LA MUERTE Y LA MUERTE DE QUINCAS BERRO
DÁGUA, Jorge Amado
A la memoria de
Carlos Pena Filho ,
maestro de la poesía y de la vida ,
Berrito Dágua en
la mesa del bar ,
comandante defina palidez
en la mesa de póquer, que hoy navega en mares
ignotos con sus alas
de ángel, esta historia que le prometí contar .
"Que cada cual cuide de su entierro; no hay imposibles.
"
(Frase póstuma de Quincas Berro
Dágua, según Quitéria, que estaba a su lado .)
LA MUERTE Y LA
MUERTE DE QUINCAS BERRO DÁGUA por
Vinicius de Moraes
A la manera de dos
frases musicales, simples
y bellas, Jorge Amado acaba de escribir
las que , para
mí, son la me jor novela
y la mejor "nouvelle" de la literatura
brasileña: Gabriela, clavo y canela y La
muerte y la muerte de Quincas Berro
Dágua, publicada esta última en el número de junio de la revista
Senhor . Para asegurarme,
todavía anduve releyendo, estos últimos
días, Dom Casmurro ,
Quincas Bor ba y una
serie de cuentos del viejo Machado ; estilista más fino ,
sin duda, el escritor carioca , con la gracia de su cenicienta silogística y
la paciente ordenación de los personajes
en el tiempo y, en el espacio. El bahiano, a pesar
del refinamiento que , poco a poco
también está logrando, todavía se regodea en el zumo de su lenguaje, todavía se
toma las cosas a la ligera, como se dice. ¡Y menos
mal que
lo hace! Por que
si es verdad que
el estilo es el hombre, Machado es más estilo
que hombre, y Jorge Amado
más hombre que estilo .
Y es ésta, en última instancia -por lo menos
en mi opinión- la clase de escritores que realmente fecundan la lengua, que
realmente liberan a los personajes de su
propia, trama psicológica
y los hacen saltar , vivos
y ardientes, hacia este lado del libro.
No somos un país de grandes
prosadores . Algunos de los mejores son, para mí, poetas como Bandeira y
Drummond, o poetas incipientes ,
como Rubem Braga, que
es en este momento
-pese a la frecuente displicencia que la
obligación de la crónica diaria le impone- el mejor prosa dor del idioma .
Digo prosa , entiéndase bien. Grandes novelistas tenemos, algunos de los cuales unen
a la vocación - incomparables cualidades de estilo .
Infelizmente , en esta línea , el mayor de todos
ellos -según mi opinión- ha muerto:
Graciliano Ramos . Pero la mayoría de los
que procuran narrar
con estilo , siguiendo la huella del
viejo Machado, o por imperativo de su propia condición de escritor , dejaron secar
su lengua, no hicieron de ella un sabroso pan, fragante y esponjoso ,
sino que
produjeron finos bizcochos quebradizos, que se prueban una
vez con deleite
pero cuya repetición resulta empalagosa. A éstos prefiero, francamente ,
la negligencia estilística de un José
Lins, de un Jorge Amado de la primera época , de un Otávio de Faria; negligencia que , si bien
perjudica el placer sibarita de la lectura
cómoda, en nada les quita la capacidad
de crear mundos novelísticos donde los
personajes "viven".
Salí de la lectura
de ese extraordinario relato, yo que
andaba hastiado de literatura , con la misma
sensación que tuve, y que jamás se repitió, al leer las grandes
novelas y cuentos de los maestros rusos del siglo XIX, Pushkin, Dostoievski,
Tolstoi, y especialmente Gogol. Una sensación de bienestar físico
y espiritual que
sólo dan los placeres de la bebida y de
la comida cuando se tiene sed o hambre,
y los de la cama cuando se ama .
Quincas Berro Dágua representa, dentro de la novelística brasileña, donde ya hay alturas considerables, una
cumbre máxima . Una
cumbre a la que todos
los escritores jóvenes deben apuntar,
con una envidia sana y con un saludable
deseo de superarla. Tanto peor si no lo hicieren. (Publicado en última
Hora , Rio de Janeiro , 1959).
I
Escuchadas, sin embargo , por
testigos idóneos, ampliamente comentadas en las laderas y en las callejuelas
recónditas, las últimas palabras, repetidas de boca
en boca , representaron, en la opinión de
aquella gente , más que
una simple despedida
del mundo un testimonio profético , un mensaje de profundo
contenido (como escribiría algún joven autor de nuestro tiempo).
Hubo testigos
idóneos, como Mestre
Manuel y Quitéria Ojo Asombrado, mujer de palabra; y a pesar
de eso hay quien niega toda autenticidad
no sólo a la admirada frase póstuma sino
también a todos los acontecimientos de
aquella noche memorable, cuando en hora
dudosa y condiciones discutibles, Quincas Berro
Dágua se zambulló en el mar de Bahía y
partió para nunca
más volver . Así es el mundo ,
poblado de escepticos y pesimistas, atados, como
el buey al yugo, al orden y a la ley, a los procedimientos habituales, al papel sellado. Ellos exhiben, victoriosamente, el certificado de defunción firmado por
el médico casi a me diodía,
y con ese mero papel
-sólo porque contiene letra impresa y estampillas- pretenden borrar
las horas intensamente vividas por Quincas Berro
Dágua hasta su partida ,
por libre y espontánea voluntad, como declaró en alto
y buen tono, a los amigos y otras
personas presentes .
La familia del
muerto-su respetable hija y su circunspecto yerno, empleado público de
promisoria carrera; tía Marocas y su hermano menor, comerciante de modesto
crédito bancario- afirma que toda la historia no pasa de ser un grosero embuste
de borrachos inveterados, de atorrantes al margen de la ley y de la sociedad,
sinvergüenzas cuyo paisaje debieran ser las rejas de la cárcel y no la libertad
de las calles, el puerto de Bahía, las playas de arena blanca, la noche
inmensa. Cometiendo una injusticia, atribuyen a esos amigos de Quincas toda la
responsabilidad por la desdichada existencia que éste vivió en sus últimos
años, después de haberse convertido en disgusto y vergüenza de la familia. A
tal punto, que no se pronunciaba su nombre ni se comentaban sus andanzas en
presencia de los inocentes niños, para los cuales el abuelo Joaquim, de nostalgiosa
memoria, había muerto hacía ya mucho tiempo, decentemente rodeado por la estima
y el respeto de todos. Lo cual nos lleva a comprobar que hubo una primera muerte,
si bien no física por lo menos moral fechada años antes; y que las muertes
habrían sido en total tres, lo que hace de Quincas un recordman de la muerte, un
campeón del fallecimiento, dándonos derecho a pensar que los acontecimientos
posteriores desde el certificado de defunción hasta la zambullida en el mar-
fueron una farsa montada por él mismo con la intención de amargar la vida de
los parientes y arruinarles la existencia, hundiéndolos en la vergüenza y la
maledicencia callejera. No era él hombre respetable y correcto, a pesar del
respeto que profesaban sus compañeros de juego a un jugador de suerte tan
envidiada, a un bebedor de aguardiente tan larga y conversada.
No sé si el
misterio de la muerte (o de las sucesivas muertes) de Quincas Berro Dágua puede
ser completamente descifrado. Pero lo intentaré, como él mismo aconsejaba,
pues lo importante es intentar, aun lo imposible.
II
Según la familia,
los atorrantes que contaban, por calles y laderas, frente al Mercado y en la
Feria de Agua de los Niños, los últimos momentos de Quincas (hasta el
repentista Cuíca de Santo Amaro (1) compuso una obra en versos de pie quebrado,
un folleto que se vendió muchísimo) ofendían la memoria del muerto.
(1) Improvisador;
cantante popular, que improvisa coplas y las canta acompañándose con la
guitarra.
Y memoria de
muerto, como todos saben, es cosa sagrada, no es algo para andar en la boca
poco limpia de borrachines, jugadores y traficantes de marihuana. Ni para
servir de rima pobre a cantantes populares en la entrada del Elevador Lacerda,
por donde pasa tanta gente de bien, incluso compañeros de trabajo de Leonardo
Barreto, el humillado yerno de Quincas. Cuando un hombre muere, se reintegra a
su más auténtica respetabilidad, aunque haya cometido locuras en su vida. La
muerte borra, con su mano de ausencia, las manchas del pasado; la memoria del
muerto brilla como un diamante. He aquí la tesis de la familia, aplaudida por
vecinos y amigos.
