sábado, 27 de agosto de 2011

Pegamento, Gloria Pampillo.

Pampillo, Gloria
Pegamento. - 1” ed. - Buenos Aires: Sudamericana, 2004.
192 p. ; 23x15 cm. - (Narrativas)
ISBN 950-07-2571-1
1. Narrativa Argentina. I. Titulo
CDD A863
Todos los derechos reservados.
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IMPRESO EN LA ARGENTINA

Queda hecho el depósito
que previene la ley 11. 723.
© 2004, Editorial Sudamericana
Humberto 1 531, Buenos Aires.
ISBN 950-07-2571-1
A Mónica Sifrím y Dante/ Gigena
“Sé eterna y constantemente leal a la historia.”
ISAK DINESEN
CAPÍTULO I
Hacía poco que la Universidad de Buenos Aires había descubierto que para salvarse de la subasta de los bienes del Estado podía, como último recurso, vender su lengua. En los últimos pisos de un antiguo edificio de la calle 25 de Mayo, donde todavía se acurrucan las bibliotecas de los investigadores, la Universidad había comenzado a rematar las papilas, la saliva, la caverna del paladar, las amígdalas necesarias para hablar el alemán, el inglés, el francés, hasta el árabe y el chino. La lengua no dio en los primeros meses réditos opíparos, pero sí, por lo menos, con qué pagar algunos litros de pintura al látex. Desde arriba hacia abajo se habían comenzado a blanquear las paredes y los techos que se levantaban a cuatro, siete, diez, trece metros de la planta baja. Nada más que blanquear, no enduir y menos revocar, y por esa razón la pintura, como quien dice “a mí por esto más no me pueden pedir”, registraba minuciosamente los desniveles, las salientes de la pared, las múltiples anfractuosidades de los marcos de las ventanas. La pintura blanca retenía largo tiempo la mirada que oscilaba entre el agradecimiento por lo iluminado y el horror de descubrir la muerte en cada fisura.  El día en que fue a anotarse, Luisa vio en el vestíbulo de entrada una mampara de vidrio con las siglas de un banco y, en 11 el remate de la escalera, dos bolilleros con forma de globos terráqueos que se iban repitiendo en una versión abreviada alrededor de cada uno de los barrotes de la baranda. Mientras esperaban su turno para llenar la ficha de inscripción y consultar los horarios, los alumnos debían preguntarse si el Banco Hipotecario y la Lotería Nacional habían convivido algún día en ese antiguo edificio. Sin embargo, para ocupar la espera resultaba mucho más entretenido imaginar que algún funcionario de la Universidad había asociado velozmente un bolillero de examen con la hipoteca del presupuesto y, de inmediato, de esa chispa genial brotaban los cursos. Algo así como un nuevo Edison de pronto alucinado por el hilo incandescente del que pendía un botón de su camisa.
Con sus días benignos el otoño, taimado promotor del trabajo, suele llenar de entusiasmo a los hombres y después traiciona.  Cuando llegó su turno, persuadida por el calor, Luisa se anotó en los primeros horarios de inglés. Unos meses más tarde, descubrió lo que venía escrito con letra chica: el frío, la somnolencia que arrastra y el ánimo maligno de los taxistas.
Mientras se enfundaba unos vaqueros imaginó la mirada de reproche que aquella mañana le iban a dirigir los ojos maquillados de Mazza, la teacher. Acumulando desdichas, el taxista le informó que el único modo de llegar ese día al microcentro era dando un largo rodeo por la Nueve de Julio. Era inútil oponerse, pero cuando también el carril izquierdo se atascó y el hombre empezó a maldecir, lo dejó hundirse solo en su malhumor y se quedó mirando el verde del bulevar.
Sobre el cantero, tres figuras pequeñas parecían haberse instalado
bajo un arbusto. El vidrio a medias empañado no dejaba
distinguirlas; Luisa, sin pensar casi en lo que hacía, bajó la ventanilla
y de inmediato el taxista, sorprendido por el aire frío, giró
la cabeza hasta quedar de perfil; durante un momento permaneció
así, terco y en silencio, esperando una disculpa, hasta que
por fin dio un suspiro fuerte y apoyó las manos sobre el volan-
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te. Entonces, Luisa volvió a mirar a los chicos sentados sobre el pasto del bulevar. Eran tres: un varón, una mujer y un bebé de pocos meses, vestido con unas prendas desvaídas de lana. Los cuerpos de los mayores inclinados sobre el niño y el ciprés enano que los cobijaba los volvían parecidos a las imágenes de un pesebre abandonado en la avenida desde Navidad.  Cuando los descubrió, los chicos se habían olvidado de que estaban ahí para pedir limosna. De todos modos, no tenían nada que dar a cambio, ni siquiera una estampita o un señalador recubierto con flores. El objeto que ofrecían era ese niño con el que ahora jugaban; debían buscar con esfuerzo entre sus recuerdos algún cuidado que hubieran recibido de su madre. El taxi bruscamente arrancó y el aire penetró en ráfagas. Luisa volvió a subir el vidrio de la ventanilla que había bajado sin saber por qué.
Tampoco sabía desde qué barrios llegaban los chicos mendigos de los bulevares. Como si la corriente misma de la avenida Nueve de Julio los hubiera arrastrado, hacían pie en los trechos de tráfico más lento donde podían dormir en los canteros cubiertos de pasto o, a veces, jugar. Su aureola vital había sido deglutida por el monóxido de carbono que se les pegaba a la piel.  El gas les penetraba en los pulmones de manera más lenta que vapores de pegamento. Más lenta y más productiva: podían mendigar algunos años antes de morir. No había ninguna posibilidad de que llegaran a la edad adulta.
El taxista debía haberle dirigido su última maldición porque el ascensor del Instituto se había trabado entre dos pisos.
Estaba la escalera, tan amplia que los alumnos podían subir de
a tres o cuatro por vez, pero los peldaños desgastados eran peligrosos
y la subida se volvía lenta. Sin necesidad de acentuar
el jadeo, mientras abría la puerta del aula intentó recordar la
complicada fórmula de las excusas. Mazza, con muy poca ima-
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ginación, le dedicó exactamente la misma mirada de reproche que Luisa había previsto media hora o a lo mejor cuarenta minutos antes.
Cuando el curso había comenzado, el grupo estaba compuesto por quince personas; ahora, a mediados de junio, sólo quedaban siete. Había una secretaria, Nancy, un hombre mayor, Richard, que era abogado, o, como se presentaba a sí mismo en las clases, a lawyer, un médico, John; un muchacho, Antonio, que era economista, y había también una muchacha negra, brasileña, que se llamaba Nilce o algún otro nombre insólito y que trabajaba mucho, aunque Luisa nunca pudo saber en qué. La más anciana del grupo era una traductora de francés, Dora, que tenía poco que hacer y siempre llegaba puntual.  Sólo los dos hombres mayores aceptaban traducir su nombre al idioma que estaban aprendiendo. Parecían muy asentados en su profesión y ese bautizo era como una broma que los acercaba a los más jóvenes. Luisa había vacilado en decirles “Richard” y “John” al comienzo de las clases, pero casi enseguida le hubiera resultado imposible llamarlos de otra manera. El nuevo bautizo no los volvía niños de pecho, pero sí al menos los rejuvenecía y eso era lo que parecían anhelar los blazers que Richard se ponía con fe y los sweaters blancos de cuello alto que usaba John.
En cambio, la muchacha secretaria, Nancy, y Antonio, el economista,
seguían estrictamente el estilo de la gente que trabajaba
en el microcentro. Antonio no abandonaba un impermeable
de gabardina azul oscuro, pero justamente porque era mujer
y muy joven, casi una chica, era en la ropa de Nancy donde Luisa
veía desplegarse la formal fragilidad de la city. Desde el comienzo
mismo de las clases, usaba una falda corta y un saco a cuadros
pequeños sobre una impecable camisa blanca; luego, cuando los
días se volvieron más fríos, estuvo un par de semanas enferma
de neumonía y, a su regreso, comenzó a abrigarse con una chaqueta
negra de paño de lana. Enfrascada en la traducción de las
prendas de cada uno de sus compañeros, Luisa era concesiva
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consigo misma; cuando Nancy abandonaba puntualmente la clase a las diez y treinta a.m. porque debía entrar a la oficina, y las dos bajaban juntas las escaleras, con frecuencia comparaba los altos zapatos abotinados de la chica con sus propias zapatillas y su vaquero y se juraba usar formal wear algún día.
Había sido así, mientras bajaban las escaleras, cuando
Nancy se quejó de esa neumonía que no acababa de curarse bien
y lo atribuyó al frío que hacía en la pieza del pésimo lugar donde
vivía. Peldaño a peldaño el tono de su voz se había vuelto
opaco hasta llegar al de la confidencia; segura de que le estaba
pidiendo que guardara ese secreto, Luisa había asentido. No
podía equivocarse porque en el vaivén de los ejercicios se habían
ido afinando los gestos, medias palabras y algunos movimientos
del cuerpo que les servían para entenderse; sin embargo,
ninguna de las dos tenía conciencia de esa complicidad: tuvo que
ser Mazza quien dijera que el atropellamiento de Nancy y la
impaciencia de Luisa era lo que las llevaba a sentarse juntas
cuando había que encarar un dialog. En realidad, Mazza no
había usado exactamente esas palabras, sino que las había insinuado
cuando no se dejó engañar por la velocidad con que se
dieron las réplicas y les aconsejó que la próxima vez se tomaran
un tiempo, y esto de una manera fugaz, casi por encima del
hombro, cuando ya estaba por dedicarse a la próxima pareja,
Richard y Dora o John y Antonio. Cada vez que se equivocaban,
Luisa trataba de ser leal, pero en las últimas clases Nancy
no le había pagado con la misma moneda. Miraba a su compañera
con una expresión intensa de reproche, dando a entender
que no venían de su lado los errores y, al fin, habían terminado
enzarzadas en una discusión tan pueril que Mazza dijo girls, gir/s,
y Nancy, que pescó la ocasión al vuelo, lanzó hacia Luisa una
mirada irónica. En ese momento ella se juró que no iba a trabajar
más con la chica, pero en la clase siguiente Nancy volvió
a sentarse en un pupitre a su lado. Conseguía envolverla con
astucias de escuela, le preguntaba en voz baja “¿me cortaste la
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cara?” o “¿corto mano, corto fierro?” y cuando Luisa se asombró de que conociera un dicho tan viejo como ése, Nancy le había contado que venía de San Juan, donde la gente se precia de mechar en la conversación refranes o frases de otro tiempo, pero no quiso agregar nada más. Luisa se había demorado entonces en los rasgos de Nancy y notó el contraste entre los ojos claros, que no eran exactamente pardos sino más bien amarillentos, y el tono terroso de la piel. Más tarde, en sus tentativas discretas de auscultarla, notó que si la chica se sentía molesta retraía la cabeza con un ademán retobado; entonces, el pelo negro le ocultaba la cara. Un gesto parecido tuvo ese día cuando llegaban a la planta baja, aunque más triste, y Luisa, después de saber la enormidad que Nancy tenía que pagar por una pieza de mala muerte en lo que no podía ser más que un conventillo con apariencias de hotel, le preguntó si no le convendría un pensionado.
“Eso es para las niñas que se pueden venir a estudiar acá
contestó Nancy de muy mal modo— y además ahí te encierran y te vigilan monjas.” No era necesario ser muy perspicaz para darse cuenta de que hasta ese punto no iban a llegar las confidencias.  Nancy de inmediato se irguió y puso una cara tal de desafío, que si no hubiera sido porque Luisa se sintió molesta consigo misma, le hubiera dicho que se dejara de telenovelas.  Y, sin embargo, a pesar de toda su fragilidad, Nancy, con su portafolio, sus traslúcidas medias negras y sus abotinados zapatos de taco alto, le parecía rodeada de una leve aureola de progreso.  Dora, en cambio, no opinaba lo mismo. Cuando se presentaron y cada uno tradujo su profesión, comentó: “¿Secretaria?  Ninguno de mis hijos tendría en su oficina a una turrita como ésa”. Creía que con ese juicio comenzaba una amistad: Luisa había dicho que a veces hacía traducciones del francés y Dora se le había acercado esponjada, segura de que iba a tratar con una colega que tenía, cómo no, su mismo nivel.
Clase a clase, al grupo no le había quedado más remedio que ir conociendo pormenores de la vida de cada uno. El metodo de enseñanza estaba basado en preguntas que inquirían primero por la nacionalidad, después por el trabajo, el nombre y la dirección; más adelante, se metían con la familia, y luego, ya sin vergüenza, con las horas de sueño, el lugar elegido para las vacaciones y los hobbies. Al comienzo, intercambiar los datos personales había sido una rutina para los alumnos jóvenes; a los mayores, seguramente les trajo el recuerdo del frenesí grupa!  de los años sesenta; pero cuando llegaron al simplepast tense, y dado que una de las clases era el lunes, lo que sucedió fue que al malhumor de comenzar la semana se sumó la humillación de contestar a las preguntas sobre el domingo. Entonces, para salvar el ánimo y la vida privada, muchos empezaron a inventar. Decían que ayer habían navegado por el Delta mientras bailaban con Claudia Schiffer, o que les había hecho un reportaje un periodista de Newsweek, y cuando Dora, que se preciaba de melómana, aseguraba que ella había asistido a un concierto, ya ninguno quería admitir que tan sólo había watched TV. Mazza, la teacher, abría sus grandes ojos maquillados y de vez en cuando pedía true Information, pero un lunes ya nadie recordaba qué quería decir true. Cuando llegó elfoture tense, en lo que respecta a las fantasías les ganó a todos de mano, porque venía envuelto en una historia de espías; sin embargo, como las preguntas personales delgoingto tocaron un miércoles, que era el otro día de clase, y a mediados de semana el grupo comenzaba a alentar la débil esperanza de que entre el sábado y el domingo iba a alcanzar el amor, estimulantes encuentros sociales o el éxito, el futuro no logró deprimirlos. El golpe peor, el más solapado, lo descargó el potencial, que sin ambages inquirió por lo que would like to be. Antonio, el muchacho economista, quería ser rico pero no famoso. No creía que la fama hiciera buenas migas con la felicidad. Nancy, con un tono duro, contestó que ella no deseaba nada: lo que quería ahora mismo y para su trabajo era aprender inglés. Luisa, que creyó percibir mejor que los otros lo que Nancy se jugaba en ese empeño, hubiera querido aliviar el ambiente 17 agregando algo inoportuno, pero de improviso Richard, bamboleando como siempre la cabeza, le espetó que ella ya era famosa porque había publicado libros, y así consiguió cortar a ras de tierra la poca elocuencia inglesa que Luisa había conquistado hasta ese momento.
La revisión de unos manuscritos complejos fue obligando a Luisa a faltar a clase durante dos semanas; cuando estuvo de regreso sospechó que el ambiente casi pueril yjocoso de los primeros días había concluido. El pelo renegrido de Nancy se arremolinaba; parecía que la noche anterior o esa misma mañana se hubiese acostado o salido de su casa sin secarlo: dos maneras de no cuidarse después de su neumonía. Como si quisiera culpar a otros de una negligencia que sólo le atañía a ella, al comenzar la clase en la sala de video se arrebujó en su amplio saco de paño y avisó que no pensaba volver al aula cuando terminara la proyección. Una vez más el bedel o quien fuera se había olvidado de encender la estufa. El tono de esas palabras ya era una señal de que el grupo había perdido su sumisión frente a la teacher. Mazza, al parecer habituada al cambio de clima, escondió sus sentimientos tras sus ojos maquillados y no hizo nada por disuadirla. Sin más, hundió el videocassette en la ranura y les propinó una historia detestable.
Un vientito nacido en la irritación y crecido hasta la vergüenza empujó al grupo fuera de la sala cuando el video concluía.  Mientras Mazza rebobinaba, Luisa se enteró de que ahora la opinión de todos era que estaban llegando ya al final del primer cuatrimestre con el going fo, el willj el would pinchados con alfileres, sin que les dieran tiempo para el repaso. También le informaron que, durante la semana anterior, Nike o Anci o Lici, en suma, la brasileña, deprimida por el invierno argentino, había intentado oponerse al avance vertiginoso de los temas antes de abandonar el curso; Luisa quiso saber la respuesta de 18 Mazza, pero no fue posible porque la narración fue interrumpida por Dora con un comentario fácil. Distribuyendo sobre las sienes sus mechones rosados, dijo Dora que así éramos los argentinos y así nos iba. Ni Luisa ni el resto del grupo quiso sumarse a los argentinos que así eran y así les iba, tanto menos cuanto la frase era enunciada por una mujer que mostraba a horas tempranas los estragos que hacía en su cabeza una lengua extranjera.  Ahí nomás, en el pasillo, después de salir de la sala de video, Mazza anunció que el miércoles siguiente iban a hacer los ejercicios. Mientras descendían en tropel, Luisa llegó a la conclusión de que la proximidad del examen detonaba la paranoia, la resignación o las mañas del grupo. Pero lo que los tenía verdaderamente mal, acordó con Richard mientras los dos caminaban por Reconquista, era el desdén de Miss Mazza, que el primero de abril los había recibido con tanto aliento y complacencia, y ahora no disimulaba su repugnancia por el paquete torpe y envarado que tenían adentro de la boca.
Para peor, latino —dijo él cuando se despidieron en Reconquista y Rivadavia. Pocas cuadras, en realidad, para divertirse con Richard, que, de todos sus compañeros, era el más hábil cuando se trataba de enhebrar ironías con un aire distante. De qué maravillas lingüísticas no sería capaz si dominara el slang.  Obeso, bamboleante y a muy poca distancia de los años de Dora, Richard era, entre muchos de los hombres que la habían atraído hasta entonces, el único capaz de disfrutar tanto como ella del desparpajo. Siempre que bromeaba les daba a los otros un pie para el retruque y, cuando Luisa conseguía estar a su altura, se quedaba mirándola con un brillo apreciativo en sus redondos ojos marrones. Hubiera querido seguir caminando a su lado acompañada por su benevolente y desfachatada alegría, pero no encontraba excusas. Por ahora debía limitarse a jugar con él dentro del avaro espacio que ofrecía el leveltwo. Algo así como intentar un partido calzando zapatillas de plomo.
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A pesar del temor que iba creando la cercanía del examen, el video detonó una explosión de sarcasmos en el mundo pueril que creaba el East-West 1ª. El miércoles siguiente, Luisa, arrastrada por una cadena de interpretaciones, opinó que en las clases un día los embutían, al día siguiente les prohibían llevarse a la boca eso que estaban acostumbrados a usar: su propia lengua de todos los días. Entre el hambre y la indigestión nunca iban a poder asimilar nada. Sin apabullarse por los ojos furiosos de Mazza, el resto del grupo estuvo de acuerdo.
Después de que finalizó esa clase en la que Mazza los trató como si fueran débiles mentales profundos, Luisa bajó las escaleras con Nancy y le propuso encontrarse para estudiar. Estaban las dos solas y, peldaño a peldaño, Nancy, vacilando sobre sus altos tacos, le confió que deseaba pasar una semana en el pueblo de San Juan donde había nacido. Aunque no esperaba muchas cosas de ese viaje, se sentía muy cansada y sola en la ciudad. De todos modos, no podrían estudiar juntas; practicaba los dialogs con una compañera de otro grupo que había conocido durante el curso de verano.
El ascensor debía estar descompuesto porque Dora llegó junto a ellas aferrada a la baranda. La cara marfilina, sospechosamente lisa alrededor de los ojos, se había alegrado esa mañana con tonos tan variados que era casi imposible describirla con el magro vocabulario de los colores que habían aprendido hacía ya un tiempo, en la Unit2. Dora requería semitonos y alguna piedad, porque cualquier día de éstos iba a descansar en la cama de madera con sus ojos debidamente cerrados. Mientras, sin embargo, se mantenía impertérrita en sus aprecios y desdenes.  Como siempre que la encontraba junto a Nancy, apenas le dirigió un gesto de despedida: fue en ese momento, y probablemente para no terminar teniendo con los años el mismo rictus despectivo grabado en la boca, cuando Luisa tomó una decisión.  Pocos días atrás la había llamado un amigo que tenía un departamento en alquiler. Era muy chico, apenas un ambiente; por 20 eso mismo, no pedía mucho. Si Nancy se animaba, ella podría ayudarla a tironear el precio y lo que, seguramente, le iba a pedir de adelanto. Nancy no dijo “tengo que pensarlo”, como lo hubiera hecho cualquier otro. Se quedó colgada de su boca y, a partir de ese momento, Luisa se vio obligada a realizar una serie de buenas acciones que le hubieran valido para toda una vida de girl scout. La acompañó hasta la casa de Alberto, su amigo, y después dedicó toda una tarde a visitar el departamento que quedaba en Munro. Mientras Nancy se mantenía tan dura como un árbol que hubiera nacido en el medio del minúsculo ambiente, Luisa tuvo que esmerarse sola para encontrar defectos: el departamento era lateral y había poca luz, la kitchenette iba a llenar todo de humo, el calefón, realmente, no prometía mucho.  Después de tantos esfuerzos por tirar abajo el precio, lo único que a Nancy se le había ocurrido decir, llevada por el entusiasmo, era que la estufa tenía tiro balanceado.  Cuando se cerró el trato, afortunadamente para ella, Nancy volvió a retomar su expresión de enfrentarse sola contra el mundo y no la molestó con las garantías, que debieron parecerles suficientes a Alberto. La vez que le preguntó si se había arreglado bien con los papeles, se apresuró a contestar que todo estaba en orden, como si ya no quisiera más su ayuda. No agregó entonces que Luisa ya había hecho mucho por ella, ni en ningún momento le dio las gracias. “Así pagan”, hubiera comentado Dora si le hubiera dado ocasión, pero Luisa volvía de inmediato a su casa. De un momento para otro el trabajo había crecido y las clases de inglés le acortaban dos mañanas.  No puso buena cara cuando Nancy le pidió que fueran a la salida al Salisbury. “Ya perdí mucho tiempo”, le contestó sin más vueltas. En el café, sin desperdiciar un minuto, la chica deslizó sobre la mesa el envoltorio de una caja pequeña. Sobre el papel dorado Luisa leyó el nombre de una joyería; presintió que se iba a cumplir el peor de los temores que trae un regalo y no se engañó.  No era que la piedra del colgante fuese fea: era sencilla-21 mente una cosa que ella no se hubiera puesto jamás. Para eludir una mentira que justo en ese momento se revelaba imposible, preguntó qué piedra era ésa, tan rara, pero Nancy no le dejó resquicios y quiso que se colgara ahí mismo la cadena al cuello. Luisa buscó sus anteojos; después, se demoró un momento con el resorte del cierre y por fin hizo girar lentamente la piedra hasta el medio del pecho. No había dicho una palabra que fuese de elogio. Estaba segura de que Nancy iba a descubrir su tono falso.
El verdadero cierre vino un tiempo después y fue breve. En un momento de descanso en la clase —a Mazza otra profesora la había llamado un instante al pasillo— Nancy le clavó los ojos en el cuello.
No te lo pones nunca —dijo.
Una vez más, era imposible mentir. La única excusa que se le ocurrió fue que ese colgante no era una alhaja para la mañana.  Exageradamente grosera, la chica la escrutó desde lo alto de la cabeza hasta la punta de las zapatillas. Entonces Luisa se vio a sí misma: el pelo crespo y corto con reflejos rojizos, el azul encapotado de los ojos y después el sweater amplio, el vaquero, las zapatillas. Esa era la imagen que todos tenían de ella, la única que no había registrado en tantas semanas de fisgonear los rostros de sus compañeros. Le faltaba saber si alrededor de la boca no se perfilaba el rictus de desdén que Dora nunca había ocultado.
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CAPÍTULO II
Unos días después, mientras esperaba en la plazoleta del Obelisco que la luz verde congelara la marcha de los autos por la Nueve de Julio, Luisa vio dos chicos apoyados contra el parapeto de ladrillos. Uno de los dos inflaba un preservativo. El otro, vestido de lana ocre, estaba acostado de espaldas y sacudía las piernas sobre su cabeza. Ése fue el que se levantó y comenzó a avanzar dando patadas altas y laterales en el aire. En medio de uno de los giros, sus ojos encontraron los de Luisa y los dos se sonrieron. Enseguida le dijo algo, aunque no entendió exactamente qué. Era un pedido, pero en la expresión del chico no había nada sumiso, ni tampoco quería que ella lo compadeciera.  La entonación había sido la misma que se utiliza para preguntar dónde queda una calle, o qué colectivo lo lleva a uno hasta un barrio. Prefería que fuese así, porque con esa leve insolencia afirmaba que eran para él, sólo para él, las monedas que volvió a pedirle; pero Luisa, de todos modos, vacilaba. Y todavía después, cuando el chico se alejó enarbolando el billete de dos pesos como un trofeo, se quedó pensando como si ahí, en esa plazoleta central de la ciudad, a ella le quedara algo por hacer.  Algo le había dado ese chico a ella, a lo mejor un momento de alegría, un instante en el que los dos se volvieron cómplices.
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Hasta mucho después que cruzó la avenida, la sonrisa, el color homogéneo, terroso de la piel, el dibujo nítido del pelo alrededor de la frente y los brazos abiertos persistieron en la memoria de Luisa. La sensación de inminencia, en cambio, se fue borrando.  Con sus juegos, los chicos construían a su alrededor un escenario que aventaba de a ratos el monóxido de carbono. Su potencia era tal, que todos los que al atravesar la Nueve de Julio los veían se quedaban, como ella, demorados unos instantes en la comunidad del juego.
Cuando concluyó su caminata después de haber comprado aquí y allá algunos libros, Luisa se encontró en el umbral del fin de semana. No sabía en qué ocupaban el sábado y el domingo sus amigos; en cambio, conocía al detalle las actividades de sus compañeros de inglés. Richard jugaba al póquer. Iniciaba la partida el sábado al atardecer y proseguía toda la noche y también la mañana y el mediodía del domingo hasta que llegaba la tarde; la luz menguaba hasta apagarse, se encendía y volvía a crecer, mientras Richard se hundía en la felicidad de sacarle el cuerpo al sinfín de actividades que deben aliviar el tiempo vacío.  Era notable que fuese él, justamente el más obeso del grupo, quien se inclinaba siempre a la síntesis, mientras que John, más que delgado, enjuto, tendía a recubrir la lineal estructura del tiempo con fantasías horripilantes. Ahora, por ejemplo, ya cercanas las vacaciones de invierno, proyectaba ir al Caribe con su hijo para poder vivir con él a solas unos días y entablar un dialog paternal. Cuando se enfrentaba con propósitos como éstos, Luisa debía reconocer que una vez más había adjudicado a los otros deseos parecidos a los suyos, como, por ejemplo, el de estudiar inglés para ascender sólita hasta el trémolo de Julieta, Romeo, el ruiseñor, la alondra y el balcón.
Pero volviendo a John y a sus escenarios, por lo que Luisa podía inferir de las tropezadas respuestas que daba en la clase a las questions, John, además de ser médico, luchaba con la leche o, por lo menos, con su producción. Ya que a pesar de su ten-24 dencia a expresar sus deseos y temores el grupo de inglés no era exactamente un grupo terapéutico, ella tampoco había sido una infidente cuando, aprovechando una caminata que la llevaba hasta una oficina a cobrar un cheque como siempre demorado, comenzó a pedirle a John precisiones sobre su vida. Con enmarques tópicos, pero por lo menos en una jerga comprensible, él le explicó que repartía su tiempo entre un tambo que en cualquier momento iba a quedar sumergido bajo las aguas que en esos días inundaban la provincia, y la coordinación de un equipo de profesionales que se dedicaba a los niños. Aunque el tambo había tenido en sus orígenes el objetivo de distraer a John de las tensiones que le provocaban sus pacientes, ahora el agua había conseguido que no hallara reposo en ningún lado. Era claro que las vacas corrían peligro de quedar ahogadas debajo del agua como los adolescentes bajo la latencia de toda clase de impulsos, y que ella, a pesar del amable paraguas de su compañero, se había empapado.
Pero las confidencias de John habían sido el lunes y ella ahora se encontraba instalada en el fin de semana, en el ápice exacto donde brilla el comienzo de su declinación: las mentirosas promesas del sábado a las doce. Y tan diferente como son los vivos días de la semana de los mortecinos de su agonía, fue la Nancy vestida con vaqueros y sweater que salió de la puerta de un market de la chica con falda corta que estudiaba inglés.  Luisa tropezó con ella sin asombro. Nancy, en cambio, pareció de inmediato incómoda.
Una circunstancia que podía molestarla era su vestimenta.  Otra, las bolsas de plástico que cargaba. Sin embargo, cuando a Luisa le pedían truc answers sobre lo que will do apenas descendiera las escaleras del Instituto de la calle 25 de Mayo, contestaba que ir al market, que no quedaba, por cierto, como éste a media cuadra de la avenida Santa Fe, sino en el último borde de San Telmo. Con una mirada irreprimible, Nancy develó la tercera circunstancia y aclaró el enigma. Richard, notablemen-25 te avejentado, venía a unirse al grupo. La diferencia entre la fórmale, informal wear, tan machacada al comenzar el curso, no lo había llevado a mejorar la elección de su vestuario. Su saco de tweed se abría sobre un pañuelo de seda que lo hundía irremediablemente en losfifties. En el momento de rejuvenecerse, se había enredado en las más torpes fantasías que el tiempo le tiende al amor.
Richard también andaba por aquí —dijo Nancy—. Solamente falta Mazza.
Si esperaba apoyo en sus excusas, le estaba pidiendo a Richard un esfuerzo cruel. Tenía el aspecto de un atleta agotado por un salto de por lo menos cuarenta años y desviaba la mirada de las dos mujeres. Luisa sintió que se deslizaba vertiginosamente desde los celos hacia la lástima y buscó alguna frase que tranquilizara a Nancy. Como no pudo o no quiso encontrarla, siguió su camino prohibiéndose pensar en ellos. A pesar de su aspecto culpable, él no la había engañado; los años lo volvían brutalmente simple en sus elecciones. Yya que a ella sólo se le ocurría repetirse que un pelo de mujer tira más que un partido de póquer, no le vendría mal sacudir su estrecha mollera preguntándose, por ejemplo, por qué razón ella, Luisa, lograba cada sábado a la mañana quemar tantas horas en la búsqueda de argollas para una cortina, o de la placa de bronce que debía rodear un timbre, o de algún otro objeto que, de ser hallado, se sumergía en el alud de cosas que poblaban su hogar sin que ningún destello, fulgor o iridiscencia justificara la cantidad de tiempo que le habían consumido.
¿En qué apretón de Buenos Aires había aceptado Nancy la protección de Richard? ¿Qué le había prometido él? No podía ser mucho: un puesto en su estudio donde no tendría que tolerar malos tratos, o una amistad que le facilitara las cosas en la empresa donde Nancy trabajaba. Y seguramente no se lo había dicho así, de esa manera directa, sino con los habituales circunloquios:
“Pero, chiquita, todo puede ser más fácil”, por ejem-26 pío, o: “¿Me vas a dejar que te ayude un poco?”, sin sentirse avergonzado por la ristra de vulgaridades que enhebraba sobre una mesa de café, menos aún cuando frase a frase veía alzarse el cuerpo de Nancy, hasta ese momento encogido en una postura infantil, y espiaba cómo sus largas piernas se iban desplegando a medida que veía descender el horizonte de púas que la cercaba desde que había llegado a Buenos Aires. ¿Y acaso ahora, cuando volvía a hurgar en su cartera en busca de la medita para el riel de la cortina, ella, Luisa, hubiera podido representarse tan vivamente a Nancy si antes no hubiera sentido ese mismo desvalimiento?  Caminó unas cuadras más y de pronto se detuvo.  Con seguridad había sido Richard el garante de Nancy. La revelación había llegado en un momento espléndido. Iba a darle vueltas en la cabeza durante los días vacíos.
El sábado no cumplió ninguna de sus promesas: los encuentros con amigos habían sido, cuanto más, tediosos. El domingo a la noche tomó con pocas ganas el East-West 1ª. Podía imaginarse a sí misma dentro de bastante tiempo ascendiendo al transitado balcón, pero por ahora, lo que necesitaba para fines mucho menos románticos era volverse alfabeta en la lengua del imperio. Fastidiada, recorrió el libro de punta a punta. Desde el final del primer capítulo comenzaba a desarrollarse en episodios una historia policial, Moon of India, que concluía en el East-West IB. La historia no descuidaba ni uno solo de los clichés del folletín. Había violencia, misterio, un diamante robado, y, sobre todo, mucho amor, romances, luna sobre el crucero que llevaba a un grupo de viajeros, los protagonistas, a Europa. En contraste, los capítulos que antecedían o que se intercalaban entre los episodios de Moon of India buscaban despertar alguna sonrisa con un toque sádico. Peinada como una nun, una monja, una muchacha que había respondido las questions que le planteaba una revista femenina descubría que 27 era una depresiva, una boringperson; un driving instructor llegaba extenuado a su casa después de luchar junto al volante con un alumno disrítmico; una médica felicitaba a su paciente farrista y treintañero por gozar de tan buena salud a los sesenta. Mazza, la teacher, se había saltado olímpicamente los eufóricos capítulos del folletín. Si Richard o John, si Dora o Nancy, si Luisa o Nilce o Antonio querían soñar con algo más o menos rosado, no sería en sus clases, ni gracias a su inglés.
Pero ¿y el sex? Si el sex era reprimido por el puritanismo americano, en algún lado debía aflorar chueco, monstruoso, travestido. Luisa volvió a recorrer con parsimonia de East a West los dos libros y, cuando se cansó de buscar algún aroma a ingle, levantó los ojos. El apareamiento de Richard y Nancy ¿no sería la manifestación del sex desviado? El sex que el libro ignoraba ¿no se encarnaría en la vida? Y ella, acaso ¿no podría contagiarse también? En los amarillentos globos oculares de Dora, en las arrugas que le sumían los labios, en la piel sospechosamente estirada alrededor de los ojos y seguramente en la nube rosada que le rodeaba la cabeza, podía encontrar de un día para otro, o más exactamente de un lunes a un miércoles, un atractivo especial.
De pronto la imagen de Dora dejó de ser un juego y se volvió amenazante. Inquieta, fue hasta el espejo del baño.  ¿Cómo la verían los otros? ¿Mirarían el azul de sus ojos o más bien los párpados encapotados, las ojeras que ella atribuía a la hora, al cansancio del día? Cuando levantaba su pelo crespo, todavía brillante, sobre las sienes aparecían mechones color ceniza. ¿Qué formas, qué colores la resguardaban aún de la vejez?  Cuando se reía, ¿no se arrugaba acaso tanto como John? Se dijo que al día siguiente iba a seducir a John. No tenía por qué sentirse culpable. Era un impulso de supervivencia.
Propósitos de un domingo a la noche que el amanecer del lunes desvanece. Enamorar a John le exigía levantarse a las siete, lavarse el pelo, pintarse y salir de su casa a las ocho y media 28 en punto para tener por lo menos un encuentro y estimular el approach antes de que llegara Mazza. No fue capaz de cumplir ni una sola de las exigencias; el lunes a la mañana llegó tarde y en medio de un dialog tirante.
Dora miraba a Mazza con sus bucles color aurora levemente echados hacia atrás y los párpados entrecerrados. Por lo visto, se habían trenzado en una discusión sobre la lengua y ahora el parlamento le tocaba a la teacher, que defendía sin demasiada euforia las ventajas sintéticas del inglés. Una escisión, inapresable cuando se la escudriñaba, y nítida cuando se dejaba de observarla, separaba la superficie atenta del rostro de Dora de su apática, fría, inmutable base de ideas. Dora tenía una certeza sobre el ser en sí de la lengua. Esa certeza era el francés.  Esta otra jerga que Mazza legitimaba revelando de cuando en cuando su sintaxis o morfología no era más que una superchería, un paliativo, una imitación para tiempos de necesidad.
Cuando Mazza creía terminada la discusión, Dora, inefablemente
Dora, ante todo Dora, como si la noche anterior
hubiese estado posada sobre el hombro de Luisa, afirmó sin que
el más mínimo estremecimiento la recorriera que el francés era
la langue de la diplomatie et de l’amour.
Ah, sí —apoyó Richard—. Maurice Chevalier.
Ta gueule —dijo John, sonriente.
Dora lo miró con una especie de amable reconvención.
La Goulue —corrigió—. La Goulue, la modelo de Toulouse-Lautrec.
Que, como todos los enanos... —volvió a desviarse John.
La traductora de francés negó con la cabeza y hábilmente recurrió al más antiguo de los argumentos.
Chérie —ejemplificó—. Choux-choux, mon ourson, petite chose, quelfrisson.
Frisson detonó en la memoria de Richard versos inolvidables.
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“Elle avait des tous petits tétons” —recitó—. “Elle était frissécomme un montón”. “Tétons”—tradujo enseguida— son los pechos de la mujer, por eso la canción dice “queje tatais a tatons”, y como “tatais” es palpaba, “queje tatais a tatons” es algo así como “que yo palpaba a palpaditas”.
Palpaba a tientas —corrigió Luisa.
¿No han ido demasiado lejos? —preguntó Mazza.
La pregunta estaba dirigida a Richard y la voz era gélida.  Sin embargo, como sucedía cada vez con mayor frecuencia, sus ojos hieráticos estaban fijos en la puerta, objeto de sus deseos.  En las cercanías de esa misma puerta, un cuerpo joven entró en movimiento. Nancy tenía los ojos clavados en Richard.  De un momento a otro, sin máscaras, la vejez le había dirigido una mueca sardónica. Casi doblada en dos y ocultando de inmediato la cara manoteó en desorden su sacón de paño, el East-West, la cartera.
Se me hace tarde, tengo que irme ya —le dijo a Mazza que de inmediato asintió.
Era evidente que Mazza hubiese salido con ella, pero la hora que faltaba de clase se lo impedía. Nancy lo intuyó y cargó con los deseos de las dos. La suma fue fatal.
Ninguno de ellos estuvo en el vestíbulo, pero cualquiera hubiera podido explicar cómo se desencadenó la caída. Nancy, enredada en el pelotón desordenado de su amplio sacón de lana, su cartera y su chai, resbaló en un peldaño gastado de la escalera, cayó primero hacia adelante sin un reflejo de defensa, y luego rodó entre los gritos de los alumnos que subían desde el tercer piso.
