lo que dijeron hoy. Y para pronto. Si no tenes que cortar. No es posible hacerle perder el tiempo a un hombre respetable y con tanta plata."
ZUTANO. -¿Así que si yo fijo fecha, te dejarán tranquila?
FULANA. —¡Claro, querido! Hacelo por nosotros. Por nuestra felicidad. ¡Cuánto te quiero! Si vos vas y le prometes formalmente a papá y a mamá que pronto nos casamos, estoy segura que a ese odioso lo despachan... Porque ellos me quieren, y entre que yo me case con un hombre de mucha plata a disgusto, y con uno pobre con mi conformidad... elegirán siempre el de mi conformidad.
ZUTANO. -Pero vos ¿te casarías?
FULANA. —¿Y qué puedo hacer yo? Decime, ¿qué puedo hacer? Desde que me levanto hasta que me acuesto me gritan en casa. Mamá... no te imaginas cómo me grita. Papá, tendrías que oírlo. Estoy harta ya de gritos.
ZUTANO. -¿Así que te gritan todos?
FULANA. -No sabes los esfuerzos que tuve que hacer por verte estos minutos. Nadie sabe nada en casa. Sino ¡créeme que me matarían!
ZUTANO. -Y el tipo ese ¿te dice algo?
FULANA. -No... conmigo no se atreve directamente a hablar porque lo miro con rabia ¿sabes? Pero anoche dijo: "El día que me case tendré automóvil a la puerta con chauffeur".
ZUTANO. -Y vos ¿no dijiste nada?
FULANA. —Yo pensaba que prefería la dicha con vos, en una casita modesta, que tenerlo a él con su diablo de automóvil y chauffeur.
ZUTANO. -¡Qué noble sos, querida mía! ¡Qué hermosa es tu alma!
FULANA. —¿Por qué no te resolvés, querido? ¿Por qué no le hablas a mamá? Mamá, aunque parece tener mal genio, es muy buena. Si vos vas y le decís: "Señora, le juro que para tal fecha me caso", y después le presentas a tu mamá, estoy segura (¡como para no estarlo!) que se queda contenta y lo manda al diablo a ese horrible ricachón. (Fulana mira precipitadamente en redor como si la acosara un peligro invisible, que lógicamente no existe.) Bueno, me voy, porque si no me van a hacer una horrible cuestión... ¿Cuándo podes contestarme?
ZUTANO -Mira, esta noche voy a pensar. Mañana te doy la contestación definitiva.
FULANA—Sé bueno, querido... No me hagas desgraciada... Pensá bien. Mañana a esta hora te espero con el "sí". ¿Sabes, queridito? Con un sí grandote...

         Suena un beso en la oscuridad. "Bonafide" se marcha pensativo, entre las sombras de la calle. Su corazón y no su cerebro, trabaja la proposición.

“Paranoia”, de Alberto Vanasco. En Memorias del futuro

 “Paranoia”, de Alberto Vanasco. En Memorias del futuro, Torres Agüero Editor, Buenos Aires, 1986

   Mendizábal había leído la noticia la noche anterior, antes de acostarse, pero no le había prestado una  especial atención. La había leído, simplemente, entre otras informaciones y después había doblado el periódico con sumo cuidado, como era su costumbre, y se había ido a la cama.
    Ahora lo había recordado y de un salto fue hasta el comedor y volvió con el diario.
  Pequeñas anomalías ocurridas esa mañana habían hecho que se acordara: primero fue cuando Delia le trajo el desayuno y comprobó que ya eran las siete y media de la mañana:
—Ya son la siete y media —había dicho él, mientras se incorporaba sobre un codo para poner la bandeja en el costado.
—Se me hizo tarde —aclaró ella—. Tuve que usar el calentador a alcohol.
—¿Por qué?
—No hay gas.
—¿Lo cortaron?
—Supongo que sí. Ayer estaban arreglando las cañerías en la calle.
Pero después, cuando fue a afeitarse, comprobó que tampoco había agua en el baño:
—¡Tampoco hay agua! —le dijo a su mujer.