Según ellos,
Quincas Berro Dágua, al morir, había vuelto a ser aquel antiguo y respetable
Joaquim Soares da Cunha, de buena familia, funcionario ejemplar de la Dirección
de Rentas de la Provincia, de paso mesurado, barba rasurada, saco negro de
alpaca y portafolio bajo el brazo, escuchado con respeto por los vecinos,
opinando sobre el tiempo y la política, jamás visto en un bar, hombre de
aguardiente casera y moderada. En realidad, en un esfuerzo digno de aplauso, la
familia había conseguido que así brillase sin tacha la memoria de Quincas
desde algunos años antes, cuando lo decretaron muerto para la sociedad. Si,
obligados por las circunstancias, se referían a él, hablaban en pasado.
Pero lamentablemente,
de vez en cuando algún vecino, un colega de Leonardo o una amiga habladora de
Vanda (la hija avergonzada) encontraba a Quincas o llegaba a saber algo de él
por intermedio de terceros. Era como si un muerto se levantase de la tumba para
manchar la propia memoria: Quincas borracho, tendido al sol en plena mañana,
en las inmediaciones de la rampa del Mercado, o sucio y harapiento, inclinado
sobre los naipes grasientos en el atrio de la Iglesia del Pilar; o cantando
con voz enronquecida en la Ladera de San Miguel, abrazado con negras y mulatas
de mala vida. ¡Un horror!
Cuando finalmente,
aquella mañana, un santero establecido en la Ladera del Tablón llegó afligido
a la pequeña pero bien arreglada casa de la familia Burreto, y comunicó a la
hija Vanda y al yerno Leonardo que Quincas había definitivamente estirado la
pata, había muerto en su pocilga miserable, un suspiro de alivio se escapó al
unísono del pecho de los esposos. De allí en adelante, la memoria del jubilado
de la Dirección de Rentas de la Provincia ya no se vería perturbada y
arrastrada en el fango por los actos irresponsables del vagabundo en que se
había transformado al final de la vida. Había llegado el tiempo del merecido
descanso. Ya podrían hablar libremente de Joaquim Soares da Cunha, elogiar su
conducta de funcionario, de esposo y padre, de ciudadano, señalar sus virtudes
como ejemplo para los niños, enseñarles a amar la memoria del abuelo, sin recelo
de cualquier sobresalto.
El santero, un
viejo flaco de pelo crespo y canoso, se extendía en detalles: una negra,
vendedora de mingau (papilla de mandioca), acarajé (bollitos de poroto fritos
em aceite de dendé,com salsa de camarón), abará (similar al anterior) y otros
manjares, tenía un importante asunto que tratar con Quincas aquella mañana. Él
le había prometido conseguir ciertas hierbas difíciles de hallar e imprescindibles
para los rituales del candomblé (Rito religioso afro-católico). La negra había
acudido a buscar las hierbas, era urgente tenerlas, estaban en la época
sagrada de las fiestas de Xangó. (divinidad relacionada com el rayo y el fuego)
Como siempre, la
puerta del cuarto, en lo alto de la empinada escalera, estaba abierta. Hacía
mucho que Quincas había perdido la llave centenaria. Además, se sabía que en
realidad la había vendido a unos turistas, en un día de mala suerte en el
juego, atribuyéndole una historia llena de fechas y detalles y promoviéndola a
llave bendita de iglesia. La negra llamó y no obtuvo respuesta; pensó que
todavía dormía y empujó la puerta. Tendido en el catre, sobre la sábana negra
de suciedad y con una colcha rasgada cubriéndole las piernas, Quincas sonreía.
Era su habitual sonrisa acogedora, ella no se dio cuenta de nada. Preguntó por
las hierbas prometidas, y él sonreía sin responder. El dedo grande del pie
derecho salía por un agujero de la media, los zapatos rotos estaban en el piso.
La negra, afectuosa y acostumbrada a las bromas de Quincas, se sentó en la cama
y le dijo que estaba apurada. Se admiró entonces de que él no extendiese la
mano libertina, acostumbrada a los pellizcones y toqueteos.
Observó una vez
más el dedo grande del pie derecho y lo encontró extraño. Tocó el cuerpo de
Quincas. Se levantó, alarmada, y le tomó la mano: estaba fría. Bajó las
escaleras corriendo y desparramó la noticia.
Hija y yerno oían
sin ningún placer aquellos detalles de negra y hierbas, toqueteos y candomblé.
Meneaban la cabeza y apuraban al santero, hombre calmo, amigo de narrar una
historia con todos los detalles. Sólo él conocía la existencia de los parientes
de Quincas, revelada en una noche de gran borrachera, y por eso había acudido.
Adoptaba una fisonomía compungida para presentar "su sentido pésame".
Era hora de que
Leonardo fuese a la Repartición. Le dijo a la esposa:
-Es mejor que vayas primero. Yo pasaré por la Repartición
y no tardaré en llegar. Tengo que firmar. Hablo con el jefe...
Invitaron a entrar
al santero y le ofrecieron una silla en la sala. Vanda fue a cambiarse de ropa.
El santero empezó a hablar de Quincas, decía que en la Ladera del Tablón todos
lo querían. ¿Por qué se habría entregado él -hombre de buena familia y
posición, como el santero podía constatar al tener el placer de trabar
conocimiento con su hija y su yerno- a aquella vida de vagabundo? ¿Algún
disgusto? Así debía ser, sin duda. Tal vez la esposa le ponía los cuernos, eso
sucedía muchas veces. Y el santero se ponía los dos índices en la cabeza, con
expresión interrogante y licenciosa.
-¡Doña Otacília,
mi suegra, era una santa mujer! El santero se rascaba la barbilla, pensativo.
¿Por qué sería, entonces? Pero Leonardo no respondió, fue a atender a Vanda,
que lo llamaba desde el dormitorio.
-Hay que avisar...
- ¿Avisar? ¿A
quién? ¿Para qué?
-A tía Marocas y a
tío Eduardo.. A los vecinos... Invitar al entierro...
-¿Para qué avisar
tan pronto a los vecinos? Avisaremos después. Si no, va a ser un chismorreo
endemoniado.
-Pero tía
Marocas...
-Yo hablo con ella
y con Eduardo, después de pasar por la Repartición. Y es mejor que te apures,
antes de quo ese Fulano que vino a traer la noticia salga por ahí
desparramándola.
-Quién diría...
Morir así, sin nadie...
-¿Quién tuvo la
culpa? Él mismo, por loco.
En la sala, el
santero admiraba un retrato en coloreo de Quincas; era un retrato antiguo, de
unos quince años atrás, de un señor apuesto, de cuello duro, corbata negra
bigotes em punta, cabello lustroso y mejillas rosadas. Al lado, en un marco
idéntico, con la mirada acusadora y la boca de expresión dura, estaba Doña
Otacília, con un vestido de encaje negro. El santero estudió la agria fisonomía
-No tiene cara de
mujer que engaña al marido. En compensación, debe de haber sido un hueso duro
de pelar, ¿Santa mujer? No creo.
III
Unas pocas
personas, gente de la Ladera, espiaban el cadáver cuando Vanda llegó. El
santero informaba en voz baja:
-Ésa es la hija.
Tenía hija, yerno, hermanos. Gente distinguida. El yerno es funcionario, vive
en Itapagipe, en una casa de primera.
Se apartaron para
dejarla pasar, esperando verla abalanzarse sobre el cadáver, abrazarlo
deshecha en lágrimas, quizá sollozando. En el catre, Quincas Berro Dágua, con
sus pantalones viejos y remendados, la camisa rotosa y un enorme chaleco
grasiento, sonreía como si se divirtiese. Vanda se quedó inmóvil, contemplando
el rostro sin afeitar, las manos sucias, el dedo grande del pie saliendo por
el agujero de la media. Ya no tenía lágrimas para llorar ni sollozos para
llenar el cuarto; había desperdiciado unas y otros en los primeros tiempos de
la locura de Quincas, cuando ella había hecho reiteradas tentativas para
llevarlo de vuelta a la casa abandonada. En ese momento se limitaba a mirarlo
con el rostro ruborizado de vergüenza.
Era un muerto poco
presentable, cadáver de vagabundo fallecido por casualidad, sin decencia en la
muerte, sin respeto, riéndose cínicamente, riéndose de ella y sin duda también
de Leonardo y del resto de la familia. Cadáver para la morgue, para ser llevado
en el furgón de la policía, servir después a los alumnos de la Facultad de
Medicina en las clases prácticas y ser finalmente enterrado en la fosa común,
sin cruz y sin inscripciones. Era el cadáver de Quincas Berro Dágua, borrachín,
descarado y jugador, sin familia, sin hogar, sin flores y sin rezos. No era
Joaquim Soares da Cunha, correcto funcionario de la Dirección de Rentas de la
Provincia, jubilado después de veinticinco años de buen y leal servicio, esposo
modelo ante quien todos se sacaban el sombrero para estrecharle la mano. ¿Cómo
puede un hombre, a los cincuenta años, abandonar la familia, la casa, los
hábitos de toda una vida, los antiguos conocidos, para vagabundear por las
calles, beber en los bares baratos, frecuentar el burdel, vivir sucio y
barbudo, en una infame pocilga, dormir en un catre miserable?
