Malva, Silvina Ocampo (Arg. 1903 a 1993). En Los días de la noche (1970).
Malva
Era preciosa, pero de improviso se volvía fea. Sus enormes ojos, sin perder el
brillo afiebrado, podían achicarse; su boca sin labios también. La recuerdo en
un casamiento rodeada de flores el día que la conocí. ¡Pobre Malva López!. Como
en las cabinas de transmisiones, en las paredes de su dormitorio había corcho;
como en las ciudades muy frías, géneros rellenos de guata; como en los cuartos
de juguetes para niños, colores celestes por todas partes. De igual modo los
picaflores instintivamente hacen sus nidos con el algodón del palo borracho,
que aísla los ruidos, con flores de tilo que son sedantes, con pétalos de
jazmines del cielo que son celestes. Yo sé que tomaba en lugar de té agua de
azahar y en lugar de aspirina, Sedobrol, que ya pasó de moda. No parecía sin
embargo nerviosa.
Cuando
pienso en esta historia creo que soñé, pero la prueba de que no sueño está en
los comentarios y chismes que oí a mi alrededor. La primera vez que Malva
mostró su desmedido grado de impaciencia fue en la escuela, cuando tuvo que
hacer un trámite para su hija. Media hora esperó que la atendieran en el patio
de la escuela, luego otra media hora en la secretaría. Oír canciones
folklóricas y zapateos en los pisos altos del establecimiento no bastó para
tranquilizarla.
Durante
ese lapso su impaciencia creció y la desfiguró. En el momento en que rompió con
los dientes uno de sus guantes, se le cortó la respiración. Lo sé por una de
las maestras de tercer grado que la vio. Cuando quedó sola —que esperara ese
momento prueba que se dominaba un poco— se comió el dedo meñique de la mano
izquierda. ¿Por qué el meñique y no el pulgar o el índice?. ¿Por qué el
meñique?. ¡Debía de ser tan incómodo!. Felizmente los guantes no estaban del
todo rotos y pudo esconder aquel día adentro del guante la mano ignominiosa.
Dicen que Malva no sabía contenerse. Nada más falso. ¿No fue acaso por obra de
su voluntad que contuvo la sangre de la herida que naturalmente hubiera corrido
a borbotones revelando su oprobio?. Los yoguis, los espiritistas, sólo ellos
pueden hacer estas cosas.
El segundo episodio ocurrió en un taxímetro,
que la conducía a Villa Urquiza, a visitar a una señora enferma. En el paso a
nivel de Belgrano R. bajaron las barreras en el preciso momento en que iba a
pasar. La demora fue interminable. Primero pasó un tren que cambió de vía,
después una locomotora que retrocediendo y adelantando maniobró como un
juguete, durante más de un cuarto de hora; después un tren de carga con fardos
de avena y animales; después un raudo y vano tren eléctrico. En el ínterin
Malva trataba de distraerse con unas plantas que vendían en un vivero,
emplazado en los bordes de las vías. Reconoció los nombres de algunas flores y
de algunas enredaderas. En un carrito estacionado junto al automóvil quiso
comprar unas naranjas; se las pusieron en una bolsita de papel agujereado y,
sin darle tiempo a subir al automóvil, cayeron y rodaron. Comenzó a crecer su
impaciencia de manera alarmante. Recogió sin embargo las naranjas, una por una,
para distraerse, pero no tuvo tiempo de llegar al automóvil; agachada,
recogiendo la última naranja, se comió la rodilla hasta el hueso. Como la vez
anterior no brotó sangre, como lo requería el caso. Subió al automóvil con la
naranja en la mano. La falda felizmente le cubría la rodilla y de ese modo
ocultó la herida, que era horrible.
El
tercer episodio fue en la fábrica de alpargatas de la calle Moreno. Como las
alpargatas iban a subir de precio, le convenía llevar por lo menos una docena.
Después de elegir las del color y la forma que le gustaban, las pagó para
apurar el trámite. El vendedor salió en busca de los doce pares de alpargatas.
Cada vez que volvía era para treparse a una escalera de mano y hurgar en las
estanterías. Malva creía que ya le entregaban las alpargatas restantes, pero el
hombre con rapidez desaparecía de nuevo. Malva empezó a impacientarse. Ella
misma, por su cuenta, empezó a probarse las alpargatas que sacaba de las cajas
y que no correspondían al número que buscaba. De tanto ponérselas y quitárselas
se le corrió un punto de la media Circe, el último par que le quedaba de un
precioso color de zanahoria. En cuclillas siguió probándose, hasta que la
portera del local, armada de una escoba, la barrió creyendo que era una sombra
un poco más abultada que las otras. En ese momento Malva se mordió el hombro;
era difícil pero en ciertos momentos, cualquiera hace una cosa difícil. El
mordisco llegó, como en las ocasiones anteriores, hasta el hueso, y atravesó
los tendones con suma facilidad.