En los minutos que siguieron, su profesión volvió a John
seco y preciso, Richard gimió junto a Nancy sin permitirse tocarla,
los ojos maquillados de Mazza se descalabraron y Dora
sacó a relucir un argentino barrial para gritar que había que
conseguir ya mismo una ambulancia. Antonio, silencioso, quedó
aparte. Más tarde opinó que un grupo senil farfullando versos
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eróticos en francés no era lo mejor para empezar un lunes.  Cualquiera sale disparando, dijo. Y, además, lo que muchos no parecían comprender era que él, por ejemplo, como Nancy, no venían acá para cumplir con una fantasía pendiente, sino que necesitaban el inglés para el trabajo, para ascender o, en el caso de la chica, para prevenir un despido. “Para que no la rajen a la puta calle”, dijo, por fin, mientras se ceñía con fuerza el cinturón de su impermeable azul, como si con ese gesto violento justificara la dureza inusual de sus palabras.
Mientras Nancy estuvo internada, Richard montó guardia en el pasillo de la clínica. No se sabía si ella le había prohibido entrar a la habitación; en todo caso, el trato que recibió Richard no fue muy distinto del que tuvo con Luisa. La cabeza impertérrita vuelta hacia la ventana no le concedió ni un ademán amigable.  Desde el accidente, Nancy había sacado a relucir un carácter sin concesiones.
El peligro —explicó Richard en el bufé de la clínica—es esa neumonía que nunca terminó de curarse bien. La inmovilidad le junta flema en los pulmones; los kinesiólogos insisten en que, enyesada y todo como está, tiene que sentarse en el borde de la cama durante, al menos, un par de horas antes del almuerzo y otras a la tarde. Pero después de que las terapistas la hacen moverse y la sientan, acuñándola con almohadas, ella, y no me preguntes cómo lo consigue con todo ese peso, hace girar las piernas, vuelve a acostarse y se queda inmóvil con la cabeza vuelta hacia la ventana.
La ventana da a un jardín y por el muro trepa una hiedra
dijo Luisa.
Richard aceptó que el jardín era importante, pero más le interesaba lo que tenía en el plato. Luisa recordó que él cultivaba azaleas y las mantenía floridas todo el año; nunca lo había entusiasmado el simple esplendor del verde.
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T
Durante tres estaciones del año —insistió Luisa— vivimos sumidos en la ignorancia de lo que trama y sostiene. Olvidamos
explicó—los bastidores, las rejas, las empalizadas, los espaldares, los puntales de las parras. Se nos oculta todo aquello que, fabricado de palo, cordel, hierro o alambre, se halla bajo las hojas del verano. Las alturas del verde, su ascensión hacia el cielo, se apoyan, más o menos leves pero sin poder renunciar a la necesidad, sobre el abigarramiento de palos y de varillas que el invierno descubre.
Richard buscaba con la mirada al mozo. Aunque le debía la oportunidad a Nancy, era la primera vez que Luisa lograba estar con él a solas, frente a frente en una mesa. Algo debía ocurrir entre los dos antes de que él se fuera. Ahora había levantado la mano y le hacía señas al cajero del bufé. Un minuto más y Luisa lo perdía. Y bien, si no lograba atraerlo desplegando su vena lírica, que la muchacha postrada le hiciera el favor hasta el final.
Desde la ventana de Nancy se ve una hiedra que trepa por el muro —dijo y, de inmediato atentos, los ojos de Richard se clavaron en los de ella—. Hay un cuento de O’Henry que habla de una muchacha, un jardinero y una enredadera. Nancy me lo hizo recordar.
Richard separó su silla de la mesa y apoyó una mano sobre el respaldo para incorporarse. Luisa ya no podía esperar más y varió de estrategia.
Me desvié de lo que te quería decir —concedió—. No se te ocurra meterte a jardinero, Richard. Si la hiedra del muro que está frente a la ventana de Nancy queda reducida sólo a las ramas del tronco, no te vayas a trepar para pintar una última hoja y animarla así a que se cure. Te podes romper el alma.
Hay algo que te quiero aclarar —dijo Richard.
No te pregunté nada.
Yo no la busqué a ella. Ella me hizo un approach directo.
Y no es la primera vez que me sucede con mujeres muy jóvenes.
Mira vos —dijo Luisa—. Mira vos. Es halagador, ¿no?
Complicado —rezongó Richard—. Los muchachos se buscan otro para completar los cinco en el póquer. Y estas chicas siempre se meten en líos.
No sé si creerte —dijo Luisa—. En todo caso, ninguno de los dos queda muy bien. Podrías haberme hablado de un fuerte atractivo mutuo que salvó la barrera de los años.
Estás leyendo literatura barata —acusó Richard.
Trataba de ponerme a tiro —dijo Luisa.
Fue ella la que se incorporó, pero no se iba. Desde el nivel de su silla tapizada de plástico y seguramente rellena con goma pluma, desparramado como un Buda de ojos marrones y redondos, Richard la miraba fijo. Después, empezó a reír. Entre los últimos botones de la camisa se le volvía a asomar el vientre.
Una hoja de enredadera —dijo—. Otra que pintarla. La esculpiría en piedra y me la incrustaría delante de las bolas para que me dejen tranquilo.
Ahora que se estaba volviendo procaz, mantenerse de pie delante de él era la mejor estrategia. En cualquier momento ella podía subir la correa de su bolso sobre el hombro y despedirse.
La experiencia tiene un atractivo irresistible —admitió
Luisa—. Hace falta tiempo para que los hombres descubran que la rigidez o el grosor tienen en realidad poca importancia para las mujeres. Aunque bueno —concedió—, tienen importancia para las que se dejan hacer el bocho con los atributos viriles. No es mi caso.
No hay más que verte para sospecharlo —dijo Richard—.
Pero tampoco sos fácil. Tenes un sistema exigente de cosquillas.
Estímulos —corrigió Luisa.
Estímulos eróticos —la imitó Richard.
Ya seguiremos hablando —prometió Luisa.
Oh no —la contradijo Richard—. Si seguimos, vamos a terminar in bed, between night tables y yo, mientras Nancy se
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encuentre acá empotrada, pienso tomarme un descanso. No vas
a hacer experimentos conmigo. Ninguna amnesia sexual. Cada
nueva década de sus vidas las mujeres descubren que, en realidad,
no saben nada sobre sexo y tienen que recomenzar desde
cero. Nothing e/se.
No le contestó de inmediato porque rebuscaba en su memoria.
Me parece que deberías decir enough —aventuró.
Nothing e/se, enough, finish. Ninguna amnésica más.
De todos modos —dijo Luisa, de pronto arañada por la culpa—, si nos enredamos en esta conversación es para alegrarnos un poco. Y, por ahora, de la pobrecita Nancy la única certeza es su rostro.
Con la cabeza inclinada, algo bamboleante, Richard buscaba en sus bolsillos. Luisa creyó que lo había entristecido y aguardó. Después que llamó al mozo, comenzaron a caminar juntos. Richard le puso una mano sobre el hombro. No buscaba apoyo, ni era un ademán de amistad. La presión, que se iba acentuando, podía terminar con una sacudida o en un zamarreo.  Un temor desconcertado le impedía a Luisa zafar del apretón.
¿Qué pasa? —preguntó por fin.
“La única certeza es el rostro” —repitió Richard—. Dios me libre. ¿Por qué sos tan rebuscada? A ver si un día de éstos pones un pie en la tierra.
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CAPÍTULO III
Mazza creyó humanitario comenzar la clase siguiente intercambiando noticias sobre la salud de Nancy. Enfrentó semblantes hoscos. Aunque nadie se lo iba a decir, en los pasillos se hablaba de la inseguridad del edificio y de la presión del examen sobre los ánimos. La teacher debía sospecharlo porque, sin esperar más, les espetó un cronograma que era también una despedida.  Tenían por delante casi un mes de vacaciones durante el cual, obviamente, podían estudiar. Luego, una clase con ella que sería algo así como un ensayo general. El lunes siguiente, por fin, se rendiría el examen.
Después de que transcurrieron las semanas de vacaciones, Luisa se encontró con John en el ascenso hacia el preexamen.  Aunque la atraía, lo consideraba poco estimulante, pero como Richard no había dado señales de vida desde el encuentro en la clínica, pensó que no era necesario esperar el final de la clase para arrimarle algún halago. Ahí nomás, y felizmente a solas, le pidió que le contara cómo eran las islas desde donde traía el maravilloso bronceado que emergía del turtle-neck de ese sweater que le caía tan, pero tan bien. Contra lo que esperaba, John se mostró muy sintético en la respuesta. Luisa dedujo que no había buscado compañía femenina y, solitario, había sido arrasa-35 do por la juventud del hijo. Era hipócrita acompañar a un hombre con un aire tan casual y distraído como ella lo hacía, mientras la cabeza estaba totalmente ocupada en radiografiarlo hasta el tuétano; por eso mismo, cuando por fin entraron al aula y Mazza le tendió a Luisa una revista y le indicó una nota, ella se sentó lejos de él, aliviada. En los ratos que le dejaba libre descifrar los masajes más adecuados para combatir el stress, Luisa notó a John decaído; luego, se mostró muy torpe cuando le tocó el turno de informar lo que decía su artículo. Más tarde, absorbida por Mazza que había variado totalmente su estrategia, dejó de registrarlo. De una manera abrupta, John volvió a entrar en su foco de atención en la planta baja.
Así que te dedicas a los masajes —le dijo.
Luisa emergió lentamente de un acto generoso. Estaba explicándole a Dora —y no hacía más que repetir las consignas de Mazza— que no convenía elegir un texto complejo, sino uno tonto, como el de los masajes que a ella le había tocado.  Es desagradable renunciar a un rol bondadoso cuando uno no se siente inclinado a asumirlo muy seguido. Luisa se quedó mirando el sweater blanco de John, consciente de cada fibra de su propio y ceñido sweater gris plomo, de su nuevo abrigo con capuchón turquesa, consciente, en una palabra, de lo que a él lo hacía hablar. Y él, mientras ella recurría a su viejo truco de mirar a la gente con los ojos vacíos, ¿qué podía hacer sino repetirse?
Así que haces masajes —dijo, y la cara bronceada por el Caribe dibujó paréntesis, corchetes, llaves de risa en los breves espacios que iban de los ojos a las sienes, de la comisura de los labios a las largas orejas también bronceadas.
A Luisa no le quedaba otra que reír. Reír dilataba la obligación de enojarse, de mostrar que estaba molesta por la torpeza.
Así que tenes una casa de masajes —repitió John por tercerai
v\rfe*rzr.
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El pelo rosado de Dora interfirió como una nube.
¿Quién tiene una casa de masajes? —preguntó.
Luisa dio un paso al costado y Dora ocupó su lugar en el diálogo. Nada podía ser más siniestro para John que verse enlazado por el vaivén de las palabras con el rostro ajado de Dora.  Ahora tenía que contemplar cómo esa boca donde se sumían las arrugas retomaba las palabras que él había dicho, las chupaba como se chupa la pastilla matutina que filtra los olores del estómago, y expelía nuevas palabras que él debía recibir con la suya y devolver hasta que la lenta comprensión de Dora hubiese cernido el significado de la broma.
Si el avance grosero de John se debía a que Richard le había confiado el perfil del erotismo femenino que ellos dos —Richard y Luisa— habían bosquejado en el bufé de la clínica donde Nancyya no estaba, John era tres puntos más que imbécil si pensaba que ella iba a entregarse con él a la misma audacia verbal.  Luisa no podía —aún— entenderse con un americano nativo, pero no por eso iba a resignarse a hablar con un hombre que confundía las palabras con las cosas, esto es, ciego ante la existencia de la lengua.
Ella, empezó a conceder mientras caminaba, podría entregarse a John como venía amenazando, siempre que fuera en absoluto silencio. Pero si hacía con John el amor en silencio, no por eso iba a lograr que él se quedara mudo. Tener que oírlo sería un verdadero suplicio. Total, que por una razón o por otra, John nunca conseguía dar con el perfil necesario.
John no daría con el perfil, pero las palabras del amor, se
dijo a sí misma, incentivada la tendencia al soliloquio porque
en esos días se sentía muy sola, las palabras del amor, qué nítidas,
qué transparentes, cuántos rencores —más que fantasías—
descubren en los hombres. Las mujeres, continuó diciéndose
mientras contemplaba las cúpulas más hermosas de la calle 25
de Mayo, también hablan, pero lo que prevalece en el amor son
los escenarios que arman tras su frente. Detrás de cada frente,
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un escenario aterrador, tanto más complejo y al mismo tiempo ferozmente rutinario cuando el verdadero deseo —que dura siempre tan poco— se aleja y hay que peregrinar por rutas áridas y resbalosas agarrándose de lo que sea para llegar a la satisfacción.  Al comienzo, no, tuvo que reconocer cuando volvió a caminar.  No al comienzo del amor. Entonces, uno está ahí, en cada parte y en todo el cuerpo, y una voz hombruna, escandida, sale de lo hondo y afirma, afirma, o niega o suma: pide más. Vaya con las operaciones aritméticas, se dijo mientras atravesaba Rivadavia; en vez de deshaceme, podríamos decir dividime por un cociente exacto. Dividime por veinticuatro, por ejemplo, para que tengas una parte de mí en cada hora del día. O, también, combinando dos operaciones, dividime, así me multiplico en veinticuatro y tendrás una parte de mí en cada hora del día. Al amanecer el pelo, con el desayuno la frente, en el camino al trabajo los ojos, cuando llegues la boca, mientras trajinas con los papeles el mentón. Si actúas con orden, en el almuerzo te tocarían mis pechos, pero realmente no sé qué vas a hacer con mi vulva a media tarde, a menos que gradúes tan exactamente las horas que a eso de las seis o las siete podamos escaparnos los dos y yo te la dé a cambio de tu boca.
A esta altura, John debía estar lejos del Instituto. Era difícil saber qué sucedía tras su rostro circunflejo. No lo podía imaginar molesto consigo mismo. Seguramente tenía el pensamiento clavado en los adolescentes que iba a atender ese día en la consulta. También con ellos, cuando tenía que inculcarles hábitos sexuales que los preservaran de la peste, John debía permitirse alguna broma, que, aunque fuese tonta o brutal, él imaginaría cómplice.
Habían renovado las flores de los canteros de la plaza después
de la última manifestación, y también habían puesto un
f
guardián que hoy tenía algo que hacer, porque se veían grupos
de escolares vestidos de uniforme y algunos ómnibus de color
naranja y blanco estacionados sobre Irigoyen. Los chicos debían
estar hartos de visitar los monumentos y, por otra parte,
ya había avanzado demasiado el año para realizar esa especie de
obligada visita familiar; en cuanto podían, todos se iban hacia
los kioscos pisando o no los canteros, hasta que, de pronto, un
grupo se arremolinó y se oyeron gritos. Luisa no pudo al comienzo
entender qué sucedía, pero cuando las maestras se acercaron
ordenándoles a todos, mujeres y varones, que volvieran de inmediato
a los ómnibus, vio a dos chicos aferrados entre sí; más
precisamente a uno, vestido de uniforme, que iba prendido de
la espalda de otro que de tanta fuerza que hacía para escapar lo
llevaba casi a rastras, hasta que de entre la ropa se le cayó una
caja pequeña, de un color grisáceo, que debía ser un walkman
o, más probablemente, un videojuego. Cuando el de uniforme
lo soltó y se agachó para recoger la caja, el otro, rencoroso, se
volvió y se le tiró encima. No era lerdo el que había caído al suelo,
aunque fuera más menudo, porque enseguida estuvo de nuevo
en pie y entonces sí que se agarraron a golpes. Era, al fin y al
cabo, pensó Luisa, nada más que una pelea entre chicos: uno
que le había arrebatado su juguete a otro que acababa de recuperarlo;
quedándose ahí no hacía más que aumentar la importancia
de un incidente tonto, aunque fuera grave para las mujeres que
dirigían el grupo. Ya estaba por irse cuando de pronto el silbato
del guardián la dejó sorda: el hombre pasó a su lado y, como
si así le diera remate al envión que traía en su carrera, descargó
un par de patadas tan brutales en las piernas del ladrón que, salvo
el chico que se había vuelto su víctima, todos se echaron hacia
atrás, asustados, mientras el hombre volvía a castigarlo sin dejar
de soplar en su silbato ni un momento. Parecía que hubiera
echado a andar una máquina y la mitad superior del cuerpo no
pudiera impedir lo que hacían sus pies. Casi enseguida, una de
las maestras tomó al que debía ser su alumno del brazo, y con
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una firmeza que a Luisa la sorprendió, al mismo tiempo que le acomodaba el blazer al chico y le palpaba el cuerpo, empezó a retarlo porque se había alejado y, todavía peor, había traído con él ese jueguito, como si nunca se les hubiera dicho que debían dejar los videojuegos en sus casas y no andar mostrándolos por ahí.
A lo mejor fue la reacción tan justa de esa mujer, pensó más tarde Luisa, lo que a ella la dejó inmóvil, aunque tampoco hubiera podido hacer nada: ni increpar a ese hombre brutal, ni defender al ratero, porque enseguida el guardián se alejó y fue al encuentro de un policía que se acercaba sin ganas, mientras el chico escapaba renqueando para el lado de la Catedral. Cuando los ómnibus de los escolares por fin partieron, Luisa volvió a ver al chico extrañamente quieto, sentado al pie de una de las palmeras, y sólo entonces se dio cuenta de que era rubio. Seguramente había sido el color de su pelo lo que a ella le había hecho pensar que la escena no era más que una pelea entre escolares, pero aun así, no había tenido los reflejos de las otras mujeres, que de inmediato se las tomaron con el guardián, de una sobre todo, que lo siguió, algo grotesca, increpándolo por su brutalidad con un dedo en alto. Y ahora, mientras se preparaba sin ganas el almuerzo, lo que no podía olvidar era su única reacción inútil y tardía. Se había acercado al chico rubio que estaba sentado al pie del árbol y le preguntó si lo habían lastimado. Él ni la miró; se levantó tan indiferente y duro como un hombre harto de una mujer que siempre se da cuenta demasiado tarde de lo que él necesita, y se fue, todavía renqueando, ligero de ropa y de enseres como todos los chicos que viven de la calle. Y ella había sido como una de esas mujeres solícitas pero inútiles, cargantes, que se acercan cuando ya todo ha concluido para que su conciencia no pueda reprocharles nada; esas mujeres que siempre alegan haber estado ocupadas cuando fueron necesarias, y que lo único que logran con su solicitud tardía es renovar el dolor que ya los demás intentan olvidar.
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Apagó el fuego de la hornalla y apoyó la espalda contra los blancos mosaicos de la cocina; sabía que ya no iba a comer. Lo único que había sido capaz de comprender rápidamente esa mañana tan desgraciada era que Mazza les había adelantado la clave del examen.
Buscó por los kioscos de Corrientes una revista tan tonta como la que Mazza le había prestado para el retellingj, cuando la encontró, volvió a buscar en sus páginas una nota tan simple como la del masaje que había desencadenado a John. Cuando la halló, se dedicó a elaborar un discurso que zigzagueara entre todas las construcciones que desconocía. Por fin (pero nunca es tarde cuando la dicha es buena) había comprendido a Mazza.  “No traten de volar más alto de lo que alcancen sus alas”, les estaba diciendo en la última clase, porque, agregó Luisa, se van a romper el alma.
Por una razón o por otra o por la suma de todas, llegó tarde al Instituto el día del examen. Todavía se le hizo más tarde deambulando por las aulas vacías hasta que le informaron que todos los alumnos estaban reunidos en el salón de actos donde, descubrió, en castigo por su tardanza, ella había quedado fuera del grupo de sus compañeros, out, sin par, y por lo tanto debía ennoviar con un muchacho desconocido, de anteojos, casi rapado y nervioso que se llamaba Iván. Al parecer, mientras esperaba a la pareja que al fin le caía como un castigo del cielo, Iván, concienzudo, se había desdoblado para redactar el dialog por los dos, y ahora luchaba contra un retelling que enfrentaba por primera vez y que no respondía en absoluto a la consigna de simplicidad que había impartido Mazza.
Te convendría un texto más simple, tonto —aconsejó Luisa.
No necesitó siquiera aclarar qué era lo que había calificado
de “tonto”. Iván no la había oído. Sólo atendía a las informa-
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ciones que le daba otro más rapado que él mismo, sin duda la cabeza más fuerte de su grupo, al que no sólo Iván sino también los otros compañeros disparaban consultas.
Generoso y responsable de su liderazgo, el cabezón contestaba.  Luisa tomó el dia/ogque Iván le tendía y se sentó a leerlo a solas. Le pareció correcto, aunque quizá demasiado escueto.
Podríamos agregar algo más —le sugirió a Iván. No tuvo respuesta.
Cuando Mazza los llamó —al fin y al cabo era ella no más la responsable de encarnar al temible jurado— apenas tuvieron tiempo de acordar quién se iba a encargar del “A” y quién del “B” del díalog. Asustada, Luisa se dio cuenta de que Iván había elegido el rol más difícil, pero su abnegación no dio como para ofrecerle un cambio. A la segunda o tercera respuesta, el muchacho enmudeció. Lo único que lograron los esfuerzos de Luisa fue volver más evidente que no podía articular palabra. Finalmente, Mazza lo abandonó y le preguntó a ella el tema del artículo que había preparado. Luisa vertió en sus oídos una sarta de idioteces sobre las maravillas del agua que ni siquiera en esa jerga parecían más dignas y, cuando llegó al final, desencadenó felicitaciones. Luisa podía comunicarse en inglés, dominaba las estructuras básicas, y ascendía al levelthree.
Iván, solitario, sujetando los anteojos sobre el puente de la nariz, había vuelto a luchar con su retelling, el líder cabezón había desaparecido y sus compañeros de grupo, sagaces ante las señales del fracaso, se habían reunido para practicar sus dialogs en el otro extremo de la mesa. Luisa trató de alentarlo, pero Iván ni la miró. Contrita, tomó su impermeable y comenzó a descender desde los pisos blanqueados por la explotación de la lengua al brillante deterioro de los bolilleros de bronce.
En el vestíbulo encontró a John, Richard y Dora radiantes.
Nancy se mantenía en silencio. No le había ido del todo mal,
decían, pero debería cursar un level two-three intermedio. Luisa,
recelosa, la miró de soslayo. Volvía a verla por primera vez
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deipués de su visita a la clínica, y aunque Richard mantenía una
IXtitud distante, por un momento temió que él, ya fuera para
jlCtarse o por despecho, le hubiera informado que Luisa se había
Incluido en la lista de las mujeres que lo acosaban. Pero Nancy
AO parecía oírlos ni siquiera cuando hablaban de ella; lo que hacía
m escudriñar cada uno de los grupos que descendían hasta el Vestíbulo, como si buscara a alguien que no pertenecía a su cíale; después, volvía a mirar hacia lo alto de la escalera. Enton-C68, el color terroso de su piel dejaba aparecer manchones pálidos; no quedaba ya en torno de ella ni un vestigio de ese alegre
iré de progreso que Luisa había percibido en las primeras cíales y que la resguardaba como una aureola del rigor de la ciudtd.  Nancy podría haber estado en cualquier lado, en realidad;
Con sus miradas hacia lo alto de la escalera, parecía otear algo (]Ue venía de lejos o, también, lo que iba a venir. Cuando por fin se alejó, Luisa se dio cuenta de que estaba vestida con una fftlda larga que no le conocía y de que caminaba con torpeza; entonces, el brutal recuerdo del accidente, la imagen de la chi-Cfl encogiéndose de dolor en ese mismo Instituto, volvió a aparecer.  De un momento a otro la intensa compasión que acababa de invadirla se volvió contra sí misma y la acusó; sintiéndose Culpable quiso seguirla, pero a los pocos pasos se detuvo. Si Nancy ahora se volvía, la iba a enfrentar con furia; y entonces, lo que su voz destemplada quebraría delante de todos era una de esas cosas que, de tan sutiles, sólo se perciben cuando se rompen: el decoro que se debe guardar en la derrota.
Volvió junto al grupo. No le había llevado a lo mejor ni un
minuto ir y venir por esas pocas baldosas del vestíbulo, pero había
sido suficiente para que Dora, Richard y John se lavaran sus
pulcras y huidizas manos. Estaba segura de que la habían observado
cuando fue detrás de Nancy, pero ninguno iba a seguir
su iniciativa. Temían que el pequeño éxito infecto que acababan
de obtener se rebajara un punto si reconocían que un examen
era siempre una situación aberrante, ignominiosa, un en-
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gendro parido por perversos. No los iba a dejar irse tan tranquilos.  No se había animado a hablar con Nancy, pero tampoco iba a callar.
Nos hicieron participar en la humillación del examen
dijo.
Nadie, ni siquiera Richard, parecía dispuesto a oírla.
De los dialogs sólo se salvó uno —insistió Luisa—. El “A” o el “B”. No se trataba sólo de un dialog. Es una modalidad de evaluación encubierta.
En la mirada de Dora se encendió una chispa. Ella también había dado clases alguna vez y sabía de qué estaba hablando.
El que sale mejor en el dialog aprueba aunque hable poco
explicó Luisa—. Son exámenes que no se evalúan con parámetros absolutos sino relativos. No importa lo que uno sepa, sino que sepa más que el otro.
Richard había comenzado a bambolear la cabeza. No decía si estaba de acuerdo.
Yo me salvé porque hablé sin parar —dijo John.
Te salvaste porque tu compañero habló menos que vos
precisó Luisa—. Y te quedabas en el mismo levelsi el otro te ganaba de mano. Te hicieron participar en la humillación de un compañero. Si el otro se equivoca, uno no puede darle la réplica porque no tiene sentido lo que él acaba de decir; si él se queda callado, hay que seguir hablando. De cualquiera de las dos maneras lo que uno hace es volver evidente que el otro no sabe.  Mientras, la teacher dice: “Yo, argentina”, mi querida Dora.  Pero Dora y Richard aseguraban que entre ellos se habían entendido bien, y Luisa comenzó a preguntarse con quién habría estudiado Nancy. La culpa y el bochorno se fueron disipando.  Al rato se cansó de discutirles y pensó en buscar un diccionario.  Quería saber cuál era el término exacto con que se denomina la aniquilación de una de cada dos personas.
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CAPÍTULO IV
No había una palabra que significara la acción de cometer Un selectivo asesinato binario. “Humillación”, en cambio, se abrió en abanico. Era una palabra casi abandonada, que le hacía evocar jardines umbríos de principios del siglo, aunque entonces las palabras que se preferían eran otras, linderas, que, además, encarecían una virtud: “ser humilde”, “las virtudes de la humildad”.  Unos días más tarde, mientras andaba por Caballito, Luisa Volvió a recordar a Nancy. Nancy había sido humillada en sus pretensiones de saber porque en el examen se había evaluado el inglés que ella creía suyo y habían considerado que no le pertenecía, sino que seguía perteneciendo a otros. Para ser humillado sera necesario, por lo tanto, haber acunado ilusiones de ser una persona con algún saber, valor o jerarquía, manifestar esa iluiión y que le estamparan a uno la puerta en las narices. Sobre la avenida Rivadavia no quedaban jardines humildes ni humillados, sino apenas los verdes manchones de las macetas que las Confiterías remodeladas instalaban sobre las veredas. Sin embargo, como ya estaban llegando los días finales de agosto, y el calor de la tormenta cercana coincidía con las primeras ramas floridas que se vendían en los kioscos, la gente se dejaba llevar por la apariencia primaveral y caminaba más lenta y distraída.
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Cuando Luisa acababa de cruzar Rivadavia, por la puerta de una confitería que se extendía sobre Río de Janeiro salió un chico vestido con un sweater de lana y un pantalón color mostaza.  Llevaba en la mano una fruta, más grande que una mandarina, más informe que una naranja. Vio a Luisa y revoleó el brazo para arrojarla; Luisa hizo la cabeza a un lado y de inmediato descubrió que la fruta seguía en la mano del chico, que ahora se reía. Era una broma, también una leve agresión, y el chico era una suma de humillaciones, pero agredir no era lo mismo que humillar, aunque se hubieran conjugado en una misma persona.  Con la agresión se puede herir, pero el que agrede revela dónde le duele a él. Al chico, en cambio, lo habían humillado.  Le habían estampado en la cara la puerta de una casa, la de la escuela y, a lo mejor esa misma mañana, la de algún supermercado.  Y por esa razón, el chico que había comenzado a caminar delante de Luisa se estaba tomando una revancha. Con la mano que la fruta le dejaba libre acababa de estrujar un ramo de fresias del puesto de flores, pero como no había conseguido provocar una reacción porque la vendedora, junto al cordón, no lo había visto, más decidido o irritado tiró un manotazo hacia el pelo de una muchacha que venía de frente, y fue así como a Luisa le pareció volver a verse apenas unos minutos antes echando la cabeza velozmente a un lado, y por fin cayó en la cuenta de que era un chico, vestido además con prendas de lana color mostaza, el que había comenzado a caminar delante de ella.  En la mañana que la proximidad de la tormenta de Santa Rosa volvía primaveral, el chico avanzaba manoteando, sin lograr otra reacción que alguna espantada, como si fuera un fantasma mostaza, una figura desapercibida. Más que los golpes que, observándolos bien, no eran golpes sino su remedo preciso, lo anómalo era que introducía la mano en los veinte o treinta centímetros de distancia con que la gente separa su cuerpo de los desconocidos. Pero no por eso era un salvaje, criado fue-46 ft de la civilización. El chico debía percibir agudamente las reglas de la distancia para transgredirlas así. Lo que sucedía era que había elegido una manera de agredir tan inusual que la gente desconocía su nombre y, como no podía nombrarla, tampoco U veía.
Y Luisa, de pronto, como si se hubiera mimetizado con la
gente que andaba por la calle, ya no veía al chico. Se detuvo en
1 encuentro de Rivadavia y avenida La Plata. En el ángulo de Una de las manzanas se levantaba el colegio donde había estudiado varios años de su infancia. El conglomerado de recuerdos Con que el edificio la golpeó la dejó absorta, en un estado propicio a los fantasmas: el chico volvió a aparecer en la puerta de Un local que vendía caramelos y bebidas, arreado por una mujer que había satisfecho con justicia algún pedido y quería que le dejaran el campo libre. Sabía arreglárselas en la vida esa mujer.  Luisa, en cambio, no. Si no se decidía de una vez a bajar por la próxima boca del subte, tenía que admitir que había comenzado a seguir a ese chico. Vaciló un momento y después, con las piernas de pronto tan pesadas como en un mal sueño, lo siguió.
Una cuadra más lejos, en Muñiz, decaía el florilegio
modernizado de Caballito; había poco sobre las veredas que despertara
en el chico el impulso de revancha. En los kioscos de
diarios y de cigarrillos, las caras de los que custodiaban las portadas
de las revistas o los caramelos parecían tan entrenadas en
dar respuestas contundentes que le hacían perder metro a metro
el ánimo. Para darse cuerda, empezó a girar sobre sí mismo
Con los brazos abiertos. Cuando estuvo tan mareado que ya se
caía, dejó que el cuerpo se le fuera a los tropezones por la vereda
y se tomó su venganza: en e.1 giro final que hizo mirando el
cielo había golpeado a tres personas. Como las tres quedaron
de espaldas, Luisa no pudo verles la expresión; al chico, en cambio,
lo tenía de frente: se había animado y los toreaba. Daba un
paso, golpeando fuerte con el pie la vereda, como se hace para
espantar a un animal; instintivamente, los tres a los que había
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atacado retrocedían; el toreo volvió a repetirse hasta que el más alto, que era un hombre, lo insultó. La mujer que lo acompañaba lo retuvo de un brazo: no lo prevenía de un peligro, sino que le avisaba que venían refuerzos. El encargado de un edificio pasó al lado de Luisa con el muñón de un palo en la mano; de espaldas, riendo, sin querer perderse ni un solo gesto de ira de todos los que había desencadenado, el chico cruzó la calle.  Las cuadras que siguieron fueron un descanso páralos dos.
El chico parecía alegre; había hecho su cosecha.
Hacía años, trabajando para una encuesta, Luisa había recorrido Rivadavia desde Plaza de Mayo hasta Flores, repartiendo unos frascos pequeños de vidrio grueso con un producto para el pelo. También la había recorrido en manifestaciones, aunque la más larga sólo había llegado hasta el Once. Nunca había buscado un objeto por Rivadavia, salvo muebles, pero todavía más lejos, por Flores. En cambio, había vivido en la avenida durante esos años de colegio y hacía relativamente poco, en un edificio antiguo, algo ruinoso.
La calle, con su perfil de museo argentino, de museo de pocas piezas, que se yerguen separadas dejando entre sí huecos tan inmensos que el pasado parece haber transcurrido a saltos de garrocha, se correspondía muy exactamente con su vida en Rivadavia; por eso ahora, que el chico parecía ahito de sus triunfos, le bastaba fijar los ojos en su sweater mostaza para seguirlo distraída.
Llegaron al Once sin nuevos acontecimientos que la desviaran de sus recuerdos. El chico deambulaba a lo largo de las mesas de venta callejera con seriedad apreciativa, casi con respeto.  Si los vendedores de ropa, de vasos, platos o artículos de bazar, de herramientas, cuando él se deslizaba por el estrecho pasillo que se había formado entre las mesas y las arcadas, lo prevenían con una sola mirada amenazadora, él, en cambio, se hubiera ofrecido como un aprendiz. La carrera a la que aspiraba en el futuro era ésa.
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Tres calles más allá, cuando llegaron a Pasco, Luisa miró los edificios. Ahí estaban, tan persistentes como el colegio, los balcones de balaustres que ella había rodeado con plantas. Quien alquilaba ahora el departamento prefería entornar las persianas.  Cuando volvió a buscar al chico descubrió que, una vez más, él había desaparecido. Rastrilló con los ojos la cuadra. No había tenido tiempo de entrar en la Unidad Básica, ni de provocar una Catástrofe entre los dulces y los cafés del Potosí, ni tampoco estaba metiendo la mano debajo de las breves faldas de las chicas que atendían en el Jonathan. Si lo perdía a esta altura de la caminata no era porque él hubiera levitado con las palomas, sino porque ella era irremediablemente estúpida. Pero su distracción no había sido tan grande y debía encontrarlo. Lo encontró. Se había sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra el vidrio de una casa que vendía software y la cara empecinadamente vuelta hacia el territorio que acababa de atravesar. Luisa había pasado a su lado sin verlo, como si a su alrededor él, que hundía la mano dentro del contorno privado de las personas, creara un campo de rechazo.
A diez, quince metros, esforzando los ojos, Luisa seguía sus movimientos con precisión. Lo vio apoyar la palma de la mano derecha sobre las baldosas, y luego girar la rodilla izquierda en Un arco que, con el envión, le arrastró primero el cuerpo y luego la cara en la dirección opuesta a la que llevaba y, seguramente, opuesta al lugar donde deseaba ir; entonces, se puso de pie.  A sus espaldas quedaban los vendedores ambulantes del Once, SU reino prometido.
Con su respeto por los vendedores del Once, el chico había revelado una esperanza, es decir, una debilidad, y el recelo de Luisa fue disminuyendo. Tuvo la certeza de que, en las cuadras que iban hasta Congreso, él no iba a quebrar con un desvío la correspondencia que se establecía entre su cuerpo y los viejos departamentos deteriorados, y se le adelantó. La misma convicción la hizo entrar en la confitería del Molino. Eligió una 49 mesa desde donde podía vigilar los dos salones, no se distrajo ni un momento y, sin embargo, cuando volvió a verlo él ya estaba dentro del salón que daba sobre Rivadavia. Mendigaba entre las mesas con las que la confitería había armado un escena.  no fast-fooddonde se anunciaban los licuados, hamburguesas y sandwiches que podían salvarla de la quiebra. En ese ámbito, entre los iconos que coronaban el ketchup y la mostaza, el chico era un personaje tan imprescindible en la composición del lugar que se hubiera notado su ausencia y, por esa misma razón, pasaba inadvertido. Tan invisible como las camareras vestidas de rojo y amarillo, mendigaba apoyando su vientre contra el borde de cada mesa. Había llegado a su lugar de trabajo.  Luisa, inmóvil, lo dejó acercarse; no respondió a su pedido hasta que él levantó los ojos que hacía vagar sobre el mantel y entonces, por primera vez, sus caras se enfrentaron. Sin dejar de mirarlo, tanteó la cartera que colgaba del respaldo de la silla; ciega, buscó en su interior el dinero suelto y se lo dio. En los ojos del chico había desaparecido el brillo. Ahora, era todo materia mate y opaca; el color que en su cuerpo se escalonaba en gradaciones imperceptibles proseguía sin solución de continuidad en el entorno, y era por esa razón que, de tanto en tanto, el chico se esfumaba.
Sin apuro, lo dejó salir de la confitería. Estaba segura de que iba a caminar exactamente siete cuadras, primero por Rivadavia y después por avenida de Mayo, hasta llegar a la Nueve de Julio. Ya fuese que él se detuviera en el bulevar del ciprés enano o que en ese atardecer se sintiese atraído por la plazoleta del Obelisco, era el color que se expandía desde su rostro lo que iba a dar cuenta de toda la ciudad.
¿Y quién podía argumentarle a ella que el color, un color,
era una cualidad ínfima, accesoria, que no podía representar un
estado de lo real —la pobreza— con tanta precisión y elocuencia
como una categoría social? El color de la piel y de la ropa
del chico cuando se instalaba en la avenida Nueve de Julio continuaba
su marcha sin tropiezos en el cemento de la plazoleta,
n el vaho del monóxido, en las superficies polucionadas de las marquesinas que cortaban las fachadas de los edificios, en el metal pintado de verde de los kioscos de revistas de Corrientes y en las superficies entintadas de los diarios, en el brillo de las fevistas pornográficas y de actualidad, en el pelo amarillo de las mujeres que mostraban dos caras, la que tenía dos ojos y la que
Izaba el ojo del culo; en el pelo renegrido que una modelo se había dejado crecer, y en el pelo del presidente. El casco
cendradamente negro sobre la cabeza del chico, su extraordinaria pilosidad erguida por la grasa que cubría toda la superficie de su cuero cabelludo estallaban en la onda negra del cabello del presidente; la piel terrosa de su carita se expandía sobre ti colágeno que henchía la tez del presidente, las aletas de su nariz se dilataban como las aletas de la nariz del presidente.