Vanda no encontraba
una explicación válida. Muchas veces de noche, después de la muerte de Otacília
(ni siquiera en aquella solemne ocasión Quincas había aceptado volver con los
suyos) había discutido el asunto con su marido. Locura no era, por lo menos
locura de hospicio; la opinión de los médicos había sido unánime. ¿Cómo
explicarlo entonces?
Pero en ese
momento todo aquello había terminado, aquella pesadilla de años, aquella mancha
en la dignidad de la familia. Vanda había heredado de su madre cierto sentido
práctico, cierta capacidad para tomar decisiones rápidamente, y ejecutarlas.
Mientras miraba al muerto, desagradable caricatura del que fuera su padre, iba
resolviendo lo que había que hacer. Primero llamar al médico, para conseguir
el certificado de defunción. Después vestir decentemente el cadáver, transportarlo
a casa, enterrarlo al lado de Otacília, con un entierro que no fuese demasiado
caro, porque los tiempos eran difíciles, pero que tampoco los dejase mal
parados ante los conocidos, los vecinos, los compañeros de trabajo de
Leonardo. Tía Marocas y tío Eduardo ayudarían. Y pensando en eso, con los ojos
fijos en la cara sonriente de Quincas, Vanda pensó en la jubilación del padre.
¿Ellos la heredarían, o sólo recibirían el seguro?
Se volvió hacia
los curiosos que la observaban: era aquella gentuza del Tablón, la ralea en
cuya compañía se complacía Quincas. ¿Qué hacían allí? ¿No entendían que Quincas
Berro Dágua había desaparecido al exhalar el último suspiro? ¿Que aquel sujeto
había sido apenas una invención del diablo, un mal sueño, una pesadilla? A
partir de ese momento Joaquim Soares da Cunha volvería y permanecería un poco
entre los suyos, en la tranquilidad de una casa honesta, reintegrado a su
respetabilidad. Había llegado la hora del regreso, y esta vez Quincas no podría
reírse en la cara de la hija y del yerno, mandarlos al diablo, hacerles un
saludito irónico y salir silbando. Estaba tendido en el catre, inmóvil. Quincas
Berro Dágua había muerto. Vanda levantó la cabeza, paseó una mirada victoriosa
por los presentes y ordenó, con aquella voz de Otacília:
-¿Esperan algo? Si
no, pueden ir saliendo.
Después se dirigió
al santero:
-Usted, ¿podría
hacerme el favor de llamar un médico? Para que extienda el certificado de
defunción.
El santero asintió
con la cabeza; estaba impresionado. Los otros empezaron a retirarse. Vanda
quedó a solas con el cadáver. Quincas Berro Dágua sonreía y el dedo grande del
pie parecía crecer en el agujero de la media.
IV
Buscó donde
sentarse. Lo único que había, además del catre, era una lata de querosén,
vacía. Vanda la enderezó, la sopló para quitarle el polvo, y se sentó. ¿Cuánto
tiempo demoraría el médico en llegar? ¿Y Leonardo? Imaginó a su marido en la
Repartición, confundido, explicándole al jefe la inesperada muerte del suegro.
El jefe de Leonardo había conocido a Joaquim en los buenos tiempos de la
Dirección de Rentas. ¿Y quién no lo conocía entonces, quién no lo respetaba,
quién podría haber imaginado su destino? Para Leonardo serían momentos
difíciles, comentando con el jefe las locuras del viejo y tratando de
explicarlas. Lo peor sería que la noticia se difundiera entre los compañeros de
trabajo, comentada de mesa en mesa, llenando las bocas de risitas mal
intencionadas, bromas groseras, comentarios de mal gusto. Era una cruz aquel
padre; había transformado sus vidas en un calvario, pero en ese momento estaban
en la cima de la montaña, sólo había que tener un poco más de paciencia. Con el
rabillo del ojo, Vanda espió al muerto. Allí estaba, sonriendo, encontrando
todo muy gracioso.
... Es pecado
tenerle rabia a un muerto, y más aún si ese muerto es el padre de uno. Vanda se
contuvo, era una persona religiosa, frecuentaba la Iglesia de Bonfim, y también
era un poco espiritista, creía en la reencarnación. Además, ya poco importaba
la sonrisa de Quincas. Finalmente era ella quien mandaba, y dentro de poco él
volvería a ser el bueno de Joaquim Soares da Cunha, irreprochable ciudadano.
El santero entró
con el médico, un muchacho joven, sin duda recién recibido, porque todavía se
tomaba el trabajo de representar el papel de profesional competente. El
santero señaló al muerto, el médico saludó a Vanda y abrió la valija de cuero
brillante. Vanda se levantó, apartando la lata de querosén.
-¿De qué murió?
Fue el santero
quien explicó:
-Fue encontrado
muerto, tal como está.
-¿Padecía de
alguna dolencia?
-No sé, doctor.
Hace unos diez años que lo conozco, siempre fuerte como un toro. A menos que...
-¿Cómo dice?
-...se pueda
llamar enfermedad al aguardiente. Tomaba muchísimo, era de buen trago.
Vanda tosió, con
aire de reproche. El médico se dirigió a ella:
-¿Era empleado suyo?
Se hizo un
silencio breve y pesado. La voz de Vanda llegó como de lejos:
-Era mi padre.
Médico joven, todavía sin experiencia de la vida. Contempló
a Vanda, su vestido dominguero, su limpieza, los zapatos de tacos altos. Miró
después de reojo al muerto paupérrimo, consideró la miseria absoluta del
cuarto.
-¿Y él vivía aquí?
-Hicimos todo lo
posible para que volviese a casa. Él era...
-¿Loco?
Vanda abrió los
brazos; tenía ganas de llorar. El médico no insistió. Se sentó en el borde de
la cama y empezó a examinarlo. Sosteniéndole la cabeza, dijo:
-Mire cómo se ríe.
¡Qué cara de desvergonzado!
Vanda cerró los
ojos y apretó los puños, tenía la cara roja de vergüenza.
V
El consejo de
familia no duró mucho. Discutieron en la mesa de un
restaurante en la Bajada del Zapatero. Por la concurrida
calle pasaba la multitud, alegre y apresurada. En la vereda de enfrente había
un cine. El cadáver había quedado confiado a los cuidados de una empresa
funeraria, propiedad de un amigo de tío Eduardo. Veinte por ciento de
descuento.
Tío Eduardo
explicaba:
-Lo más caro es el
cajón. Y los automóviles, si hay mucha gente. Una fortuna. Hoy en día ya no se
puede ni morir.
En las
inmediaciones habían comprado un traje nuevo, negro (la tela no era gran cosa
pero, como decía Eduardo, para que se la comieran los gusanos, hasta era
demasiado buena), un par de zapatos también negros, camisa blanca, corbata,
un par de medias. Calzoncillo, no era necesario. Eduardo anotaba todos los
gastos en un cuadernito. Experto en finanzas, su negocio prosperaba.
En las hábiles
manos de los especialistas de la agencia funeraria, Quincas Berro Dágua volvía
a ser Joaquim Soares da Cunha, mientras los parientes comían cazuela de
pescado en el restaurante y discutían el entierro. Pero discusión, propiamente
dicha, sólo hubo en torno de un detalle: de dónde saldría el cajón.
Vanda pensaba
llevar el cadáver a su casa y hacer el velatorio en la sala, ofreciendo café,
licor y masas a los presentes, durante la noche. Llamar al padre Roque para
que bendijese el cuerpo. Realizar el entierro por la mañana bien temprano, de
modo que pudiese asistir mucha gente, compañeros de la Repartición, viejos
conocidos, amigos de la familia. Leonardo se opuso. ¿Para qué llevar el difunto
a casa? ¿Para qué invitar a vecinos y amigos, molestar a un montón de gente?
¿Sólo para que todos se pusiesen a recordar las locuras del finado, su
inconfesable vida de los últimos años, exponiendo así la vergüenza de la
familia a los ojos de todo el mundo? Como había sucedido aquella mañana en la
Repartición. No se había hablado de otra cosa. Cada uno sabía una historia de
Quincas y la contaba entre carcajadas. El mismo, Leonardo, nunca habría imaginado
que su suegro hubiese hecho tantas y de tal calibre. Cosas de poner la piel de
gallina. Sin tener en cuenta que muchas de aquellas personas creían que Quincas
estaba muerto y enterrado, o que vivía en el interior de la provincia. ¿Y los
chicos? Veneraban la memoria de un abuelo ejemplar, que descansaba en la santa
paz del Señor, y de pronto llegarían los padres con el cadáver de un vagabundo
bajo el brazo y lo arrojarían a la cara de los inocentes. Para no hablar del
trabajo y de los gastos que tendrían, como si no bastase con el entierro, la
ropa nueva, el par de zapatos. Él, Leonardo, estaba necesitando um par de
zapatos, y sin embargo les había hecho poner media suela a unos viejísimos,
para economizar. Y en ese momento, con aquel despilfarro de dinero, ¿cuándo
podría pensar en comprarse zapatos?