—No. Tampoco. Deben estar arreglando los caños de la calle. Tuve que hacer el café con un poco que había en la pava.
—Es raro —se limitó a comentar él y trató de peinarse y de lavarse los dientes con el poco de agua que había sobrado. Y cuando por fin quiso prender la radio para escuchar el noticioso no tuvo más remedio que aceptar que tampoco había corriente eléctrica.
—Es demasiado —dijo entonces, y en ese momento recordó la noticia: trajo el diario y se echó de nuevo sobre la cama.
—Aquí está la explicación —le dijo a Delia.
—¿La explicación de qué? —dijo ella.
—De todo. ¿Te parece normal que corten el agua, la luz y el gas, todo al mismo tiempo?
—Sí, creo que es normal —dijo ella—. Siempre están cortando algo. Algún día tenía que faltar todo la vez.
     Mendizábal leyó en voz alta la noticia: “Ayer han sido observados siete gigantescos OVNIS en siete ciudades distintas de América latina. Se trata, según las declaraciones de los testigos, de platos voladores madres, pues han visto desprenderse de ellos otras naves más pequeñas que al cabo de realizar rápidos vuelos regresaron al aparato principal.”
—¿Y eso qué tiene que ver? —dijo ella.
—Son los marcianos. Al fin nos han invadido.
—Estás loco —dijo Delia—. Vestite de una vez y anda a trabajar. Ya van a ser las ocho.
—¿Dónde está la portátil? —preguntó él.
Buscó en el ropero y sacó la pequeña radio de transistores que en vano intentó hacer funcionar: ningún sonido partía del diminuto parlante.
—¿No te lo dije? —insistió con maligna satisfacción. Las radios han dejado de trasmitir. Toda la ciudad está en poder de los marcianos.
—Las pilas están gastadas, eso es lo que sucede. Desde el año pasado que no las cambiamos.
—Vos a todo querés encontrarle una justificación. Pero yo te lo puedo asegurar: han bajado a la Tierra y están ocupando todos los países.
    Salieron al balcón y desde aquel tercer piso pudieron apreciar la calle desierta, los frentes de los negocios cerrados, los autos inmóviles, vacíos junto a las dos aceras.
     En la esquina un policía cruzó la calzada y se detuvo un momento sobre el cordón, con una pierna en alto, y después desapareció detrás de la ochava. Pasó un ómnibus con tres pasajeros estáticos, absortos, que miraban con fijeza hacia adelante como tratando de reconstruir mentalmente y esforzadamente algo. Pasó, también, una camioneta conducida por una monja y donde viajaban cuatro monjas más.
     —Mira —dijo Mendizábal—. Los negocios están cerrados.
     —Siempre están cerrados a esta hora —dijo Delia—. Es mejor que te vayas en seguida.
        Lo empujó hacia la puerta, mientras le ayudaba a ponerse el saco, y después lo oyó bajar las escaleras porque el ascensor, por supuesto, no andaba.
       Cuando se vio sola fue hasta el teléfono y levantó el auricular: en efecto, no había tono; disco dos o tres números y constató que habían cortado la línea. Se asomó nuevamente a la calle y pudo divisarlo cuando llegaba a la esquina y doblaba por la avenida para esperar el ómnibus. En ese preciso momento una señora gorda volvía del mercado con su bolso repleto y después de cruzar se fue acercando con toda parsimonia por la vereda de enfrente. Delia cerró las puertas del balcón y fue hasta la cocina, de
donde regresó con el escobillón y un trapo para la limpieza.
   No había terminado de tender la cama cuando sintió el golpe de la puerta al cerrarse y Mendizábal se precipitó en el dormitorio y se lanzó sobre el ropero de donde, después de subirse a una silla, empezó a sacar cosas atropelladamente. Tiraba mantas y valijas sobre la cama. Delia se había quedado allí tiesa, tensa, con un’ almohada en las manos y la boca abierta.
   —Te lo dije, son ellos. Han ocupado toda la ciudad. Han tomado las casas y se han llevado a la gente.