Muchos decían que en la ciudad (en todo el país pero sobre
todo en la ciudad, su coágulo) se había vuelto brutal el contraste
entre los cinturones de pobreza y los barrios ricos. Ahora,
después de este recorrido, luego de haber visto desaparecer
el cuerpo del chico entre los colores chillones y los deteriorados,
Luisa podía afirmar que no era así. Detenida entre los cuerpos
de bronce de Estrada y de Moreno, en la plazoleta donde la
venida de Mayo pierde su nombre, después de haber caminado
treinta cuadras y con el recuerdo de muchas más incrustado en U memoria, pudo afirmar con absoluta certeza: “No es así”. Era más bien todo lo contrario. Sobre la ciudad se había desplegado una película indivisa. No había color que no fuera conocido lino por relación con los otros colores. El tórtola o el lila lograban su prestigio por contraste con el platinado cabello de Mirtha Legrand. “Para que exista el tierno tórtola —ejemplificó—, para que sea reconocido, debe oponerse al amarillo platinado. Y al mismo tiempo, la sangre tiene el mismo tono que los morrones
obre una pizza, que la superficie de las mesas en los Me Donald’s, que el exaltado color de las manzanas y los tomates
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en el supermercado y el de los claveles en la florería. Hay colores —precisó— como el rosado terroso de los ladrillos descascarados por las remodelaciones en las casas del barrio de Palermo, que intentan recluirse, mantenerse aislados del contacto con colores más sospechosos, pero es inútil. Esos rosados tiernos existen porque el rojo está en algún lado de la ciudad. En último término, su existencia se debe a su deseo de oponerse al rojo, como una virtud teologal a un pecado.”
El chico se le perdía y lo volvía a encontrar casi una vez por cuadra desde Congreso. A medida que se acercaba al centro desde donde su cuerpo iba a expandir sus recorridos de color, el mostaza, atraído por las correspondencias o desafiado por los contrastes, se iba de un lugar a otro y el cuerpo se diluía. Agotada de perseguirlo, llegó a Lima y tendió la mano frente al quizá negro, quizás amarillo color de un taxi. Cuando regresaba a su casa, se dijo que no siempre la inversión del afuera y del adentro era nefasta. En el sexo, por ejemplo, había abdicado para siempre de la peregrina idea de que la penetración debía llevar al placer. Ahora insistía en que era toda la piel, todos los órganos, tanto la palma como el dorso de la mano, sus desencadenantes eróticos. Es claro que en este aspecto, para ser coherente, debía admitir que el erotismo de superficie se definía por contraste con la penetración.
Algo de todo esto ya lo había dicho en una conversación con Richard. Y ahora estaba argumentando como si lo tuviese delante. Eso sin duda se debía a que el lunes siguiente comenzaba el segundo cuatrimestre de inglés.
CAPÍTULO V
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Después del examen, resultó que del primer grupo sólo habían sobrevivido los mayores. Nancy debía apuntalar lo aprendido en un leveltwo-three, lo cual no era más que un aplazo encubierto.  En el pasillo se comentaba que para endulzarle el fracaso a Nancy, Mazza había tenido la idea poco feliz de jugar con una analogía. Así como Nancy debía cuidar todavía un tiempo su esqueleto a fin de consolidarlo, de la misma manera su inglés. Mazza, for ever Mazza, había unido ingenuamente las cuatro esquinas de esta comparación, sin tener en cuenta la irritación que iba despertando. En lo que atañía al esqueleto, Nancy la había mandado a ocuparse de sus propios huesos, y en lo que se refería al inglés, le espetó que la opinión general era que Mazza tenía bien ganada la fama de ser la peor docente del level two. Si hacían falta pruebas, le arrimaba una. Había estudiado mano a mano con una amiga de otra clase que había dado un examen brillante. Y si ella, Nancy, no era imbécil, ¿a qué se debía entonces su aplazo? A que la teacherdz su amiga explicaba bien y quedaban días para la revisión, en vez de perder el tiempo contando boludeces al principio del curso y después andar a las corridas para terminar el programa. Mazza, furiosa, afirmó que ella no iba a intercambiar ni una palabra más con una persona 53 que hablaba como una mujer de las que hacen la calle; esta réplica había puesto a Nancy fuera de sí.
Las opiniones del grupo sobre el incidente estaban divididas.
Algunos decían que había sido intempestivo y violento.
Dora, en cambio, agregaba un detalle que consideraba significativo.  Antonio, que había alejado a Nancy cuando ella le recriminó su terrible grosería, no le había cedido después su lugar en el ascensor. Más aún: le había cerrado la puerta en la cara, y esto era inconcebible en un joven profesional como él, a menos que fuera uno de los amigos de Nancy. Como siempre, Dora logró dispersar al grupo y Luisa, que no fue la última en alejarse, buscó con ánimo muy solidario a Antonio antes de entrar a clase. Sin embargo, tampoco logró que se mostrara amigable con ella. Primero seco y de inmediato sarcástico, le dijo que no sabía si Nancy tenía mejor aspecto y menos si había engordado algo o si le habían vuelto los colores. El no era cosmetólogo, sino economista. Lo que le podía asegurar era que a Nancy le iba a resultar difícil conservar su trabajo, después de la larga licencia por enfermedad y de haber fracasado en el curso de inglés que le pagaba la empresa. Así eran ahora las cosas. Luisa se dio cuenta de que le estaba enrostrando cada uno de esos datos, como si ella fuera una rentista que vivía en babia; picada, buscaba cómo contestarle cuando Antonio le informó que había cambiado de grupo y ya no podía demorarse más. Después, se alejó por el largo pasillo.
Betsy, la teacher del segundo cuatrimestre, embelesó a todos desde el primer momento. Les aseguró que el levelthree no era en absoluto difícil; no iban a ver cosas nuevas, sólo era cuestión de injertarse en las papilas locuciones que fueran acendradamente americanas. El cabezón generoso estaba entre los nuevos del grupo, aunque no, obviamente, Iván, al que había que agregar a la lista de humillados. Ya fuese debido a la disposición de los alumnos en los pupitres del aula, ya porque esa 54 nueva iniciación de curso despertaba las alucinaciones de las COBas que se repiten, Luisa tuvo la impresión de que en el grupo se duplicaban algunos personajes del primer cuatrimestre. Lo Blas sorprendente era que Nancy parecía esconderse debajo de Una chica regordeta y blanca, que encaraba al mundo con una expresión de inteligencia alerta, pero esa alucinación bien podía deberse a que conversaba con Richard, que la alentaba con tus bamboleos de cabeza. John, tan bronceado y torpe como líempre, los oía sonriendo sin enterarse de lo que pasaba debajo de sus narices; Luisa ya estaba por redondear un juicio sobre U volubilidad de los hombres cuando, repentinamente, Betsy la invitó a sumarse a ese trío para el primer dialog. La cosa venía así: primero parloteaban en parejas; luego se juntaban los Cuatro y se intercambiaban la información de los diálogos. Como había prometido, nada nuevo.
Dos veces seguidas, Luisa llamó “Nancy” a la joven inteligencia alerta y cada vez agradeció a los dioses que Richard, enfrascado con John, no la hubiese oído. Pero la chica sí, y le recordó a Luisa que su nombre era Alina; después, sorpresivamente, añadió que conocía a Nancy.
Iknow Nancy too —le contestó Luisa. Así nomás acababa de hacer entrar una locución del inglés americano.
Me, too —corrigió la joven inteligencia alerta.
Luisa, concesiva, abrió con un gesto de la mano las dos Opciones.
Iknow Nancy too —propuso con la palma abierta hacia la derecha—, me, too —aceptó cerrando los dedos hacia la izquierda.
Me, too —se empacó la joven inteligencia alerta y buscó el apoyo de Betsy.
Consiguió respaldo, y de inmediato, joven, pedante y con una innegable vocación de bocina, se volvió hacia Richard que, jamás escaldado, le hizo pie. En el otro extremo del tablero que acababa de trazarse había quedado John. Era la primera vez que 55 Luisa lo enfrentaba después de la escaramuza sobre la casa de masajes y, si alguna intención había tenido de mostrarse concesiva, el revolcón que acababa de sufrir se la arrancó de cuajo.  John, de pronto serio y calmo, la miraba con la cara distendida; alrededor de sus ojos, ahora abiertos y brillantes, se extendían en abanico los pliegues claros de piel donde el sol del tambo no había llegado. Luisa echó el cuerpo hacia atrás, se sujetó una mano con otra detrás de la silla y también lo miró fijo: le dejaba la iniciativa de empantanarse con las réplicas del dialog que les tocaba. Había subestimado a su adversario. John, contraviniendo la regla madre de todo el aprendizaje, habló en castellano.
¿Qué hacías ayer por Rivadavia? —preguntó.
Aunque la pregunta fue un sopapo, el revolcón le había servido a Luisa para ponerse en forma.
Buscaba una casa de masajes —dijo.
Todavía estás resentida —enunció palabra a palabra John—. Discúlpame. Creía que ibas a seguir la broma.  Además de pedante, la joven alerta regordeta pedía ser continuamente el centro de atención.
Speak English —atronó.
Pero esta vez no consiguió que Betsy acudiera y a Luisa el campo se le hizo orégano. Si había alguna finta que sabía manejar en las peleas, era la sordera selectiva. Alina no había hablado.  Richard, en cambio, con la cabeza por una vez inmóvil, no se perdía una réplica.
Lo que todavía estoy esperando es alguna broma tuya que me haga reír —dijo.
Seguías a un chico —aseguró John—. Fuiste detrás de él varias cuadras.
Ahora era él quien de pronto la estaba persiguiendo. Sintió la mandíbula rígida. No podía ni quería dejar de mirar a John a los ojos y él tampoco cejaba. Alina, que debía haber interrumpido, se mantenía en un raro silencio. Fue ese mutismo cargado de sospechas lo que logró hacerla reaccionar.
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Era un chico que valía la pena —dijo, provocativa, y Cuando estaba por agregar alguna otra frase ambigua que alimenttra la maliciosa atención de Alina, la voz ¿traicionera o solidafia?  le empezó a temblar. Con su silencio y nada más que con tío, la joven alerta la había hecho penetrar en la edad en la que Un interés poco usual por los más jóvenes se sospecha perverso.  Pero ni aun temblando Luisa iba a lanzar como de paso una frase que aclarara el equívoco y, también de paso, la toalla en algún rincón. Richard, que en un instante ya había ido y vuelto, se excluía. Entonces, contra todo lo esperado, el propio John vino en su ayuda.
Nos ocupamos de esos chicos —dijo—. Es un trabajo Con muchos riesgos.
Después, en su estilo farfullante, con más gestos que palabras, explicó que intentaban sacarlos de la calle. No era raro que hubiera detectado a Luisa, porque había zonas que vigilaban especialmente.  Hacía falta gente que conociera el medio y la manera de actuar. Todo se podía volver en contra si no obedecían Una estrategia. Quería dejar claro que su equipo no era benéfico ni asistencial, pero al fin eran tantas las connotaciones de las que quería librarse que se embarullaba, y lo último que alcanzó a decir, que quizás a Luisa le interesaría acercarse al grupo que trabajaba con él, resultó una propuesta tímida. Mil veces más torpe que él, con la garganta casi estrangulada, Luisa le iba a contestar, cuando Alina, harta de refunfuñar para tres interlocutores sordos, estalló.
Yo acá vengo a aprender inglés —dijo—. No puedo perder el tiempo, ni ocuparme de otras cosas. Soy muy joven para eso.—
Y estúpida —agregó Richard de inmediato—. Bien callada te quedabas cuando te pareció oír algo picante. Un buen chasco. Ahora, anda a contarle a Betsy.
Entre la bienvenida de Betsy, la pelea con Alina y la tierna,
sorprendente alianza con Richard y John, ya eran las diez y
57 J media y el grupo guardaba los East-West 2 debajo del brazo o en los portafolios. Luisa le dijo a Richard que tenía un amigo que usaba casi tan bien como él la palabra “chasco” y que a esa chica, “Nancy”, estuvo a punto de decir, únicamente él podía cerrarle la boca. Richard dijo que ella, Luisa, era una provocadora que se deslenguaba sin tener en cuenta quién la oía. Con el reto, la restituía a una edad de la vida en la que aún se pueden aprender normas de comportamiento. Después del enfrentamiento con Alina, volver a sentirse joven era un entrañable alivio.  Pero también John, que bajaba las escaleras un poco más adelante, había venido en su ayuda. Luisa dijo que para quemarse las orejas hasta el pabellón, hacía falta tener un tambo. John se rió, demoró, y empezaron a bajar de a tres en fondo.  Cuando Richard se alejó, sin vacilar pero en silencio, John siguió caminando a su lado. No había dicho que la acompañaba, lo cual hubiese sido una señal de camaradería, ni tampoco que tenía que hacer algo en el centro. A medida que avanzaban, su mutismo la hacía ir dejando de lado el temor de que la siguiera para volver a preguntarle por el chico. No era más que una caminata como la que habían hecho juntos debajo del paraguas de John. Sólo que ahora se iban acercando al lugar donde Luisa había fantaseado cómo iba a distribuir su cuerpo durante un día para gozar con un amante. A las once estaría aún en la cara, quizás en los ojos, quizás en la boca. Recordó que había sido él mismo, un día que la irritó, quien la había desencadenado. Los pasos de John, que era un caminante incansable, ya coincidían con el lugar de sus fantasías. Luisa se dijo que no tenía de qué avergonzarse, pero tampoco quería que él, después de penetrar en esa zona, echase abajo con una frase torpe el placer de ese momento.
La boca —afirmó John. Realmente eran extraordinarios los efectos de una caminata.
Sí, la boca —admitió Luisa. Lo miró. Alto, algo encorvado, parecía dispuesto a soportar todas las idioteces que a ella se le cruzaran. Siguió mirándolo y se le ocurrió otra.
El flautista de Hamelin —dijo, más tímida.
lil John no tenía nada que objetar.
Se lleva a los chicos de una ciudad —explicó. John sa-Cudió la cabeza decepcionado. Por lo visto alguien ya le había tobado la idea.
4 —No me acuerdo de ningún personaje mudo —dijo Luisa.
A vos, cualquier cosa que yo te diga —empezó él.
Sí —dijo Luisa—. Aceptemos que es así —y de inmediatO, inconsecuente, le pidió que la llamara por teléfono y le dio IU número. Él, nuevamente mudo, lo anotó en la última página del cuaderno.
Llamó esa misma tarde. Se había despojado de casi todo.  Ni lugares comunes ocupados por buenos pensamientos, ni proyectos horripilantes, ni descripciones. Nada más que una escueta búsqueda de información. Le preguntó si el miércoles, después de la clase, podía disponer del resto del día y Luisa, que tenía los miércoles ocupados de cabo a rabo, dijo que sí, cómo no.  Escueto y todo no dejó de informar que había elegido un miércoles porque ese día solía llegar muy tarde a su casa. “Tarde, pero llega y a su casa”, se recordó a sí misma Luisa por si acaso la caminata le había hecho desarrollar demasiadas ínfulas.  Porque siempre es posible volver al pasado para aferrar las cosas que se nos fueron de las manos, Luisa se enfundó el miércoles a la mañana dentro del sweater gris plomo y el gabán con capuchón turquesa. John había sido más discreto: ni siquiera se había puesto el turtle-neck blanco; calmo y concentrado atendía a la clase que ya había empezado hacía rato y la miró de la manera más casual cuando llegó. Betsy, seguramente en penitencia porque llegaba muy tarde, le encajó a Dora.
Cuando una locución no conseguía recorrer el camino que
va desde el magín hasta la boca, cualquier alumno del grupo,
después de un breve esfuerzo, desistía con una risa, un gesto de
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fastidio, una palmada sobre la rodilla. Dora, muy al contrario, tenía una modalidad terca de encarar los dialogs. La cantidad de tiempo que su interlocutor tuviese que aguardarla le resultaba indiferente. Solía vaciar los ojos para atender mejor a los procesos interiores de su cuerpo, con la misma expresión que cualquiera pone cuando atisba los primeros movimientos del intestino. La única variante era que la espera amenazaba volverse infinita, porque la mayoría de las veces Dora se revelaba estreñida.  De vez en cuando, como los chicos que hablan cuando defecan buscando quien los acompañe, alzaba una mano con la palma vertical frente al interlocutor y advertía:
Ya me va a salir, ya me sale.
Avasallarla ese miércoles saltando a la réplica siguiente era imposible porque los temas de la nueva unít estaban hechos a su medida. Se trataba de comparar las bondades de vivir en la ciudad o en el campo y, además, comparar la propia house or apartment con las de las pictures. Lo que le resultaba inaudito a Luisa mientras la oía musitar light, light, y space, space era que la substantiva y sonrosada mollera de Dora no hubiese aceptado aún lo que hasta los más ingenuos del grupo habían descubierto hacía rato: el quid de la unit estaba en la relación entre las palabras que proponía, mientras que el tema, y más aún lo que uno opinaba del tema, daba igual.
La próxima vez podríamos traer un relojito, de esos que se usan para señalar los turnos en el Scrabble —le dijo al fin.  La mano de Dora se irguió, vertical, pero no pronunció palabra.
¿Ya te va a salir? —la apuró Luisa.
Dora, atenta a sus luces interiores, no la oía. La mano que detenía a Luisa se estaba elevando, lenta, en el aire. Todo el cuerpo de Dora había iniciado un ascenso, sin buscar apoyo en el brazo de la silla para no inclinar hacia un lado su precioso contenido.  Cuando ya estuvo de pie, tomó sin inclinarse la cartera y, sin decir ni siquiera “agua va”, salió del aula. Alrededor de la 60 lilla había quedado su abrigo y, por supuesto, sus libros. Luisa iedó estupefacta. El gesto era el gesto, nomás.
¿Y la mirada de John? La mirada de John también era, de pronto, la mirada. Luisa espió su reloj. Faltaba casi una hora, pero ya se había despertado en ella el ansia, ese movimiento de i Ipuro previo a un encuentro, azuzado al mismo tiempo por el | deseo y el temor al obstáculo. John la seguía mirando y ella ya fio podía percibir sino torpemente a las personas que la rodeaban, mientras que el cuerpo de John, lateral, por momentos fuera de cuadro, reunía la luz y la distancia exactas para que ella lo percibiera nítido.
Un momento después Dora había regresado, nada calma, más bien presurosa, pero alegre. Cuando acaparó a Betsy en un rincón, Luisa vio cómo, obedeciendo a un deseo que ella ni siquiera había formulado, los cuerpos que llenaban el aula se replegaban hacia los rincones y dejaban libre un camino. Betsy ttendía a Dora, John seguía mirándola, el resto del grupo, distraído, movía la lengua en su propio idioma. Luisa tomó su gabán, los libros, la cartera y se dirigió a la puerta. En el umbral, se dio vuelta y miró a John: no era necesaria una señal, él también estaba recogiendo sus cosas.
Pisaba ya los mosaicos de la galería cuando se oyó llamar.  Tenía que retirarse antes, le dijo a Betsy, no había querido interrumpirla. Pero era justamente por esa misma razón, porque se retiraba, que Betsy, urgida, le encomendaba que acompañase a Dora hasta la planta baja y la ayudase a conseguir un taxi. Los misteriosos motivos que alegraban a Dora tenían en los cólicos su contrapartida.
No sería muy romántico para ella ni para John acompañar
a una persona a la que el movimiento matinal de sus intestinos
afectaba hasta ese punto, pero era, al menos, jocoso. Aferrada
al antebrazo de Luisa, Dora ya había iniciado un cauteloso arrime
hacia el ascensor, cuando John salió del aula con las cejas
alzadas, interrogantes. Casi sin darse cuenta Luisa se detuvo y,
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en el mismo instante, percibió con aprensión en su brazo el terco tironeo de los débiles. Dora acababa de elevar la mano derecha; el índice, que se erguía sobre los restantes dedos derrumbados, se agitaba en una negativa pudorosa: no quería que John conociera su estado. Su vasta experiencia en desencantos le hizo presagiar a Luisa lo que iba a seguir. Dora no la dejaría escapar; apenas detuviera un taxi, sus viejos ojos suplicantes iban a decirle a Luisa que abandonar a una persona mayor retorcida por los cólicos a los bandazos de un auto era un acto de crueldad que le iba a pesar todo el día. Y entonces, John iba a ver en la frustración de ese primer encuentro una mala señal, un indicio de que no debía arriesgarse.
Pero él, ahora, había tomado la iniciativa y bajaba veloz los escalones. Era necesario llegar pronto al ascensor; si alcanzaba a John abajo, en el tumulto de la calle podría pedirle que la aguardara ahí nomás, en el café de la esquina. Sin contemplaciones apuró a su carga senil que ahora, aliviada de un cólico, había recobrado su honda alegría.
Me dio resultado el tratamiento —le confió Dora jubilosa—.
Te espera abajo, ¿no?
Luisa miró la pintarrajeada esfinge. Una carga de piedra hacía descender la jaula del ascensor hacia el abismo.
No andaba bien del mung —siguió Dora—. Teñe cuidado con él. Los otros, los jóvenes, se dan cuenta al vuelo. Van a comentar.
No concluyó allí. Entrecortadas por el rechinar de la puerta tijera, oyó sus últimas palabras.
También anduvo con Nancy, antes que Richard. Y fue por eso lo de ella, por despecho.
Cuando salió del ascensor Luisa era una anciana. Solícita, confortaba a la mujer que se le prendía del brazo y le prometía no dejarla sola hasta que estuviera instalada, cómoda y tranquila, en su casa. No sufría por el desengaño. Hablaba en voz alta y disfrutaba de esa situación que la ubicaba en un rol superior, más joven y más fuerte. No atendió, casi, al hombre alto y enjuto que se había detenido junto a la puerta de entrada. No necesitaban un médico: ellas dos se bastaban.
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CAPÍTULO VI
Aunque el departamento de Dora era más pequeño, oscuro y atestado que el de las páginas del East-West2, Luisa no se Ocupó al comienzo en establecer relaciones. Parada delante de U ventana que daba a la calle, buscaba en el reflejo sucio del Vidrio una imagen compasiva de su rostro. Había elegido mal:
lili mismo Dora pasaba las tardes espiando la rutina de sus ve-
‘\s o la llegada de los hijos; en la materia porosa del vidrio se
habían estampado los pliegues de sus labios y la córnea amari-
: lienta. De pronto también ella había llegado a la vejez: su pelo
\o se había vuelto opaco y el azul de sus ojos quedaba hundi-
‘ do para siempre bajo los párpados pesados. Desde algún espacio ; interior del departamento que la desconcertó por lo cercano, le llegó el rumor de una descarga de agua y luego, aun más cerca, 01 entrechocar de los objetos más pequeños de una vajilla. No eran misteriosos esos sonidos; sí, en cambio, el repentino estado de alerta que le enderezó el cuerpo y la hizo volverse. Dora le acercaba con una bandeja que había preparado sin consultas.
Té, no —dijo Luisa. No sabía si el laconismo era una seftal de que había comenzado a añorar a John. Por lo menos estaba segura de que muchas palabras aventarían una idea que se le iba filtrando muy de a poco.
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Es excelente para el mung —dijo Dora, alborozada.
Tenes que explicarme —dijo Luisa.
¿El mung? Son los intestinos —tradujo Dora.
No. Lo otro. Lo que me dijiste en el ascensor.
Dora se sentó en un sillón, cruzó las piernas, apoyó un brazo en el respaldo y la cabeza rosada en la palma. Era exactamente la pose en la que a Luisa la habían retratado una vez.
Sucedió en el intensivo de verano, en el curso de iniciación.
Todavía no habías ingresado al grupo.
¿Qué sucedió?
Lo que te conté.
Ahora la idea, luminosa, sobre todo luminosa, había terminado de filtrarse en el magín de Luisa. Traía con ella un montón de palabras. Ya no necesitaba ser lacónica.
Lo que me contaste —dijo— ¿es tan cierto como lo que dijiste de este departamento en el curso? Es muchísimo más chico, sucio, sórdido. Y no es porque te falte plata. Sos una vieja inútil y dejada. Mentirosa, además.
Contra la opinión general, el lifting no vuelve a la gente adulta inexpresiva. A Dora no le quedaban arrugas donde ocultar sus emociones: primero se alzó indignada, y después trató de poner una cara tolerante, la cara que pone una persona cuando comprende que a otra la han herido sus palabras y por esa razón injuria. Sin embargo, lo mal que armaba esos gestos con su escasa piel no demostraba que hubiese mentido. A lo mejor tampoco había mentido con respecto a su departamento, quizás ella lo veía lleno de luz y amplio, pero ¿quién sería capaz de atravesar la costra de su terquedad para descubrir cómo habían sido en verdad las relaciones del grupo durante el verano?  A Dora no le faltaba perspicacia: se había dado cuenta de que John y ella iban a encontrarse y quería impedirlo. Era como esas mujeres hartas de su marido, pero siempre rápidas para tirar del freno apenas alguna otra se animaba a la aventura.  Tenía que atacarla con tres movimientos: distracción, golpe, sacarle la verdad. Eso se veía en las películas. ¿Sólo en las películas?
¿Cuándo te hiciste el lifting —preguntó Luisa.
No tengo por qué ocultarlo —dijo Dora—. ¿Se nota mucho?
Fue a principios de diciembre. Me anoté en el curso intensivo de verano porque no iba a poder tomar vacaciones.
Ni sol tampoco —completó Luisa.
Dora mantuvo el gesto tolerante.
>i —Eramos pocos en el grupo inicial —informó—. Por eso estoy segura de lo que te dije. John siempre, pero siempre, se iba del curso con Nancy. Ella es una curve. Cualquiera puede darse cuenta.
Luisa no se iba a dejar desviar. Tenía que propinarle un sopapo enseguida.
¿Te anotaste en el intensivo de verano porque no podías tomar sol, o te hiciste el ¿iftingpa.ia. ver qué podías pescar en un intensivo de verano?
¿Cuántas veces dijiste que te habías casado? —preguntó
Dora.
¿En la biographyí Cualquier cantidad de veces. Solamente a vos se te ocurre que tu vida verdaderamente le interesa a los demás.
Dora fue hasta la bandeja de música.
¿Te gusta Mendelssohn? —preguntó.
No lo conozco.
¿Y Chagall?
¿Estás por organizar una mañanita culta? Detesto los novios trajeados volando por el aire, detesto los colores empastados y detesto sobre todo la pintura naif.
Dora se aferró a la última expresión.
Podríamos encontrarnos para hablar en francés.
Sólo traduzco —dijo Luisa. Dora se rió incrédula. Tampoco eso se le había escapado. Si era tan astuta, para poder penetrar en la verdad de lo que había sucedido en el verano Luisa
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debería escuchar a Mendelssohn, dejarse convencer por Chagall y chapurrear en francés. Cuando concluyeran, John ya estaría lejos y la mentira o la verdad que le había insinuado Dora en el ascensor ya sería un intercambio de agrias opiniones sobre los hombres. Más que la ira, fue el espanto lo que la puso de pie.
Prefiero encontrarme con John en el más absoluto silencio y, de ser posible, acostarme en silencio absoluto con él. Si querés que el grupo lo sepa, allá vos.
Dora se le había acercado. Había compuesto o realmente estaba poseída por una difusa emoción. Alzó una mano hasta la cara de Luisa y apoyó la palma contra su mejilla. Ahora podía halagarla, o decirle que no había querido ofenderla, o, lo más seguro, que había querido ahorrarle una desilusión. Era notable la cantidad de gente que se dedicaba con empeño a ahorrar desilusiones: apenas alguien se acercaba con una esperanza, un sueño o un nuevo amor, sacaban a relucir un alfilercito, pinchaban el globo y vení que te acogemos en la grey desencantada.  Lo que a Dora la volvía especialmente feliz era la economía de su triunfo: había separado a Luisa de John interponiendo entre los dos un movimiento de sus intestinos.
Es difícil observar la mano que se posa sobre la propia mejilla sin inclinar la cabeza sobre esa misma mano y apoyarse en ella. Luisa no se dejó llevar por el hábito. Sin aspereza, sin violencia, con la exactitud con que se realiza una tarea bien hecha, asió la mano de Dora por la muñeca y la separó de su rostro.  Aunque pesaba dócil y muerta entre sus dedos, no se dejó convencer.  Inmutablemente cortés, se inclinó para acompañar su descenso. Cuando pendió sin su ayuda y se sintió abandonada, la mano reveló que estaba viva.
El cuerpo responde, Dora —dijo Luisa—. No hay nada como andar bien del mung para que empiece a funcionar el magín.  Vas a hacer grandes progresos en inglés.
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Afuera del departamento estaba el día desgranando el tiempo
a su antojo, demasiado veloz para que John aún la aguárdale
en las cercanías del Instituto, intolerablemente calmo si ella
tenía que esperar hasta el lunes siguiente para encontrarse con
él. Pero esa misma mañana Luisa se había dicho que era políble
volver hacia atrás para aferrar lo que se escapó de las manos,
y una sentencia como ésa no perdía validez de un momento
a otro. Si John había dispuesto sus cosas de tal manera que
le día quedara libre de obligaciones, lo menos que le podía Conceder eran algunas horas de desasosiego antes del mediodía.  El único problema era saber dónde se las estaba concediendo.
El tráfico de Viamonte hacía ascender hasta las ventanas
del departamento de Dora el vaho que luego las cubría. El ruido
era insoportable. Un imbécil la sobresaltó con su bocina y le
hizo dar un salto atrás cuando se deslizaba entre dos paragolpes
llamando a un taxi; después, la puerta del auto estrepitoso
e abrió, el taxista siguió adelante maldiciendo a las mujeres y Luisa se dijo que una camisa a cuadros pequeños, un sweater verde y pantalones de gabardina eran informal’wear, la ropa más Apropiada para ir a Cañuelas, aunque no exactamente a Cañue-I las, sino a sus cercanías. De los horrores de la city ya había te-| nido bastante con el departamento de Dora. John, sacudiendo tpenas su mutismo, quería saber de qué habían hablado. Luisa t le enredó. La camisa que llevaba John era el modelo que a ella le gustaba más: absolutamente irresistible. Él insistió. Quería saber qué le había dicho Dora.
Habló acerca de las relaciones del grupo durante el curio de verano —dijo Luisa sin más vueltas—. ¿Qué quiere decir curve?
John alzó las cejas. Interrogaba.
Es idish —precisó Luisa.
John no sabía.
Habló de Nancy —insistió Luisa.
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John, un momento antes tan inquisitivo, ahora se había vuelto sordo. Pero así y todo estaba al lado de ella, mientras que Nancy se había traspapelado, o habría encontrado algún otro que le pusiera el hombro. Voluble y astuta Nancy, y ella, muy tonta si dejaba que se interpusiera entre los dos.
Inconmovibles, los East-West 1ª, IB y 2 nada habían opinado sobre la relación entre el campo y el sex y, por lo tanto, el giro que iba a tomar todo el asunto quedaba en manos de ellos dos. John tendría sus hábitos y Luisa tenía los suyos, pero en un primer encuentro lo más sensato y también lo menos ridículo sería mantenerse dentro del territorio regido por las normas clásicas. Por esa misma razón, cuando se detuvieron a almorzar, John dijo que en estos paradores de campo lo mejor para no equivocarse era elegir alguno de los platos que ofrecía la parrilla y, de la parrilla, la carne. Entre los vinos, en cambio, la elección era más amplia, pero, dado que era mediodía, nuevamente lo más sensato era elegir uno blanco, seco y liviano. Y así, sólo con hechos y comentarios escuetos sobre los hechos, iban caminando cautelosos sobre un sendero de lajas que corría a través de un terreno empantanado.
No tan empantanado; húmedo, nomás, se dijo Luisa después
de la primera copa. Alrededor de las lajas el verde áspero
del campo brillaba, y de vez en cuando se hundía en los charcos
rodeados por un anillo pardo de tierra: daban ganas de caminar
sobre el pasto con los pies desnudos. John había abierto
los ojos que tan a menudo entrecerraba y la miraba en silencio;
sobre el mantel, su mano morena avanzó. Luisa llevó la suya
al encuentro y sus yemas recorrieron el dorso de la otra mano
que se volcó y la apresó de la muñeca. Los dedos de John, dijo
Luisa, eran largos y ahusados; si ella fuese médica o, por lo
menos, pianista, también cuidaría sus manos. Dora, añadió
levantando con espanto las cejas, quería que esa misma ma-
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ftana escuchase Mendelssohn. Por primera vez, John se rió.
Y vos le explicaste que ya le habías reservado el día a un músico de Hamelin —dijo.
Ya se había dado cuenta y quería prevenirme sobre los riesgos.
¿Los del flautista de Hamelin? —preguntó. Hizo girar las manos de Luisa y le observó las palmas—. Es una ciudad pequeña, junto a un río, el Wesser. Cuando lo nombraste, ni conocía la historia; ayer la busqué. La primera vez, las ratas salen de tus madrigueras y el flautista las ahoga en el río. Después regre-
a un domingo, a la hora de la misa, y se lleva a los chicos que no vuelven jamás; los pobladores no pueden saber dónde fueron porque a los únicos que logran rescatar son a un ciego y a Un mudo. Parece que lo que narra la leyenda es una migración en el siglo trece. Había sobrepoblación y por eso decidieron enviar a un grupo muy joven a lejanos territorios del Este. La leyenda dice que el hombre era muy flaco, alto, y vestido con un traje multicolor —levantó la cabeza y rió—. En eso, por lo menos, no me parezco.
Mientras hablaba, la mano de John había jugado con la de ella; ahora la tenía firmemente asida de la muñeca y sus ojos : volvían a ser inquisitivos. Ya no podía esquivarlo más.
Querés saber por qué seguí a ese chico —afirmó.
John asintió con la cabeza.
Realmente, no lo sé —dijo y retiró su mano—. Digamos que seguí un impulso.
Largo —comentó John sonriente—. Parecías cansada.
El tono había sido risueño y era bueno que fuera así. ¿Por qué ella iba a volverse patética?
Bien —se decidió—, te lo digo en tres palabras. Mejor, en una sola. Mi infancia fue muy dura.
Nadie lo diría.
De nuevo había sido calmo, pero a Luisa le pareció que se
Volvía burlón. No era la primera vez que enfrentaba la incredu-
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lidad. Con una sola anécdota, con un detalle, lo haría saltar de la silla, pero ¿qué? ¿Acaso tenía que persuadirlo?
Es humillante tener que contarlo —dijo.
Sí —dijo John pensativo—. Es así. Lo mismo sucede con los chicos. Lo más difícil es conseguir que cuenten su historia.  Hace falta, por muchas razones, pero lleva mucho tiempo. Recién llega cuando realmente confían.
A cualquiera le pasa eso —saltó Luisa—. Cualquiera, cuando tiene que contar algo duro, se retrae.
John la miraba con sorpresa, pero ella ya no podía detenerse.
No me estaba identificando con un chico de la calle —dijo—.
Trataba de aclarar un sentimiento, nada más que eso.  Se puso de pie. Alguna manera habría de irse de ahí. Había sido una estúpida cuando pensó que podía confiarse con un hombre como John. Era simple y brutal. Metía todo en la misma bolsa. La comparación con los chicos había sido estremecedora, pero él ni se daba cuenta. Podía trabajar con los chicos hasta el fin de su vida. No entendería jamás su dolor porque a él siempre lo habían protegido.
Afuera, el olor a campo la fue serenando poco a poco. La cara le quemaba, pero no era por el vino. Al fin, él, ¿o ella que habló de más?, qué importa, cualquiera de los dos, había estropeado todo. Caminó por la playa de estacionamiento hacia un edificio pequeño, mal tenido. Más allá, bajo los árboles, vio parrillas de cemento y más lejos el alambrado y el campo. Si John se iba, ya podía ir colgando algún paisaje como éste en su propia casa. Oyó sus pasos que se acercaban. Era torpe, pero por lo menos intentaba repararlo. Ahora ya estaba a su lado. Nunca lo había visto así, con las manos hundidas en los bolsillos, tan desconcertado y molesto.
Yo sólo quería tener con vos una conversación tranquila sobre una preocupación que tenemos en común.
Luisa volvió a mirar más allá del alambrado. Nunca hubiera vivido en el campo.
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¿Una conversación larga y tendida?
Tardó todo un minuto en comprender. Y sí, lo estaba provocando.  Si a ella el vino la volvía tan sensible y le sacaba fuerzas para la acción, el turno era de él. Le dejaba la iniciativa. John la tomó.
Era un motel de los que se edifican en las afueras de un pueblo.  El arquitecto, utópico como todos los de su profesión, había creído que con dosis abundantes de exotismo iba a renovar los hábitos amorosos de los habitantes de Cañuelas. Se había olvidado de la pampa húmeda. En ese partido pasado por el agua, lü las vigas ensambladas con sogas ennegrecidas a fuerza de brea, ni el cúmulo de piedras agudas que señalaba la curva de acceso y menos aún los bananeros podridos conseguían evocar los ardores de la negritud. El campo, la pampa argentina, puede aplastar ése y otros incordios más potentes de la fantasía con su vehemente olor a yuyito y potrero. La pieza en la que entraron quedaba en el extremo del bajo edificio; a través de la ventana, inesperadamente cercano, los enfrentaba un viejo monte de eucaliptos, irónico como el espectador de una película que sólo tt ve para pasar el rato. El rico del pueblo que había invertido parte de sus ganancias en el motel no había hecho su fortuna dilapidando dinero; aunque el arquitecto tenía espacio de sobra, las piezas eran tan pequeñas que alrededor de la cama los cuerpos se tropezaban y, al fin, la avaricia resultaba más efectiva que la fantasía cuando se trataba de apurar las decisiones.
Luisa no quiso esperar más. Comenzaba a sacarse el abrigo
cuando John se acercó, volvió a encerrarla en el paño de lana, y lentamente subió el capuchón azul hasta que sólo la boca le quedó libre.
El beso, las bocas eran el lugar fijo; el cuerpo, en cambio,
86 volvió otra cosa. Las manos de John habían comenzado a
presionarla sin detenerse nunca, pero no se trataba de un roce,
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de una caricia que se deslizaba, sino de la imprevisible elección de zonas donde se detenían un momento; así, el deseo no se podía centrar en un lugar sino que más bien transitaba, sin que ella pudiera al poco rato decir dónde hubiera querido volver a sentir sus manos. Cuando regresaban a las partes del cuerpo donde ya se habían apoyado, regresaban ansiosas, como si entre la primera y la segunda vez hubiese transcurrido mucho tiempo, una semana, por ejemplo, y ahora, dos o tres minutos más tarde, volvieran ávidas después de una larga abstinencia. Pero la abstinencia era de ella, de Luisa, no de John, y de a poco sentía crecer la angustia porque ignoraba cuál era la medida de la excitación de él, y también si ese hombre mudo no sería capaz de abandonarla en ese estado, si no la obligaría a retenerlo y, en ese caso, no sabía cómo podría lograrlo. No había en su presión la fuerza intensa que se pone en juego cuando lo que se desea es unir violentamente dos cuerpos; lo que iba creando ese movimiento localizado e incesante eran zonas de adherencia, como si buscara hacer coincidir anfractuosidades. Cuando al fin la liberó y le permitió comenzar a desnudarse, ya el deseo de adherirse a un cuerpo también desnudo había llegado a un punto en que no admitía dilaciones ni abandono, pero el cuerpo de John era, además de enjuto, leve, y su peso se repartió sobre el de ella todavía presionando, dominado por un ritmo que Luisa nunca había conocido y que le impediría gozar de ningún otro. Logró sujetarlo por los hombros y por fin reconoció que lo que más había deseado, desde la primera vez que lo había visto entrar en el remoto Instituto de los bolilleros de bronce, había sido sentir contra la suya su piel desnuda.