A
partir de ese día la gente comenzó a comentar malignamente la mano estropeada
de Malva. Nadie pudo ver ni la rodilla, ni el hombro, ni otras partes
magulladas, siempre cubiertas; pero la mano, aun con el guante, no lograba
disimular la falta del dedo. Dijeron que en épocas anteriores a su casamiento,
Malva, con serias dificultades económicas, había trabajado en una fábrica de
embutidos y que ahí las máquinas le habían amputado un dedo. Mentiras todas, pues
Malva jamás había carecido de medios para vivir holgadamente. También dijeron
que en un picnic, a la hora de la siesta, un mono le había comido el dedo,
creyendo que era un ejemplar de la bananita llamada dedito de oro. Malva nunca
probó una banana, jamás fue a un picnic y menos en Brasil, donde hay tantos
insectos.
El
mundo es perverso, pero Malva ignoraba lo que decían de ella. Esto fue una
suerte, pues bastante desdichada era ya con lo que le sucedía. Sin poderlo
remediar, fue destruyendo, en sucesivos momentos de locura, las partes más
difíciles de alcanzar, de su carne. Por un ascensor demorado en algún piso, por
un teléfono público que se tragaba las monedas, por un trámite demasiado largo
en el Departamento Central de Policía, por una cola interminable formada en
queserías, donde se encaprichaba en comprar personalmente queso Parmesano, por
la conversación de una mujer charlatana, por la incompetencia de una vendedora
que se equivocaba de mercadería y explicaba por qué se equivocaba, sin traer nunca
la mercadería, quedaban pocas partes del cuerpo de Malva sin mordiscos que
llegaran al hueso. Ella, tan aficionada a vestirse con trajes de baño o de
baile, rehuía los veraneos y los bailes, porque no podía exhibir su piel.
En
los últimos tiempos en que mis amigos la vieron no necesitaba de casi nada para
impacientarse. La última vez fue por un pucho encendido, que el marido tiró
sobre la alfombra, recién traída de la tintorería. El espectáculo resultó
sorprendente. Yo no sabía que Malva tuviera tanta elasticidad en el cuerpo.
Hubiera podido trabajar de contorsionista en un circo. Se arqueó como una
víbora, y echando la cabeza hacia atrás, se mordió el talón, hasta
arrancárselo. Felizmente llevaba puesta una culotte negra, de otro modo el
espectáculo hubiera sido indecoroso. Había gente: el ministro de educación y
una pianista italiana, a la elegante luz de las velas. Algunas personas
estúpidas aplaudieron. El marido de Malva la arrastró, no sé dónde, fuera de la
sala. Una hora después apareció solo y anunció que su mujer se había sentido
mal y que se había acostado. Al alejarse, poniéndose bufandas, sombreros y
abrigos, las visitas murmuraron algunos lugares comunes: "Hay que nacer
acróbata", "Hay que empezar desde la infancia", "No se
pueden hacer esas cosas de un día para el otro", "Hay que dar tiempo
al tiempo", "¿Se acuerdan de Claudia, cuando se desnudó?",
"Y Roberto que perdió el brazo izquierdo", "Caramba,
caramba".
Al
día siguiente me anunciaron la muerte de Malva. Fui al velorio. Le habían
cubierto la cara con un velo espeso. Supe que no habían tocado ningún objeto de
su cuarto, para que yo eligiera, en memoria de ella, el que más me gustaba. Me
hicieron pasar. En el suelo quedaban aún las marcas de pasos mojados, sobre la
madera del piso, que comunicaba con el cuarto de baño. Las miré atentamente. No
eran improntas de pies humanos. Parecía que un perro o un lobo hubiera rondado
por ahí. Sobre su mesa de vestir miré el peine y el cepillo con restos de
cabellos. Pero, qué digo. No eran cabellos; nada de humanos tenían esos pelos
cortos, duros, negros, con las puntas rojizas. Al pie de su cama encontré tres
huesos, realmente preciosos, de forma caprichosa. Reconocí el buen gusto de
Malva, que descubría la belleza en todas partes. Pregunté a su marido para qué
Malva coleccionaba esos huesos, aunque bien sabía que eran adornos. Me
respondió que los usaba para afilar sus dientes. "Era tan excéntrica"
agregó con risa de lobo. Entonces recordé la risa contagiosa de Malva. Una risa
extraña, aguda, intempestiva, tal vez contagiosa. A veces yo misma me sorprendo
riendo así.
No creo que nadie la quisiera mucho; a mí se
me cayeron las lágrimas. ¿Acaso uno quiere a las personas por sus cualidades
morales?. El cariño es un misterio.
Volví
junto al cajón, que habían dejado solo, y arranqué el velo que la cubría, para
verla por última vez. Debajo del velo, que temblaba a la luz de los cirios, no
hallé nada, sino el horrible encaje tieso y blanco, destinado a adornar a los
muertos.
Nunca
sabré si Malva murió, si se destruyó íntegramente a mordiscos, si está
encerrada en algún lugar de la ciudad o en selvas de Brasil, donde a veces
sueño que se ha perdido, después de huir en un barco. Esta ciudad no era para
ella. Que terminara tan pronto de comer su propio cuerpo era humanamente
imposible. Yo creo que aún le quedaban muchos dedos, una rodilla, un hombro, la
nuca, las pantorrillas, todos sitios alcanzables para la boca de una
contorsionista como ella. No ha muerto, pensé, y esta sospecha me pareció más
horrible que la certidumbre de su muerte.
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