   Lo que Mendizábal estaba ahora sacando del estante superior del ropero eran armas de fuego: una carabina, dos pistolas y una ametralladora de mano.
Después empezó a buscar y a amontonar las cajas de proyectiles:
—¿De dónde sacaste todo eso? —dijo Delia.
—Las fui comprando de a poco para un caso como éste. Estaba seguro de que pasaría.
      Mendizábal arrastró el armamento hasta el balcón y sin esperar más comenzó a disparar ráfagas de ametralladora hacia la calle hasta terminar la carga y después disparó con la carabina y por último empuño las pistolas. Disparaba hacia abajo, hacia la esquina, hacia las ventanas del edificio público que tenían enfrente. Delia se había quedado congelada, de pie en el centro del comedor, con una mano tapándose la boca.
http://st-listas.20minutos.es/images/2011-07/295205/3081076_640px.jpg?1365626041 —No te quedes ahí como una estatua —le gritó él—. Cárgame de nuevo las armas.
     Ella se hincó junto a las cajas de proyectiles y repuso el cargador de la metralleta y después el de la carabina. Mendizábal hacía fuego ahora espaciadamente. A veces apuntaba con mucho cuidado y al rato, por fin, tiraba. Por lo visto, todos en la vecindad se habían ocultado.
    Se oyó llegar varios coches de la policía con las sirenas agudas como un alarido, un chillido patético, y al cabo de un minuto, desde una de las ventanas de enfrente, se oía la voz del megáfono:
—¿Hay alguien más ahí en esa casa? ¿No puede usted detener a ese loco?
Delia no respondió: se limitó a levantar un brazo, haciendo un ademán que quería ser de impotencia. Después, desde el otro lado de la calle, también hicieron fuego.
—Quienquiera sea usted —siguió el megáfono— arroje las armas a la calle. Dentro de unos segundos desalojaremos el edificio.
—¡Vamos a la azotea! —exclamó Mendizábal, y tomándole una mano, la arrastró a ella escaleras arriba, con todos sus paquetes de municiones. Cuando llegó a la terraza cerró la puerta con llave y se asomó sobre el antepecho barriendo la calle con la ametralladora.
   Entonces, desde un piso más alto, volvióse a oír la voz del megáfono:
—Sixto Mendizábal, sabemos quién es usted. No tema. No le pasará nada. Arroje sus armas a la calle y levante los brazos.
      La única respuesta de Sixto fue una rabiosa, furiosa, cerrada, interminable descarga contra los ventanales del edificio público. Se oyó luego un grito y casi enseguida las sirenas de otros autos que llegaban.
   Delia se debatía mientras tanto llenando y volviendo a llenar compulsivamente el almacén de cada una de las armas, quemándose las manos con los caños humeantes.
—No me agarrarán con vida —dijo Sixto—. No mientras me queden proyectiles.
—Le damos un minuto —dijo el megáfono—. Dentro de un minuto asaltaremos esa azotea.
    Delia vio a varios uniformados que corrían a guarecerse tras las chimeneas cercanas. Contó cinco, diez. Estaban rodeados. Lo miró después a Sixto, enardecido, frenético, enajenado. En un arrebato de cordura levantó las cuatro armas y las arrojó a la calle. Mendizábal se volvió hacia ella:
—¿Por qué lo hiciste? —dijo. Pero fue lo último que dijo. Los hombres uniformados se aproximaron en círculo y con una descarga compacta acabaron con él. Cayó con los brazos abiertos sobre las baldosas, perforado como una bestia salvaje. Delia quedó de pie, inerte junto al cuerpo de Sixto, como cataléptica, y cuando ellos se acercaron no dirigieron ni una mirada al cadáver ni se ocuparon de él. La tomaron a ella y le ataron los brazos atrás. Después la condujeron escaleras abajo.
       Y mientras se la llevaban en uno de los coches, con una mordaza en la boca ella pudo ver que cada uno de aquellos seres uniformados tenía una cresta coriácea, una horripilante y monstruosa excrescencia de escamas en la espalda, que les llegaba desde la cabeza hasta más abajo de la cintura.