Tía Marocas,
gordísima, saboreaba la cazuela del restaurante y explicaba que ella era de la
misma opinión:
-Lo mejor es hacer
correr la noticia de que murió en el interior, que recibimos un telegrama.
Después invitamos a la misa del séptimo día. Asisten los que quieren, y no tenemos
que contratar coches.
Vanda, con el
tenedor en la mano, dijo:
-A pesar de todas
las molestias, es mi padre. No quiero que sea enterrado como un vagabundo. Si
fuera tu padre, Leonardo, ¿te gustaría?
Tío Eduardo era
poco sentimental:
-¿Y qué era sino
un vagabundo? Y de los peores de Bahía. Ni porque sea mi hermano puedo negar...
Tía Marocas
eructó, el buche lleno y el corazón también:
-Pobre Joaquim...
Tenía buen carácter. No hacía las cosas con mala intención. Le gustaba esa
vida, es el destino de cada uno. Desde chico fue así. Una vez ¿te acuerdas,
Eduardo? quiso huir con un circo. Le dieron una buena paliza. -Dio una palmada
en el muslo de Vanda, como disculpándose. -Y tu madre, querida, era bastante
mandona. Un día, Joaquim vino a verme y me dijo que quería ser libre, como un
pájaro. La verdad es que era simpático.
El comentario no
le hizo gracia a nadie. Vanda, con gesto adusto, se obstinaba:
-No lo estoy defendiendo.
Bien que nos hizo sufrir, a mí y a mi madre, que era una mujer honesta. Y
también a Leonardo. Pero ni siquiera por eso quiero que se lo entierre como a
un perro sin dueño. ¿Qué diría todo el mundo cuando se supiese? Antes de
enloquecerse fue una persona de bien. Entonces hay que enterrarlo como
corresponde. Leonardo la miró, suplicante. Sabía que no valía la pena discutir
con Vanda; ella siempre terminaba por imponer sus opiniones y sus deseos. También
había sido así en tiempos de Joaquim y Otacília, sólo que un buen día Joaquim
abandonó todo y se largó por el mundo. ¡Qué se le iba a hacer!
Habría que llevar
el cadáver a la casa, salir a avisar a conocidos y amigos, invitar gente por
teléfono, pasar la noche en vela oyendo hablar de Quincas, aguantar las risas
contenidas, los guiños, hasta que saliera el cortejo. Semejante suegro le
había amargado la vida, le había dado los mayores disgustos. Leonardo vivía
temiendo que hiciese "otras de las suyas", temiendo abrir el diario y
darse con la noticia de su prisión por vagancia, como sucediera una vez. No
quería ni acordarse de aquel día cuando, a instancias de Vanda, anduvo de
comisaría en comisaría hasta encontrar a Quincas en el calabozo de la Central,
descalzo y en calzoncillos, jugando tranquilamente a las cartas con ladrones y
estafadores. Y después de todo aquello, cuando pensaba que por fin podría
respirar tranquilo, todavía tenía que soportar aquel cadáver todo un día y una
noche, y en su propia casa...
Pero Eduardo
tampoco estaba de acuerdo y la suya era una opinión de peso, ya que el
comerciante había aceptado dividir los gastos del entierro:
-Todo eso está muy
bien, Vanda. Que se lo entierre como a un cristiano. Con cura, de traje nuevo,
con corona de flores. No merecía nada de eso, pero al fin de cuentas es tu
padre y mi hermano. Todo eso está bien. Pero ¿por qué meter al difunto en
casa...?
-¿Por qué?
-repitió Leonardo como un eco.
-...molestar a
medio mundo, tener que alquilar seis u ocho automóviles para el cortejo
fúnebre? ¿Sabes cuánto cuesta cada uno? ¿Y el transporte del cadáver desde el
Tablón hasta Itapagipe? Una fortuna. ¿Por qué no hacemos salir el entierro
desde aquí mismo? Vamos nosotros de cortejo. Basta con un coche. Después, si
ustedes insisten, invitamos a la misa del séptimo día.
-Avisa que murió
en el interior. -Tía Marocas no abandonaba su propuesta.
-Puede ser. ¿Por
qué no?
-¿Y quién lo
velaría? -Nosotros. ¿Para qué más?
Vanda terminó por
ceder. En realidad -pensó- la idea de llevar el cadáver a la casa era una
exageración. Sólo acarrearía gastos, trabajo y molestias. Lo mejor era enterrar
a Quincas lo más discretamente posible, comunicar después el hecho a los amigos
e invitarlos para la misa del séptimo día. Así quedó convenido. Pidieron el
postre. Un altoparlante bramaba cerca, anunciando las excelencias del plan de
ventas de una compañía inmobiliaria.
VI
Tío Eduardo había
regresado al almacén, no podía dejar solos a los empleados, unos sujetos
inútiles. Tía Marocas había prometido volver más tarde para el velatorio,
necesitaba pasar por su casa, había dejado todo a la buena de Dios, con la
prisa por saber las novedades. Leonardo, por consejo de la propia Vanda,
aprovecharía la tarde sin Repartición para ir a la compañía inmobiliaria a
cerrar el negocio por un terreno que estaban comprando a plazos. Algún día,
si Dios los ayudaba, tendrían su casa propia.
Habían establecido
una especie de guardia: Vanda y Marocas por la tarde, Leonardo y tío Eduardo a
la noche. La Ladera del Tablón no era lugar adecuado para que una señora se
hiciese ver de noche; ladera de mala fama, llena de malandrines y mujeres de la
vida. A la mañana siguiente toda la familia se reuniría para el entierro.
Fue así que Vanda,
a la tarde, se encontró a solas con el cadáver de su padre. Los ruidos de una
vida pobre e intensa, que subían por la ladera, apenas llegaban al tercer piso
de la casa de pensión donde el muerto Quincas reposaba después del cansancio
del cambio de ropa. Los hombres de la empresa funeraria habían hecho un buen
trabajo, eran experimentados y capaces. Como dijo el santero, que pasó para ver
cómo iban las cosas, "no parecía el mismo muerto". Peinado,
afeitado, vestido de negro, camisa blanquísima y corbata, zapatos lustrosos,
era realmente Joaquim Soares da Cunha quien descansaba en el féretro, un
espléndido cajón (comprobó, satisfecha, Vanda) de manijas doradas, -con volados
en los bordes. Habían improvisado con tablas y caballetes una especie de mesa,
sobre la cual, noble y severo, elevábase el ataúd. Dos velas enormes -sirios
de altar mayor, se vanagloriaba Vanda ardían con débil llama, porque la luz de
Bahía entraba por la ventana, llenando de claridad el cuarto. Tanta luz del
sol, tanta alegre claridad, le parecieron a Vanda una desconsideración para con
la muerte, tornaban inútiles las velas, les quitaban su brillo augusto. Por un
momento pensó en apagarlas, como medida de economía. Pero como sin duda la
empresa cobraría lo mismo si gastaban dos velas o diez, decidió cerrar la
ventana. La penumbra invadió el cuarto y las llamas benditas se elevaron como
lenguas de fuego. Vanda se sentó en una silla (prestada por el santero); se
sentía satisfecha. No era la simple satisfacción del deber filial cumplido,
sino algo más profundo.
Un suspiro de
triunfo se le escapó del pecho. Se alisó los cabellos castaños con la mano, era
como si finalmente hubiese domado a Quincas, como si de nuevo le hubiera
puesto las riendas, las mismas que él arrancara un día de las manos fuertes de
Otacília, riéndosele en la cara. La sombra de una sonrisa afloró en los labios
de Vanda, que habrían sido bellos y deseables si no fuese por cierta rígida
dureza que los desfiguraba. Se sentía vengada de todo lo que Quincas había
hecho sufrir a la familia, sobre todo a ella y a Otacília. Había sido una
humillación de años. Durante diez años había llevado Joaquim esa vida absurda.
"Rey de los vagabundos de Bahía", escribían sobre él en las
secciones policiales de los periódicos, tipo de la calle citado en crónicas de
literatos ávidos de un pintoresquismo fácil, diez años avergonzando a la
familia, salpicándola con el fango de aquella inconfesable celebridad. El
"mayor bebedor de aguardiente de San Salvador", el "filósofo
harapiento de la rampa del Mercado", el "senador de los
bailongos", Quincas Berro Dágua, el "vagabundo por excelencia";
así lo trataban en los diarios, donde a veces hasta aparecía su sórdida
fotografía. ¡Dios mío! Cuánto puede sufrir una hija en el mundo cuando el
destino le ha reservado la cruz de cargar con un padre sin conciencia de sus
deberes.