Los días que iban a seguir, ¿toda su vida acaso?, se le iban a pasar recordando ese encuentro y buscándolo, porque lo que se acababa de poner en acción no tenía final ni satisfacción posible.
Cada orgasmo la apaciguaba apenas unos momentos; la
nueva presión de los cuerpos volvía a crear el estado de abstinencia
prolongado, la volvía insaciable hasta abochornarla. Y las
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léñales que John daba de gozar tanto como ella, su cara distendida,
la única palabra que le había quedado de su lengua y
que era su nombre, Luisa, no eran pruebas suficientes. Llegaría
1 atardecer, se asomarían a contemplar los eucaliptos irónicos O ensimismados en su vejez y entonces ella iba a desear volver-
\ de un momento a otro tan anciana como ellos, dejada a un
; lado, libre para poder recordar una y otra vez, entre todas las icciones de su vida, solamente ésta. Y que nadie viniese a molestarla con ninguna otra cosa.
Todos los actos de su vida, pero sobre todo los recorridos, las caminatas, habían ocultado su objetivo y por lo tanto eran actos mentirosos, encubiertos. Todos estaban buscando algo que era esta carrera del deseo a través del cuerpo.
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CAPÍTULO VII
¿Quién puede contemplar impávido los riesgos que corre
It azalea? A fin de agosto o principios de septiembre, en Buejios
Aires, casi todas las flores crecen sobre los tallos desnudos
in que un atisbo de verde suavice el contacto con el tronco. De esa manera conquistan una cualidad pétrea. El viento, se dice, mece las ramas, a veces también agita las hojas, y, sin embargo, la flor en sí permanece inmóvil. Son demasiado breves y angostos los pétalos del durazno y del ciruelo; aunque aterciopelados, f edosos y mórbidos, son al mismo tiempo rígidos los pétalos de la rosa, el tulipán y la margarita; el viento puede arrancarlos, pero i <|»o logra que se estremezcan. A fuerza de economía, las flores Conquistan las cualidades de la piedra. Entre todas, la azalea es Ja única que se extiende más allá de lo que le permite su textura.  Las más espléndidas, esas que brotan en arbustos, las del Delta, las mismas que apagan las voces de los pasajeros en las lanchas interisleñas, rozan con el extremo de los pétalos el espacio que conmociona el viento. Uno no sabe si admirarlas por el riesigo que corren o si condenarlas por frivolas, irresponsables, capaces por vanidad de jugarse lo que en siglos de estrategia conquistaron las otras flores. En cualquier caso, consiguen que te las mire en temeroso suspenso.
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Esa misma noche, sin embargo, las azaleas de la terraza de
Richard no inquietaron a Luisa. Las paredes laterales las resguardaban del viento y Richard era el único que sacudía los tallos cuando hundía entre las ramas las manos cubiertas por guantes de lona. Con esa misma íntima confianza quería Luisa que Richard opinara sobre el día que le estaba narrando, pero él permanecía en silencio. El quehacer no lo justificaba: había momentos en los que se erguía para descansar la espalda dolorida y era entonces cuando Luisa se callaba para dejarle un espacio; sin embargo, no había conseguido hasta ese momento una respuesta.
Al comienzo, cuando ella llegó y él la hizo pasar; antes, cuando se había decidido a llamarlo desde un teléfono de la calle, temió que Richard la atajara con su estilo burlón. Por eso mismo, Luisa se había sentado silenciosa en el sofá que enfrentaba la terraza de las azaleas. Se había depositado a sí misma lentamente, porque su cuerpo rebalsaba recuerdos. Richard, ocupado en las plantas que quedaban en el extremo de la terraza, le dijo que ya volvía y entonces, mientras recordaba, el cuerpo de Luisa se separó nítidamente de ella. Durante ese día, su cuerpo había sido un cuerpo distinto, otro cuerpo, y Luisa lo miró en las imágenes que le traía el recuerdo; era un hermano, un compañero que se había animado a hacer cosas que ella no hacía.  Le admiraba su audacia, las respuestas que había dado; lo admiraba tanto que se resignaba a ser su acompañante sin sentirse por eso humillada. Se había vuelto el séquito de ese cuerpo; haberlo visto actuar era algo así como un privilegio, una honra especial.
Richard había vuelto del extremo de la terraza cuando ella
estaba ocupada por ese sentimiento. Venía bamboleando la
cabeza, como si asintiera, y Luisa se acercó al marco de la gran
ventana y comenzó a hablar. Al comienzo no la incomodó que
la atención de Richard se distrajera con las flores, pero después,
a medida que repasaba las horas de ese día, su silencio comen-
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10 a volverse una amenaza. Creyó que debía explicarle por qué
había llegado hasta allí y se embarulló. Él entró en el salón y se
tentó con las piernas abiertas en escuadra y el vientre apoyado
n el asiento. Tenía los ojos perdidos, y bamboleaba la cabeza lin pudor, como si estuviese a solas. Luisa se dio cuenta de que 11 dejaba que esa situación se prolongara unos minutos más, Richard iba a mirarla en cualquier momento sobresaltado, y así le iba a señalar de una manera inequívoca que se había olvidado de ella. Buscó entonces un tema amable y comenzó a hablarle de las flores, de su cualidad de piedra. Repentinamente vuelto a la vida, Richard la interrumpió.
A éstas las tengo protegidas —dijo—. No pienso arrimarlas al viento para saber si les sacude o no los pétalos.  Había sido brusco y despectivo. No quería que nadie se metiera entre él y sus flores. Después, para dejar las cosas todavía más claras, le contó que en verano sus hijos lo invitaban a pasar las vacaciones con ellos, pero él no aceptaba porque no quería abandonar las azaleas. Explicó que esos hijos se los había dado a él su mujer, que había muerto. De la que tuvo después, dijo, antes de cumplir un año se había separado. A ésa no le permitía tocar las flores. Con Nancy, en cambio, nunca había tenido problemas. Ella se limitaba a mirarlas. Cuando comenzó el otoño le gustaba venir a lo de Richard, porque las azaleas que él conseguía mantener floridas todo el año la alegraban.  Había nombrado a Nancy con tristeza. Luisa creyó que la parrafada había sido una confidencia y que él empezaba a corresponderle. El malhumor de Richard no estaba dirigido a ella. Quiso alegrarlo y bromeó sobre las flores. Le dijo que lo tenían dominado. Todavía más: bastaba saber cuánto se había acercado una mujer a sus azaleas para saber cuánto la había querido. Richard detuvo un instante el bamboleo de la cabeza y se irguió. Así, volvía a parecerse al hombre afable que ella había conocido en las escaleras del Instituto. Por eso mismo, temió 79 de pronto que oír nombrar a Nancy lo hubiese entristecido. Le preguntó si ya no la veía. Richard abrió levemente los brazos.  Podía acogerla si ella regresaba. Antes, cuando estaba en camino, solía telefonear desde la calle, pero si lo llamaba ahora, él no se iba a hacer ilusiones. Nancy hacía llamados en cuanto tenía un teléfono a mano. Eran llamados ociosos, sin ningún fin ni urgencia. Debía haber pocos teléfonos en su pueblo o, a lo mejor, era una manera de reencontrar esas conversaciones que se mantienen en los pueblos chicos, cuando la gente narra las cosas intrascendentes que vio hacer a algún vecino.
Es una manera de registrar la propia historia —explicó Luisa—, de que la vida no se pierda.
Son hábitos —dijo Richard—. Nada más que eso.
Costumbres.
Era la segunda vez que la contradecía y ella también empezó a irritarse. No podía saber por qué él se molestaba tanto.  Cuando había hablado de su primera mujer, Luisa descubrió que se estaba adjudicando un valor sutil. Richard consideraba que haber compartido con esa mujer la vida aumentaba un calibre su propio valor. De la misma manera, Luisa juzgaba que debía ser tratada como una persona de mayor precio después de las horas de amor que había vivido con John. Entonces, si ella y Richard compartían ese mismo sentimiento, ¿por qué él se empeñaba en alejarla? No eran celos, se aventuró a pensar. O sí, pero con un matiz singular. Era que estaban compitiendo por la calidad del amor que cada uno había vivido. Observó a Richard. Ahora que habían resurgido en su interior los recuerdos, mantenía la cabeza firme y acomodaba con cuidado su cuerpo en la silla. Luisa creyó que al fin los dos habían llegado a un acuerdo. El no la dejó mantenerse en su error ni un minuto.
Las cosas ya no van a ser lo mismo en el grupo —dijo, sombrío—. En cuanto sepan que te acostaste con John empieza el vale todo: hay piedra libre. Les abriste los ojos.  Era tan incongruente la frase que en el primer momento le pareció que debía tener otro sentido, pero la expresión solemne y fatua de Richard la disuadió. Por primera vez desde que lo conocía y, sin duda porque de ella no le importaba nada, Richard había dicho una idiotez.
Abrir los ojos —repitió Luisa y enseguida estalló—. ¿Vos me hablas a mí de abrir los ojos? ¿Y tu culebrón con Nancy?  No había subestimado a Richard. El no sabía qué quería decir Luisa con “culebrón”, pero había percibido el tono.
¿Qué significa culebrón? —preguntó.
No se mostraba ofendido y por esa misma razón no dejaba espacio para excusas. Sólo quería conocer el motivo concreto por el que iba a detestarla.
Culebrón —telegrafió Luisa—. Folletín. Telenovela.
Amores incestuosos, separación, infidelidad. Enfermedad y muerte. Cambio de suerte, peripecia, pobreza o enriquecimiento inesperados. Clima centroamericano, ya sea litoral costeño o reseco aire azteca. —Un recuerdo felizmente apropiado la hizo reír—. La famosa soap opera de la unit three. What kind ofmovies doyou like? Eso, soap opera. Pero no es necesario que pase todo eso para que sea un culebrón. Nancy y vos, con amor incestuoso, accidente y separación, dan con el perfil.
El párrafo había sido demasiado largo. Richard había tenido tiempo de recuperarse y de armar el contraataque.
O sea que vos y John, de eso, nada —dijo—. Ustedes simples cuernos, nomás.
Le había dado un golpe brutal en el mentón. Lo miró sin ocultar el dolor. Nunca había esperado eso de Richard, nunca.
Quería que su mirada le dijese que no sólo la había herido sino
que además se sentía profundamente decepcionada, que él se
había transformado en otro. Acababa de descubrir que Richard
era una persona de un narcisismo primario, incapaz de soportar
algún juicio que rozara su propia imagen sin contraatacar con
el doble de agresión. Ése, uno de los raros días de los que no se
80
81 sabe por qué razón van a ir a parar al estante más aromático de los recuerdos, había sido salpicado por Richard con un líquido corrosivo: lejía, thinner o ácido muriático. Pero las manchas blancuzcas sobre la botamanga de su pantalón de denim, o las pústulas que se estaban levantando en las superficies laqueadas de su alma, no eran nada cuando se las comparaba con la tristeza que a ella, Luisa, le producía el deseo que había mostrado Richard de herirla.
Esto recién empieza —afirmó Luisa.
Desde el momento mismo que entraste en la clase le echaste el ojo.
Hasta hace una semana, no lo toleraba. Después, él me vio caminando por Rivadavia y me habló de su trabajo.
Ah, sí, su sociedad de beneficencia—dijo Richard—. En mi época, a eso se dedicaban las señoras. Ahora parece que los profesionales descubrieron que pueden vivir de donaciones. Una manera de conmover a las mujeres y levantárselas como cualquier otra. —De pronto, se exasperó—. Y a mí, al fin y al cabo, ¿qué me importa? ¿Para qué viniste acá?
Luisa estaba por contestarle cuando Richard le retorció las palabras que ya tenía en la boca.
Si ya lo sé. Te dejó en el camino porque volvía a su casa y no soportaste la idea.
No era así. Había sentido celos, pero mucho más temió volver a sentirse más sola que antes. Pero ahora, ¿cómo confesarlo?  Richard se dio cuenta de que había acertado y se puso furioso.
Una sola cosa más y entonces sí que te vas de acá —dijo.
¿Qué es esto de venir a provocarme contándome tus encamadas?
¿Te excitó?
Aunque la frase se le había escapado, la hubiera repetido diez veces. Richard no le dio tiempo. Buscaba a su alrededor, ¿qué cosa?, su abrigo. Ella no iba a soportar que esas manos que se habían mantenido tan pulcras debajo de los guantes de lona rozaran siquiera la tela con la que John la había envuelto antes ¿e besarla. Corrió y le ganó de mano. Ahora que ya no podía tirarle el gabán encima, el único gesto ofensivo que le dejaba era ibrir la puerta y echarla. Pero Richard, fijo en su idea, empecinado en la secuencia que se había armado en la cabeza, comenzó a luchar por su gabán. Sabía —¿cómo se había vuelto tan diabólicamente perspicaz?— que estrujando la tela entre sus manos, el capuchón, sobre todo, ensuciaba los recuerdos. Y ya lo había hecho. No había podido salvarlos. ¿Cómo iba a devolverle el golpe? Tan a mano y ahí nomás encontró la venganza, que el cuerpo le hirvió de entusiasmo. Mientras él buscaba —¿ahora qué?— seguramente su cartera, se deslizó en la terraza. Nunca había arrancado flores así, apretujando primero la corola con la palma y después desgajándolas de un tirón. Había elegido las blancas. Tenía en las manos flores blancas maceradas. Entonces, empezó a gritar. ¿Qué? ¿Acaso ella jamás podría vengarse?  No podía saber qué pensaba hacerle Richard cuando se le tiró encima, pero de un momento a otro la estaba abrazando. Lloró a los sacudones cada vez más hundida dentro de su gran vientre.  Le pidió perdón.
Él dijo que a él también debía perdonarlo, con los ojos un poco en alto, algo ridículo, mientras contemplaba desde el octavo piso la vida en perspectiva.
Pero ahora, preguntó Luisa, esta telenovela ¿cómo seguía?  Porque no había más remedio que aceptarlo: tanto burlarse y había caído al fin en sus garras. Mientras hablaba, ya había comenzado a aflojar el abrazo cuando el culebrón le propinó otro revés formidable: estridente, la vengativa banda de sonido los interrumpió con el timbre de un teléfono.
Era Nancy. No, no era Nancy. Era una mujer que decía ser la madre de Nancy. Llamaba tan avanzada la noche por dos razones.
Una, que las conferencias eran más baratas, y la segun-
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da, que a esa hora tenía la certeza de encontrar a la gente en su casa. El motivo por el que llamaba era que de Nancy no sabía absolutamente nada desde hacía más de cuatro semanas. El número de Richard se lo había dado Alina, una compañera de estudios del grupo de inglés. Nancy, según Alina, había dejado de concurrir totalmente a su trabajo después de haber pedido una licencia temporaria. Ahora, su puesto ya estaba cubierto.  Muy suelta de cuerpo o, por lo menos, de voz, Alina había opinado que Nancy podía haber sido captada por alguna secta.  Agachada sobre las ambarinas promesas de las botellas del bar, Luisa no quiso prestar demasiada atención al informe de Richard. Tampoco quiso preguntarle cuándo lo había llamado Nancy por última vez y menos meterse a samaritana. Opinó que la chica le parecía demasiado pragmática como para dejarse envolver por los parientes de alguna estrella top del Viejo Testamento; que hacía años que no oía a una persona llamar “conferencia” a una comunicación telefónica a distancia y, por último, que a ella Nancy no le iba a estropear ese día que rebalsaba emociones. ¿Podía Richard prestarle un momento el teléfono?  Quería registrar los llamados que había en su contestador.  Después del tercer intento fallido lo llamó en su ayuda; la expresión ceñuda de Richard se fue distendiendo a medida que empezó a retarla. Le dijo que era una inútil y, además, una farsante: no le interesaba saber quién la había llamado a su casa, sino provocarlo. Era la segunda vez que lo afirmaba y decía la verdad;
Luisa no iba a poner cara de inocencia, pero también era
cierto que había intentado provocarlo mucho antes y que
Richard la había dejado caer. Por lo tanto, hoy sí lo excitaba,
pero tampoco la conquista era segura: el aire cada vez más distraído
de él tenía algo de reflujo. Quizá pensaba en la compañía
de Nancy o, a lo mejor, en cosas más pedestres, como la
garantía que había prestado para el departamento. Ella no quería
perder la esgrima verbal con Richard, ni tampoco que terminara
ese día, ni irse sola a la cama después de esa gran fiesta, como
ucede en la niñez. ¿Había que elegir? ¿Por qué debía elegir?
Sobre la mesa del teléfono había un espejo; tenía los ojos limpios, el pelo brillante, la cara, simplemente, feliz. El amor, si necesitaba algún argumento más, era infalible contra las ojeras.  Richard, que seguía pulsando teclas en el teléfono, había comenzado a bambolear la cabeza. Le quitó el tubo y cortó la comunicación.  ¿A quién apartaba así? ¿A Nancy? Con las palmas le sujetó la cabeza, detuvo el movimiento y la obligó a mirarla.  Richard le preguntó si lo veía muy viejo. Ella dijo que no. Entonces, dijo él, lo único que ella debía decidir era si aceptaba que todos los recuerdos de ese día, que, según sus textuales palabras, le rebasaban, rebalsaban o retozaban en el interior del cuerpo, admitieran enmarañarse un tanto con otros nuevos. Podía sentirse algo promiscua, es cierto, pero también más joven. ¿Acaso no se había acostado con dos hombres distintos en un mismo día cuando era joven? Y a él, volvió a preguntar, ¿realmente no lo veía muy viejo? Luisa dijo que apenas lo tocaba, apenas sentía el calor de su cuerpo, el tiempo ya no tenía nada que hacer.  Esa noche se quedaba allí. El tiempo, dijo, era una materia buena para avivar el consumo, pero absolutamente extraña al amor.  Richard levantó los ojos al cielo. Luisa era el alma mater de cuantos culebrones se escribían en el continente.
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CAPÍTULO VIII
Sólo un antojo de los dioses podía haber mudado su vida de tal manera. Sólo Venus transitando por su signo podía haberle regalado dos amantes el mismo día. El jueves volvió a su casa justo en el momento en que John, lacónico y expresivo, la llamaba para urgiría a que se encontrara con él al día siguiente.
El fin de semana, por lo tanto, quedó reservado a Richard y el
lunes, después de que el sueño metió en la misma bolsa los leves
recorridos de las ansias de John y los lentos abrazos de
Richard, comenzó a sospechar que el movimiento de los astros
había sido contrastante. Mercurio se había colocado en cuadratura
y a ella se le había agostado su don de lenguas. En el curso
Betsy, la teacher, cada día más parecida a Mazza, reiteraba impaciente
las questions y Luisa, nada. Le parecía más fácil armar el
ajedrez de media tarde con John y noche subsiguiente con
Richard que construir una frase digna del levelthree. Circunspecta,
se despidió de los dos hombres que ese día se habían
cubierto con una extraordinaria cantidad de tela; cuando volvía
a su casa se dijo que su laconismo no se debía al avariento toma
y daca de los dioses, que siempre deben quitar un bien cuando
regalan otro; lo que en realidad sucedía era que en algún rincón
menos olímpico y más rural de su alma el triángulo erótico había
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desempolvado los refranes que le aconsejan al pez cerrar la boca para conservar la vida.
En las clases de inglés, sin duda; pero no, para nada, en los
encuentros. El año había sido ascético hasta el pavor; hacía tanto
pero tanto que no usaba en el lugar y en la postura adecuados
una palabra amorosa, que bien podía haber comenzado a padecer
afasia erótica sin percibirla; los diálogos con Richard, sus
propias especulaciones sobre la mejor manera de repartir a lo
largo de un día su cuerpo con un amante, no habían sido más
que pobres ejercicios con los que intentaba mantenerse en forma
y ahora, sin haber realizado casi nada más que esa desganada
gimnasia, debía enfrentarse a maratones, a olímpicos saltos
de palabras sobre las vallas del pudor inicial. Debía, además de
decir precisamente cómo, cuándo y en qué posición deseaba ella
que las cosas acontecieran, resolver montañas de acertijos; era
necesario saber cómo Richard prefería que le hablara de su
miembro más preciado, pero también si al contradecirlo no lo
hacía penetrar en una nueva zona que hasta entonces él no se
había permitido. Los médicos como vos, le había preguntado a
John, ¿cambian fácil el formal’por el informal cuando pasan del
consultorio a la cama? Y no, no era una pregunta tonta, porque
cuando John deslizaba las manos por sus muslos, cuando se
enredaba apenas unos momentos en el vello del pubis y luego
hundía sus dedos, Luisa, en su recato y comedimiento, en la
objetividad de su tacto, descubría que John los estaba hundiendo
en una vulva o vagina; y si ella hacía lo que en otra ocasión
hubiera denominado una observación al respecto, John, sintiéndose
criticado, se retiraba y volvía a empezar con su estrategia
de presiones sobre el cuerpo. Luisa lo acusó de haber inventado
ese sistema el día en que descubrió que a sus pacientes las enardecía
que él las palpara y auscultara. Lo afirmó una tarde en la
que él la había llevado con sus tanteos hasta la desesperación;
estaba segura de que él quería desencadenar el orgasmo manteniéndola
a medias abrazada y recorrida por la presión de sus
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manos; ella terminaba exhausta pero no podía decir que calma, el ardor continuaba, el deseo también, cuando el cuerpo, agotado, ya no le respondía. John, con sus aires suaves, tolerantes, hacía lo que se le daba la gana. Richard también, yendo al caso.  La dejaba montar encima de él y, mientras ella se balanceaba hacia atrás y hacia adelante, él sólo estaba atento a oprimirle las nalgas y a abrírselas para que rozara sus testículos. Y ella sabía bien —y la distraía del orgasmo— qué era lo que él buscaba provocar con ese roce. Y eso que ella, precavida, le había dicho desde casi el primer día que así, no.
Te duele —conjeturó una tarde Richard.
Luisa asintió.
Eso es porque nunca lo hiciste sobre una silla —informó
Richard—. Vení.
No estoy con ánimo.
Mejor; te muestro cómo es.
Se acercó. Los dos estaban vestidos. Richard alzó en dos pliegues poco profundos la tela de la falda para que le diera juego, apoyó las palmas sobre la rugosidad de los elásticos y, con una destreza que revelaba años de práctica con cualquier modelo de ropa íntima femenina, hizo deslizar sin tropiezos las dos capas de tela hasta los pies de Luisa. Después, la sentó a horcajadas encima de él.
Rózate —le dijo—. Yo me quedo quieto.
Era deliciosa esa manera de fingir sin peligro. Richard se deslizó en la butaca donde estaba sentado con las piernas abiertas hasta que Luisa se apoyó sobre su estómago. Debajo sentía el sexo de Richard cada vez más abultado; se dio cuenta de que el cinturón estaba tenso; a cambio del placer que le estaba dando quiso por lo menos hacerlo sentirse más cómodo. Soltó entonces la hebilla del cinturón, pero él no hizo ningún avance. Rozándole el clítoris sentía ahora el aro de metal. La cremallera del cierre relámpago cosquilleaba dentro de los labios de la vulva.
Viciosa —dijo Richard.
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Luisa se alzó de hombros. No había peligro. Richard la dejaría experimentar sin obligarla. Le bajó el cierre del pantalón. No se dio cuenta de qué era lo que la estaba enardeciendo de una manera tan acuciante hasta que descubrió que era Richard el que ahora la masturbaba lentamente con el borde romo de la hebilla. Tomar su sexo entre las dos manos y hundírselo ella misma hubiese sido una manera inmediata de darse placer. Un placer un poco cobarde. Pero así, como estaba, la penetración seguía conservando su amenaza de dolor. Lo intentó lentamente y se detuvo. De pronto, el mismo cuerpo le dio la clave. Se puso de pie, giró sobre sí misma y volvió a sentarse sobre Richard dándole la espalda.
Ayúdame —dijo.
Lento —indicó él—; no fuerces. No fuerces aunque resista.
Cuando por fin sintió contra las nalgas el pelo del pubis de Richard, recordó cosas insólitas: una bicicleta, una pileta de natación en el subsuelo de un edificio de la calle Quintana, una hebra de lana que se engancha en la aguja opuesta y luego, apoyada en el sostén metálico, atraviesa otra lazada.
No resisto más —avisó Richard.
Acaricíame, acariciame —lo urgió Luisa.
Ya lo estaba haciendo. Cuando él eyaculó en silencio ella mantuvo los ojos abiertos. Ahora quería oírlo gemir: volvió a frotarse con furia y cuando llegó el orgasmo las contracciones lo hicieron por fin hablar. Dijo, sencillamente:
Así.
No es la primera vez —comentó Luisa al rato.
¿Así, no es la primera vez?
Así no es la primera vez.
Richard asintió caviloso. Lo que a Luisa la exasperaba en esos casos era que no lograba irritarlo. Siempre, de alguna manera, Richard lograba sacarle a los hechos algún rédito. Ahora, el rédito era un aumento de su experiencia sobre el comportamiento sexual de las mujeres. Se le adelantó.
Un caso más de amnesia de la década —le recordó.
Richard difería. Pensaba que se trataba más bien de una infame actuación.
Bueno, ¿por qué infame? —dijo Luisa. Fue más bien
delicioso.
i —¿Esta delicia te va a volver más fiel?
Quizá —prometió ella.
No. No la volvía. Como cualquier principiante que adquiere i una destreza, quería de inmediato llevarla a la práctica por su i cuenta y en otros ámbitos. Pero John, que no tenía hasta enton-I ees razones para sospechar que ella era amante de otro, se negaba a cualquier propuesta que no naciera en su propio territorio.  Era desconfiado, reticente, fijado en sus hábitos y, al final, el que imponía las reglas.
Poco a poco, John le había cambiado el personaje. Luisa pensaba en él cuando estaba a solas con mucha más frecuencia que en Richard, no sólo porque para John combinar los encuentros era mucho más difícil, y por lo tanto mayor el tiempo que le dejaba para recordarlo, sino también porque con Richard tanto al amor como a las esgrimas verbales los dos los quemaban como bengalas, mientras que John tenía la inquietante manía de crecer en su ausencia. Y cuando estaba con él, o a lo mejor no, cuando se iba, o a lo mejor en el vaivén de estar y de irse, Luisa descubría que el tono íntimo de John era grave.
Quizás había sido siempre así, sólo que, se decía, él no iba
a ir a un curso de inglés, donde tenía que sentarse en un pupitre,
con su aire de galeno. Pero esa cara de llegar a casa después
de un día infernal de trabajo, que ahora él mostraba con frecuencia,
bien podía dedicársela a su mujer, pensaba Luisa cuando la
atenazaban los celos, aunque no era ella, la otra, la responsable
de esa cara, sino ellos, los chicos, parados en su límite preferido,
la franja de asfalto que queda entre la vereda y los autos que
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transitan, una fila larga de chicos si los pusieran uno detrás de otro, y todos detrás de John. Como John, ellos también habían mudado. Ahora, cuando los encontraba en la calle, lo que con una ojeada fugaz comenzaba a percibir eran sus ojos esquivos.  Estaban ahí, con toda su carne maltratada a cuestas. Así también debía verlos John y así eran, también así eran. No iba a cerrar los ojos. Lo único que ella anhelaba era un descanso.  Tomar todos, aunque más no fuera, un cuarto de hora de recreo.
CAPÍTULO IX
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La luz vibrante de octubre había rasgado justo por el medio la bruma, los celajes, la neblina y cualquier otra tela de esas que el invierno cuelga, concesivo, para esconder los débiles pecados que se cometen durante los meses que gobierna. Como un ama de casa que día a día ve aparecer en los rincones de su hogar lamparones y huellas de dedos, pero, encandilada por las flores que se le abrieron en el balcón, descuida la limpieza de primavera, Luisa no atendía a los indicios que la podían denunciar.  Porque el esplendor de Venus, es sabido, se trasluce de una manera feliz pero también fatídica en el cuerpo; a medida que la primavera avanzaba, ya no podía cubrirse la piel con lana gris plomo ni con abrigos de paño. Más de una vez en la clase de inglés la voz o el olor de cualquiera de sus dos amantes le traían recuerdos que la hacían excitarse bruscamente y los humores de Venus se le filtraban por los poros. Alina, siempre al acecho como una perra joven, percibió algo en el aire y comenzó a husmear a su alrededor.
Habían quedado enemistadas desde el momento mismo en
que se conocieron y, a partir de entonces, Luisa, que olvidaba
con constancia el nombre de Alina, avivaba su memoria chasqueando
los dedos o la nombraba titubeando “Elvira”, error que
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ti k
Alina disculpaba atribuyéndolo a la edad. Después, casi al mismo tiempo, las dos se aburrieron de los ataques y decidieron ignorarse. Más tarde, a medida que sus encuentros con Richard y con John se volvieron estables, Luisa no hubiera deseado nada mejor que la chica siguiera manteniendo su desdén lo más lejos posible de ella, pero lo que no tuvo para nada en cuenta fue que la felicidad se vuelve un insulto personal para los enemigos.  Como sucede con frecuencia cuando se trata de ganarle de mano a la desgracia, Luisa descubrió demasiado tarde que estaba viviendo peligrosamente cerca de Alina una de las situaciones que mejor podían despertar la curiosidad maligna de la chica, y que, además, había gente ducha en los lugares comunes del amor dispuesta a remediar los datos que a Alina le faltaban con un repertorio de historias coronadas por el prestigio de un refrán en francés. Durante las semanas siguientes, Luisa iba a develar con certeza cuáles habían sido los motivos que impulsaron a Alina, cuál la información que recibió y hasta el apoyo logístico.  Pudo recordar incluso que en los días previos la había tenido tan cerca como una perra que se adiestra en el olor de su presa, pero, en el momento mismo en que el plan de Alina se puso en marcha, cuando de un miércoles a un lunes la chica llegó con un paquetito bien liado debajo del brazo y lo descargó en la clase, Luisa estaba todavía tan embobada con su vida amorosa que su única reacción fue echarse atrás como para evitar un líquido deletéreo. El mismo efecto podía tener sobre los efluvios de Venus un litro de cloro. Alina los convocaba a cumplir con un deber moral.
Plantada en el medio del aula a la que había llegado transportada por el fervor, Alina dijo que todos debían hacer algo por Nancy, una compañera del primer cuatrimestre que había desaparecido hacía ya un mes y medio. La madre, alarmada, la había llamado a ella desde San Juan. Respondiendo a las preguntas de los alumnos nuevos del grupo, narró de inmediato la historia del accidente en la escalera, las quebraduras, la convalecencia jiy el aplazo. Luisa la oyó estupefacta. De un día para otro, Alina ;había dejado de pensar que para ascender en vertical debía ahora, ¡ya mismo, y sobre todo sin aceptar desviaciones, dominar la jerga que destilaba Betsy. Esa mañana, el desvelo hacía refulgir su piel I .rozagante. De la indiferencia con la que había asegurado que a Nancy la había captado una secta, ya no quedaban ni rastros.  Exhortando conmovida a la acción, Alina parecía animada por Un conglomerado de virtudes altruistas. Nancy no había tenido amigos en la ciudad, su madre no tenía otras personas a las que recurrir, ellos debían actuar.
Con variantes, la pregunta por Nancy se repitió la semana siguiente. Mientras Betsy, obligada a demostrar sentimientos humanitarios, ordenaba sus papeles, Alina y el cabezón se dedicaron a revisar los homeiuork que cada uno había traído. No era mucho: consultas a algún amigo que tenía un conocido en la policía o en el Ministerio del Interior, una conversación con la encargada del edificio donde Nancy había alquilado un departamento, un encuentro con un ex compañero de trabajo. Si las investigaciones eran tímidas, los resultados no aportaron casi nada. Al parecer, Nancy se había ido del departamento cuando ya concluía el mes; ahora, estaba nuevamente en alquiler. La encargada no había presenciado la mudanza, ni el dueño le había hecho comentarios. El compañero de trabajo había llamado a Nancy dos o tres veces; le había parecido unas veces muy deprimida, otras le contestó de muy mala manera y por último, cuando él la urgió a que volviera para arreglar en lo posible su situación, le dijo que no la molestara más: ya había encontrado la manera de arreglarse sola. Si los otros querían seguir trabajando diez horas por quinientos pesos, ella no era tan estúpida.  No era necesario agregar que había terminado por mandarla al diablo.
Tironeada por sus obligaciones, Betsy finalmente les pidió que la recopilación de datos se realizara después del curso. Antes de que terminara de hablar, los directores de la investigación ya 94 95 habían decidido que lo mejor era reunirse el lunes y el miércoles a las 10.32 a.m. en el café de enfrente. Luisa, que faltó a las citas, se dio cuenta de que los resultados no satisfacían a Alina cuando cambió de táctica. El cerco empezó a cerrarse y dejó en el medio a muy poca gente del grupo. Alina había puesto en juego todos los mecanismos de persecución que encontraba a mano.
Y eso era exactamente lo que esos dos estaban esperando, le dijo Luisa primero a John y después a Richard o a la inversa.  Lo que les interesaba a Alina y al cabezón era afinar la puntería sobre ellos, con el agregado de que había una quinta-columnista dispuesta a facilitarle las cosas a la pareja. Dora, que hasta ese momento había puesto cara de haber padecido demasiadas cosas como para que la desgracia de una chica la afectase, se dedicaba ahora a pasar datos a Alina y al cabezón delante de todos, utilizando la cínica estructura siguiente: “X, que Z, podría Y”.  Ejemplo: “Luisa, que trabajó de periodista, podría hacer publicar un retrato de Nancy en un diario”.
La insidia, le explicó Luisa a John mientras él no la dejaba desvestirse, no estaba centrada en el “podría Y”, sino justamente en el “que Z”. Dora, conjugando cada vez de distinta manera ese período, iba informando a todos sobre detalles de la vida de Luisa, John e incluso Richard, detalles que a pesar de su estirada y mortecina cara de babieca había acumulado a lo largo de un cuatrimestre y medio.
Dos cuatrimestres, en mi caso —precisó John y, en el descuido, Luisa zafó del abrazo y logró desvestirse.  Y ahora venían a darse cuenta de algo a lo que todos ingenuamente se habían dedicado desde la primera clase: habían dado información sobre sí mismos; hasta tal punto, que una persona con buena memoria podía contarles minucias de su vida, ampliadas por los exabruptos con los que habían aliviado la idiotez del East-West lAj IB. La consecuencia fue que los alumnos del segundo cuatrimestre comenzaron a hacerles lugar con 96 pocas ganas en los equipos de trabajo. Ya fuera que se mostraran exigentes o que, por el contrario, los ignoraran en los dia/ogs, no disimulaban que conocían las versiones.
Cuando el clima estuvo creado, Alina se tiró a fondo. Después, Luisa pensó que la chica debía haber estudiado la situación para elegir tan bien el momento. Ella, que se había empeñado en recuperar el tiempo de estudio perdido y quería ponerse al día con su trabajo, llegaba muy temprano a clase. Fue en una ocasión de ésas cuando Alina se le acercó con cara de nada y le preguntó si no había tenido noticias de Nancy. Enfrascada en la lección que les iba a tocar ese día, Luisa apenas meneó la cabeza.
Seguro —dijo Alina alto y clarito—, si hay alguien a quien le conviene que Nancy desaparezca del mapa, es a vos.  De un golpe, Luisa cerró su libro y cometió un error. En vez de mandarla a ocuparse de sus asuntos, tuvo la mala idea de preguntarle qué quería decirle con eso y así le abrió la puerta de par en par.
Todo el mundo ya sabe que le tomaste el relevo —dijo Alina—. ¿Querés que te aclare algo más?
No. ¿Pero a vos te preocuparía tanto lo que yo hago con mi vida si no tuvieras todavía la cosita intacta?
Fue un escándalo. Debajo de las risas se oyó un silbido.  Betsy, que llegó en ese momento, se dio vuelta indignada hacia el pizarrón y por primera vez exigió silencio.
Luisa se guardó tanto de disculparse con ella como de volver a mirar a Alina durante toda la clase. Tampoco movió la cabeza cuando apareció John. A medida que el tiempo fue pasando se dio cuenta de que ese día Richard se iba a ausentar y sintió algo de alivio. Si mantenía la boca cerrada no había peligro de que nadie se animara a contarle a cualquiera de los dos la escena bochornosa. Y al fin, se dijo para consolarse, había logrado salpicar a Alina con la misma vena maligna que había desatado en el grupo.
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Pudo medir el efecto enervante que sobre ella había tenido la campaña por Nancy el lunes en que Alina llegó mustia a la clase y, sin hacerse notar, se arrinconó junto al cabezón. Cuando concluyó la primera lectura, Luisa alzó la cabeza y miró al grupo. Sus compañeros le parecían más vivaces y alertas. Durante semanas enteras, Alina había logrado volverse un polo que alternativamente la succionaba o la expelía; esos movimientos la habían estado llevando y trayendo con sus flujos y reflujos.  Se preguntó si los demás no experimentaban también el mismo alivio intenso y receloso. Un foco estridente acababa de apagarse, pero en cualquier momento se podía reactivar. La expresión atribulada de Alina no parecía presagiar un eclipse prolongado.  Cuando el miércoles siguiente Alina, hundiendo los dedos en el pelo, exclamó: “¡No sé cómo voy a poder arreglarme sola con todo esto!” Luisa se dijo a sí misma: “¡Zas! Ahora viene lo de así somos los argentinos y así nos va”, y Dora no le falló. El juicio sobre los argentinos no era más que un rubro secundario en el acervo de lamentos que Dora acumulaba desde su infancia.  Apenas vio ocasión de darle salida abrió las compuertas. Dijo que ella ya había aconsejado a Nancy, pero que los jóvenes no escuchan hasta que es demasiado tarde; que a Nancy le hubiera convenido buscar un muchacho joven, trabajador y casarse pronto; que lo importante es tener un techo y lo demás viene después, y que si a Nancy no le importaba nada de nada, ya estaría la madre para sufrirlo.
Alina, apichonada, le dejaba llevar la voz cantante; para recuperar el tiempo perdido, hundía la cabeza sobre el libro o a los picotazos arrebataba el alimento que distribuía Betsy. Si de vez en cuando interrumpía a Dora, era sólo para decir que pocos adultos eran capaces de mostrarse generosos y abnegados.  De inmediato, clavaba en Luisa su mirada resentida. A veces, ni siquiera eso: Alina dejaba salmodiar a Dora y, picotazo va, picotazo viene, se iba volviendo perdiz.