Pero en ese
momento estaba contenta, mirando el cadáver en el cajón casi lujoso, de traje
negro y manos cruzadas en el pecho, en actitud de devota compunción. Las
llamas de las velas se elevaban, hacían brillar los zapatos nuevos. Todo
decente, menos el cuarto, es claro. Un consuelo para quien tanto se había
mortificado. Vanda pensó que Otacília debía de sentirse feliz en el distante
círculo del universo donde estuviese. Porque finalmente se imponía su voluntad,
la hija devota había recuperado a Joaquim Soares da Cunha, aquel esposo y padre
bueno, tímido y obediente.
Bastaba levantar
la voz y adoptar un gesto adusto para verlo juicioso y conciliador. Allí
estaba, con las manos cruzadas sobre el pecho. Había desaparecido para siempre
el vagabundo, el "rey del bailongo", "patriarca del bajo
fondo".
Lástima que
estuviese muerto y no pudiera verse en el espejo, y reconocer la victoria de su
hija, de la digna familia ultrajada.
En aquella hora de
íntima satisfacción, de impoluta victoria, Vanda había querido ser generosa y
buena, olvidar los últimos diez años, como si los competentes empleados de la
funeraria los hubieran purificado con el mismo trapo jabonoso con que habían
quitado la suciedad del cuerpo de Quincas. Recordar sólo la infancia, la
adolescencia, el noviazgo, el casamiento y la figura mansa de Joaquim Soares
da Cunha, medio escondido en una silla de lona, leyendo los diarios,
estremeciéndose cuando la voz de Otacília lo llamaba, amenazadora:
-¡Quincas!
Así lo apreciaba,
sentía ternura por él, de ese padre tenía nostalgia, con un poco más de
esfuerzo sería capaz de conmoverse, de sentirse una huérfana infeliz y
desolada.
El calor aumentaba
en el cuarto. Con la ventana cerrada, la brisa
marina no hallaba por dónde entrar. Ni Vanda quería que
entrase: el mar, el puerto y la brisa, las laderas de la montaña, los ruidos de
la calle, todo formaba parte de aquella existencia de infame desvarío, que
había acabado. Allí sólo debían estar ella, el padre muerto -e1 añorado Joaquim
Soares da Cunha- y los recuerdos más queridos que dejara. Vanda arrancaba del
fondo de la memoria escenas olvidadas. El padre acompañándola a la función y
después a andar en los caballitos de un circo instalado en la Ribera, en ocasión
de una fiesta de Bonfim. Nunca lo había visto tan alegre, tamaño hombrón
despatarrado en la cabalgadura para chicos, riendo a carcajadas, él que rara
vez sonreía. Recordaba también el homenaje que amigos y compañeros de trabajo
le habían rendido, cuando lo ascendieron en la Dirección de Rentas. La casa
llena de gente, Vanda era jovencita, empezaba a noviar. Aquel día la que
estallaba de contento era Otacília, en medio del grupo formado en la sala, con
discursos, cerveza y una lapicera ofrecida al funcionario. Parecía que la
homenajeada fuese ella. Joaquim escuchaba los discursos frotándose las manos,
recibía la lapicera sin demostrar el menor entusiasmo, como si todo aquello lo
aburriese y no tuviese coraje para decirlo.
Recordaba también
la expresión del padre cuando ella le comunicó la inminente visita de Leonardo,
resuelto finalmente a pedir su mano. Bajó la cabeza, murmurando:
-Pobre infeliz...
Vanda no admitía
críticas a su novio:
-¿Por qué pobre
infeliz? Es de buena familia, tiene un buen empleo, no bebe ni trasnocha...
-Ya sé, ya sé.
Estaba pensando en otra cosa.
Era curioso, pero
no se acordaba de muchos pormenores referentes al padre, como si él no
participase activamente de la vida de la casa. En cambio, podía pasar horas recordando
a Otacília, escenas, hechos, frases, acontecimientos donde la madre estaba
presente. La verdad era que Joaquim sólo había empezado a contar en sus vidas
cuando, aquel día absurdo, después de haber tratado a Leonardo de "mala
bestia", las miró, a ella y a Otacília, y les espetó en la cara,
inesperadamente:
-¡Víboras!
Y, con la mayor
tranquilidad del mundo, como si estuviese realizando el más banal de los
actos, se fue y no volvió nunca más.
En eso, sin
embargo, Vanda no quería pensar. Regresó de nuevo a la infancia, era allí
donde veía con mayor precisión la figura de Joaquim. Por ejemplo, cuando ella,
una niñita de cinco años, con la cabeza llena de rizos y el llanto fácil, había
tenido aquella fiebre alta, tan alarmante.
Joaquim no
abandonó el cuarto; permaneció sentado junto al lecho de la enfermita,
tomándola de la mano, dándole los remedios. Era un buen padre y un buen esposo.
Con ese último recuerdo, Vanda se sintió suficientemente conmovida y, si
hubiese habido más personas en el velatorio, hasta habría sido capaz de llorar
un poco, como es obligación de toda buena hija.
Con aire
compungido, contempló el cadáver. Zapatos lustrosos que reflejaban la luz de
las velas, pantalón de corte perfecto, saco negro y elegante, manos devotas
cruzadas en el pecho. Posó los ojos sobre el rostro afeitado.
Y sintió un
sobresalto, el primero.
Vio la sonrisa.
Sonrisa cínica, inmoral, de persona que se divierte. La sonrisa no había
cambiado, contra ella nada pudieron hacer los especialistas de la funeraria.
Pero también ella. Vanda, se había olvidado de recomendarles, de pedirles una
expresión más adecuada, más de acuerdo con la solemnidad de la muerte.
La sonrisa de
Quincas Berro Dágua había permanecido intacta y, delante de semejante sonrisa
de mofa y de gozo ¿de qué servían los zapatos nuevos? Nuevos, mientras el
pobre Leonardo tenía que mandar los suyos a ponerles la segunda media suela.
¿De que servían el traje negro, la camisa blanca, la cara afeitada, el cabello
engominado, las manos en actitud de orar?
Porque Quincas se
reía de todo aquello, con una risa que se iba ampliando, ensanchando, que poco
a poco empezaba a resonar en la pocilga inmunda. Reía con los labios y con los
ojos, mirando el montón de ropa sucia y remendada que los hombres de la
funeraría habían olvidado en un rincón.
Era la sonrisa de
Quincas Berro Dágua.
Y entonces Vanda
oyó las sílabas pronunciadas con nitidez insultante en el silencio fúnebre:
-¡Víbora!
Vanda se asustó,
sus ojos relampaguearon como los de Otacília, pero el rostro se le puso pálido.
Era la palabra que él usaba, como una escupida, cuando al comienzo de aquella
locura, ella y Otacília trataban de llevarlo de vuelta al abrigo de la casa, a
los hábitos establecidos, a la perdida decencia.
Ni aun en ese momento,
muerto y estirado en un cajón, con velas a los pies, vestido con buena ropa,
Quincas se rendía. Reía con la boca y con los ojos, no se habría sorprendido
si hubiese empezado a silbar. Y además, uno de los pulgares -el de la mano
izquierda- no estaba debidamente cruzado sobre el otro, sino que se elevaba en
el aire, anárquico y burlón.
-¡Víbora! -dijo de
nuevo, y silbó maliciosamente.
Vanda se
estremeció, se pasó la mano por la cara. "¿Será que me estoy volviendo
loca?” Sintió que le faltaba el aire, el calor se hacía insoportable, la cabeza
le daba vueltas. Oyó una respiración jadeante en la escalera: tía Marocas,
meneando su gordura, entraba en el cuarto. Vio a su sobrina en la silla,
pálida, con el rostro desencajado y los ojos clavados en la boca del muerto.
-Estás
descompuesta, nena. También, ¡con el calor que hace en este cuartucho!
La sonrisa
canallesca de Quincas se hizo más amplia al divisar la monumental figura de su
hermana. Vanda sintió deseos de taparse los oídos; sabía, por experiencia, con
qué palabras le gustaba a él definir a Marocas, pero ¿de qué sirven las manos
en las orejas para contener la voz de un muerto?
Oyó:
-¡Bolsa de pedos!
Marocas, más
descansada después de la subida, sin siquiera mirar el cadáver, entreabrió la
ventana:
-¿Le pusieron
perfume? Hay un olor que marea.
Por la ventana
abierta entró el ruido de la calle, múltiple y alegre, la brisa de mar apagó
las velas y fue a besar la cara de Quincas, la claridad lo cubrió, azul y
festiva. Con una sonrisa victoriosa en los labios, Quincas se acomodó mejor en
el cajón.
VII
Para entonces, la
noticia de la inesperada muerte de Quincas Berro Dágua circulaba por las
calles de Bahía. Es cierto que los pequeños comerciantes del Mercado no
cerraron sus puertas en señal de duelo; pero en compensación, y para homenajear
al muerto, aumentaron inmediatamente los precios de los collares, las bolsas de
paja y las esculturas de barro que vendían a los turistas. Hubo en las inmediaciones
del Mercado reuniones precipitadas, parecían comicios relámpago, gente que
andaba de un lado a otro mientras la noticia estaba en el aire, subía en el
Elevador Lacerda, viajaba en tranvía a la Calçada, iba en ómnibus a la Feria
de Santana. La agraciada negra Paula se deshizo en lágrimas ante su bandeja de
bollitos de tapioca. Ya no vendría Berro Dágua a decirle galanterías
rebuscadas, espiarle los senos opulentos y proponerle indecencias, haciéndola
reír.
En los barquitos
pesqueros de velas arriadas, los hombres del reino de Iemanjá (Divinidad
femenina del mar), los bronceados marineros, no escondían su decepcionada
sorpresa. ¿Cómo había podido ocurrir esa muerte en un cuarto del Tablón, cómo
había ido el "viejo marinero" a morir en una casa? ¿Acaso Quincas
Berro Dágua no había proclamado tantas veces perentoriamente, con voz y tono
capaces de convencer al más incrédulo, que jamás moriría en tierra, que sólo
había un túmulo digno de un atorrante como él: el mar bañado por la luna, las
aguas sin fin?
Cuando, invitado
de honor, se encontraba en la popa de un barco pesquero, ante una cazuela
sensacional, mientras las cacerolas de barro dejaban escapar una humareda
perfumada y la botella de aguardiente pasaba de mano en mano, había siempre un
instante, cuando se empezaba a rasguear las guitarras, en que sus instintos
marítimos despertaban. Se ponía de pie, contoneándose --e1 aguardiente le daba
aquel vacilante equilibrio de los hombres de mar- y declaraba su condición de
"viejo marinero". Viejo marinero sin barco y sin mar, desacreditado
en tierra, pero no por su culpa. Porque él había nacido para el mar, para izar
las velas y comandar el timón, para domar las olas en noches de temporal. Su
destino había sido truncado, él que podría haber llegado a capitán de navío,
con su uniforme azul y la pipa en la boca. Pero ni aun así dejaba de.ser marinero;
para eso había nacido de su madre Magdalena, nieta de comandante de barco.
Él, Quincas, era
hombre de mar desde su bisabuelo, y si le entregaban aquel barco pesquero sería
capaz de conducirlo mar adentro, no hacia Maragogipe o Cachoeria, allí
cerquita, sino hacia las distantes costas de África, a pesar de no haber
navegado jamás. Llevaba la navegación en la sangre y nada necesitaba aprender;
había nacido sabiendo. Y si alguien, entre la distinguida concurrencia, tenía
dudas, que lo dijese. Empinaba la botella, bebía a grandes sorbos. Los
marineros no dudaban, bien podía ser verdad. En el muelle y en las playas los
niños nacían sabiendo las cosas del mar, no valía la pena buscar explicaciones
para tales misterios. Entonces Quincas Berro Dágua hacía su solemne juramento:
reservaba al mar el honor de recibir su hora póstuma, su momento final. No habrían
de encerrarlo en siete palmos de tierra, eso sí que no. Exigiría, cuando
llegase la hora, la libertad del mar, los viajes que no hiciera en vida, las
travesías más osadas, las hazañas sin precedentes.
Mestre Manuel, el
más valiente de los pescadores, que no parecía tener nervios ni edad, sacudía
la cabeza en señal de aprobación. Los demás, a quienes la vida había enseñado a
no dudar de nada, también asentían, mientras tomaban otro trago de
aguardiente. Los marineros tocaban las guitarras, cantaban la magia del mar,
la seducción fatal de Janaína (Iemanjá) Y el "viejo marinero" cantaba
más alto que nadie.
¿Cómo había podido entonces ir a morirse en un
cuarto de la Ladera del Tablón? Era cosa de no creer; los marineros
escuchaban la noticia sin darle totalmente crédito. Quincas Berro Dágua era
dado a las mistificaciones, más de una vez había engañado a medio mundo.
Los jugadores de
tute, de ronda y de siete y medio suspendían las emocionantes partidas,
perdido al interés por las ganancias, alelados. ¿Acaso Berro Dágua no era su
jefe indiscutido? Caía sobre ellos la sombra de la tarde como luto pesado. En
los bares, las fondas, los mostradores de los almacenes, dondequiera que se
bebiese aguardiente, reinó la tristeza, y la consumición era una indignada
protesta por la irreparable pérdida. ¿Quién sabía beber mejor que él, jamás
completamente alterado, tanto más lúcido y brillante cuanto más aguardiente
tomaba? Capaz como nadie de adivinar la marca, la procedencia de los
aguardientes más diversos, conocía todos los matices de color, de gusto y de
aroma. ¿Cuántos años hacía que no bebía agua? Desde aquel día en que pasó a ser
llamado Quincas Berro Dágua.
No es que la
historia sea un hecho memorable, pero vale la pena contarla, porque fue a
partir de ese distante día que el apodo "berro dágua"(Grito de agua)
se incorporó definitivamente al nombre de Quincas. Había entrado él al almacén
situado en la parte externa del Mercado y propiedad de López, un simpático
español. Cliente habitual, había conquistado el derecho de servirse sin llamar
al empleado. Quincas vio sobre el mostrador una botella colmada de un
aguardiente límpido, transparente, perfecto. Llenó un vaso, escupió para
limpiarse la boca, y lo bebió de un trago. Y un alarido inhumano cortó la
placidez de la mañana en el Mercado, estremeciendo al propio Elevador Lacerda
en sus profundos cimientos. El grito de un animal herido de muerte, de un
hombre infeliz y traicionado:
-¡Aaaaaaguuua!¡Español
inmundo, asqueroso, de mala fama!
Empezó a acudir
gente de todas partes; sin duda estaban asesinando a alguien. Los parroquianos
del almacén se reían a carcajadas. El "grito de agua" de Quincas se
divulgó muy pronto, como anécdota, desde el Mercado al Pelourinho (Barrio de
Bahía), del Largo de las Siete Puertas
al Dique, de la Calçada a Itapoá. Y Quincas Berro Dágua
se llamó desde entonces, y Quitéria Ojo Asombrado, en los momentos de mayor
ternura, le decía "Berrito" por entre los dientes mordedores.
También en las
casas pobres de las mujeres más baratas, donde vagabundos y malandrines,
pequeños contrabandistas y marineros recién llegados encontraban un hogar,
una familia y amor en las altas horas de la noche, después del triste comercio
del sexo, cuando las fatigadas mujeres ansiaban un poco de ternura, la noticia
de la muerte de Quincas Berro Dágua fue una desolación e hizo correr las
lágrimas más tristes.
Las mujeres
lloraban como si hubieran perdido a un pariente cercano y se sentían de pronto
desamparadas en su miseria. Algunas juntaron sus econonías y resolvieron
comprar las flores más bellas de Bahía, para el muerto. Quitéria Ojo Asombrado,
rodeada por la compungida dedicación de las compañeras de casa, se lamentaba y
sus gritos atravesaban el barrio de un extremo a otro; partían el corazón. Sólo
encontró consuelo en la bebida, exaltando, entre tragos y sollozos, la memoria
de aquel amante inolvidable, el más tierno y loco, el más alegre y sabio.
Se recordaron
hechos, detalles y frases capaces de dar la justa medida de Quincas. Fue él
quien cuidó, durante más de veinte días, del hijo de tres meses de Benedita,
cuando ella tuvo que internarse en el hospital. Sólo faltaba que lo amamantase.
Todo lo demás, lo había hecho: cambiaba pañales, limpiaba la colita del
infante, lo bañaba, le daba la mamadera.
¿Acaso no había
salido él, hacía pocos días, viejo y ebrio, como un campeón sin miedo en
defensa de Clara Boa, cuando dos muchachos degenerados, hijos de puta de las
mejores familias, quisieron darle una paliza en una juerga en el burdel de
Viviana? Y qué huésped más agradable en la gran mesa del comedor, a la hora del
almuerzo... ¿Quién sabía las historias más divertidas, quién consolaba mejor
las penas de amor, quién era como un padre o como un hermano mayor? Al
promediar la tarde, Quitéria Ojo Asombrado se deslizó de la silla, fue llevada
al lecho y allí se adormeció con sus recuerdos. Varias mujeres decidieron no
buscar ni recibir a ningún hombre aquella noche; estaban de luto. Como si
fuese Jueves o Viernes Santo.