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El murmullo continuo de Dora, sumado a la proximidad del examen, hizo surgir en el aula una actitud obsecuente, y el cabezón se volvió líder. En general, cuando lo halagaban, cuando cualquiera del grupo daba a entender que él tenía todo lo necesario para alcanzar el éxito: juventud, inteligencia, hasta belleza, el cabezón titilaba y se expandía; sin embargo, los momentos privilegiados eran aquellos en los que la propia Betsy lo ungía. Entonces, ya no mostraba ningún pudor. Había realizado su sueño. Pero, ¿acaso alguna vez el talento admitió ser consagrado?, cavilaba Luisa absorta. Y sin embargo, después de los momentos de indignación, se sentía desanimada. John le había preguntado si quería conocer a su equipo de trabajo y ella nunca había respondido. A veces, él parecía replegarse dentro de sus arrugas y Luisa trataba de animarlo. Un día John le dijo: “Yo no necesito consuelo”. Enseguida agregó, fastidiado: “Ni ellos tampoco”. No explicó qué era lo realmente necesario, pero Luisa se sintió aludida. “Hace falta tiempo para entrar en esto”, terminó él, como si la disculpara, y Luisa se dejó envolver por una ola de rencor. John nunca le había vuelto a preguntar qué hechos de su pasado le hacían sentir por esos chicos una fraternidad tan aguda. Ahora, a lo mejor ella se hubiera confiado, pero todavía había que ver si él podía entenderla. John clasificaba a la gente como el dueño de una inmobiliaria: haber nacido en un barrio catalogaba a una persona de por vida. Creería que ella lloraba lágrimas de cine, disfrutando en el fondo de la catarsis.  Un laxante del ánimo, en resumen. Es que él, como Alina, planeaba sobre la desgracia ajena. Si él hubiera padecido en carne propia el desamparo, ¿podría mover un solo músculo del cuerpo?
El abandono y la violencia en la niñez mutilan. Y entonces,
lo que pasa es que uno anda enfermo de compasión, pero
no puede ni alzar una mano. De una misma raíz nacían ese dolor
que a veces a ella misma se le volvía nauseabundo y la ira sorda
frente a Alina y el cabezón, los dos jóvenes obsecuentes que level
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a level trepaban porque ya venían pertrechados, con las cabecitas aguzadas por la buena escuela de la niñez. No eran, por cierto, como los chicos que ambulaban por la Nueve de Julio, pero tampoco como Nancy y los que habían quedado sembrados después del examen del primer cuatrimestre. Ahora, cuando recordaba la cólera de Antonio, lo comprendía. Y también mejor a sí misma. Algún toquecito de Venus por aquí y por allá, se decía entonces, nunca podría suplir la ausencia del benevolente Júpiter, padre de los dioses, en su propio signo. La mano de Júpiter jamás se había ahuecado sobre su cabeza en un gesto paternal. Nunca la había consagrado, ni siquiera protegido.
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CAPÍTULO X
Se enfrentó con la facción joven en el café de los conciliábulos un día en el que Betsy, enferma, les había enviado sus excusas: una gripe terrible la retenía en cama. Luisa, detenida en el inmenso umbral del Instituto, había visto entrar en el Salisbury a sus compañeros más jóvenes y murmuró un pretexto cuando la invitaron a acompañarlos; luego, cambió de parecer y los siguió. Desde que se había metido con las carencias sexuales de Alina, seguía mostrándose desenfadada. Le parecía que así se había ganado el respeto de algunos.
El largo mostrador de los cafés al paso se extendía a la derecha del local; después de diez o doce metros, el Salisbury se abría en un salón amplio. Alina, que enfrentaba la puerta de vaivén, había tenido tiempo de sobra para verla acercarse pero, cuando Luisa por fin llegó donde estaba el grupo, parecía distraída.  Ya iba a sentarse en un extremo de la mesa, cuando decidió modificar el rumbo y elegir un lugar que había quedado vacío junto a Alina. En el momento en que arrimó su silla, de la pila de libros que sujetaba contra el pecho se deslizó uno de los sobres de papel de Manila que iba a llevar después de la clase al correo. Alina repentinamente se agachó para recogerlo y, cuando lo alzaba, miró con una curiosidad que parecía muy 101 natural el libro que se había deslizado del sobre y, en éste, leyó el nombre del destinatario. Enseguida quiso armar alharaca:
¡Luisa enviaba un libro suyo a un profesor de Gainsville! Seguramente, le retrucó Luisa, Alina también debía enviar cartas a amigos suyos que en el futuro serían jefes de cátedra o cosas por el estilo. Le había contestado de mala manera, para que no le incordiara más la paciencia, pero Alina, que en ese ambiente volvía a mostrarse vivaz y luchaba por su liderazgo, no se echó atrás. A Nancy, dijo como si de pronto le hubiera llegado el recuerdo, solían acosarla los profesores, porque era bien sabido que los hombres mayores que daban clase, o que se les daba por volver a estudiar, lo único que buscaban era levantarse chicas o, en fin, lo que pescaran. Era notable, contestó Luisa, hasta qué punto Alina parecía dominada por una obsesión. A lo mejor creía que sublimar el sex era la manera infalible de conquistar al final de la carrera medallas de oro. Pero, dados todos los años que le faltaban, cuando llegara el momento, el que se le animara debería recurrir a algún producto antioxidante. Cuando llegó a este punto se dio cuenta de que todo el auditorio estaba pendiente de ellas. Si se quedaba ahí terminaría por volverse una figura grotesca. Bruscamente, escapó del impulso agresivo que le despertaba Alina para decidir dos cosas: una, que se iba nomás al correo; y la segunda, que no iba a enfrentarse nunca más con esa cara avispada, blanca y regordeta que había llegado a odiar.  La tercera, que se le ocurrió cuando ya estaba de pie y la volvió a sentar de golpe, era que para deshacerse de una vez de la chica debía arrinconarla para siempre peleando con sus mismas armas. Lo que a ella realmente la había desconcertado, dijo en cuanto se asentó en la silla, eran las bruscas viarazas en las obsesiones de Alina. De buscar a Nancy se había olvidado de un día para otro. Entonces miró al resto del grupo y preguntó:
“¿Qué tema va a encontrar ahora para llamar la atención? Más
vale prevenirse, porque se la puede agarrar con cualquiera”. No
esperó la respuesta. Se puso de pie. Richard quizás hubiera dicho
que levantarse de una mesa de póquer cuando se va ganando
es indigno, pero ella nunca se había jactado de ser escrupu-
¡ losa. Recorrió los diez o doce metros que la separaban de la
[puerta sin apuro, y miró al pasar la vidriera de la librería vecina;
fio fue necesario que alguien corriera detrás de ella para hacerla
\. Se había olvidado los sobres. Alina, incapaz de continuar
su comedia, discutía ahora con el cabezón. Los dos creyeron que venía a remachar el clavo y la miraron expectantes.  Amable, Luisa les explicó que venía a buscar las cartas que se había dejado sobre la mesa. “Acá nomás está el Correo Central”, balbuceó el cabezón. Luisa le agradeció el dato. Iba a ir al correo que estaba en Constitución; quedaba más cerca de su casa.  Sí, vivía en San Telmo, le explicó a Alina, ¿a qué venía esa cara de asombro?
Cuando volvió a pasar delante de la librería, reconoció que, finalmente, yendo al café había logrado ventilar el campo. En su segunda retirada la habían acompañado otros alumnos del grupo; uno le dijo riendo que Alina debería consultar a algún discípulo del médico vienes. Había en la broma cierta amistad cómplice y Luisa dedujo que la chica debía haberlos hartado a todos con sus chismes y todavía más con la histérica campaña por Nancy.
Cuando llegaba a Constitución, miró la copa de los Jacarandas.
Todavía le daban un respiro. Dentro de una semana
apenas, diez días a lo sumo, se iban a desencadenar. Entonces,
no sólo ella, sino toda la ciudad iba a mirar las flores que caían,
cada año más crueles. Cruzó el primer tramo de Brasil mal, al
sesgo, esquivó los colectivos, y después tuvo que aguardar en uno
de los descansos la luz del semáforo frente a la fila de autos negra
y amarilla. A esa hora no había muchos pasajeros. Los choferes
de los últimos taxis tomaban gaseosas o fumaban. En la cabeza
de la fila rondaban los chicos. Dos de ellos reproducían casi exac-
T
102 103 tamente la fotografía de una revista que había guardado junto con un fajo de notas y algún libro. Cruzó el último tramo de Brasil más lentamente. Los chicos que abrían la puerta de los taxis en Constitución no parecían tener la mirada opaca de los que mendigaban en la Nueve de Julio. Gambeteadores y ágiles, trataban de ganarse de mano pero sin llegar al extremo de que la angurria concluyera en golpes. Extendían con seguridad la palma: estaban cobrando el trabajo de haber aferrado el picaporte y el de haber hecho girar la puerta sobre los goznes. Con celeridad, armaban una deuda pequeña.
Llegó a la vereda y se volvió para mirar la plaza. Debajo estaba la estación del subterráneo. Sabía que el amplio final de los andenes, el confín desde donde se perciben distintamente los túneles que se alejan, era uno de los dormitorios preferidos por los chicos que viven en la calle. John ignoraba si ahí se reunían todos los que mendigaban en Retiro, el Once y la Nueve de Julio, pero, en todo caso, los chicos que recorrían los vagones del subte no podían inventar, como los que abrían la puerta de los autos, una mínima deuda con su servicio. Había, entre unos y otros, diferencias; una era la edad; otra, que muchos en Constitución ya eran independientes; se habían ido de la casa, escapando a lo de siempre, el alcoholismo y los golpes, y vivían en la calle. A los que mendigan en los subtes, en cambio, los envían, había dicho John; ésos lo que ponen enjuego es su propio cuerpo. Luisa había recordado los ojos opacos del chico al que durante toda una tarde había seguido hasta la confitería del Molino. Entonces, había arriesgado ella, el mecanismo que les activan es el mismo que se utiliza para pedir amor. John asintió.  Si es así, dijo Luisa, cada negativa es como un golpe en el mecanismo más sensible del ánimo. Es por eso que no se les entiende cuando piden y que nunca fijan los ojos: cuanto con menor fuerza disparen su resorte, y más imprecisa sea la puntería, menos les va a doler la negativa. John estuvo de acuerdo, pero no le interesó saber cómo Luisa podía describir tan precisamente 104 lo que provocaba un rechazo. Cuando se trataba de los chicos, los datos que transmitía siempre eran precisos. Debía ajustarse en esos casos a la modalidad que regía en su equipo de trabajo;
Luisa pudo comprender ese rigor profesional y no planteó más preguntas, pero ahora, que ya estaba cerca la entrada de la estación sobre la calle Hornos, sin saber por qué, entre todos los confusos sentimientos que le despertaban los chicos había surgido el temor.
Se detuvo en los peldaños de la escalera. Del otro lado de la calle, bajo el puente de la autopista, se extendía el espacio árido de la playa de estacionamiento. Si los chicos que mendigaban en los subterráneos después, cuando crecían, llegaban a Constitución, cada vez que alargaban la mano para cobrar por la puerta de un taxi también recordaban la brutal indiferencia. Ya más fuertes y mayores, se instalaban ahí cargados de rencor. Era por esa razón que así nomás, al toque, inspiraban recelo. De todas maneras, descubrir el motivo de su aprensión no la protegía de nada.
Cuando estuvo dentro del hall de la estación se dijo que se había equivocado; debió haber elegido el Correo Central aunque estuviera demasiado cerca del Instituto, ahí nomás, enfrente, cruzando la avenida del bajo. Había querido dejar atrás y olvidar pronto la pelea, pero ahora, en Constitución, la amenaza latente en la cara blanca de Alina confluía con el recelo que le habían despertado los chicos y con el ambiente ominoso del vestíbulo central. Creía escapar a los fantasmas y más bien los había convocado.
Hacía dos años o todavía menos que no tomaba un tren en Constitución; en tan corto tiempo los locales y las oficinas que habían sido algo así como un enclave de la civilización en el desierto, como una estación del Automóvil Club en el camino de Santiago del Estero a Catamarca, por ejemplo, habían levanta-105 do campamento. La gran pecera de vidrio del Banco de la Nación había sido ocupada por una de las empresas privadas de servicios y los pocos empleados que atendían estaban parapetados detrás del mostrador. Los habían mandado a la sucursal más desprestigiada antes de echarlos de la empresa; para que se fueran preparando a lo que se les venía encima los habían destinado ahí, a Constitución, donde contemplaban más de ocho horas al día a las mujeres y los hombres vestidos con camperas de nylon verde o marrón, que aunque hicieran cola o esperaran a alguien o atravesaran el hall, todavía tenían apuro y por eso mismo se diferenciaban de los otros, que andaban dando vueltas alrededor de los negocios sin nada ya que hacer.  El correo estaba en el subsuelo, pero Luisa no encontraba el cartel indicador, ni tampoco la escalera, y si la encontraba a lo mejor bajar era inútil porque también la sucursal habría desaparecido. Sin embargo, no era así: la escalera se conservaba como un firme recuerdo de los tiempos pasados, bordeada por su réplica mecánica detenida desde quién sabe cuándo en el tiempo, y también se conservaba el local del correo, ahí nomás, al pie. Bajó tan atenta a no romperse el alma en los amarillos escalones mugrientos que no miró, casi, los locales fluorescentes del amplio pasillo. El Correo del Estado era un refugio; en su deterioro no podía despertar ninguna codicia y, por otra parte, a lo largo de los años se había pertrechado de recuerdos. Desde ahí mismo la gente había enviado postales de Buenos Aires, giros, cartas trabajosamente escritas y, a lo mejor, encomiendas.  Cuando por fin estuvo dentro, Luisa se sintió tan bien predispuesta hacia la mujer que franqueaba las cartas como se hubiese sentido hacia cualquier otro acérrimo empleado del Estado: una maestra, por ejemplo. Las dos estuvieron de acuerdo en que los libros que Luisa quería enviar tenían franquicias, pero era necesario que se supiera que eran impresos, y para eso lo que tenía que hacer era cortar las esquinas de los sobres de papel de Manila. También la larga tijera de acero que la mujer le tendió 106 sobre el mostrador era un resto acérrimo del made in England; en toda la operación y mientras pagaba estuvo tan ensimismada en los recuerdos que, cuando se volvió para irse, olvidó que tenía los anteojos puestos y el suelo se volvió difuso, un poco lejano, impreciso. En el momento mismo en que alzó la mano derecha hacia la cara, mientras se sacó los anteojos y los guardó en el compartimento exterior de su bolso, una muchacha parada en el pasillo frente a la vidriera del correo giró sobre sí misma y empezó a alejarse bordeando la luz fluorescente de los negocios de la derecha. Tenía más de la mitad del cuerpo cubierta por una chaqueta de paño que le colgaba, suelta, desde los hombros; no llevaba una falda corta sino unas calzas que no podían ajusfarle los muslos porque era extremadamente delgada; lo que tenía de provocativo se resumía, entonces, en los altos zapatos de taco y, sobre todo, en el demorado paseo con que se alejaba, aunque la lentitud podía ser tanto una manera de disimularse como de ponerse en evidencia. A un muchacho que la miraba ir hacia él desde la profundidad del pasillo lo provocó, mientras que en una pareja de mujeres que esperaron un momento a otra, que venía más atrás, despertó hostilidad. Pero la gente que iba entrando en relación casual con ella no parecía sospechar que estaba siendo utilizada para atrapar o distraer la atención de una espectadora predilecta. Era Luisa quien tenía en sus manos el poder de crear a la muchacha o, existente y todo, carnal y todo, dejar que se traspapelara; sin embargo, fue ella quien se alejó, mientras que Luisa se detuvo; fue la muchacha quien finalmente se negó a la concepción.
Sin escrúpulo ni culpa alguna, Luisa subió corriendo las escaleras y salió a la calle por el pasaje más corto; con el bolso apretado contra el cuerpo caminó veloz por Brasil hasta llegar a Hornos y después pasó bajo el puente de la autopista. Era sano y precavido, a cualquier hora del día, alejarse de Constitución.
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Exactamente a las cuatro y diez de la mañana la despertó el teléfono. Sin disculparse, la voz autoritaria de un hombre confirmó el número que había discado y después, con el mismo aplomo, dijo que la llamaba porque se requería su presencia.  Entonces, media docena de parientes cercanos, entre los que se entreveró de la manera más cruel y solapada el mismo Richard, se desplegaron como un acordeón de muñequitos amenazados de muerte, tan dispuestos a provocar dolor, que Luisa siguió temiendo por ellos unos segundos después de que el hombre agregó que se trataba de dos menores de edad detenidos en la comisaría catorce.
¿Menores? —repitió Luisa—. ¿Menores de edad?
Despectivo, el hombre no aclaraba nada que las duras entendederas de Luisa pudieran desenredar solas. Ahora estaba preguntándole a uno que debía estar más lejos, frente a algún escritorio, en una oficina pintada de verde, por el nombre de los chicos. Después lo oyó carraspear tan cerca que miró sobresaltada hacia la ventana que daba a la calle. Con sólo caminar cinco pasos y descorrer las cortinas o espiar por una rendija, podía ver el fondo de la comisaría que cada dos por tres blanqueaban con cal y, si había luna, vería también el reflejo metalizado del revestimiento del techo.
¿Quién habla? —consiguió decir.
El hombre se las arreglaba para dar información en medio de sus propios gritos. Se había vuelto, de pronto, el comisario Fernández y también de un momento a otro el nombre de los chicos era Viti o Vili. Luisa no conocía a nadie con ese nombre, se trataba de un error. De todos modos, tenía que ir a la comisaría a identificarlos, habían dado su nombre y su dirección.  Ella no iba salir a las cuatro de la mañana de su casa.
Entonces, ¿podía recibir a dos oficiales?
Un instante apenas de silencio, una duda, y la cortina que ocultaba el pavor pasado se iba a descorrer. No tendría tiempo de vestirse ni ellos necesitaban tiempo para salvar la distancia de una cuadra. Dentro de un momento podían estar ahí; golpearían la puerta y luego la echarían abajo en medio del silencio profundo de sus vecinos. Contestó lo más estúpido que se le ocurrió: mañana tenía que levantarse temprano para trabajar; no podían despertarla así, a las cuatro de la mañana, por un dato equivocado. La voz del hombre, precisa, la trajo al presente.
Dicen que ahí les vendieron cocaína.
La respuesta fue automática:
Pero hágame el favor, ¿a quién se le ocurre?
Había dado justo en el clavo. El hombre dudó y pasó del tono despectivo oficial al de matón mujeriego. Ella parecía demasiado despierta, demasiado viva para estar recién levantada.  Luisa tradujo un insulto por un seco “No moleste más” y cortó.  Lo único que había logrado era librarse de la voz, de la sensación de tener al hombre tan cerca del oído. En cualquier instante volvería a sonar el teléfono. Peor aún, el timbre del portero eléctrico. Pero entre tantos llamados, también ella podía hacer los suyos: a alguno de sus parientes o al mismo Richard.  Ofrecerían venir de inmediato y ella les diría que no, que si llegaba a suceder algo les avisaba. Entonces, era mejor suprimir ese paso y esperar acostada a que por la rendija derecha del ventanal, la que apuntaba al este, comenzara la secuencia de la luz y del rojo. No podía tomar un calmante, y menos aún un vaso de vino.
Cuando llegó la luz y ya era inútil, comprendió que debía
haber cortado y llamado ella misma a la comisaría. Pero las cosas
no venían de ese lado; cuando bajó a la calle, el encargado le
aseguró que habían sido chorros: esa misma noche habían tratado
de forzar las vidrieras de los negocios de la planta baja. ¿Y
ese nombre, Vila, Vita? ¡Villa! dijo el encargado dándose una
palmada en algún lugar del cuerpo. Era el matrimonio mayor
que vivía en el departamento antes que usted; cuando la señora
quedó sola entraron una noche cuatro tipos jóvenes y la tuvieron
atada durante horas. Después, acá alguien dijo que uno de
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108 109 los muchachos era sobrino de ella; quería sacarle plata. Fue por eso que la hija se la llevó a su casa. Todavía esos tipos deben tener el dato.
Decidió llamar a Richard. Las azaleas podían esperar.  Richard se volvió más que nunca Richard. Se había mostrado prudente con el encargado; había actuado magníficamente en el teléfono. Ahora debía dedicarse a sus cosas y cumplir su rutina de todos los días mientras él se informaba.
Como si la obediencia pudiera protegerla, armó sobre la mesa un prolijo escenario de trabajo. No fue muy eficaz, pero sí por lo menos aplicada, y al pasar las horas algo había rendido.  Aunque el orden no estaba entre sus mejores cualidades, quiso coronar el día y fue hasta el escritorio. Ya estaba por guardar en su lugar los manuscritos cuando, con un impulso que desbarataba el cúmulo de buenas acciones, abrió el último cajón.  Lo primero que vio entre los recortes, el dibujo de un hombre de cara ancha y pelo crespo, largo, estuvo a punto de disuadirla. Sabía, sin embargo, que más abajo iba a hallar una doble página con una fotografía de La Cañada. Traspapelado entre tantas notas iba a encontrar un libro pequeño, blanco, con la cara de un chico dibujada en sepia en la portada. Hojeó los papeles. Hacía poco que había encontrado la revista con una de las pocas fotos que los chicos se dejaban hacer.
Eran treinta mil en todo el país. Seis mil en la calle, cuando llegaba la noche. Cuatro mil ochocientos varones. Mil doscientas mujeres. Novecientos tenían menos de ocho años. Dieciocho mil en las ciudades de la provincia de Buenos Aires. Mil doscientos en la Capital. Tres mil en Rosario. Tenía buena memoria. No, no tenía buena memoria. Treinta mil era un número imposible de olvidar en este país, y si de ésos, el veinte por ciento vivía en la calle durante la noche, entonces se volvía fácil recordar que eran seis mil. Y así, los demás.  Los chicos llegaban a la ciudad de Córdoba desde Salta, Tucumán o Santiago, como los veraneantes que hasta hacía pocos años venían del noroeste a Carlos Paz, en enero o en febrero, familias que buscaban el lago, los espectáculos o solamente estar ahí, confraternizando, en una revancha muda contra los porteños. Manuel había viajado en la baulera de un ómnibus, entre los bultos, deshecho por el calor y la sed. Veía, ahí dentro, cómo se movían las ruedas, y durante las quince horas que duró todo la había pensado bien. Prefería eso antes que volver.  Lo mataban a golpes en su casa.
Las historias de los chicos le llegaban siempre de una manera casual. Algunas se volvían ahora amenazantes. Casi todas eran insoportables, pero, entre todas, también estaban las que narraban las tretas. Como los chicos, ella también podía encontrar un boquete y huir.
Ese atardecer, en su terraza, Richard ratificó que los de la comisaría no habían tenido nada que ver. Un amigo penalista se había comunicado con la catorce; ahí, ni el comisario se llamaba Fernández ni se hacían llamados a esa hora. Eran chorros; trataban de que Luisa abriera la puerta para entrar en la casa.  Lo que le había dicho el encargado era una pista segura: habían entrado a ese departamento hacía un tiempo; cada tanto lo volverían a intentar. Lo más inteligente era pedir un cambio de número de teléfono.
Todo esto mientras él permanecía sentado y ella iba y venía entre las plantas de la terraza. Durante el pasado mes de octubre, las azaleas la habían-decepcionado. Acostumbradas a abrir sus pétalos en cualquier estación, florecieron en la primavera sin torpezas ni temblores. Eran flores mecánicas, automáticas, desligadas de la fragilidad y, por lo tanto, de la belleza.
Luisa las había mirado con desprecio pero se guardó las
reflexiones. Richard le permitía acercarse a las flores. Era una
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muestra de confianza. Cuando llegaba hasta la baranda del balcón, solía asomarse. La luz de los faroles, arbitraria, elegía algunas fachadas, escondía paseantes. Luisa casi siempre criticaba el salvajismo de los postes de la red de cable y, cuando había logrado entrever a lo lejos el río, giraba y de soslayo volvía a mirar las azaleas enigmáticas. ¿Cuántas mujeres se habrían inclinado sobre esas flores desligadas del tiempo? Esa noche, cuando llegó hasta la baranda, vaciló un instante y se volvió. No quería asomarse. Si miraba hacia la esquina vería una figura de muchacha que se paseaba, lenta. Las piernas largas, más delgadas, más huesudas bajo las calzas negras, se iban asomando, rítmicas, bajo la chaqueta de paño. Hacía calor para llevar tanto abrigo. ¿Había quedado deforme el cuerpo de Nancy después del accidente? La muchacha que se paseaba allá abajo, y que caminaba al mismo compás que ella, estaba vestida de negro, pero, por negra que fuera, si alzaba su cara hacia la terraza Luisa vería un óvalo inusitadamente blanco, y, si en vez de revelar sus rasgos a la luz de un fósforo —eran demasiados pisos y Nancy era demasiado joven para haber visto esa imagen de Orson Welles—, si ¿qué? ya lo sabía: si la muchacha abría su chaqueta de paño, mostraría desnuda la parte superior de su cuerpo. ¿Iba desnuda hasta el comienzo mismo de las medias?  Podía ser. Los pechos agudos, tiernos, distraerían las miradas.  Nadie sino ella, Luisa, iba a escudriñar en el leve desvío del brazo izquierdo la señal del accidente. Los otros, encandilados por los pechos, dejarían deslizar sus miradas sobre la malla negra de las medias, desatentos, conducidos por el hábito. ¿Se sentaría Nancy a la noche en el borde de la cama? A medida que el oscuro tejido iba develando el ombligo, las caderas, la mata oscura del vello, una vez que la tela bifurcada comenzaba a plegarse sobre los fémures, debía crecer su desdicha. No se asomó. Richard, inmutable, la dejaba pasearse. Dentro de un tiempo, ¿quién sería la tercera mujer? ¿Qué era lo que se bebía en Viena? Ese mismo verano, Nancy se había repartido entre dos hombres: John y Richard. Lo mismo que ella. ¿Quien iba a ser la tercera mujer? En todo caso, era un halago que la hubiesen incluido en el reparto. Ojalá llegara pronto el examen.
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CAPÍTULO XI T
Como si hubiera oído su ruego, Betsy escribió el lunes en la pizarra el pavoroso cronograma que conducía al examen final.  El diez de diciembre era el escrito; el trece, el oral. Alrededor de esas dos fechas anotó, con leves y apretados ayudamemoria, lo que cada prueba traería consigo. Ningún machete Concienzudamente aprendido de memoria tenía cabida en el ievel three. Sí, en cambio, habría dialogs, y obviamente, lo que se tendría en cuenta era el uso de las estructuras y de las locuciones.  Ahora bien, si, como siempre, lo más importante era el oral, también el writing traería lo suyo. Había que repasar los booklets, esas infames fotocopias a las que Luisa no había dado importancia. Cuando Betsy terminó con sus enmarañados y profusos ayudamemoria, alguien movió una silla apoyada contra la ventana, el viento caliente que venía del río abrió de golpe las persianas entornadas y el sol se estampó en el aula.  La oleada casi palpable de calor que los abrazó no logró que nadie se levantara para restaurar la sombra que los había protegido:
Betsy los había sentado bruscamente de culo. Una vez
más una teacher obedecía sin consideraciones a la voz de mando
de Mrs. Green, directora general de los cursos, que, enfundada
en un solerito atroz que a su vez apoyaba sobre un corpi-
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ño deforme, había comenzado a pasearse por la planta baja.  El apretón que había caracterizado el final del primer cuatrimestre volvía a repetirse, pero ahora, ¿con quién iba Luisa a practicar la esgrima de los dialogó Con ninguno de sus dos amantes, desde luego, y este impedimento era amenazador, porque a este examen, concedía Betsy ahora, podían presentarse con la pareja que hubieran formado para estudiar. Apenas la teacher había aceptado las alianzas cuando ya el grupo, astuto como todo nativo en cerrar pactos, se puso en movimiento para elegir compañeros con la tranquila libertad que le daba no haber caído hasta ahora en ningún tipo de manoseo cercano al sex, mientras que ella no encontraba ni uno solo conveniente. Casi de inmediato ya no tuvo sentido deliberar consigo misma, porque tampoco le quedó quién elegir. Sintiéndose sola, y ni siquiera contra el mundo, recordó de improviso a Nancy. El pensamiento era algo incongruente; sin embargo, algunos minutos después le encontró algo a favor. Si Nancy era olvidada por el interés pragmático del examen, el cerco asfixiante, insidioso o simplemente molesto que la venía presionando en las últimas semanas se aliviaría; con él, esas visiones que, ayer nomás, en la terraza de Richard la habían sitiado.
Pero esa misma noche, y también la siguiente y la otra, su teléfono volvió a sonar a las cuatro de la mañana y ella, a pesar de su cansancio, no pudo soportar la inquietud y se levantó inútilmente a atenderlo. Del otro lado no había ahora ni siquiera una voz, sino silencio. La primera vez cortó con furia, la siguiente no quiso ceder a la repulsión y permaneció con el tubo en la mano. Lentamente, su ánimo fue variando hasta llegar a la calma.
Aunque escuchaba, no por eso se dejaba atraer, no era víctima
ni cómplice. Al rato, el silencio se volvió penumbras, una
oscuridad donde titilaba de vez en cuando un polvo amarillo o
rojizo, muy semejante, del todo, al negro difuso que se ve con
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los ojos cerrados. En esa sustancia ella tenía que recortar, más que una cara, una intención. Richard, muy ocupado esos días porque debía presentar escritos antes de la feria judicial, volvió a aconsejarle que pidiera un cambio de número telefónico. Una medida, pensó Luisa, que la aislaría durante un tiempo. No era buena la idea, pero Richard la repitió insistente, nervioso. Estaba ocupado, no encontraba otra solución, Luisa debía comprenderlo.  Era conveniente, ¿qué?, ¿cortar con un juego que ha ido demasiado lejos? Richard no quería que le atribuyera esas palabras.
John, que durante los últimos días se mostraba hosco, rompió el silencio para informar que a él sobre esos llamados nocturnos no se le ocurría absolutamente nada. Lo dijo alegre, la cara enjuta recorrida como nunca por sus arrugas circunflejas, ya listo para salir de la pieza del albergue donde habían pasado un par de horas desabridas, esforzándose en hacer algo que Luisa hubiera llamado desempeñarse, o cumplir, o algún otro término así de triste. Después, aguardó junto a ella que la luz les indicara que la salida estaba libre, caminó por el pasillo alfombrado sin prisa y en la planta baja abrió la puerta del ascensor.  Luisa no podía volverse para cerrarla ni tampoco para preguntarle qué le sucedía. Delante de ella se abría el meditado laberinto que ocultaba a las parejas. Cuando llegó a la puerta, bruscamente volvió atrás. Unos arbustos disimulaban la salida, pero John había oído su exclamación apagada. De pronto alerta, comprendió por qué ella retrocedía y por eso mismo siguió avanzando hasta que Luisa ya no pudo soportarlo y se interpuso.
En el vestíbulo donde se habían detenido no había espejos,
ni vidrios, ni ninguna otra materia leve y tramposa, dispuesta
a reflejar sobre su superficie la imagen que había espantado a
Luisa y, sin embargo, durante el tiempo que aguardaron allí, el
despecho y los celos, ellos solos, se encargaron de hacer entrar
los cuerpos más temidos. John creía que el que estaba afuera era
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Richard. Luisa se lo veía bien claro en los ojos de pronto abiertos, iracundos, y si la expresión no era suficiente, no tenía más que enfrentar su largo silencio. Hacía tanto tiempo, ¿desde el comienzo mismo? John había evitado un nombre. Así, le hacía saber que conocía el engaño. Pero después había descubierto que en los celos, como en el amor, todas las palabras quieren decir lo mismo, porque van en el mismo sentido, y por eso se había quedado mudo. Y ahora, ella ya no podía decirle que afuera estaba Nancy, y no sólo porque ya ni siquiera estaba segura de que la delgada muchacha que había visto deslizarse tras los arbustos fuera ella. Si nombraba a Nancy, si decía “Nancy” en ese lugar donde se develaban los celos, también debería admitir que desde hacía tiempo deseaba que la muchacha que con ellos dos había gozado desapareciera de una vez por todas. Ahora, hoy por lo menos, ni el placer los aproximaba. John, que últimamente hasta había dejado de hablarle de su profesión, más aún, que parecía mantener su trabajo a resguardo de Luisa, debía haber descubierto también los celos desenfrenados que a ella le provocaba la muchacha. Si ahora ella decía “Nancy”, él le iba a responder de una manera feroz. Es el amor el que hace ascender el ánimo y las palabras. No pueden esperarse más que sarcasmos cuando el corazón se estruja. Salieron los dos del albergue sintiéndose desdichados.
Unos días después, Luisa hizo a un lado los manuscritos que debía corregir, los diccionarios, desclavó de la pared el cronograma de entregas que todos los días la urgía y, una vez que el escritorio estuvo limpio, instaló encima el East- West2, los cuadernos y los infames bootíets. Si quería aprobar el examen en vez de terminar el año frustrada, no le quedaba más remedio que demorar los plazos de entrega, y sobre todo, despedirse de Venus y de sus intrigas. Se levantó dos o tres veces, pero al rato ya había comenzado a armar un cronograma de estudios. Tan racional y fría como el resto de sus compañeros, anotó en primer lugar el ataque frontal a los bootíets. Iba a comenzar por lo más arduo.
A cuatro o cinco cuadras de su casa, una muchacha siguió su ejemplo y tomó una decisión. No necesitaba desplegar sobre una mesa un cúmulo de papeles, sino tan sólo buscar en su bolso una tarjeta magnética. Algunos meses atrás, ese rectángulo de plástico tecnológico le provocaba un placer semejante al que recorre a las mujeres con bienes de fortuna cuando desenfundan sus tarjetas de crédito. Cuando buscó dónde insertarla, no eligió uno de los teléfonos instalados dentro del edificio de la estación, sino que se dirigió a la plaza. Pulsó las teclas de un número telefónico y levantó los ojos hacia las copas punteadas de verde de los Jacarandas. Aún quedaban algunos racimos lilas; ya había llegado el turno de las amarillas, casi diminutas flores de las acacias. El mismo viento que hacía rodar las campanillas índigo, celestes, aliladas hizo volar su pollera traslúcida y se la ciñó a las piernas. El día anterior la había comprado junto con el bolso en un puesto callejero. Durante un instante permaneció inmóvil; entonces, quien la hubiera conocido antes notaría que el color mate de su piel se había vuelto intenso y los ojos dorados parecían más grandes; un momento después, ya no hubiera podido observarle el rostro porque la muchacha inclinó la oscura cabeza como si así, plegada sobre sí misma, pudiera oír mejor la voz de un contestador. “Después de la señal larga, deje su mensaje”, decía la grabación. Obediente, cuando la señal se apagó, la muchacha dijo: “Luisa, ¿estás ahí? Soy yo, Nancy”.
Inmóvil, Luisa oyó resonar la voz dentro de su departamento.  Lo que de pronto la hizo saltar de su asiento y precipitarse sobre el teléfono no fue la sorpresa sino una cabala, un pensamiento, en realidad, tan pragmático como el que alentaba al grupo que cursaba los lunes y miércoles el level three que dictaba la Universidad de Buenos Aires en el Instituto de la ca-118 119 lie 25 de Mayo: le iba a resultar imposible dominar ninguna de las réplicas de los dialogs si no respondía antes al llamado de Nancy.
Hay una sala casi oculta en el edificio de Constitución. Entrando por la escalinata de Hornos y girando a la derecha después de caminar cinco metros, se encuentra una puerta rodeada por un marco de mármol gris que da a un pasillo. Ya el pasillo instala alrededor de los cuerpos materias asombrosas: el piso es de mármol ajedrezado, los paneles de cedro que cubren las paredes rematan en tallas que representan cestos de flores, el techo abovedado está recorrido por molduras; cuando ya ha entrado al recinto, nadie que tenga dos ojos útiles en la cara y alguna percepción de los contrastes puede seguir caminando indiferente.  El salón que ocupa la ochava, además de repetir largamente los materiales y adornos que se anuncian en el pasillo, abre altos ventanales al norte y al este. Cuando Luisa penetró esa tarde, por lo tanto, la luz franca que debía atravesarlo durante la mañana había menguado; sin embargo, la hora del día no lograba más que acentuar la belleza del lugar: toda señal de deterioro se borraba y con él cualquier recelo. Más aún que la oficina de correos, ese salón en el que se vendían los pasajes a larga distancia era un enclave protegido.
Y fue justamente porque en esa sala se sintió segura que Luisa miró a Nancy con desapego. La esperaba arrellanada en un viejo sillón, las piernas algo abiertas y extendidas bajo una pollera hindú, tan cómoda como si estuviera en su propia casa.  Casi de inmediato se empezó a reír sin motivo, sacudida por un regocijo secreto. La apariencia descuidada, pero sobre todo la malicia infantil de la expresión, se la volvieron de pronto una extraña. ¿Qué tenía ella al fin y al cabo que ver con esa muchacha?  Cuando Nancy empezó a hablar, seguía riendo de la manera más tonta, indiferente al tiempo que así le estaba quitando.  Sin embargo, después de cada frase confusa o entrecortada espiaba su reacción. Si creía que iba a provocar piedad o asombro, no le estaba dando muchos motivos. Todo lo que había dicho era que ahora se pasaba el día acá, yendo y viniendo. En eso no difería de las vendedoras ambulantes o de las artesanas que en el parque construían una vida a la intemperie.  Dos veces miró el reloj, pero Nancy parecía haber perdido cualquier sentimiento de urgencia. La paciencia con que la oía se le iba terminando cuando oyó de nuevo su risa, ahora más alta y afectada. Ya antes de hablar, se dio cuenta de que la chica esperaba el estallido.
Me hartaste —dijo—. O te dejas de reír como una idiota, o me voy.
El resultado fue insoportable. Nancy se había echado hacia atrás y se tapaba la boca con una mano. Tenía que sacársela de encima de una vez. No sabía qué era lo que quería de ella, dijo. Tampoco podía entender por qué, en vez de elegir esta vida, no había recurrido a la generosidad de Richard o al apoyo profesional que le podía brindar John. De todos modos, concluyó con voz calma, siempre era posible corregir las equivocaciones.  Percibió la mirada astuta de Nancy un instante antes de que la chica la tomara de un brazo. Entre el gesto implorante y la expresión fugaz había una incongruencia, pero ahora que había comenzado a hablar con mayor fluidez, no podía detenerse a pensar. Nancy contaba la última de sus desdichas. El jefe de personal la había llamado a su oficina y después de repasar uno por uno sus errores y, en conjunto, su ineficacia, le había concedido un mentiroso período de prueba antes de despedirla.  Luisa asintió. Ahora se daba cuenta por qué quería irse de ahí.  Era imposible unir en una sola persona aquella otra muchacha sufriente y esta que tenía delante, desaprensiva, hundida en una imbecilidad absoluta.