VIII
Hacia el final de
la tarde, cuando las luces se encendían en la ciudad y los hombres salían del
trabajo, los cuatro amigos más íntimos de Quincas Berro Dágua -Churrinche, el
Negro Flequillo, Cabo Martin y Ventarrón-descendían la Ladera del Tablón, rumbo
al cuarto del muerto. Es necesario decir que, en rigor de verdad, todavía no
estaban ebrios. Habían tomado sus tragos, sin duda, en la conmoción de la
noticia, pero los ojos enrojecidos eran consecuencia de las lágrimas
derramadas, del dolor sin medida, y lo mismo puede afirmarse de la voz pastosa
y el paso vacilante. ¿Cómo conservarse completamente lúcido cuando muere un
amigo de tantos años, el mejor compañero, el más completo vagabundo de Bahía?
En cuanto a la botella que el Cabo Martim tendría escondida bajo la camisa, nunca
se pudo probar nada.
En aquella hora
del crepúsculo, del misterioso comienzo de la noche, el muerto parecía un
tanto cansado. Vanda se daba cuenta. Y no era para menos: se había pasado la
tarde riendo, murmurando nombres feos, haciendo muecas burlonas. Ni siquiera
cuando llegaron Leonardo y el tío Eduardo, alrededor de las cinco, Quincas
descansó. Insultaba a Leonardo: "¡paparulo!", se reía de Eduardo.
Pero cuando las sombras de la noche descendieron sobre la ciudad, Quincas
empezó a inquietarse. Como si esperase algo que tardaba en llegar.
Vanda, para
olvidar y engañarse, conversaba animadamente con su marido y los tíos, evitando
mirar al muerto. Su único deseo era volver a su casa, descansar, tomar una
pastilla que la ayudase a dormir. ¿Por qué sería que los ojos de Quincas se
volvían ya hacia la ventana, ya hacia la puerta?
La noticia no
había llegado a los cuatro amigos al mismo tiempo. El primero en saberlo fue
Churrinche. Éste empleaba sus múltiples habilidades en hacer la propaganda de
las tiendas de la Bajada del Zapatero. Vestido con un frac viejo y gastado, con
la cara pintarrajeada, se apostaba en la puerta de un negocio y, por una paga
mísera, elogiaba sus virtudes y sus precios, paraba a los transeúntes
haciéndoles bromas, los invitaba a entrar casi arrastrándolos por la fuerza. De
vez en cuando, cuando apretaba la sed -era un empleo maldito para secar la
garganta y el pecho-, se hacía una corrida hasta un bar cercano y tomaba un
trago para templar la voz. En una de esas idas y venidas, la noticia le llegó
brutalmente, como un puñetazo en el pecho, dejándolo mudo. Volvió cabizbajo,
entró en la tienda y le avisó al sirio que no contase más con él aquella tarde.
Churrinche todavía era joven, las alegrías y las tristezas lo afectaban
profundamente. No podía soportar solo aquel golpe terrible. Necesitaba de la
compañía de los otros amigos íntimos, de la "barra".
Siempre era
numerosa la rueda que se formaba frente a la rampa de los pescadores, en la
feria nocturna de Agua de los Niños, los sábados, en las Siete Puertas, en las
exhibiciones de capoeira (lucha afro) en la Estrada de la Libertad: marineros,
pequeños comerciantes del Mercado, babalaós, (sacerdotes de Ifá)capoeiristas,
malandrines, participaban de las largas conversaciones, de las aventuras, de
las animadas partidas de naipes, de la pesca bajo la luz de la luna, de las
juergas del barrio. Quincas Berro Dágua tenía muchos admiradores y amigos,
pero aquellos cuatro eran los inseparables. Durante años y años se habían
encontrado todos los días, habían pasado juntos todas las noches, con o sin
dinero, hartos de buena comida o muertos de hambre, dividiendo la bebida,
unidos en la alegría y en la tristeza. Sólo en aquel momento percibió
Churrinche hasta qué punto estaba ligado al amigo; la muerte de Quincas le
parecía una amputación, como si le hubiesen cortado un brazo o una pierna, como
si le hubiesen arrancado un ojo. El ojo del corazón del que hablaba la
madre-de-santo (Sacerdotisa del candomblé o macumba) Senhora, dueña de toda la
sabiduría. Juntos, los cuatro, pensó Churrinche, debían presentarse ante el
cadáver de Quincas.
Salió en busca del
Negro Flequillo, que a aquellas horas estaría sin duda en el Largo de las
Siete Puertas, ayudando a algún quinielero conocido para conseguir unos pesos
para el aguardiente de la noche. El Negro Flequillo medía casi dos metros,
cuando sacaba pecho parecía un monumento, tan grande y fuerte era. Nadie podía
con el negro cuando se enojaba. Lo que felizmente rara vez acontecía, porque el
Negro Flequillo era por naturaleza alegre y bonachón.
Lo encontró en el
Largo de las Siete Puertas, como había calculado. Allí estaba, sentado en la
vereda del pequeño mercado, deshecho en lágrimas y abrazado a una botella casi
vacía. A su lado, solidarios en el dolor y en el aguardiente, vagabundos
diversos hacían coro a sus lamentos y suspiros. Al ver la escena, Churrinche se
dio cuenta que ya se había enterado de la noticia. El Negro Flequillo empinaba
la botella, se enjugaba una lágrima y bramaba, desesperado:
-Ha muerto nuestro
padre...
-...nuestro
padre... -gemían los otros.
Circulaba la
botella consoladora, fluían las lágrimas de los ojos del Negro, crecía su agudo
sufrir:
-Ha muerto el
hombre bueno...
-...hombre
bueno...
De vez en cuando,
un nuevo personaje se incorporaba a la rueda, a veces sin saber de qué se
trataba. El Negro Flequillo le ofrecía la botella y soltaba su grito de
apuñalado:
-Era bueno...
-...era bueno...
-repetían los demás, menos el novato, que estaba a la espera de una
explicación para los tristes lamentos y el aguardiente gratis.
-Repite,
desgraciado... -el Negro Flequillo, sin levantarse, extendía el poderoso brazo
y sacudía al recién llegado, con un brillo amenazador en los ojos. -¿O crees
que era malo?
Alguien se
apresuraba a explicar, antes de que las cosas pasasen a mayores:
-Ha muerto Quincas
Berro Dágua.
-¿Quincas?... era
bueno... -decía el nuevo miembro del coro, ahora que estaba convencido y
aterrorizado.
-¡Otra botella!
-reclamaba, entre sollozos, el Negro Flequillo.
Un muchachón se
levantaba ágilmente y se dirigía al almacén próximo:
-Flequillo quiere
otra botella.
Adonde llegaba, la
muerte de Quincas aumentaba el consumo de aguardiente. Desde lejos, Churrinche
observaba la escena. La noticia había corrido más rápido que él. El Negro
también lo vio, soltó un grito espantoso, alzó los brazos al cielo, se levantó:
-Churrinche,
hermanito, ha muerto nuestro padre.
-...nuestro
padre... -repitió el coro.
-Cállense la boca,
pestes. Déjenme abrazar a mi hermanito Churrinche.
Cumplíanse los
ritos de gentileza del pueblo de Bahía, el más pobre y el más civilizado. Todos
se callaron. Los faldones del frac de Churrinche flotaban en el viento, sobre
su cara pintarrajeada empezaron a correr las lágrimas. Tres veces se abrazaron,
él y el Negro Flequillo, confundiendo sus sollozos. Churrinche bebió de la
nueva botella, buscando allí consuelo. El Negro Flequillo no encontraba consuelo:
-Se apagó la luz de la noche...
-...la luz de la noche...
Churrinche
propuso:
-Vamos a buscar a
los otros para ir a visitarlo.
Cabo Martim podía
estar en tres o cuatro lugares. O bien durmiendo en casa de Carmela, cansado
aún de la noche anterior, o jugando en la Feria de Agua de los Niños. Sólo a
esas tres ocupaciones se dedicaba Martim desde que saliera del Ejército, unos
quince años antes: el amor, la
conversación y el juego. Jamás se le había conocido otro
oficio; las mujeres y los tontos le daban lo suficiente para vivir. Trabajar,
después de haber vestido el glorioso uniforme, le parecía a Cabo Martim una
humillación evidente. Su altivez de mulato bien parecido y la agilidad de sus
manos con la baraja lo hacían una persona respetada. Para no hablar de sus
dotes de guitarrero.