Con alguna promesa debía conseguir que Nancy diera por
terminado el encuentro. Entonces, ella podría volver a sus li-
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bros. Volvió a asentir, pensativa. El gesto debía dar a entender que se hacía cargo de esta situación. Mientras, fue incorporándose.  En cualquier momento se inclinaría con un gesto afectuoso y enfilaría hacia la puerta. Fue entonces, en ese momento que cuidadosamente iba volviendo una despedida, cuando entró a la sala el chico.
Luisa lo advirtió porque Nancy, de pronto alerta, fijó los ojos en el pasillo que desembocaba en el salón y trató de disimularse.  No supo si le había pedido a ella que se escondiera, o algo así, pero eso era imposible, porque los sillones que las dos habían ocupado estaban frente al arco de la entrada. Luisa vio venir al chico de lejos, primero en la semipenumbra y luego iluminado por la luz benévola de la tarde. No rozaba, con una mano los paneles de madera, como hacen siempre los chicos cuando van reconociendo un territorio, porque no era exactamente un chico, sino un muchachito, un adolescente poco desarrollado.  Cuando avanzó derecho hacia ellas, Luisa se dio cuenta de que si parecía mayor, no era sólo porque como tantos otros chicos de los que había observado antes mostraba los signos del gasto de los años, sino porque una pasión viril le tironeaba la cara.  Nancy se irguió y se echó hacia atrás. A hurtadillas debía hacerle señas de que se fuera. Sin embargo, detrás de ellas dos estaban los baños, y el chico, acuciado por una necesidad más fuerte que las órdenes que le transmitía Nancy, podía buscarlos. Pero no era eso. Como si no hubiese conocido nunca el obstáculo que significa la materia física, el chico siguió adelante hasta que chocó con ellas. Entonces, Luisa sintió que los brazos comenzaban a pesarle, desfallecían, se volvían miembros átonos, incapaces de detener y rechazar lo que se le estaba viniendo encima.  El chico no podía detenerse, como no puede detenerse un hombre adulto cuando siente amenazada la posesión de una mujer. La pasión que lo tenía en marcha eran los celos.  Luisa intentó encontrar sus ojos; él no los desvió ni la miró tampoco. Sólo veía a Nancy.
Me la voy a llevar conmigo —le dijo Luisa.
No fue necesaria otra prueba. En un momento el chico estuvo junto a Nancy; con un gesto brutalmente adulto la sujetó del antebrazo y con la otra mano le golpeó la cara. La cachetada iba a repetirse sin que la muchacha se defendiera; sin pensarlo, Luisa extendió su mano, la apoyó sobre el pecho del muchachito y lo empujó hacia atrás. A través de la tela viscosa de la remera sintió el cuerpo caliente y tenso; después, enseguida, un repliegue. No era por efecto del empujón. Él no quería que lo tocara. Luisa ya no atinó a realizar otro gesto.  Pero si hasta ese momento los tres se habían creído solos, eso se debía a que el estupor, los celos, el sometimiento consumían toda la energía de cada uno y les impedían prestar atención a lo que los rodeaba. Rompiendo sin duda su actitud expectante, del baño salió una mujerona con un cepillo de piso en la mano. Gritó “salgan de acá, asquerosos”, y las empleadas de la boletería, agrupadas en la boca de salida del mostrador, que habían clavado los ojos en Nancy y en el chico con la expresión horrorizada y morbosa con que se contempla la perversión, y también Luisa, que se había puesto de pie para salir de allí, comprendieron, como si la mujer lo hubiese dicho expresamente con todas las letras necesarias, que no se estaba refiriendo a la percudida ropa del chico ni a las oscuras estrías que surcaban la piel de Nancy, sino a la relación carnal que los unía.
También, se dijo, por pura cabala, por pragmático interés,
porque no podría aprenderse ni una sola de las réplicas de un
dialoga, en ese momento se iba de la estación, Luisa los esperó
en la boca del pasillo. La unión fortuita de la pareja contra la
cuidadora ya se había deshecho cuando salieron y lo que ahora
se había reanudado era la pelea que en cualquier momento se
iba a encarnizar. Nancy seguía riendo, provocativa. Luisa conocía
a Nancy desde mucho antes que el chico; en su actitud había
algo demasiado triunfal como para que a ella pudiera
engañarla. Ahora que ya no la irritaba con sus risas ni quería
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conmoverla con sus desdichas, podía develar sus tretas. Si Nancy ía había atraído a ese territorio en vez de encontrarse, como ella le había propuesto, en cualquiera de los cafés de Constitución, no era sólo porque esperaba que el inmenso y atroz edificio donde ahora pasaba sus días hablase por ella y le ahorrara explicaciones. Nancy sabía que su infantil amante iba a recorrer todo el mugriento laberinto hasta hallarla; Nancy había urdido esta revelación más difícil de proferir que la lengua que la había desbarrancado —una vez en carne y hueso— en la ciudad. ¿Para qué? ¿Qué carajo quería? No Whatdoyou want, frase primaria que estremecería los oídos de un sajón, sino el cortés circunloquio de los vendedores que dentro de tan poco Luisa debería, en alguno de los tapies, ridiculamente imitar: Can I helpyou?
Can I helpyou, Nancy?
Era también la frase amable con que Mazza, en los lejanos días en que Nancy luchaba despeinada contra la lengua letal, se había inclinado sobre ella. Una contraseña que podía exasperar a su amante, pero que reavivaría en Nancy el recuerdo de los días en que el grupo, tan pueril, balbuceaba sus primeras frases.  Milagrosa, inesperada, inaudita como una declaración de amor, llegó la respuesta de Nancy.
Us. Help us.
¿No es más sintético, simple, directo, decir help que gritar socorro?
¿A los dos? —preguntó Luisa.
Nancy asintió y, con el primer gesto que Luisa también hubiese realizado esa tarde, pasó uno de sus brazos sobre los hombros del chico.
Regresó por Brasil mientras dejaba atrás el ruinoso palacio que albergaba a Nancy y a su amante. Para que la sacara de allí, para que le consiguiera ayuda, la había llamado la muy zorra.
¿Cómo no se iba a reír cuando la vio llegar? Ahora mismo ten-
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dría que llamar a John a su consultorio para descargar sobre sus hombros enjutos el fardo. Una carrera de postas. Nancy, al fin, había logrado hacerla correr con una tea encendida en la mano.  Se detuvo jadeando. Era increíble: venía caminando al trote desde hacía ya tres cuadras largas sobre las veredas desparejas de San Telmo. Nancy no podía manejarla a su antojo, ni era por ella esta urgencia. Había empujado un momento antes al chico; independiente de su voluntad, la mano se le había disparado; el tacto, alerta, percibió en un instante la tela grasa de la remera, la calidad ínfima, el sudor y la carne delgada; hubo al mismo tiempo un vaivén: el cuerpo primero resistió y luego se echó hacia atrás. Se le había escapado cuando ella hubiera querido, aunque fuera en medio de encontronazos, dejar su mano sobre el cuerpo. Había sentido en ese momento euforia, porque horadaba por fin la distancia y el cuerpo era eso, un cuerpo, no un fantasma; gastado y todo, conservaba su fuerza y sus mañas. Y justamente porque ahora toda su cabeza le estaba pidiendo a su mano noticias del encuentro, ella podía sin culpa alguna liberar su exasperación contra Nancy que interfería entre los dos. Con el mismo humor destemplado, exigente, con que antes pedía una estufa, insultaba a Mazza y le había dado la espalda en la clínica, Nancy le había entregado una hojita de agenda cuando ella ya se iba. Todavía la llevaba en la mano.  Decía sólo su nombre y un número de teléfono donde podrían encontrarla, donde, había dicho, un amigo recibía mensajes para ella.
Llegó a su casa. Sobre los libros había quedado la lapicera abierta. Dos veloces caminatas en medio de una tarde sedentaria, como le hubiera recomendado un médico naturista. Con ánimo rencoroso llamó a John. En cuanto pudiera descargarse con él, volvería a los booklets, que a esta altura parecían hasta deseables.  La actitud de John le hizo sospechar casi de inmediato que traspasarle la carga no le iba a resultar fácil. Aunque Luisa recalcó que se trataba de un asunto profesional, él le pidió que 125 lo aguardase un momento; iba a tomar el llamado desde otra oficina. Quizás él también quería hacerla breve, y prefería hablar de pie o caminando, como ella lo hacía ahora, con el tubo del teléfono apenas sujeto sobre el hombro, mientras sostenía en la mano la hojita mínima. Un aparato inalámbrico, como éstos, sería el mejor obsequio para Nancy, a la que el oficio o la moda habían enamorado de la titilación, las señales electrónicas, la pulsión de las teclas, los mensajes ineluctablemente imbéciles, el conglomerado, en fin, de lucecitas, música y voces sensibleras que habían reemplazado una sencilla llamada telefónica.  Llegó al ventanal que daba hacia el oeste casi al mismo tiempo que John reanudaba la conversación. La franja de cielo que los vidrios superiores dejaban ver no varió perceptiblemente su tonalidad rosada durante el tiempo que le llevó narrarle el encuentro con Nancy y dictarle el número de teléfono. Había sido sintética, no apresurada; mientras respondía con monosílabos a las primeras preguntas de John buscó un lugar anodino, funcional, donde dejar el papel.
Un arquitecto húngaro, Kálnay, había diseñado el edificio donde vivía. Pocas, y para ella entrañables, eran las personas capaces de descubrir que se trataba de una larga y estrecha tira interpuesta en el camino del sol. Al amanecer, violentamente naranja, el sol penetraba desde el este; luego, a medida que ascendía, volvía incandescente la luz. A las doce, mientras sobrepasaba la cima del edificio, quedaba oculto y, cuando volvía a asomarse por los ventanales que daban al oeste, indicaba que había comenzado la tarde. Ahora el tono sonrosado del cielo anunciaba el final de un día, que si para John había sido un infierno plagado de contratiempos y desinteligencias, para Luisa había sido abruptamente invadido por Nancy. Le parecía incongruente que él reaccionara como si le estuviera ofreciendo un presente griego. ¿No era acaso de situaciones como la de Nancy, más específicamente la del muchachito que la acompañaba, de las que se ocupaba él?
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Por lo visto, el ámbito profesional inspiraba a John. Si había creído enmudecerlo con sus preguntas, estaba bien equivocada.  El resultado fue absolutamente contrario. De un momento a otro, se volvió finamente locuaz, hasta irónico.
Yo te parezco malhumorado —dijo—. Bien. Y a vos, ¿qué te pasa? ¿Alguna otra caminata siguiendo un impulso misterioso? Si crees que estás hablando con el flautista de Hamelin, siento desilusionarte. Estoy hasta las manos de trabajo.  La estaba rechazando. No había equivocación posible.  Cuando ella, por fin, se decidía a colaborar, la empujaba hacia atrás. Pero ella también sabía cómo herirlo.
Si querés ocuparte o no del chico, es cosa tuya —dijo y sin esfuerzo la voz se le volvió punzante—. Lo único que quería decirte es que me encontré con Nancy. Esa historia puede terminarse de una vez.
Nancy se pasa el día en Constitución —retrucó él— ¿y no se te ocurrió pensar que encubre a otra gente? ¿De quién es ese teléfono donde recibe llamados? No te pido que me contestes.  Por lo menos, reflexiona un minuto.
Y ahora sí que el sol que Kálnay había ligado a su edificio estaba volviendo rojo el cielo hacia el oeste. La amenazante retirada de la luz se iba llevando con ella cualquier reticencia.  Urgida por la oscuridad que en cualquier momento se iba a desencadenar, Luisa confesó que desde hacía semanas le parecía ver a Nancy por todos lados. Estaba segura de que la chica la rondaba. John tuvo de inmediato otras preguntas que plantearle.  Entre todas esas apariciones de Nancy que Luisa ahora, recién ahora, acababa de narrarle en confuso montón, ¿cuál había sido la primera? ¿Podía por lo menos ser ordenada, indicarle en qué lugares de la ciudad habían sucedido? La primera había sido ahí mismo, en Constitución, en el correo, dijo Luisa; otra cuando estaba con él, el día en que no lo había dejado salir del albergue; otra, que pudo ser antes o después que la 127 anterior, desde la terraza del departamento de Richard, una vez que había ido a visitarlo.
La risa de John fue grotesca. “Richard y sus azaleas”, dijo, con una ironía que daba lástima, “qué romántico”. Después, como si se le hubiera ido la fuerza, empezó a hablar en voz baja.  Si Nancy pedía ayuda para salir de allí, aseguró con el exasperante susurro que los curas usan en el confesionario, era porque estaba trabajando de puta y le tenía miedo al que la explotaba.  El chico era sólo su compañerito, su amante. Meterse con ellos significaba tocar los intereses de un cafishio. Y él ¿cómo sabía eso?, preguntó Luisa, ¿por qué injuriaba así a Nancy? John no contestó. ¿Por qué hablaba en voz tan baja?, dijo Luisa. ¿Acaso temía que lo oyeran? No logró que el murmullo subiese de tono, pero la información se volvió más explícita. Sacar a Nancy y al muchachito de ahí, dijo John, significaba, concretamente, ofrecerles un lugar donde vivir, trabajo, varios apoyos. Todas estas tareas las llevaba a cabo su institución, en casos en algo similares, pero, obviamente, sin ocultarse. Ahí, justamente, estaba el riesgo.
¿Y entonces? —dijo Luisa.
No hubo respuesta. Volvió a repetir la pregunta en voz más débil, pero John había enmudecido. Así le daba a entender que el tema del que estaban hablando no tenía importancia. A medida que el silencio se iba prolongando, ellos dos se iban quedando solos, enfrentados, sin nada en el medio que desviara la atención puesta en el otro. Sólo un nombre, el de Richard, seguía resonando ahora. Cuando la voz de John por fin volvió, se había vuelto maligna.
No voy a olvidar mi responsabilidad profesional —dijo—.
No vuelvas a la estación. Si ya te identificaron, corres peligro.
Espléndido —dijo Luisa—, una noticia espléndida para pasar la noche.
La imagen de Nancy insertando durante la noche una tarjeta magnética en la ranura de un teléfono la llenó de furia.
¿Fue Nancy la que hizo los llamados? —preguntó.
Yo, por lo menos, no fui —dijo él y enseguida volvió a reírse de ella, de sí mismo, del revés que había recibido—. No creo que sea Nancy —agregó por fin, y a esa altura, la voz se le había vuelto tan malévola que Luisa entendió, como si él se lo hubiera dicho con todas las letras, que debía enfrentar a alguien mucho más temible que Nancy. Entonces, cortó.  Ahora que por fin la había empujado hasta la estación, ese territorio que él podía recorrer sin peligro, la había dejado sola.  Ya el sol se había ido. Recogió los cuadernos y plegó los labios cuando el libro, irónico, le recordó: East-West. Lo último que le había insinuado John, y todavía como si le hiciese un favor, el gran hipócrita, era que, ahí nomás, alguno la había identificado.  Hasta las seis del día siguiente, el sol de Kalnay no volvería a asomar. Cerró las persianas y en la penumbra encendió las lámparas. Demasiado abierto a la intemperie el edificio que había construido este arquitecto. Desde la calle, cualquiera que se hubiera acercado desde Constitución y, al llegar a la esquina, alzara la vista, podía seguir su andar distraído por el departamento.  Su rutina, sus manías, incluso la necesidad nocturna de levantarse para orinar, sus insomnios, todos esos hábitos que los hombres con los que había vivido compartieron hasta volverlos suyos, se volvían para el que desde afuera vigilaba indicios que podía utilizar para atraparla. Si permanecía ahí, sin duda.
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CAPÍTULO XII
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La mejor vía de escape era subterránea y los chicos la habían encontrado en la ciudad de Córdoba. Bajaban al lecho de la Cañada, el curso de agua que atraviesa la ciudad, y por el medio arco de las bocas de los desagües que se abren en los muros laterales se metían en los túneles. Ahí, a medida que la oscuridad va en aumento, la luz que llega desde las alcantarillas sirve de guía. Las calles no son la Duarte Quirós, el bulevar San Juan, sino las luces: una, dos, tres, que se abren en el cielo raso de los túneles y asoman al asfalto. Parados debajo de ellas, oyen el retumbar de los motores de los autos que pasan arriba; en algunos casos, los ojos más entrenados descubren colores. La altura del túnel sólo les permite caminar erguidos a los más bajos, siempre que avancen por el lecho del caudal de agua, que es resbaladizo, y a riesgo de mojarse los pies con el agua inmunda. Es por eso que prefieren inclinarse y avanzar, como obliga siempre un túnel, con la espalda pegada contra el muro curvo, fija la mirada en la puntera de las zapatillas, evitando el agua enemiga.  A medida que penetran más y más, casi todos deben caminar agachados, inmunes a la crispación de la cintura y a la claustrofobia.  En el avance, el movimiento de la cabeza dibuja una cruz: hacia la superficie, el hito de luz; hacia los pies, para 131 resguardarlos; hacia atrás, los perseguidores; adelante, cada vez más negro.
Ellos sí que saben de quién huyen. De la cana, los cobani o la yuta, peor que el frío y el hambre, porque los golpea sin asco, como si fuesen grandes, los esposa, los tira así maniatados al río, al rato vuelve a pescarlos aferrándolos de las esposas, hiriéndolos en las muñecas. Durante la noche, la cana baldea el calabozo donde los encierra para que yergan el espinazo y así, parados, no puedan dormir. El agua es enemiga. La ropa mojada los enferma, duplica el frío. Cuando el río crece, el torrente los obliga a salir a la superficie. Entonces, para volver a los túneles, tienen que descender entre las estrechas paredes de las bocas que se abren en la superficie de la calle, sosteniéndose con los pies y con las manos; hace falta agilidad, destreza y vigor del cuerpo.  A veces, la policía se decide a meterse en los túneles alumbrándose con reflectores para perseguirlos. Ya no se puede caminar pegado a la pared; se da la espalda y se huye hacia adelante en la oscuridad, mojándose los pies con el agua mugrienta, guiándose por los pedacitos de sol. La policía no conoce los atajos. Con encendedores, los chicos que van adelante hacen chispas contra las paredes, silban, y, con las manos formando bocina a los lados de la boca, le gritan a la pared su nombre, lo que son: “Chicos, chicos, chicos”. La voz resuena como un parlante y guía a los otros hacia las grietas donde se esconden si es necesario una hora, si es necesario, dos. Les sobra el tiempo.  De los chicos, Luisa podía aprender, ante todo, los solapados movimientos en medio de la oscuridad. Sentada sobre el piso de la cocina, la habitación más apartada de la calle, en el silencio bruscamente perceptible, apoyó la espalda contra la pared de mosaicos. El rugido de los motores de los colectivos se arrastraba en ondas lentas, sin interrupciones, porque cruzaban en rojo los semáforos. Deslizarse por el departamento como los chicos, con la espalda rozando las paredes, hasta llegar a la ventana para asomarse a la calle y espiar alguna silueta inmóvil 132 abajo, era aprender mal la lección, seguirla al pie de la letra, sin desentrañar en esa huida su estrategia, es decir, la inteligencia que nace cuando se pone la cabeza en el adversario.  Pero los chicos de las alcantarillas le llevaban una inmensa ventaja, porque conocían la táctica brutal y eficaz del enemigo.  Cercados, los chicos huían por un laberinto; alrededor de ella, en cambio, se tramaba un tejido de amenazas y advertencias formado por silencios y palabras, dos materias difusas. Los túneles de Córdoba, en cambio, eran de cemento, una materia sólida, jalonada de vestigios: restos de hogueras, de comida, excrementos. Y cuando la huida los llevaba hasta las grietas donde la policía no podía alcanzarlos, ellos, triunfantes, se entregaban al sueño. Eña, en cambio, hacía días que apenas si podía dormir.
¿Qué soñaban los chicos cuando se dormían de cansancio?  Nadie se los preguntaba. Ellos tampoco lo decían. Preferían narrar su épica, la huida; su picaresca, los robos; su moral, compartir la comida. Narraban entre tantas injusticias las palizas, aunque preferían callar las violaciones y la pederastía, pero describían expansivos, entusiastas, su fortuna de imágenes, la entrada en el reino, la alucinación que conseguían con la Fana. Dos cosas los entusiasmaban de esa narración: una era el procedimiento, la entrada; la segunda, el vuelo. Para entrar hacía falta la bolsita de plástico y dentro, la viborita transparente del inhalante, el pedestre pegamento que usan los zapateros, envasado primero en tubos de plástico, encerrado luego en una caja larga, rectangular, de cartón, que en grandes letras amarillas sobre fondo negro dice FANA. Entonces, por la boca de la bolsa abierta contra la cara se inhala el pegamento hasta que el cuerpo se siente lleno. Antes o después, se elige qué mirar. Podría incluso no elegirse; está ahí delante. La Cañada, por ejemplo.
Cada piedrita, cada hoja de los árboles, se vuelve contundente
y voluble, viva, se agranda y se achica, varía de color. Si elegían
un objeto, una moto, entonces podían montarla, la manejaban
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“^”•JF”
vertiginosos por el cielo. Desde los túneles, la Fana los llevaba casi siempre al cielo. Un coro de hermanitos de ocho, diez, doce años, que había llegado desde Tucumán, se drogaba a veces mirando la luna y aullaban como lobizones, o, si no, fabricaban viento. Tan fácil fabricar viento. No había más que hacer un remolino con un dedo ascendiendo en el aire, un remolino, un círculo formado por tres índices infantiles que se elevan al unísono y luego señalar un árbol quieto. Y el árbol, entonces, a lo mejor una acacia ya recubierta de flores amarillas, comenzaba a agitarse, henchida de viento. Y si hubiera para ellos un redentor, ése sería la Mona Jiménez. Oyendo un tema de la Mona, un tocayo de ella, Luisito, había visto el suelo cubierto de estrellas.  Había soltado entonces la bolsa de plástico, ya inútil, porque la Mona se lo estaba llevando con él al cielo. Luis se reía, y veía las estrellas y a la Mona. El cielo estaba en todos lados, arriba y abajo, por todos lados. “Volar, qué fácil es volar \o consiste en no dejar \e el suelo \e toque con los pies.” ¿Y quién los podría convencer de que ese vuelo les penetraba en el cerebro, los pulmones, el hígado, los ríñones, los testículos, los ovarios, los huesos? Los cuerpos aturullados por el frío y el hambre nada sabían de esos órganos internos, tan misteriosos allí dentro. Si ni siquiera su propio cuerpo extenso y maduro dejaba pasar las señales de su estómago, ahí, sentado donde estaba, en el piso de la cocina, recordando desde hacía ya una hora, por lo menos, las historias de los chicos de las alcantarillas de Córdoba. Sus propios órganos internos no daban señales. No se había arrastrado, siquiera, hasta el baño. Tan sólo la espalda, la nuca, los glúteos empezaban a dolerle.  Ahora, acá, en el sexto piso de una casa de departamentos, el chirrido de la puerta, la luz automática del palier, el inconfundible golpe del ascensor, el expuesto vestíbulo de la planta baja, todos esos espacios, artefactos y materias se habían vuelto indicios que podían denunciarla. Entonces, ¿adonde podía huir ella?, ¿en qué laberinto subterráneo podía meterse? En la baulera del sótano, ¿vamos a ver?
El miedo la había obnubilado. Mientras recordaba, había pasado por alto lo más simple, lo más evidente, el impulso mismo de la huida. Se había remontado sobre los chicos como una Mona Jiménez, en vez de darse cuenta de que ahora sí se sentía igual que ellos, que experimentaba al fin con ellos una hermandad: la que nace del impulso de la huida, de ese tirón enérgico, primario, que mordisquea los garrones y vuelve de pronto tan sensibles la espalda, los glúteos, la nuca, el plano ciego, indistinto del cuerpo, el plano despojado de órganos de la percepción, grotesco, irritante para los pesquisas que pueden registrar el color de los ojos, la curva de la nariz y de la frente, y no, por ejemplo, la longitud de la raya del culo. Se había remontado por el cielo en vez de volverse astuta como ellos, viva en la huida, dispuesta como ellos a reír y a burlarse también, cuando por fin consiguiera escapar. Y el flautista de Hamelin podía guardarse el instrumento donde no le daba el sol. Burlar a todos con su propio plano de sombra, ahora sí, eso sí, tan similar a la oscuridad de los túneles, tan útil, eso mismo, tan útil, cuando uno, después de meter cuatro cosas en un bolso, llama, no ahora, sino cuando amanezca, a alguna amiga distante y le dice: “Allá voy”, o mejor, esboza un circunloquio que intenta ser cortés y resulta apremiante: “Necesito rajarme unos días, Silvy, ¿puedo ir para allá?”. Y después, a la mañana, a la vista de todos, mientras el encargado de la casa lustra los bronces de la puerta, una se va caminando tranquila, para que ni ese hombre ni ningún otro se dé cuenta de que lo que una acaba de hacer es mostrar ostentosamente la cara, el pecho, para distraer su atención de la oscura espalda que lleva a la espalda, espalda que va cerrando detrás de una las señales de la identidad, mientras una se dirige allá, enfrente, donde el libro de inglés le señalaba desde hacía rato: el Easf, no el West. No los túneles de Córdoba, sino la Banda 134 135 Oriental, el Uruguay, lugar hacia donde todo habitante de Buenos Aires dirige los ojos cuando el miedo, éste o el otro, el más frecuente y conocido, el del exilio, lo impulsa a huir, a poner los pies en polvorosa, a rajar.
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CAPÍTULO XIII
Fijó los ojos en el corpino de Mrs. Green con mayor frecuencia de lo que Mrs. Green o ella misma hubieran considerado educado, y para justificar esa indiscreción se volvió redundante, detallista, de tal modo que las compulsivas miradas que dirigió a la brassiére quedaran justificadas por un temperamento que Mrs. Green, acostumbrada a tratar con gente de muy diversa calaña, calificaría de inmediato como obsesivo.
Cursaba el level fhree; su profesora era Betsy, debía rendir el examen escrito el diez; viajaba a Montevideo esa misma tarde y el problema era el regreso: no quedaban pasajes para la noche del nueve, ni tampoco para el buquebús del diez a las 7.30 a.m. Por esta razón, lo que pedía era rendir el escrito con el turno de la noche. El oral lo iba a dar con todos, eso sí, y obviamente en el horario establecido, porque por nada del mundo quería presentarse con otro grupo que no fuese el de sus compañeros, con el que se entendía tan bien.
¿Qué hubiese sido del bolso violeta, fucsia y verde, preparado con tanta felicidad y esmero esa misma mañana, si Mrs.
Green, en vez de bambolear casi desde el comienzo mismo de
su discurso la cabeza, con un gesto muchísimo más consciente
y controlado que el que agitaba la volátil calva de Richard, la hu-
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biese oído con el cráneo rígido? Después que, desde la amada Banda Oriental, su amiga Silvia le recordó que había rendido con honores el TOEFL, el SAT, el GMAT, y que por lo tanto nadie mejor que ella como interlocutora para repasar todas las UnitSj si el único obstáculo a su deseo de pasar una semana con ella y su marido en Uruguay era ese dichoso level three que argumentaba, ¿qué hubiera sido de los feroces cortes de manga que ella le había dirigido a Nancy, a Alina, a John, a los llamados nocturnos y a la concreta amenaza que la noche anterior la había aterrado? Pero, como una señal de que por fin la pragmática inteligencia de Mercurio y los rosados dones de Venus estaban por entrar en conjunción, Mrs. Green, tironeándose un poco la zona superior del solerito para ocultar el infamante bretel del corpino, había atraído a su lado con un solo gesto amable a una de las empleadas administrativas que de inmediato iba a resolver el problema de Luisa.
Para retribuir su amabilidad, Luisa no necesitaba saber más
que su número de taza de corpino. Los nuevos modelos, con tres
series de ganchos y breteles deslizantes, volvían innecesario que
le confiase su contorno. En estas épocas de bra aerodinámicos
y leves, no había razón para que Mrs. Green, que capitaneaba
el aprendizaje del inglés subtitulado americano, cayese en el mismo
descrédito en el que en el Reino Unido habían caído Mary,
la reina madre, Elizabeth y la princesa Margaret. Había un modelo
que Luisa haría llegar a Mrs. Green para las próximas
Christmas, apenas le revelara su número de taza. Mientras por
las laderas de su mente se deslizaban otros aluviones de gansadas
nacidas del alivio, hundió en el bolso violeta, fucsia y verde
los East-West, los booklets y los cuadernos que por cabala había
dejado hasta el final fuera del equipaje, realizó tres llamados con
voz agonizante y consiguió diez días de prórroga para sus trabajos
más urgentes, bajó por Brasil hasta el puerto del buquebús
sin experimentar más que un leve escozor en la espalda, aceptó
sonriendo los trámites de migración y de preembarque, en el
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freeshop compró un Paloma Picasso para Silvia y unJ.B. para Walter, su marido, y cuando ya le pareció que no daba más de ansiedad, vio por las cuadrangulares y herméticas ventanillas del buquebús una de las maravillas del mundo: las cúpulas y el puerto de Montevideo. No quedaban, podía jurarlo, en el mundo edificios como ésos, arcos como ésos. No hay ciudad a la que el sol que cae por el oriente ilumine con ese color ámbar, gualdo, jalde, áureo, azafranado, de calidad iridiscente, en su composición algunas veces dicroico, otras berrendo y en su conjunto polícromo, hasta esmaltarla toda.
Una semana después volvió más sabia de lo que había partido, también más informal j bronceada, dispuesta a gambetearles al temor, los celos, los ominosos presagios cuanto pudiera. Pero ya antes de que el glaseado fuel oil del puerto de Buenos Aires fuese reemplazando de a rachas el agua sonrosada del río abierto, una corriente nerviosa la inclinó sobre el bolso violeta, fucsia y verde y la llevó a hundir la mano en sus profundidades. Lo que constató amargamente cuando encontró en el cuaderno las instrucciones que le había dado Betsy fue, una vez más, que cualquier átomo de placer abre en las obligaciones unos boquetes enormes por donde se despeñan cataratas de castigos. Encarnizadas con Silvia en el oral, el punto álgido y más difícil del examen, pero también el que les permitía deambular chapurreando por Montevideo, había subestimado y olvidado el writing. Y a estas alturas, como pudo comprobar con horror cuando intentó leer las últimas páginas del booklet, el wrifingse había vuelto infranqueable. ¿De qué le servía saber que nexttime quería decir “la próxima vez” si no tenía la menor idea de lo que significaba argüe y menos aún sent out?
Y, sin embargo, fue justamente el cambio de time lo que se volvió a su favor en el examen escrito. El grupo de la noche con el que rindió era díscolo, heterogéneo, susceptible, socarrón y 139 celoso de sus derechos. Acribillaba con preguntas a la teacher, se pasaba en voz alta las respuestas que podían servirles a todos y estallaba en risitas irónicas cuando la explicación no les servía para nada. Luisa pensó que hubiera podido traducir a Shakespeare con la ayuda que la teacher les prestaba y trató de comportarse de una manera discreta. A la noche, cuando por fin se acostó después de desembalar el bolso y de chequear los mensajes del contestador y la correspondencia, era ya muy tarde.  Mucho más fuerte y segura después del viaje y de haber sorteado el primer examen se dijo, cuando oyó sonar el teléfono, que sólo un maniático, es decir, el ser más inocuo de los que podían amenazarla, tendría la persistencia de haber continuado llamando después de una semana sin respuesta, pero, cuando por fin se levantó, la oscuridad volvió a traerle, íntegro, el terror que la había inmovilizado la noche anterior al viaje.  Se miró en el espejo antes de bajar y también se cepilló el pelo, señal de que en medio del recelo alentaba una esperanza.  También se recomendó precaución: el que la había llamado debía ver, a través de los vidrios y barrotes de la puerta de entrada, cómo se encendían los rojos botones del ascensor. El riesgo era que de una u otra manera hubiera logrado introducirse en el vestíbulo de entrada y, al llegar ella, abriese violentamente la puerta; entonces, de un empujón volvería a meterla adentro y en ese caso la única posibilidad que le quedaba era gritar, si aún tenía ánimo.
Cuando el ascensor se detuvo, a través de la ventanilla vio
el vestíbulo vacío y, de espaldas al vidrio, la silueta de un hombre
que debía escrutar ese barrio que conocía poco. Mientras lo
observaba, la luz automática se apagó y el hombre, sorprendido,
esbozó un gesto familiar. La conversación en el teléfono
había sido tan breve que podía justificar sus recelos, pero, a
menos que ya todos sus sentidos le tendieran trampas, no po-
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día negar que conocía y también que anhelaba ver la cara enjuta que se había vuelto contra el vidrio. Conocía la cara, bien, pero el hombre, al fin y al cabo, ¿quién era? Avanzó en la oscuridad; cuando abrió la puerta, él se había distraído nuevamente y consiguió sobresaltarlo. De inmediato alzó las cejas, interrogante. Y ahora, ¿qué le pasaba a ella? Estaba solo, claro. ¿Quién iba a acompañarlo a esa hora?
Enfrente, se inclinaban las ramas agobiadas de una araucaria que el florista de la esquina había plantado en la vereda. Dentro de algunos años sus raíces levantarían las veredas de San Telmo; ese percance sin duda iba a llamar más la atención de los habitantes de esta ciudad caótica que la elección de ese árbol de ramas bajas para dar sombra a la calle de una ciudad.  Ahora que ante las narices de cualquiera extendía sus hojas rígidas y filosas, amenazantes, nadie se extrañaba. Y si una araucaria en la intersección de dos calles de Buenos Aires no sorprendía a nadie, ¿por qué se iba a asombrar ella de que John, apenas una semana atrás tan maligno, la hubiera llamado a esta hora?  No era tan tarde, en realidad. Después de rendir el escrito se había ido a Cañuelas y al regreso, como entraba por el sur, creyó que la iba a encontrar despierta. Bastante más debería agregar, pensó Luisa, pero bien sabía que sólo cuando estaba furioso John se volvía elocuente. Ahora, después que echó una mirada al departamento, escuetamente dijo que no le había llevado tiempo encontrar en la estación a Nancy y a Víctor, el muchachito, y sacarlos de ahí. Mientras la chica buscaba sus cosas en la pensión donde dormía, había empezado a hablar con Víctor. El muchacho parecía bien dispuesto, y aceptó volver por un tiempo con su familia, pero a los tres días había dejado de comunicarse y ya no tenía noticias de él. Al principio supuso que estaría con Nancy y fue a buscarlo, pero lo primero que hizo la chica fue preguntarle por Víctor; había sido entonces, mientras él le pedía que recordara todo lo que supiera del muchacho para seguirle la pista, cuando se enteró de que Nancy, poco antes 141 de dedicarse a despertar a Luisa a las cuatro de la mañana, había llamado a Alina.
¿Poco antes? —preguntó Luisa—. ¿Poco antes de llamarme a mí?
John asintió y no quiso agregar más. Estaba cansado, sin duda, pero además toda esa historia debía parecería una estupidez.  Lo que le preocupaba era Víctor.
No puedo explicarme —dijo Luisa.
No —repitió él—. Parecía muy de acuerdo conmigo. No le gustó lo de volver con su familia, pero por ahora lo aceptaba.
Alina, te digo.
John se estiró en el sofá.
La pastorcita —dijo, con los ojos ya adormecidos—.
Alina se puso a gritar para llamar la atención sobre ella, y de pronto se le apareció el lobo. Pasa todos los días. Por qué no avisó, no sé. Se habrá quedado muda de susto.
Apoyó la cabeza, contra el respaldo del sofá y cerró los ojos.
Es de lo más cruel y perverso —empezó a decir Luisa—.
¿Y nosotros dentro de dos días vamos a encontrarnos de nuevo con Alina así, como si nada?
Mañana —corrigió John—. Hace rato ya que pasó la medianoche. Si te importa tanto, después hablamos de eso.
La luz grisácea del amanecer jamás era triste en el edificio
de Kalnay: sobre el plano indeciso de la fachada el día pintaba
su primer destello, invariablemente rosa. Unos momentos después,
el sol lograba atravesar lo que fuera: la bruma, el aire enrarecido,
las nubes, con un lanzazo incandescente. Era tan aguda
esa luz que hasta el más distraído se asombraba del rayo poderoso
con que en esta casa se inauguraba el día. Como otros vecinos
madrugadores, Luisa celebró el primer ataque del sol y
luego cerró los resquicios que dejaban las cortinas. En su casa
se había alojado un huésped exhausto. Cuando John se durmió,
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anduvo, ensimismada, por el departamento. ¿Siempre les iba a costar tanto entenderse? Inquieto, antes de dormirse, John le volvió a decir que lo único que a él lo tenía en vilo era el muchachito, Víctor; a ella, en cambio, dijo, la histérica de Alina.  O porque habían sido muchos los que no habían aprobado el primer cuatrimestre, o porque el salón de actos se reservaba para los ingenuos inscriptos en el segundo nivel, para preparar el examen les asignaron una sala pequeña. Corredor de por medio se encontraba, eso sí, otra sala más amplia a la que iban a ser convocados. Cuando Luisa penetró en ese pasillo que dividía el salón de espera del que estaba destinado a la decapitación, Betsy terminaba de conversar con otra teacber, enseguida aceptó lo que Luisa le explicaba: había viajado y por esa razón se presentó al writing en un turno de la noche; había pedido que le avisaran a Retsy.Allright, decía Betsy, muy amable de su parte, esperaba que hubiese disfrutado su viaje, O.K.  Fue una escena breve, destinada por Luisa a asegurarse la total benevolencia de Betsy, pero como en ese mismo momento Alina penetraba riendo en el desfiladero secundada por el cabezón, la pequeña unidad dramática logró un efecto inesperado.  Aunque el rostro de Alina no varió de ángulo, sus ojos se fijaron, incontenibles, en Luisa. Era propio de Alina, pensó Luisa, entrar a la sala donde iban a estar en capilla de una manera tan desenvuelta, que todos pensaran que llegaba allí sin miedo. Miró los rostros de sus otros compañeros. En todos se traslucía que exponían su propia estima a la prueba demoledora del examen. Sólo Alina tendía ‘a su auditorio su carita vivaz, calma, impenetrable.
Richard, narraba Alina ahora, media hora antes había venido a buscar a Betsy, que era jurado de un turno anterior, y le pidió conocer los temas de examen para tomar una resolución.  Tuvo, después de leerlos, un intercambio amable de opiniones 143 con la profesora, y por último se despidió de todos. Alina consideraba que Richard se había comportado muy dignamente cuando dijo que ya no estaba en edad de hacer papelones. No hacía falta leer debajo del agua para darse cuenta del mensaje que estaba mandando ni tampoco para adivinar que Alina había supuesto que ella, Luisa, ausente en el writing, también se había mandado a guardar frente a ese examen, pero de una manera mucho más ignominiosa: sin avisar siquiera a Betsy, achicharrada de miedo. Como esa defección no había sucedido, Alina necesitaba saber a qué atenerse.
No te vi en el writing —dijo.
Tantas expresiones groseras se acumularon en el impulso a la comunicación de Luisa que no supo durante un momento cuál elegir.
Viajé a Montevideo —se decidió, por fin—. Lo siento, querida mía, me olvidé de avisarte.
No era sólo por ella. La pequeña anécdota sobre la retirada de Richard que Alina, tildada como una computadora, había repetido ya tres veces la había llenado de ¿qué?; exactamente, de indignación.
Y, mientras, Betsy había entregado las fichas con los tapies que cada uno debía desarrollar y ya una pareja más ansiosa o dispuesta a zambullirse sin tantos preámbulos se había levantado.  Alina fue hasta donde estaba el cabezón, le tendió su ficha y casi de inmediato los dos asintieron, sonrientes, a lo que ya preveían, a lo que dominaban sin esfuerzo, a lo que les daría oportunidad de lucirse. Luisa sintió surgir dentro de ella un impulso que le puso el cuerpo en tensión; no sabía hacia dónde se dirigía ese movimiento que se estaba preparando hasta que de soslayo percibió que Alina alzaba, decidida la cabeza hacia la puerta por donde debía aparecer Betsy; entonces, como si fuera la misma chica quien le indicaba el camino, preguntó en voz alta a Dora, experta en el tema, dónde quedaban los baños y se puso de pie.
Fue hasta la puerta, se detuvo, miró hacia uno y otro lado y,
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cuando estuvo segura de que detrás de ella había por lo menos dos personas a las que impedía el paso, con un andar distraído cruzó el pasillo y penetró en el salón de examen. Betsy conversaba al mismo tiempo con la pareja que había terminado de rendir y oficiaba con otra profesora de jurado. Las dos parecían complacidas y los cinco alumnos, eufóricos. El chistido perentorio que de vez en cuando amenazaba perturbar ese momento de felicidad no podía, por lo tanto, provenir de allí. En defensa de la alegría, Luisa dio una vuelta sobre sí misma y encaró la boca hecha pimpollo de Alina. Tercamente ladero, siempre que la lateralidad acepte asomarse por encima y no colocarse a un costado, en el vano de la puerta se veía el rapado cráneo del cabezón.  Luisa debía retirarse enseguida de esa sala, conminaron, perentorios; el turno era de ellos. En las caras de los dos había aparecido la angurria del éxito; por eso mismo, Luisa podía azuzarlos. ¿Acaso, preguntó, acá Nancy, oh, perdón, quería decir Alina, era la que dictaba el reglamento? ¿Nancy, ay, perdón, se había equivocado de nuevo, Alina había decidido que este turno de examen era de ella?
Iba a abrir la boca por tercera vez cuando Alina, furiosa, se le anticipó gritando: “No me llames Nancy” y, como si fuese ella misma quien la hubiera convocado, penetró en el pasillo la pollera hindú. Luisa, que no supo qué decir, señaló con una mano el fondo del desfiladero por donde Nancy avanzaba. El cabezón, ya fuese porque debía esperar los movimientos de su corifeo, o porque se quedó fijado en las largas piernas que se dibujaban bajo la pollera traslúcida, no reaccionó. Alina ya había hecho a un lado de un empujón a Luisa y se había escabullido dentro de la sala de examen, cuando el cabezón terminó de identificar a la muchacha que se dirigía hacia él. Luisa no podía demorarse en observarlo: cerró la puerta.
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CAPÍTULO XIV
Ahora no tenía tiempo, pero más adelante, Luisa debía volver a preguntarse por el súbito impulso que acababa de animarla.  Al parecer, había momentos en que los actos ordenados de la vida se dejaban llevar por estos otros, que eran imprevisibles pero no ciegos, sino, por el contrario, sabios y, al mismo tiempo, tan veloces que arrastraban a una persona detrás de ellos. En este instante lo que le soplaban al oído era que Betsy había participado de la búsqueda de Nancy y había que comunicarle que había vuelto al Instituto. Por esa razón, Luisa, dirigiéndose a ella, le anunció:
Nancy está allí afuera, en el pasillo.
Betsy se alegró y dijo que tendrían muchas cosas que festejar ese día, pero, como podía preverse, no abandonó su rol de profesora y preguntó:
Are you readyfor the dialog, girh?
Luisa respondió con una sonrisa que, justamente porque no quería decir nada, fue interpretada por Betsy en el sentido que le resultaba conveniente; Alina volvió rápida por sus fueros y frunció la cara. Betsy, aunque algo desconcertada, creyó que la cara de Alina se había fruncido de miedo, cosa que cuadraba bien con la situación, y reaccionando en consecuencia la alentó con 147 un “Vamos, vamos”. Alina, viéndose ya al borde de lo irreparable, sacó por fin a relucir la lengüita y dijo que ella había preparado su dialog con el cabezón, al que Luisa se había adelantado, dejándolo afuera. Luisa se mostró sorprendida. No sabía que se podía concurrir al examen con los diálogos aprendidos de memoria.  Alina, decididamente grosera, dijo que no se trataba de eso, sino que quería dialogar con alguien que estuviese a su nivel.  Betsy ya conocía la enemistad y dio un paso al costado. El examen debía comenzar, ¿cuáles eran los temas? Luisa, consciente de que estaba obrando muy mal, tendió su ficha; Alina, reactivada, tendió la suya. Betsy decidió que se iba a comenzar por el topic de Luisa. Se encontraban en una tienda, Alina era la vendedora, Luisa, la cliente.
Can Ihelpyou? —masculló de mala gana Alina.
Si todavía pesaba algún rastro de mala conciencia sobre el ánimo de Luisa, esas palabras lo aventaron de un soplo.  Mordida por los celos, ella había ayudado a Nancy; iracundo, John había pasado una semana ocupándose de Nancy.  Durante todo ese tiempo y, sobre todo, antes, ¿qué había libado el joven corazón de Alina? Ya que había sido pérfida con su compañera, que por lo menos le bajara la ropa de los estantes.
Oh, sí, por favor —arremetió—, ¿podría mostrarme un turtle-neck blanco, de talle mediano, para hombre?  Dar siempre un sopapo y después un paso atrás. La mención directa a la prenda favorita de John había desconcertado a Alina, pero su pedantería la perdió: había husmeado un error y su boca filosa le clavó el diente.
A sweaterfor the summer? A turtle-neck for the summer?
recalcó con asombro—. ¿La señora no querrá decir un T-shirt, o una camisa veraniega?
Oh, no —explicó benevolente Luisa. Lo que sucedía era que viajaban a Europa. A él, dijo poniendo los ojos en blanco, que era más alto y enjuto que la mayoría de los hombres y se
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mantenía siempre más bronceado, los turtle-neck le sentaban maravillosamente.
¿Sería verdad?, se preguntaba la expresión de Alina. ¿Era posible que Luisa, además de manejar con fluidez los comparativos, viajase a Europa con John? El otro tema que le llenaba la vida le saltó a la boca. Oh, sí, dijo, concesiva, ella creía tener algunos sweaters que le habían quedado de la pasada estación.  Eran modelos clásicos, ideales para un señor de edad.  Esta vez no fue necesario un rapto de inspiración para que Luisa se irritara. Ahora era desde el fondo del alma una dienta molesta por un juicio peyorativo. No quería nada viejo, pasado de moda. Elegía prendas para una persona muy elegante. Si la empleada no podía entender sus gustos, quizás alguna otra persona del negocio con mayor experiencia podría ayudarla. ¿Hacía poco que la señorita trabajaba allí? No la había visto antes.  Además de utilizar a lot o/expresiones de toda índole y muy especialmente las superlativas, había conseguido golpearla en su flanco sensible. Ni en el más burdo sainete Alina podía ser inepta para un cargo. La ira que le crispaba la lengua no le permitía hallar salida, y aunque se daba cuenta de que lo único que le quitaba puntos era el silencio, porque cualquier idiotez que hubiese dicho, mientras fuera enjerga bien estructurada, sería aceptada por Betsy, se había quedado muda. Lo que Luisa iba a hacer a continuación era al mismo tiempo una hijadeputez y un acto, por ahora oculto, de justicia poética. Ostentosamente se reclinó en su silla y echó una mirada distraída por cualquier lado.  También para cualquiera su actitud decía claramente que Luisa creía haber cumplido con las exigencias de su topic y que su interlocutora, ignorante, había quedado atrás. Ella no podía hacer nada por ayudarla. A lo mejor la teacher se decidía a tirarle un salvavidas. Betsy, muy profesional, le pidió a Alina que le tendiese su ficha.
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Lo que siguió tampoco lo había previsto. Después, al día siguiente, y también más adelante, cada vez que recordaron esa mañana de examen, las convicciones o preferencias con que Luisa y John solían afrontar los hechos de la vida se trastrocaban.  John veía en la ficha, en el blanco rectángulo de cartulina que Betsy había elegido para Alina, una coincidencia asombrosa.  Luisa, en cambio, sostenía que era inevitable. Con cualquier otro tema hubiese sucedido lo mismo; dado que el East-Westelegía sus tapies en el bazar de las desgracias, lo raro hubiese sido que alguna desdicha no aludiera a Nancy. Lo que Luisa nunca iba a reconocer era que con esa explicación objetiva intentaba poner algún límite al momento en que Alina, con una voz muy curiosa, dijo que la situación que le había tocado era esa en la que un muchacho está limpiando los vidrios altos de un ventanal encaramado en una escalera que otro sujeta. Dentro de la casa suena el teléfono; el que sostiene la escalera, desaprensivo o atolondrado, corre a atender sin prestar oídos a los gritos con que el otro le pide que no lo suelte. La escalera vacila, se bambolea, el que está encaramado pide en vano ayuda, luego cae, se quiebra, es llevado al hospital.
Era, una vez más, una historia sádica y tonta que Alina no había narrado, pero que —Luisa podía jurarlo— se había proyectado frente a los ojos de ellas tres, con la vivacidad y la repulsiva fijeza de las imágenes y frases idiotas que el estudio machacón graba en la memoria. Alina, que hubiera querido con toda su alma borrar esas páginas del libro, sólo dijo que su tapie le pedía hablar de las partes del cuerpo humano, de accidentes, de curaciones ocurridas en un tiempo pasado, y había sido entonces cuando la secuencia de los chirles dibujitos había estallado en la memoria de Luisa.
De un momento a otro, vertiginosas, en abismo, las cuatro viñetas que el ilustrador del East-West había circunscripto con un trazo curvo que figuraba el pasado, el jardín de la casa donde habían brotado tres tulipanes rojos y un narciso amarillo, se 150 revelaron parientas, hermanas, de las historias narradas por marionetas, títeres, figurillas de pasta o actores de vieja carne y viejos huesos en escenarios desvencijados, ya fuesen éstos barracas, retablos, o un teatro polvoriento. Sobre la superficie glaseada del papel de ilustración, como antes sobre la superficie helada del Támesis, en una posada de Castilla de Aragón, o en un escenario polvoriento de Montevideo, una materia burda, tosca, asumía la descabellada tarea de representar el mordisco de los celos, el fragor barullero de la épica, o, más difícil aún, la nostalgia que arrasa el alma cuando se despierta del sueño. Y si bien Luisa no era un chalán ni un tahúr, no era una doncella de delantal, ni mozo de cuadra, ni borracho desbocado, ni tampoco la turba de chicos de la calle que merodea alrededor de una multitud, como sólo a través de la intensa y secreta oleada que recorre al que mira las contorsiones de esa burda materia se puede inferir su poder, no le quedó más adelante otro remedio que aceptar, que si bien no tuvo la cara arrasada por las lágrimas, ni se murió de un pasmo cuando realizó su sueño, sí en cambio tuvo ganas de gritar que cesaran de una vez los encantadores de ponerle figuras ante los ojos para luego mudárselas.  Que cesara esa sádica historia, como las otras trece que encerraban las tapas amarillas del East-West 2 Student Book, de conjugar una vez más la historia de la muchacha que se había despeñado en la ciudad.
Durante el tiempo que a esa cantidad agobiante de imágenes le llevó desfilar por su memoria, Betsy y Alina también callaron.  Mustia, Luisa había reiniciado el diálogo. Comenzó por preguntar qué le había sucedido a la pobrecita Alina que se veía así, tan contrahecha. Le habían contado que había sufrido una caída, ¿cómo sucedió la cosa? ¿Estaba sola? ¿Nadie había acudido cuando pidió ayuda? ¿Los que la oyeron no quisieron hacerse cargo, fueron en busca de otros, se perdieron por el camino, se olvidaron de su desgracia? ¿Tenían cosas más importantes que atender? ¿No querían verse involucrados en la desgracia ajena?
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Inútil insistir. El cuerpo retraído de Alina sostenía como por casualidad una carita perdida. No iba a responderle en ningún idioma. Había jugado de una manera frivola con la desgracia, pero esa boquita firmemente cerrada nunca diría por qué había callado cuando estuvo en su mano ponerle remedio. La indignación que ayer mismo había crispado a Luisa se fue borrando.  El lugar que dejaba libre era ocupado por la turbadora vergüenza que provocan los actos ruines que cometen otros.  Giró la silla y se puso de pie. Casi sin mirarla, Betsy le dijo que había cumplido las exigencias del examen, aunque tendía a cometer algunos errores. Después, le pidió que saliera por la otra puerta del salón. Los asuntos personales podían esperar y, en cualquier caso, el Instituto no era el escenario, menos aún en un día de examen.
Con uno más de los centenares de movimientos desacompasados que había realizado en su vida, Luisa sembró de un manotón sus libros, cuadernos y la temblorosa ficha del turtleneck blanco por el suelo. Cuando concluyó de recogerlos y acomodarlos, todavía se preguntaba qué habría llevado a Nancy esa mañana al Instituto. Avergonzada porque el último pedido de Betsy se volvía difícil de olvidar, buscó en las paredes del vestíbulo un lugar donde refugiarse. Lo que halló era en realidad una pieza, es decir, el espacio más ínfimo que un arquitecto dedica a una persona humana para que realice un quehacer inevitablemente social, pero deslucido: dormir en un catre, almacenar objetos desvencijados o, en este caso, primitivos artículos de limpieza.
Luisa no se hubiera deslizado dentro —ocultarse era casi más bochornoso que no atender el pedido de Betsy— si no fuera por la ventana que allí había. Desentendida del ínfimo espacio donde se abría, la ventana miraba y dejaba mirar al que se asomaba la misma dársena, el mismo río que Luisa había celebrado cada lunes y cada miércoles del segundo cuatrimestre en el aula del level three. Ella no podía decir que, transcurridos los 152 meses, el fulgor había alcanzado un grado incandescente, ni que el tiempo del verano que iba a llegar ahí nomás, dentro de ocho días, la conmovía más que la irradiación de agosto: aun para el fervor del sol y del agua existe un límite. Lo que sucedía era, sencillamente, que el agua estaba ahí, el sol estaba ahí y entre los dos armaban una de esas infernales conjunciones que desesperan a los humanos.
Nancy no era la luz, sino más bien lo oscuro; ni mucho menos el agua, aunque para la ocasión se había lavado como un gato, pero cuando la vio de pronto acercarse a la escalera, le pareció tan desapegada de lo humano como un elemento. A lo mejor había olvidado ya que sus frágiles huesos y su carne percudida no se derramaban, ni fluían, ni refractaban. Si ésa era su loca idea, cinco meses antes, exactamente, los cuarenta kilos y medio que debía pesar le habían demostrado que además del sevenfypercentde water que. lo componía, su cuerpo también estaba formado por los huesos de un esqueleto que podía ser frágil y raquítico, pero nunca tan invulnerable en las caídas como el de un pájaro. Luisa corrió y la detuvo antes de que llegara al primer escalón. Con Nancy siempre era mejor prevenir los riesgos.  Pero la chica no venía pensando en suicidarse, sino en otra cosa. Aunque los alumnos de la clase la habían recibido bien, nerviosos como estaban por el examen, se olvidaron pronto de ella. Se había sentido de más, como si no la viesen.
Alina, en cuanto te vio, salió disparando —insinuó Luisa.
Se hizo humo —dijo Nancy, molesta—. No sé si se sentía culpable. Eramos amigas, ahora se avergüenza de mí.
Hasta ese momento, había permanecido titubeante en el
vestíbulo. Después, apoyó la mano en la baranda y comenzó a
bajar. Recordaba el accidente y por eso mismo descendía con
precaución, pero, por mucho que lo cuidara, aunque seguramente
en los próximos meses se volvería más erguido y robusto,
su cuerpo seguiría removiendo sentimientos, despertando
culpas. Nancy hacía actuar a otros, pero ahora, inopinadamente,
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había expresado una queja. Y antes del lamento, inmediatamente antes, había dicho con una entonación que llenaba la frase de un sentido especial: “Eramos amigas”. Con la mano levemente apoyada en la pared, el otro límite del largo escalón, Luisa descendió dos pasos hasta que penetró en la órbita del confuso murmullo de Nancy. En la salita del examen, decía, cuando se sintió sola, había recordado la época en que estudiaba con Alina.
¿Estudiabas con Alina? —preguntó Luisa.
Sí, con Alina —dijo Nancy con naturalidad, asombro, cierta sorpresa.
Se habían detenido en mitad de un tramo. La escalera revelaba ser una construcción infernal, un abismo apenas disfrazado, un pozo siempre dispuesto a aludir al vértigo, una tentación para el suicida.
¿Es decir que Alina era esa compañera de estudios con la que preparaste el examen del primer cuatrimestre?
Sí, claro —dijo Nancy—. ¿No lo sabías?
¿La que dio un examen brillante mientras que a vos te aplazaban?
Nancy volvió a ser la muchacha irritable y destemplada que se había enfrentado con Mazza.
¿Sos idiota o estás mareada? —dijo—. Y ahora, ¿qué te pasa?
La escalera —dijo Luisa—. No es un buen lugar para las sorpresas.
Por primera vez desde que había conocido a esa muchacha en el aula que, gradualmente, iba quedando a espaldas de las dos al mismo tiempo que se elevaba en el aire, sintió la mano de Nancy algo encima de su codo. Era una mano fuerte y la sujetaba.
Claro, Alina —repitió Luisa sin poder evitarlo.
Era más rápida que ella, dijo Nancy. Como siempre la dejaba
atrás, estudiaba mucho a solas, pero, cuando llegaba el día
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en que se reunían, de a poco ella se iba callando, porque olvidaba todo y Alina terminaba recitando los dos parlamentos del dialog. Más de una vez le había dicho que no contara con ella para la próxima, que se buscara otra para practicar. Pero después, el día y la hora que habían acordado para encontrarse, que eran los viernes al atardecer, pasaba a buscarla. Recién, en la salita, con los nervios, todos se habían olvidado de ella. Y entonces había sucedido algo. Luisa sabía cómo estaba viviendo Nancy. “En Constitución”, explicó, “uno se pasa mucho tiempo mirando a la gente. El día se te va en comer un poco, dar vueltas, a veces hacerle un favor a un amigo, charlar con alguno en un bar, y ver cómo los kiosqueros arreglan con los proveedores.  Y mientras, todo el tiempo, ves pasar a la gente que llega y se va, o se para delante de los tableros o hace cola. A mí, eso al principio me gustaba, después me puso loca y ahora, al final, era como ir al cine o mirar la tele”.
Watch TV—dijo Luisa.
Sí, luatch TV—repitió Nancy.
No listen to music como Dora. Puro watch TV.
Acabala con eso —dijo Nancy—. ¿Querés que siga?
Iba a seguir de todos modos. En Constitución mirar se le había vuelto un vicio; le gustaba ese momento en que la gente entraba dentro de una pantalla. Ahora, en la salita, cuando se olvidaron de ella, le pasó lo mismo hasta que una chica se levantó, se pasó las manos por el pelo y empezó a decir que no se acordaba de nada, que le iba a ir muy mal, que se iba. Entonces, en ese momento, había recordado a Alina cuando estudiaban juntas y de pronto estuvo segura de que la otra, la que dialogaba con ella, sabía más. Por primera vez se había dado cuenta de que a Alina le resultaba insoportable que a ella le fuese bien, que mostrara que sabía tanto y a veces más que ella. Era entonces cuando ella enmudecía. Y era así, concluyó Nancy, como sucedían las cosas entre las dos, pero nunca antes se había dado cuenta de eso.
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Los irreductibles propietarios de esclavos —dijo Luisa—.
Cualquiera diría que la desolación de los otros ejerce sobre ellos una influencia exaltante.
No empieces con tus cosas —dijo Nancy.
No son mías —dijo Luisa—. “El propietario del esclavo está ligado al esclavo por lazos más fuertes que la muerte y más crueles que los de la tumba.” Eso es de un cuento de una dinamarquesa.
Va la segunda —advirtió Nancy.
Ahora sí, agárrame que me puedo romper el alma —dijo Luisa—. No perdés nada con tu querida amiga Alina. Estar estudiando codo a codo a veces confunde, pero ella es de las que necesitan ver que otros quedan sembrados para asegurarse de que asciende en vertical. Lo único que espero es que la especie no prolifere, como dicen tantos. Y ahora, antes de que terminemos de bajar estos últimos escalones mugrientos, decime una cosa, ¿por qué no me llamaste directamente en vez de perseguirme y volverme loca?
No me animaba —dijo Nancy—. A lo mejor, yo también quería joderte. Sabía que me ibas a ayudar, pero Alina me contó que andabas con los dos hombres. Y, mira, ahí está John.
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CAPÍTULO XV
Rauda, juvenil, más pájaro que fantasma, Nancy bajó el último tramo y fue al encuentro de John. Mientras, detenida en el descanso, Luisa miró los globos de bronce. Rodeaban el eje central de las lámparas que siempre se mantenían encendidas.  Hasta el vestíbulo de entrada no podía de ninguna manera llegar la luz de las ventanas y claraboyas que seis, diez, trece metros más arriba se abrían sobre el bajo, el río, la abrupta pendiente de las calles que habían recubierto la barranca. A través de las inmensas puertas de vaivén que separaban el vestíbulo del hall de entrada, debía verse la luz brillante del mediodía, pero Luisa no quería mirar hacia allí.
John, algo inquieto, aguardaba. Y de un momento a otro, el humor de Nancy era distinto. Casi no la había escuchado cuando ella le hablaba de Alina, porque ya debía tener los ojos fijos en John. La actitud de Nancy una vez más había variado, como varían siempre los gestos de una mujer cuando aparece en escena un hombre que ha sido su amante, aunque ella intente escudarse en la tontería, llamando la atención sobre un detalle mínimo y frivolo, en este caso, el teléfono celular de John. Y él, a su vez, también había recurrido a la actitud más conocida y vulgar a la que apela un hombre cuando quiere desembarazarse 157 de un acoso femenino ligado a los sentimientos. Circunspecto, con la cara enjuta escondida tras sus pliegues, estaba recibiendo o realizando algún llamado profesional. La aparente distracción de los dos le permitía a Luisa observarlos y, también, ir a su encuentro sin necesidad de ocultar la molestia que le provocaba reunirse con ellos ahora que todo había concluido. Nancy ya no tenía nada que hacer con ellos por ahora. Podía evaporarse como era su costumbre; no le faltaban números en su agenda si necesitaba más ayuda y Luisa era una imbécil si no interfería entre los dos en ese mismo momento. Bajó los cuatro escalones que le faltaban y cuando llegó junto a ellos dijo que quería salir de ahí ahora mismo; no tenía ningún interés en volver a encontrarse con Alina. Basta ya. Pero John, como si el día anterior no hubieran solucionado bien o mal sus conflictos, ahora se apartaba de ella y volvía a utilizar la voz baja, el susurro insoportable de cura en el confesionario, mientras seguía con el teléfono pegado en la oreja. Y, cuando al fin se despegó del ridículo aparato, había vuelto a ser también un personaje irascible.  Debía ir ya mismo a Constitución, dijo, y salió adelante.  Nancy, pueril, tonta, lo siguió fingiendo alarma. Luisa tuvo que aceptar que en lo de salir pronto del Instituto le habían ganado de mano; sin embargo, ni las zancadas de John ni el revoloteo afectado de Nancy la iban a engañar. No le gustaba formar parte de un trío, pero tenía que descubrir qué había sucedido realmente entre ellos dos.
No la había llevado con él al campo, ni debía usar el auto para deslizarse con ella en el garage de los albergues transitorios, porque en ese caso era inconcebible que Nancy se abalanzara, como lo había hecho, en el asiento delantero y la manera ávida, desenfrenada, con que manipuló casi de inmediato las teclas del pasacassette. El goce de estar sumergida en tanta materia plástica, negra, compacta, mate y de encandilarse con 158 el tablero que historiaba funciones mínimas le distendía el cuerpo, la reclinaba sobre la butaca, le había hecho apoyar el codo en el borde de la ventanilla como si necesitara del roce frío del metal para asegurarse de que todo eso era cierto; de su cabeza de pájaro se había borrado que estaban yendo a Constitución porque a John, su compañero, que fruncía el ceño de una manera ostentosa, acababan de llamarlo con urgencia. Sentada en el asiento delantero del auto, Nancy era una puta que se había levantado a un tipo rico empeñado en disimular. Luisa se repitió dos veces la frase. John había dicho que Nancy se prostituía en Constitución y nunca se había retractado. Luisa, sin embargo, no necesitaba ni su información ni su anuencia para reflexionar sobre el tema, porque ya lo había desentrañado con su amiga Silvia en el paradigmático puerto de Montevideo.
Ahora es una prostituta —le había dicho a Silvia después que le narró la saga.
¿Ahora? —preguntó Silvia y después agregó que Nancy no debía ser puta noiv, sino desde hacía un buen rato.  Fastidiada y celosa, Luisa había sospechado que Silvia aludía a las encamadas de Nancy con Richard y casi seguramente con John y que esa alusión encerraba un buen haz de implicaciones: una, que Luisa se había jactado de conquistar dos amantes que se calentaban con cualquiera; otra, que competir con una chiquilina era lo que la había incitado; había alguna otra que no recordaba porque en ese momento Silvia había dicho explícitamente que le parecía raro que a Nancy le hubieran nacido tan rápido agallas como para prostituirse en un lugar como Constitución.  Deslizándose por una vez al rioplatense, Silvy opinaba que Luisa había titulado la historia de Nancy “Muchacha despeñada en el apretón de la ciudad”. ¿Y si la historia no fuese tan simple?, preguntó. ¿Si Nancy ya se prostituía, y en un momento dado trató de salir de ésa y no pudo?
Pocos cuerpos resisten a una conjetura que los degrada. El de Nancy no resistía. Ahora que John había comenzado a darle 159 instrucciones, su gesto y su actitud se sometían, instantáneos, a la violencia, y en ese cambio del desborde infantil a la sumisión, a Luisa le pareció ver la marca temprana de la violencia de los hombres. Y, de cualquier modo, ¿qué violencia no encuentra la carne?, ¿qué violencia, aunque se ejerza sobre lo que se cree más insustancial, no golpea la carne? Nancy, decía John, tenía que buscar al chico que trabajaba como operador en la estación, preguntarle dónde estaba Víctor y, cuando lo encontrara, decirle, repetirle que él ya no le ponía ninguna condición, pero que saliera de allí de inmediato. Aunque Víctor pareciera ido, aunque estuviera pasado, Nancy tenía que hablarle y conseguir que viniera con ella. Y si a ella, a Nancy, dijo John con una voz implacable, se le antojaba meterse en algún bar para tomarse una cerveza, más le valía olvidarse de él, porque él iba a entrar a la estación y se lo iba a traer a Víctor como fuera, y si Nancy quería seguir revolcándose, podía darse el gusto: a lo mejor todavía le quedaba un rato antes de que la liquidara el Sida.
No le hables así —gritó Luisa.
Vio los ojos entrecerrados de John en el espejo retrovisor.  No se había olvidado de ella. Pero ella, ahora, ya no podía saber qué era lo que lo tenía en vilo. Ni le interesaba descubrirlo, tampoco, porque la manera en que él le había hablado a Nancy la había hecho hervir de rabia. Pero también a él verlas a ellas dos juntas parecía enfurecerlo tanto, que equivocaba el camino.  Siguió adelante y recién detuvo el auto en el centro de la avenida, frente a la flecha roja del semáforo que unos segundos después les iba a dar paso hacia la izquierda, hacia la Costanera, en dirección opuesta a la estación. Sin volverse, John clavó de nuevo los ojos en el espejo retrovisor.
¿Qué tenes puesto? —preguntó.
La tomó tan de sorpresa que tuvo que mirarse el vestido.  Sobre la fibrana clara, los ingenuos ramilletes le recordaron el mediodía que habían ido al campo.
Un vestido floreado —dijo.
160
El auto giró hacia la izquierda y por primera vez Nancy pareció sobresaltarse. En el trayecto, la ira, aguda y perspicaz, le dijo a Luisa lo que John les iba a ordenar. Cuando por fin se detuvo junto a los baños municipales, ella ya estaba lista: bajó del auto sin oírlo y le gritó a Nancy que la siguiera. Pisó corriendo las familiares piedritas de grava moteadas por las flores estremecidas de las acacias y no miró siquiera el higiénico edificio de los baños. Buscaba un lugar donde el sol y la sombra cambiante de las hojas hiciera titilar los cuerpos y las ocultara en la luz.
El muy imbécil quiere que te pongas mi vestido —le explicó a Nancy—. Cree que así va a ser más difícil que te reconozcan cuando entres a la estación.
Cuatro botones en la falda, tres en el corpino. A medida que se desabrochaba, la tela de fibrana empezaba a desperezarse.  Nancy desataba algún cordón sujeto en la cintura: bajo la tela hindú no estaba desnuda, pero, bajo la blusa, quién podría saberlo.  La mano de Luisa se demoró sobre el pecho. Como sucede con la gente que anda mucho en la calle, las largas piernas de Nancy acababan de revelarse mucho más limpias que sus pies.  Eran piernas de una intimidad sorprendente, piernas como las de las mujeres de principio de siglo, mórbidas, con una morbidez que no dependía de su forma ni de su grosor, sino de haber permanecido siempre lejos del sol o del agua del mar. Las piernas de Nancy no habían hecho jamás ejercicio; eran lisas, similares en esa cualidad a sus antebrazos que se deslizaban sin accidentes hasta el codo. Nancy tenía un cuerpo de alcoba: en una ciudad atiborrada de gimnasios, su cuerpo era una incitación y un escándalo. Mientras Luisa la escrutaba, la euforia del desafío se le fue apagando; el cuerpo que Nancy había mantenido tan extrañamente incólume se comenzó a estremecer: reacio a la fiebre del escándalo, buscaba cómo cubrirse. Cuando Luisa se quitó por fin el vestido y palpó la tela macerada de la pollera hindú, supo que iba a ser insoportable lo que se le venía enci-161 ma. Tendría que revestir la sucia intimidad de la pollera, luego la incalificable prenda sellada por el olor de las axilas, y no podría llevarlas con alguna dignidad, con el mismo desparpajo con el que ahora exhibía su desnudez, porque esas prendas eran pequeñas para ella; esa blusa le oprimiría el pecho y el cordón que sujetaba los pliegues de la pollera en la cintura le iba a cinchar la carne para elevarse de inmediato todo a su alrededor en un frunce, un abollonado ridículo que ella, nerviosa, iba a tironear, inútilmente si lo que intentaba era amoldar esa prenda a su cuerpo, pero eficaz para poner en evidencia lo incómoda que se sentía. No habría broma: llamarse a sí misma muñeca de trapo, pantalla, paquete mal atado, que pudiera ocultar su malestar.  El sueño de desnudez que hasta ahora había protagonizado como un desafío se había vuelto una pesadilla. Le tendió a Nancy su vestido y de un manotón apresó los trapos que ella le ofreció; un momento después, estaba embutida en un cepo repugnante.  El vestido, ese hábito humano, se volvía contra ella. Empecinado en su idea, John ya casi sin verla la humillaba, y ella, que había perdido sus armas, no se sabía defender. Nancy caminaba hacia el auto con su sotana cubierta de flores. Si Luisa la dejaba adelantarse, lo único que iba a lograr sería ofrecerle a ella y a John el espectáculo de su cuerpo ignominioso. Con el primero de los gestos que la astucia del que es ignorado le sopló al oído, apartó la tela transparente que se le adhería a los muslos y caminó ocultándose detrás de Nancy. Después, mientras con la mano derecha abría la puerta trasera, mantuvo el brazo izquierdo atravesado delante del cuerpo y se deslizó en el asiento.  Debía haber perdido totalmente la existencia porque John comenzó a hablar como si ella no estuviese allí. Repetía las instrucciones que había dado mientras Nancy, sumisa, adelantándose a sus órdenes, se echaba el pelo sobre la cara, tomaba los 162 libros que John había apoyado sobre la consola del auto y así se iba transformando en la adolescente timorata que atravesaría velozmente el hall de la estación para llegar sin demoras a Temperley o a Adrogué, a la casa suburbana donde su madre la aguardaba con el almuerzo. Y cuando Nancy descendió del auto y comenzó a atravesar la plazoleta, no por eso el cuerpo de Luisa adquirió volumen y consistencia. John manejó lentamente entre los colectivos, rodeó los descansos y las paradas que se alinean frente al edificio de la estación, y penetró con una maniobra rápida en la playa que está bajo la autopista sin que Luisa lograra reaparecer.
Rolliza, hediendo, sofocada por los centímetros escasos de tela oscura, se dio cuenta de que si ella no existía para John, él tampoco estaba allí. Inclinado sobre el volante, tenía los ojos fijos en un escenario donde, a medida que pasaban los minutos, se comenzaba a jugar una tragedia de ausencias. No podía saber si él había cerrado totalmente los ojos, o si a través de un resquicio percibía mejor la identidad de las personas que descendían por la escalera de la calle Hornos. En todo caso, el vestido de Luisa debía ser para él inconfundible, y si el vestido no le exigía un esfuerzo visual tan exacerbado, eso quería decir que lo único que a John le interesaba identificar era el cuerpo esmirriado de Víctor.
Fue ese descubrimiento lo que la decidió. Con los brazos entrecruzados sobre el pecho, aferró por los bordes la tela oscura que la asfixiaba y tironeó hacia arriba con violencia, como si quisiera arrancarse un cuerpo que no era el suyo. Logró deshacerse de una manga y con mayor facilidad de la otra, pero la blusa, inmunda y viva, no le quería dar respiro y se le fue trepando alrededor del cuello mientras ella volvía a acomodar los pechos dentro del corpino. En ese momento, John se volvió y con un gesto compulsivo, desordenado, aferró el oscuro collar desde donde ahora Luisa sentía subir un compacto olor a transpiración, mugre grasicnta y a una colonia amarga, repugnante. No 163 sabía qué era lo que él quería hacer: si volver a vestirla, o ayudarla a desnudarse; de cualquier modo, no toleraba ni que la rozara y se tiró al suelo. Cuando al fin se liberó, él, que la estaba mirando, dijo: “Quería sacarte eso del cuello” y, casi enseguida, “ahí están”.
Víctor había salido primero. Nancy caminaba más atrás, alejada de él, como un mástil avaro recubierto de trapos. No había nadie cerca de ellos: una figura que se puso en movimiento era cualquiera que subía o bajaba por la escalinata de Hornos.  Luisa tuvo la sensación de que en el paisaje encandilado del mediodía, la aparición del vestido claro y la de Víctor, que llevaba algo de color naranja, habían hecho estallar de pronto el ridículo. El aparatoso salvataje que acababan de protagonizar se cernía alrededor de John, lo había rodeado de rayos fosforescentes y lo hundía de un golpe en el asiento. Se había dejado arrastrar por él hasta ahora, pero en cuanto recuperara su ropa se iba de ahí. Cómoda dentro de su corpino, Luisa se refregó la piel de la espalda contra el tapizado, se peinó con los dedos el pelo crespo y miró hacia uno y otro lado el reseco y convencional panorama de la playa donde sin duda John, adicto a la TV, había imaginado persecuciones, solapados encuentros, alguna muerte.  Cuando volvió a mirar a través del parabrisas, Nancy, algo más cercana, seguía avanzando; Víctor, en cambio, se había tirado al suelo en la vereda de la estación.
Nada, sin embargo, había turbado el fragor del mediodía.  Nadie se alejaba corriendo ni había disparado contra él. Bajo el sol que ya era el del verano, Víctor se rascaba las pulgas sobre las baldosas acanaladas y tiraba patadas al aire, remedando una pelea que ya había concluido. Nancy, primero atenta al tránsito de Hornos, corrió luego, se detuvo bajo la sombra de los pilotes del puente que formaba la autopista y volvió a caminar más lenta. Cuando abrió la puerta delantera, un vaho inocuo y a la vez culpable penetró en el auto y rodeó sus palabras. Aferrada a la única felicidad que a partir de ese momento comenzó 164 a parecerle posible, la mínima, la más deleznable, Luisa pensó que también ella se hubiera tomado una cerveza y se volvió hacia John, que retrocedía en el asiento. Con uno de sus gestos íntimos y desbocados, Nancy lo había aferrado de los brazos mientras buscaba para su rostro un lugar donde refugiarse o esconderlo, y peleando, para que él no la empujara de ese último rincón, explicaba que no había entrado a ningún bar; había tomado la cerveza en un kiosco, y si lo hizo fue porque Víctor estaba ahí cerca tirado en el suelo, como desalentado, y ella pidió la cerveza para disimular que le hablaba, pero Víctor no parecía verla ni oírla, porque cuando ella llegó él ya tenía adentro esa cápsula mínima y atroz que lo había tumbado como un muerto y que, cuando ella se agachó a tocarlo, lo hizo revolcarse y gritar como un loco eso mismo que estaba ella ahora repitiendo: que le habían hecho tragar una pastilla y lo habían tirado ahí cerca.
En los vitrales de la catedral de Chartres sólo le escapan a Dios los hombres que tienen un oficio. La corona del rey, el yunque y el martillo del herrero, la pala del albañil, el pincel del pintor de iconos, los recipientes de la curandera, esos atributos o instrumentos que parecen destinados a identificarlos, son en verdad armas con las que se defienden de la arbitraria voluntad de Dios. Cuando los hombres empezaron a darse cuenta de que no había Cielo que remediara el fin de la carne ni que, mientras tanto, les diese fuerzas, descubrieron que podían emigrar hacia los trabajos humanos. Un oficio es una serie de actos de pensamiento, de palabra, corporales, renuentes a la Teología. Con el tiempo, ese conglomerado de gestos y actitudes se encastilla y en un solo instante más erige una salvación terrena y los medios de alcanzarla. Entregado encarnizadamente a un trabajo humano, un hombre parece despiadado porque no puede conceder ni un instante a las virtudes teologales. No puede practi-165 car la caridad que lo volvería débil, ni la esperanza que hace perder tiempo, y sólo tiene fe en sus actos. Es decir que sólo confía en lo que él puede y sabe hacer, sin levantar los ojos de lo que tiene entre las manos. Es claro que aquellos que trabajan en algo que se encuentra al borde mismo de lo que antes Dios se reservaba son los que quedan más expuestos. Cuando un médico, por ejemplo, trata de salvar a un hombre, en este caso a un chico, en el espanto que provoca en los que lo contemplan se mezcla la compasión y un atávico temor al sacrilegio, porque de pronto se les vuelve a develar que ese hombre, ese médico, está metiendo violentamente las manos en el terreno que Dios se había guardado para sí mismo.
Acostado en el asiento trasero del auto, con la cabeza colgando sobre el escaso vacío que la separaba del asfalto de la playa, el cuerpo de Víctor era una carne tan malnacida que cualquiera hubiera deseado para ella la paz, de esa que se llama eterna, y, mientras, apenas un poco de sombra y de calma. Pero apenas John fue corriendo a buscarlo y se lo trajo como un animalito despatarrado que lucha por su libertad, fue evidente para Luisa que, ciego y ensordecido, John iba a obrar con violencia.  Hundió una mano en la boca espumeante, mientras con la otra le echaba hacia atrás la frente, y recién se detuvo cuando el cuerpo de Víctor pareció descoyuntarse en una convulsión, pero cuando, después de revolcarse, caer y ser nuevamente alzado hasta el asiento, el chico quiso refugiarse en un pasmo o en un sopor, John lo puso boca arriba haciendo a un lado a Nancy y a Luisa que intentaban sujetarlo, y casi tirado encima de él empezó a oprimirle y a liberarle el pecho. De a poco, a Luisa se le volvió claro que John peleaba en dos frentes que no le daban respiro y que, además, combatían entre sí en el cuerpo de Víctor.  Quería que vomitara; las náuseas del vómito arrastraban las convulsiones, y de las convulsiones pasaba al letargo; era en ese 166 momento cuando el corazón amenazaba detenerse; entonces, masajeándole el pecho o dándole aliento, John lo volvía a una vida tercamente convulsa.
Negándose al fracaso y emperrado en sus recursos, John parecía emperrado también en hacerle cargar a otro las culpas.  Le había preguntado a Nancy con qué se drogaba Víctor, pero cuando ella le dijo que usaba marihuana y cuando no conseguía o no tenía plata volvía al pegamento, él de nuevo gritó “con qué, con qué, decime con qué”, como si Nancy mintiera, y después la insultó porque no le había conseguido una comunicación que aún no le había pedido; al fin, cuando le gritó los números, era como si ya se los hubiese repetido mil veces y ahora volviera a hacerlo por última vez.
Si con un oficio un hombre se libera de Dios, el corolario es que no hay oficio pequeño. Cuando Nancy lo asió y lo apoyó junto a la piel terrosa de su mejilla, el teléfono dejó de ser un embeleco melifluo. Persuasiva, su voz de recepcionista sorteó una red de respuestas recelosas; con el gesto con el que le tendió a John el aparato, Nancy volvió a ser totalmente Nancy. No necesitó palabras para hacerle comprender a Luisa que quería recuperar su ropa; la conversación que mantuvo John transcurrió, por lo tanto, a espaldas de ellas dos que se desnudaron y mudaron en el asiento delantero del auto, pero como fue Luisa la que se volvió a recoger la blusa negra tirada en el piso, también fue ella la que vio uno de los rostros más descalabrados de esa larga mañana. Del otro lado de la línea no le habían dejado a John completar ni una sola de sus frases. Todo lo que había intentado decir era ahora inútil. Lo que más se temía, lo que con infinito cuidado su equipo preveía, acababa de suceder y era una catástrofe. John había creído que podía sacar de un momento a otro a Nancy y a Víctor de la estación, y, manteniéndolos lejos, evitar una represalia, pero el chico, como solía suceder, regresó, y en él se había cebado el escarmiento. Cuando volvió a ocuparse de Víctor, que traqueteaba el cuerpo hacia uno y otro 167 lado, Luisa le vio a John en la cara una humillación tan grande que pensó que iba a ceder, pero él siguió terco en lo mismo.  Encorvado, de espaldas al puente de la autopista que no los cobijaba de nada como no fuera de la bóveda celeste, John ni blasfemó ni se volvió hacia Dios; Luisa hubiese querido decirle que por eso mismo se volvía para ella un hombre extremo, pero en ese momento el encargado de la playa demostró que él sí sabía cumplir con sus pactos y le hizo señas a un patrullero.  Hostil, Luisa se apoyó contra el guardabarros del auto y se mantuvo a un lado hasta que le llegó el turno de mostrar su documento.  Cuando por fin se acercó hasta ella, John, sin consultarla, quiso endilgarle a Nancy, pero Nancy, que en cuanto dejó de toquetear el teléfono se había vuelto de nuevo loca, se trepó a la ambulancia que acababa de llegar antes siquiera de que los enfermeros subiesen la camilla con el cuerpo de Víctor. En ese mediodía en el que todos los malos presagios se iban cumpliendo sin dejar ni uno solo en el camino, Luisa vio vacilar a John y comprendió que, si dudaba, eso quería decir que no podía asegurarle de ninguna manera a Nancy que más tarde o a lo mejor mañana volvería a ver a Víctor vivo.
Hay momentos en que el apretado tejido del oficio de los médicos se abre, laxo, y uno puede meter la mano para aferrar al que está ahí. Entonces, el amor y la piedad revelan que ellos también son un oficio. En cuanto Luisa tocó esa mañana la carne de Víctor, se dio cuenta de que a ese chico había que aferrado para que no se fuera para siempre entre pasmos y convulsiones.  No quería que se fuera, ni tener que caminar por una larga avenida de cemento hasta el oscuro lugar donde le habrían conseguido una tumba, ni quería volver después junto a John endurecido, ni argumentar contra sus rencores. Sabía que la muerte ocurre siempre por algún desánimo, porque alguno, más que asustarse, piensa que es tan vieja y tan sabia en su quehacer 168 que se desalienta y no quiere medir sus fuerzas con ella. Después de que la ambulancia partió, y que John persuadió al oficial para que dejara ir en ella también a Nancy, porque él se quedaba algo así como en prenda o en garantía para testimoniar, o cualquier otro trámite que fuera necesario, Luisa lo vio entrar de a poco en la distracción. Para obrar, la muerte, sagaz y tan ubicua, ponía bajo sus ojos señales ostentosas de la catástrofe; hechos nimios, como la oreja atenta del encargado de la playa y el acecho de los chicos de la fila de taxis que se habían ido acercando desde que la sirena los alertó, se le volvían, agrandados por la muerte, la premonición de cómo, por medio de qué exactas bocas, se narraría el escarmiento que iba a provocar la desbandada.  Económico, con una sola cápsula mínima, el que había envenenado a Víctor acababa de advertir que esa prostituta que se vendía en Constitución le pertenecía. Encandilado por esa magnitud, John no percibía lo que para Luisa era cada vez más evidente: que él debía ir detrás de Víctor; que debía llegar a la sala de toxicología para dar cuenta de lo que Luisa le había visto olisquear con su aguileña nariz y escrutar con sus entrecerrados ojos, el ácido olor que emanaban las entrañas de Víctor, el precioso vómito que el encargado de la playa iba a disolver de un baldazo de un momento a otro. En silencio, temiendo que una sola palabra previniera a la astuta muerte, a la astuta negra hedionda, Luisa lo aferró del brazo y le señaló el charco. Cuando John, sorprendido, asintió, a Luisa le pareció que su mano, que se mantenía ridiculamente extendida como si fuera de palo, había penetrado en el tejido de un oficio.
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CAPÍTULO XVI
En el hospital, John le encargó que se llevara a Nancy afuera, a los jardines, pero eso era imposible. Lo más que podía hacer era mantenerla en la puerta de la sala donde a Víctor le hacían el lavaje de estómago, y eso, si ponía en juego toda su fuerza.  “No está infectado”, gritaba Nancy, y Luisa no entendió lo que quería decir hasta después, cuando Víctor estuvo bajo la carpa de oxígeno y no quedaba más que esperar. John, de pronto un extraño con una bata blanca, salió de la sala de terapia y Nancy se abalanzó. “Dejala que lo vea”, rogó Luisa, y como él no contestó, se deslizó detrás de ella.
Apenas un instante la chica se inclinó sobre el cuerpo casi desnudo. Enseguida la oyó repetir a los médicos de la sala que Víctor no estaba infectado, y cuando los hombres echaron una mirada veloz sobre el informe del laboratorio que tenían en la mesa, Luisa comprendió que Nancy no podía saber lo que afirmaba, ni ellos tampoco todavía, y por eso mismo la chica se estaba adelantando, veloz, en lo único que podía hacer: prevenir una acción desanimada.
Y a eso mismo se dedicó durante los dos días que siguieron.
Hostigaba a los médicos corriendo casi a la par de ellos en
los pasillos. Había sobre todo uno, Aguerre, a quien Nancy le
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tenía confianza. Iba al lado de él y se le echaba encima. Astuta, dejó de inquirir por Víctor cuando él se negó a darle un diagnóstico.  Le preguntó en cambio si siempre era tan reservado, si no hablaba nunca más que así, con medias palabras. “¿Siempre, siempre?”, le había preguntado Nancy. Luisa apenas si podía seguirles el paso. Aguerre giró de pronto hacia Nancy que tropezó y estuvo a punto de caerse. “Tendrías que descansar, chiquita”, le dijo el médico mientras la sostenía. Después, Luisa ya no lo oyó. Le hablaba a Nancy en voz baja. “Habría que darles propina”, comentó Nancy más tarde. “Eso es para las enfermeras”, dijo, incómoda, Luisa. “Mejor picar alto, querida”, había retrucado Nancy. Después, de pronto furiosa, le preguntó: “¿De esas hijas de puta vas a conseguir algo? ¿No las oíste? A Víctor lo tocan de lejos, pero le conocen bien las marcas que tiene en el culo y se ríen”. Nancy propagaba ese mudo infierno que todos llevaban dentro y los transformaba, también a John y a ella misma, Luisa, en condenados por los oscuros juicios que jamás se habían animado siquiera a poner en palabras. Lo que en el hospital pensaran de ella y de Víctor a Nancy le importaba un cuerno, pero de esos juicios podían derivar omisiones, negligencias, acciones mecánicas y desganadas, y atenta a eso estuvo Nancy como lo había estado ella misma, Luisa, en la playa.  YJohn, mientras tanto, la eludía. Luisa se encargaba de repetirle a Nancy lo que le conseguía arrancar, pero el único dato concreto que le dijo en el primer momento —que a Víctor lo habían golpeado antes de hacerle tragar una droga de uso poco común— casi de inmediato se volvió el repertorio de frases hábilmente ambiguas con que todos los médicos evitan un diagnóstico negativo. Luisa se vio obligada a infundir confianza a Nancy con lo poco bueno que oía, mientras trataba ferozmente de olvidar lo último que John había aseverado de forma rotunda: en un organismo tan maltratado por la mala alimentación y las drogas como el de Víctor, el corazón y los pulmones podían dejar de responder en cualquier momento.
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Tres días después de la mañana en que habían ido a buscar a Víctor a la estación, Luisa llegó al hospital y por primera vez vio a Nancy inmóvil en uno de los bancos de madera del corredor.  Le había llevado un momento reconocerla porque la chica se había cambiado de ropa. Ese tiempo que había tomado para sí y también el aspecto más formal se le volvieron un presagio tan temible que sólo atinó a pensar si ya le habrían avisado a John y, enseguida, dónde podría encontrarlo ella en ese momento.  A su alrededor todo se quedó quieto hasta que Nancy giró la cabeza y le vio los ojos enrojecidos y lejanos. Entonces se adelantó.  Tenía que aferrar a Nancy porque en cualquier momento también se podía ir, como Víctor.
La chica dijo apenas una frase confusa. Sin lástima, Luisa la sacudió. ¿Estaba mejor, entonces? Nancy aseguró que sí, desde ayer a la noche. Cuando le pasó un brazo sobre los hombros, Luisa se dio cuenta de que también se había bañado, y quiso reírse, pero Nancy la enlazaba llorando hasta la desesperación. La noche anterior, John, que acompañaba la camilla de Víctor hasta la sala, le había dicho que tendría que presentarse a declarar. El que había envenenado a Víctor era el hombre que la protegía.  Luisa siguió abrazándola en silencio. Era la primera vez que veía a Nancy así, tan débil de pronto, que era como tener entre los brazos a una chica que podía ser su hija. De la cabeza hundida en su hombro sentía subir un perfume igual al suyo, y ese olor y ese cuerpo la enmudecían. Cuando se fue calmando, Luisa le dijo que iba a ir hasta la sala. Mientras, Nancy podía lavarse la cara, olvidar todo eso; ahora que además estaba limpia, agregó, casi acunándola y riendo, que ya no tenía el apestoso olor a sobaco de ayer.
Cuando se puso de pie, la chica buscaba su cartera. Poco a poco se fue distrayendo y al fin se quedó quieta.
Peinate, arregla esa cara —le recordó Luisa.
Nancy se echó hacia atrás. Sin fuerza, el cuerpo había enmudecido.  El raro color amarillo de los ojos le hizo preguntar-173 se una vez más de dónde vendrían, pero no podía escrutarla así cuando ella se abandonaba.
Se dio cuenta enseguida de cuál era la cama de Víctor por las mamparas de lona. A los pies había una silla que seguramente le habían acercado a John. Luisa miró la cápsula traslúcida del suero y, sin darse cuenta casi de lo que hacía, rodeó la cama para acercar el soporte de metal. Víctor, que la había oído, abrió los ojos.
Soy Luisa, la amiga de Nancy —le dijo. La expresión plácida del rostro en la que ningún gesto, ni siquiera una leve arruga en el ceño, indicó curiosidad ni sobresalto, le indicó que la había reconocido; entonces, llevada por el alivio, le hizo un guiño y el chico sonrió apenas.
El brazo derecho estaba tendido a lo largo del cuerpo, ofrecido a la aguja por donde penetraba el suero. La mano izquierda, que descansaba sobre el pecho, hizo lentamente un movimiento.  Luisa volvió a rodear la cama, puso su mano sobre la del chico y se quedó inmóvil. Víctor, con un gesto tan lento que sólo pudo comprenderlo cuando concluyó, había hecho girar la mano y se la apretaba. Se quedó a su lado hasta que él volvió a dormirse, y fue aflojando la presión. La enfermera pasó dos veces y la miró con desconfianza. Luisa no podía dejar de sonreír.  Cuando salió de la sala, Nancy ya no estaba en el corredor.  Fue hasta el jardín. No necesitaba preguntarse de dónde la mano de Víctor había sacado fuerzas para darle ese apretón. Con ese mismo ímpetu ella había sobrevivido en la infancia. En cada encuentro los chicos le habían recordado la astucia, las tretas, la dura fuerza del que sobrevive. Al fin comprendía que lo que venía buscando en ellos no era el llanto después de los golpes, sino el ímpetu que vuelve a nacer en la ira del propio desvalimiento.  Un médico enfundado en su bata blanca la cruzó en un sendero del jardín. Mientras él se alejaba hacia uno de los pabellones del hospital, Luisa se quedó mirándolo. Ya no necesitaba explicarle nada a John, ya nunca más a nadie.
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Envuelta en su estado de beatitud, cuando John la llamó, le pidió que fueran a tomar una cerveza a algún lugar abierto y agradable. No le parecía una exigencia fuera de época, por lo menos, pero él pasó a buscarla con cara de agotamiento, como si ella hubiera sumado otra tarea a un día demoledor. Cuando llegaron a la Costanera, Luisa se quedó mirando el río, lila a esa hora en las cercanías del muro donde los pescadores fijaban las cañas y daban unos pasos distraídos. A John ni el más ancho del mundo ahí nomás, del otro lado del muro, parecía bastarle, porque pidió agua mineral y, sin esperar que el mozo volviera, disparó su malhumor de una manera tan violenta y equívoca, que Luisa de inmediato reaccionó.
Habían sido tan intensas y desagradables las primeras palabras de la conversación que enseguida los dos callaron. En el río, la luz abandonaba un agua cada vez más gris. Cuando Luisa iba a volver a hablar, sacudió la cabeza y se interrumpió.
Iba a llamarte John —dijo al fin—. Hasta hace unos días eras John y ni me daba cuenta. Te conocí con ese nombre. Ayer, en el hospital, la mujer que te esperaba en la sala te dijo Juan y me sorprendí. ¿Quién era?
Ahora era Juan el que miraba el río. Después, giró la silla hacia atrás, le hizo un gesto al mozo y ascendió hasta la cerveza.
Nadie —dijo—. Una compañera de equipo. —Cambió el tono y trató de mostrarse cortés—. Va a llamarte, quiere ofrecerte algo. Le caíste muy bien.
Mira vos, qué amable -^dijo Luisa—. Y yo, que solamente estaba pensando dónde diablos se había metido Nancy.  No fue el médico, sino el hombre Juan quien abrió los brazos, apoyó las manos en cada extremo de la mesa y buscó con cuidado las últimas palabras que se iban a decir sobre el tema.
Víctor pagó por Nancy—dijo—. Pero lo salvamos. Basta
ya de Nancy, por favor.
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Lo malo de la cerveza o del vino o de la uva, la cebada o el centeno o cuanto maldito grano o fruta se destila o fermenta era que a Luisa le hacía cantar las neuronas un instante antes de matarlas.
¿Qué te dijo esa compañera tuya? —preguntó—. ¿Por qué fue a buscarte hasta el hospital?
La cebada había hecho su efecto y él ya no podía seguir mirando el río.
El único apestado ahora soy yo —dijo—. Me pusieron en cuarentena. Dicen que tienen que discutir mi actuación. Para ellos, al parecer, yo soy el culpable. Actué con precipitación, en contra de todas las reglas que se siguen cuando se saca a un chico de la calle.
CAPÍTULO XVII
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J
En el Hogar, Víctor llevó siempre la cabeza atada con un buzo verde de mangas largas. Se lo había puesto por primera vez para protegerse del sol cuando trabajaba en la huerta, y debió gustarle tanto que no se lo quitó más. A Luisa el buzo le servía para reconocer a Víctor desde lejos y esquivarlo. Habían entrado a la institución con dos semanas de diferencia y, en ese lapso, Víctor se había mostrado mucho más perspicaz y maleable para adaptarse a los hábitos del Hogar que ella. Luisa lo veía moverse dentro del grupo de muchachos, a veces expectante, otras activo, dejándose llevar en cada momento por los flujos, alerta y a la vez relajado. A ella, más que el trabajo que había aceptado, eran las reuniones con el equipo de profesionales las que la hacían levantarse de pronto de la silla.
Lo único que hasta entonces había podido entender era que cualquiera de los temas de la orden del día arrastraba una historia que ella hubiera dividido en cuatro etapas: proyecto entusiasta, fracaso, autocrítica, nueva experiencia cautelosa. La animaban a opinar, pero no le parecía muy inteligente recomendarles cautela, o animarlos después del fracaso y menos aún cebarse en la crítica.  Por ahora prefería oírlos, decía, y le daba a alguno una palmadita cautelosa o alentadora. Después, se levantaba a cebar un mate.
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La tarde en que vio a Víctor deslizarse hacia la angosta franja que separaba el galpón de cinc del camino, la certeza de que ahí no tenía nada que hacer le hizo sospechar que de un momento a otro iba a trasponer esos pocos metros para rugarse, y dio un breve grito de alerta. El resto del grupo estaba hundido en las últimas profundidades del fracaso. Alguien emergió un momento para explicarle que no era ésa la manera como se fugaban los chicos. Luisa, más por sacarlos del trance que por convicción, insistió; lúgubres, le contestaron: “Ahí está el espejo”.  Y efectivamente era así. Uno de los vidrios de la ventana, roto, había sido reemplazado por un espejo con poco azogue, y Víctor, que se acababa de sacar el buzo de la cabeza, se plantó delante.
Hacía exactamente dos meses que Luisa lo había visto revolcarse sobre la playa de la autopista. Ahora podía afirmar que no había ningún otro cuerpo, ni siquiera el de Nancy, que le hubiera exigido tanto. Víctor se miraba en la bruma del espejo y quién sabe qué vería. Para ella era un muchacho que se había vuelto más robusto, casi saludable y, por eso mismo, misterioso.  Víctor había sido un cuerpo esmirriado junto al de Nancy en Constitución; en la playa de la autopista, un agonizante sacudido por el veneno. Cuando volvió a encontrarlo era ya casi un hombre joven, más resistente que ágil, igual a cualquier otro muchacho de piel cetrina y ojos oscuros. Después de tantas mudanzas, a pesar de la memoria anterior que por lo visto su sangre acarreaba, ¿quién era Víctor?
Sin tantas cavilaciones él, para saber quién era, se había desatado
el buzo. Ahora lo extendía con esmero sobre una plancha
oxidada, tironeándolo verticalmente, como si quisiera devolverle
a la prenda su forma original. Sobre la plancha, el buzo
le reveló a Luisa un cuello blanco, volcado, de algodón. Podía
ser, a lo mejor había sido, una camiseta de las que se usan para
jugar rugby. A Víctor el rugby no debía decirle mucho porque,
después de abrochar los botones de la cartera, plegó el buzo
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comenzando por la parte superior hasta que llegó a las mangas, que se volvieron así la cinta estrecha de un delantal. Entonces volvió a mirarse, sacó un peine del bolsillo y echó hacia atrás el pelo que le caía sobre los ojos. Al parecer olvidado del buzo, se observó de frente; luego, volvió la cabeza y, cuando Luisa esperaba verlo apropiarse de esa mirada que pertenece a los otros, la que puede observar el perfil, la ciega espalda, la nuca, él alzó repentinamente los ojos y los clavó en el ángulo de la ventana desde donde ella lo espiaba. La había sorprendido. De un momento para otro, de las manos indecisas de Víctor dependió todo entre ellos. Aunque fuera de la manera mecánica que entre los muchachos era habitual, podía dirigirle un ¿esto grosero y Luisa debería responderle; pero también, y en ese caso él sería el ofendido, las manos podrían esbozar un ademán de rechazo. Luisa lo había visto pavonearse; se había inmiscuido en su intimidad.  Con toda seguridad, en alguna de sus etapas de autocrítica el grupo había achacado la culpa del fracaso a la indiscreción.  Debido a su negligencia Luisa había caído en la más oscura falta.  La nueva experiencia cautelosa: esconderse mejor la próxima vez que espiara a Víctor era una etapa más que remota. Machacando la ventaja que le llevaba, Víctor actuó con calma. Alzó el buzo hasta la cabeza sujetándolo con las dos manos, colocó el centro justo de la tela sobre la frente y luego ató las mangas sobre la nuca. El cuerpo de la prenda le protegía del sol la parte posterior de la cabeza y los hombros. La vincha que formaba la larga tira impedía que el pelo le cayera sobre los ojos y todavía las mangas podían servirle para limpiarse el sudor de la cara.  A Luisa no le quedaba otra que aplaudir ese acto económico y útil. Podía, en todo caso, alentar a la psicóloga que estaba hablando, una vez más, de la importancia de consolidar los hábitos.  Ya se había vuelto a medias hacia la sala, cuando un estrépito la sobresaltó. Pensó en el espejo, pero era la chapa de hierro.  Víctor había tomado una de las vigas como si fuera un garrote o una espada y le pegaba mandobles. La acción era violenta, pero 179 ninguno de los que estaban alrededor de la mesa se acercó a observarlo. Si Luisa los hubiera llamado, eran capaces de decirle que esos actos fuera de control ya se habían discutido. Cuando concluyó de golpear el hierro, Víctor dio un par de patadas alegres en el aire y se alejó.
Luisa regresó a la mesa. La reunión ya había terminado su ciclo y todos abandonaban las sillas con cautela. En la escalera exterior se acumulaban los resultados más artísticos del taller de herrería. Un friso de flores de lis coronaba las rejas; aunque todavía pendían o se encaramaban oscuros sobre postes de madera, dos horas más tarde los faroles de hierro forjado iban a iluminar el jardín. Luisa se demoró observando el gallo de la veleta como si fuera un estreno y miró, a través de los puntos cardinales, al grupo de muchachos reunidos cerca del galpón. La cabeza verde de Víctor estaba en cualquier lugar, cómoda, bien sujeta al cuerpo que por fin había reconocido. A ella, en ese atardecer sofocante de verano, lo que la esperaba era el largo regreso a su casa en alguno de los autos de alquiler que proliferaban por el conurbano. “Remis”, decían algunos, “remisses” enfatizaban otros. Sobre las persianas, en carteles caseros o impresos, se ofrecía la última changa.
Frente al Hogar había un larguísimo muro de ladrillos. Detrás, decían, se ocultaba un convento. Cuando llegara a su casa ella también iba a recluirse como una monja, una nun. No era más que dolorosa la esperanza de que John le hubiera dejado un mensaje en el contestador, y también era en vano que ella demorara la partida del Hogar esperando, como una adolescente, ver su auto estacionado a unos metros del portón, donde siempre lo dejaba cuando venía a visitar a Víctor, que desde los primeros días lo había reclamado. En una reunión que había atravesado de una manera vertiginosa sus cuatro etapas, sin duda alguna porque ella estaba presente, el equipo había aceptado cautelosamente esas visitas periódicas, pero Luisa sólo sabía de ellas por comentarios fugaces. John llegaba tarde, cuando en el 180 Hogar sólo quedaban los chicos y el personal que vivía ahí. Si Víctor y ella se esquivaban, John se había esfumado.  Afuera, alrededor, ahora, había concluido la superficie cubierta de piedras que aseguraban los techos de las casillas. El remise, remís, remisse ascendía por el puente. Durante todo el trayecto, el sol que iba bajando hacia el oeste le daba en los ojos.  Esa misma mañana la luz le había indicado que a partir de ese día comenzaba a declinar el verano. Un hábito pedagógico, éste de las estaciones, que bien podía discutirse en alguna reunión del Hogar. Más que ningún otro creaba sentimientos habituales en la gente, como la euforia del verano y la melancolía del otoño. Para Luisa era el fin de un tiempo que se había imaginado espléndido, a lo mejor viajero, en cualquier caso, en compañía.  En la ventanilla del encargado, su correspondencia opinaba que aún estaba a tiempo de cumplir sus sueños. La segunda quincena de febrero, decían dos folletos, era menos tumultuosa si todavía deseaba viajar, y más económica. Acerca de la compañía no prometían nada explícito, pero las imágenes de las familias tipo, que predominaban en enero, habían sido reemplazadas por hombres y mujeres de edad madura. A las tentadoras invitaciones al viaje se oponía un sobre alargado que Luisa dejó para el final. En cuanto lo abrió, el sello austero que lo encabezaba se anticipó al mensaje. El Instituto de la Universidad tenía el placer de comunicarle las fechas de inscripción para los cursos de inglés que se iban a dictar ese año. Más frío pero tan puntual como el sol de Kalnay, el ciclo escolar venía a recordarle, si todavía era necesario, que dentro de poco se iba a cumplir un año desde el día en que ella había hecho cola delante de la ventanilla del vestíbulo presidido por los bolilleros de bronce y había elegido, nada más que por una cuestión de horario, hay que ver qué pedestre puede ser el destino, la clase que se dictaba los lunes y miércoles de 9 a 10.30 a.m. en la 25th ofMay Street. ¿Se decía así?  Por irónico, trágico, espeluznante que fuera el mensaje, esa hojita que lo soportaba no era un ejemplar único. Una hoja idén-181 tica a ésa estarían leyendo ahora Richard en su terraza, Dora detrás de los sucios vidrios de su departamento, a lo mejor la ex de John en el hogar que él había abandonado, Alina con su carita nuevamente avispada, Antonio por ahora sin su impermeable azul, y, si seguía, mejor que se pusiera a tomar lista como lo hacía Betsy. Hojitas como ésa se estarían acumulando en la portería de aquel fugaz departamento que había ocupado Nancy y junto a la rendija de la puerta de entrada de todos aquellos que continuarían este año ascendiendo, nivel a nivel.
Y ahora ella, con esta hojita, ¿qué hacía? Dado que rasgarla con violencia en cuatro y tirarla a la basura era un gesto patético, poco acorde con la mesura que venía interiorizando en su nuevo lugar de trabajo, ¿dónde demonios la guardaba? ¿En el East-WestlA, IB, o 2? ¿Sobre la pila intacta formada por los libros y el cuaderno que el 13 de diciembre pasado a la noche había metido a las apuradas en algún cajón? Durante esos dos meses debía haber fermentado, sádica, para estallarle en la cara apenas ella realizara los gestos inocentes de aferrar la manija, deslizar sobre sus guías la madera vieja, asentada, y luego sonreír, boba, con sorpresa, cuando volviese a ver las portadas de los libros escolares que duermen durante el verano. Eso mismo debía hacer. Si tenía valor.
Encima de todo estaba el cuaderno con sus notas, que a veces, siguiendo el ritmo veloz de Betsy, había tomado en desorden.  Las leyó. ¿Había sido ella, Luisa, capaz de decir todas esas cosas? Recordaba más vividamente las aulas, el magnífico y destartalado edificio, los grupos que formaban sus compañeros, que la mitad de esas frases. Tan ingenua o demorada como la del East-West, la idea que entonces tenía de lo que significaba para los jóvenes aprender un idioma. “Un poco más lejos de la puta calle”, había dicho Antonio, apenas protegido por su impermeable azul. Eran pocos los que no iban a quedar en el camino, eso sí que Alina lo tenía claro. Cerró el cuaderno. El canto de las hojas se había arrugado con el agua. Casi en el vértice, las on-182 das que formaba el papel tenían un matiz rojizo, pero no había habido rojo de sangre ni de pedregullo en esa playa asfaltada.  Richard debía sentirse tan solo y triste como ella. Con la hoja que le habían enviado del Instituto de la Universidad todavía en la mano, fue hasta el teléfono y lo llamó.
Fueron veladas apacibles. Luisa alababa de buen grado las grotescas azaleas. Ya fuera por desesperación, ya por necesidad, descubrió que en esa nueva etapa la amistad no podía ser espontánea.  Torcía las palabras, se obligaba a mentir en cuanto advertía en Richard un signo apenas perceptible de retirada, un cambio de temperatura. A medida que la elíptica del sol fue declinando, la necesidad de su compañía se volvió angustiosa. En el Hogar, la bruma matutina, las escasas estufas, el olor de los cuerpos que, por una razón misteriosa, tiende a expandirse con el frío, le demostraban que era una idea prudente almacenar la energía de los sentimientos para los días tristes y monótonos, pero a ella ya se le había terminado. Su tristeza debió filtrarse porque Richard comenzó a dar señales de cansancio. Luisa aceptó sin reproches que él postergara algunas veladas y cuando volvió a reclamarla, se propuso ser animosa. Al rato de estar en su departamento descubrió que debía enfrentar algo que escapaba a su dominio. Richard había recibido en esos días una visita, seguramente femenina. Volvía a estrenar el desgraciado pañuelo de seda al cuello, un blazer de tweed, y tenía todo el aspecto de estar viviendo una nueva primavera que, en su interior, una vocecita nada domesticada calificó de senil. No había tenido ni tiempo de llamarse al orden cuando la maligna voz interior agregó que por lo visto a Richard, con el paso del tiempo, las azaleas perennes lo habían llevado a ignorar las estaciones de la vida. Era increíble lo estimulante que resultaba esa voz maligna, pero si ella continuaba muda mientras la oía, no lograría pelear su lugar.
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¿Tuviste visitas? —preguntó.
Richard —reblandecido, opinó la voz— se sonrió.
Algunas —dijo, y miró la hora.
Estoy de más —aseguró Luisa.
Richard negó con la cabeza y encendió la televisión. Quería ver el noticiero, sencillamente. Luisa, si era tan amable, podía ocuparse de los whiskies.
En la pantalla acababa de aparecer la imagen del presidente.  Cuando Luisa iba a hablar Richard le chistó. Valía la pena el silencio. El presidente acababa de anunciar que, a partir de cuarto grado, todos los niños del país aprenderían obligatoriamente inglés. “Asombróse un portugués”, dijo Richard. Luisa lo miró incrédula. ¿Acaso él conocía ese versito bobo? Richard se encogió de hombros y lo recitó: “Asombróse un portugués / al ver que en su tierna infancia / todos los niños de Francia / supieran hablar francés”. Luisa tampoco podía olvidarlo: su padre lo declamaba cuando quería burlarse del frenético entusiasmo por las lenguas extranjeras de sus compatriotas criollos.  “Pero no tiene mucho que ver con esto”, dijo Richard. Luisa, después de algunos ensayos, intentó adaptarlo a la época:
“Asombróse un presidente / al ver que en su triste tierra / niños cubiertos de mierda / tuvieran blanca la mente”. La versión era de barricada, opinó Richard. Luisa, seguramente contagiada por sus actuales compañeros de trabajo, se estaba deslizando sin vergüenza hacia las consignas. Y ahora, dijo, quería ver el resto del noticiero en paz, pero la visita ya debía estar por llegar, porque antes de que la actualidad concluyera se levantó nervioso y apagó el televisor. Luisa volvió a mirarlo. No le venía a la cabeza ni una sola frase diplomática y el tiempo apremiaba. Al fin, se resignó.
Sacate mejor ese pañuelo —le dijo.
Era inevitable. Richard, ofendido, se llevó una mano al cuello, desató el pañuelo y lo guardó en un bolsillo. Estaba molesto.
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Pónete un sweater—aconsejó Luisa—. Un blazer es muy formal. Te envejece.
Él había pescado al vuelo el halago y volvió a sonreír.
Igual que Nancy —comentó.
Luisa se quedó muda.
Ustedes dos son iguales —insistió Richard—. ¿Nunca te
diste cuenta?
Luisa sacudió la cabeza.
Se hace tarde —dijo él—. Otro día hablamos.
Ahora mismo —ordenó Luisa—. O no me muevo de acá.
¿No ves? Igual de tercas y atropelladoras. Cuando tenga tu edad, Nancy va a ser como vos. Debe ser por eso que me dejé enganchar. Y ahora, ¿a qué viene esa cara de lela? ¿Por qué, si no, decime, estabas siempre pendiente de Nancy?
Cada dos por tres me sacaba de mis casillas.
Y con eso ¿qué? También deseabas que se hundiera en el infierno, o te retorcías de celos. Pero siempre, siempre era Nancy y Nancy. Y ella, lo mismo.
¿Ella habla de mí? —preguntó Luisa—. ¿Viene a tu casa?
Richard se encogió de hombros.
De vez en cuando me llama —dijo.
Es cierto que al principio me llevaba hacia el pasado
admitió Luisa—. La veía chica, sola, tratando de zafar en el apretón de la ciudad.
Richard ya se había puesto el sweater. Era mejor que el blazer, aunque le marcaba el vientre. Ahora que se había cambiado, tendrían que despedirse. No volvería a verlo.
Tu amiga ya está por llegar —afirmó. La tentación de hacerlo vacilar era irresistible—. Esta ¿cómo era que decías? Sí, ya sé, ¿supera la marca?
De inmediato Richard abrió la puerta.
No vas a empezar de nuevo conmigo —dijo, le apoyó una
mano en la espalda y la impulsó hasta el palier.
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Al día siguiente, al llegar al Hogar, vio a Víctor en las cercanías y luego, cuando bajó las escaleras después de la reunión, nuevamente cerca. Cuando se dio cuenta por fin de que Víctor no la esquivaba, y más aún cuando lo vio sacarse el buzo de la cabeza y toquetearlo nervioso, supo que él se le estaba aproximando de una manera cautelosa y lateral, pero el impulso de huida que la tironeaba era tan fuerte que sólo pudo detenerse y esperarlo.
Víctor, al parecer, simplemente la buscaba para hacerle un comentario casual, una pregunta. ¿Ellos también iban a estudiar inglés? Luisa sintió que su cuerpo perdía la tensión y se volvió locuaz. Por lo visto, todo el mundo había mirado televisión ayer a la noche. Con él ya eran varias las personas que se lo comentaban. Y bueno, ¿por qué no? Habría que pensarlo. Al fin y al cabo, ahora había métodos muy modernos, con videos y con cassettes. Víctor asintió, pero se quedó aguardando. Sus ojos ya no eran furiosos, ni tampoco turbios. Era una mirada calma, y, sin embargo, veloz. En un instante le había hecho recorrer todo el tiempo que habían vivido juntos, y en todas las imágenes y en todos los lugares estaba presente una muchacha.  Sólo entonces comprendió adonde la quería llevar con ese rodeo, pero el Hogar les imponía sus modales. Debía aproximarse al tema tan cautamente como Víctor. Justamente, dijo, Nancy y ella se habían conocido así, en un curso de inglés que dictaba la Universidad. A él, ¿Nancy no le dijo nunca que estudiaba inglés?  Víctor creía que sí. A Nancy le gustaba decir palabras que él no entendía, como en broma, a veces para molestarlo. Luisa rió; Nancy, cuando quería, era insoportable. Últimamente, ¿no la había visto? Víctor hizo un gesto de decepción. No sabía dónde encontrarla. Pero cómo, dijo Luisa, ¿no le había preguntado a John? ¿A Juan?, preguntó Víctor. Luisa apenas si pudo asentir. Juan creía que era Luisa la que debía saber dónde vivía Nancy, dijo Víctor, y, de inmediato, dio un cabezazo.
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No era un ademán muy sajón, pero sí era al menos leve y cauteloso, es decir acorde con el estilo del Hogar. Luisa miró distraídamente hacia el portón de entrada, donde la cabeza había apuntado, y después volvió a mirar a Víctor.
Creo —dijo— que podría conseguirte la dirección de Nancy.
Me parece —dijo Víctor— que él espera que te acerques
para llevarte hasta tu casa.
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Esta edición de 2.000 ejemplares
se terminó de imprimir en
Artes Gráficas Candil S.H.,
Ing. José Estévez, 2184 Bs. As.,
en el mes de septiembre de 2004.