Estaba ejerciendo
sus habilidades con los naipes en la Feria de Agua de los Niños. Al hacerlo con
tanta simplicidad, contribuía a la alegría espiritual de algunos choferes de
ómnibus y de camión, colaboraba en la educación de dos muchachos que iniciaban
su aprendizaje práctico de la vida, y ayudaba a unos cuantos feriantes a gastar
las ganancias obtenidas en las ventas del día. Realizaba así una obra de las
más loables. No se explica, por lo tanto, que uno de los feriantes no pareciese
muy entusiasmado con su virtuosismo para ser banca, y refunfuñase entre
dientes que "tanta suerte olía a fullería". El Cabo Martim levantó
hacia el apresurado crítico sus ojos de azul inocencia y le ofreció el mazo de
cartas para que fuera banca, si quería hacerlo y poseía para ello la necesaria
competencia. En cuanto a él, Cabo Martim, prefería apostar contra la banca, hacerla
saltar rápidamente, reducir al banquero a la más negra miseria. Y no admitía
insinuaciones sobre su honestidad. Como ex militar, era particularmente
sensible a cualquier murmuración que implicase dudas acerca de su honradez.
Era tan sensible, que ante una nueva provocación se vería obligado a romperle
la cabeza a alguien. El entusiasmo de los muchachones aumentaba, los choferes
se restregaban las manos, excitados. Nada mejor que una buena pelea, sobre todo
gratuita e inesperada. En ese momento, cuando podría haber pasado cualquier
cosa, aparecieron Churrinche y el Negro Flequillo, portadores de la trágica
noticia y de una botella de aguardiente con un restito en el fondo.
Desde lejos le
gritaron al Cabo:
-¡Murió! ¡Murió!
El Cabo Martim los contempló con ojo avizor.
Demorándose en la
botella en cálculos precisos, comentó para la
rueda:
-Ha sucedido algo
muy importante para que ya hayan bebido una botella. O bien el Negro Flequillo
ganó a la quiniela o Churrinche se puso de novio.
Porque Churrinche,
que era un incurable romántico, se ponía de novio con frecuencia, víctima de
pasiones fulminantes. Cada noviazgo era debidamente conmemorado, con alegría
al iniciarse, con tristeza y filosofía al terminar, poco tiempo después.
-Alguien ha muerto...
dijo un chofer.
El Cabo Martim
paró la oreja.
-¡Murió! ¡Murió!
Los dos amigos se
acercaban, encorvados bajo el peso de la noticia. Desde Siete Puertas a Agua de
los Niños, pasando por la rampa de los pescadores y por la casa de Carmela,
habían dado la infausta nueva a mucha gente. ¿Por qué cada persona, al saber
del fallecimiento de Quincas, inmediatamente destapaba una botella? No era
culpa de ellos, heraldos del dolor y del luto, si había tanta gente por el
camino, si Quincas tenía tantos conocidos y amigos. Aquel día se empezó a beber
en la ciudad de Bahía mucho antes de la hora habitual. No era para menos: no
todos los días muere un Quincas Berro Dágua.
El Cabo Martim,
olvidado de la pelea, con la baraja en la mano, los observaba cada vez más
curioso. Estaban llorando, de eso ya él no tenía dudas. La voz del Negro
Flequillo sonaba en ese momento como estrangulada:
-Ha muerto nuestro
padre...
-¿Jesucristo o el
Gobernador? -preguntó uno de los muchachones con vocación de bromista. La mano
del negro lo levantó en el aire y lo arrojó al suelo.
Todos
comprendieron que el asunto era serio. Churrinche levantó la botella y dijo:
-¡Murió Berro
Dágua!
Los naipes cayeron
de la mano de Martim. El feriante desconfiado vio confirmadas sus peores sospechas:
ases y damas, las cartas de triunfo de la banca, se desparramaron en cantidad.
Pero como él también había oído el nombre de Quincas, resolvió no discutir. El
Cabo Martim le quitó la botella a Churrinche, acabó de vaciarla y la tiró con
desprecio. Contempló largamente la feria, los camiones y ómnibus en la calle,
las canoas en el mar, la gente yendo y viniendo. Tuvo la sensación de un
súbito vacío, ni siquiera oía los pájaros en las jaulas próximas, en el puesto
de un feriante.
Él no era hombre
de llorar; un militar no llora ni siquiera después de haber dejado el
uniforme. Pero sus ojos se humedecieron, su voz cambió, perdió el aire
fanfarrón. Era casi una voz de niño la que preguntó:
-¿Cómo pudo
suceder?
Después de recoger
los naipes, se unió a los otros: todavía faltaba encontrar a Ventarrón. Éste
no tenía lugar seguro, a no ser los jueves y domigos por la tarde, cuando invariablemente
se divertía en la rueda de capoeira de Valdemar, en la Estrada de la Libertad.
Cazaba ratas y sapos para venderlos a los laboratorios de exámenes médicos y
experiencias científicas, lo que hacía de Ventarrón una figura admirada y
respetada. ¿Acaso no era casi un científico, no conversaba con doctores, no
sabía palabras difíciles?
Después de mucho
andar, y de tomar varios tragos, dieron con él, enfundado en su enorme
chaqueta, como si sintiese frío, y refunfuñando solo. Se había enterado de la
noticia por otras vías y también buscaba a los amigos. Al encontrarlos, metió
la mano en uno de sus bolsillos. Para sacar el pañuelo y enjugarse las
lágrimas, pensó Churrinche. Pero de las profundidades del bolsillo, Ventarrón
extrajo una ranita verde, bruñida esmeralda.
-La había guardado
para Quincas; nunca encontré una tan linda.
IX
Cuando aparecieron en la puerta del cuarto, Ventarrón
adelantó la mano en cuya palma extendida estaba posada la ranita de ojos
saltones. Se quedaron parados en la puerta, amontonados. El Negro Flequillo
estiraba la cabezota para ver mejor. Ventarrón, avergonzado, guardó el animal
en el bolsillo.
La familia
suspendió la animada conversación, cuatro pares de ojos hostiles contemplaron
al indecente grupo. "Es lo único que faltaba", pensó Vanda. El Cabo
Martim, que en materia de educación sólo era superado por Quincas, retiró de
su cabeza el gastado sombrero, y saludó a los presentes:
-Buenas tardes,
damas y caballeros. Queríamos verlo...
Dio un paso hacia
adentro, los otros lo acompasaron. La familia se apartó, ellos rodearon el
cajón. Churrinche llegó a pensar en una equivocación, aquel muerto no era
Quincas Berro Dágua. Sólo lo reconoció por la sonrisa. Los cuatro estaban
sorprendidos; nunca habrían podido imaginar a Quincas tan limpio y elegante,
tan bien vestido. Por un momento perdieron la seguridad, la borrachera se les
pasó como por encanto. La presencia de la familia -sobre todo de las mujeres-,
los dejaba amedrentados y tímidos, sin saber cómo actuar, dónde poner las
manos, cómo comportarse ante el muerto.
Churrinche,
ridículo con su rostro pintarrajeado de rojo y su frac desteñido, miró a los
otros tres, pidiéndoles con la mirada que se fuesen de allí lo antes posible.
Cabo Martim vacilaba, como un general en vísperas de la batalla, estudiando el
poderío enemigo. Ventarrón llegó a dar un paso en dirección a la puerta. Sólo
el Negro Flequillo, siempre detrás de los otros, con la cabeza estirada para
ver mejor, no vaciló un segundo. Quincas le sonreía y el negro también sonrió.
No habría fuerza humana capaz de sacarlo de allí, del lado del padrecito
Quincas. Agarró del brazo a Ventarrón, respondiendo con los ojos al pedido de
Churrinche. Cabo Martim entendió: un militar no huye del campo de batalla.
Los cuatro se
apartaron del cajón, hacia el fondo del cuarto.
Se quedaron allí
en silencio: de un lado la familia de Joaquim Soares da Cunha, hija, yerno y
hermanos; y del otro, los amigos de Quincas Berro Dágua. Ventarrón metía la
mano en el bolsillo y acariciaba a la ranita asustada, ¡cómo le gustaría
mostrársela a Quincas! Como si todos ejecutasen un movimiento de ballet, al
apartarse del cajón los amigos, se aproximaron los parientes. Vanda lanzaba miradas
de desprecio y reproche a su padre. Hasta después de muerto, prefería la
compañía de aquellos harapientos.
Era a ellos a
quienes Quincas había estado esperando, su inquietud de la tarde se debía sólo
a la demora, al atraso de la llegada de los vagabundos. Cuando Vanda empezaba a
considerar vencido a su padre, dispuesto finalmente a entregarse, a silenciar
los labios de palabrotas, derrotado por la resistencia silenciosa y llena de
dignidad opuesta por ella a todas sus provocaciones, volvía a resplandecer la
sonrisa en la cara del muerto; más que nunca el cadáver que tenía frente a sí
era el cadáver de Quincas Berro Dágua. Si no fuese por el recuerdo ultrajado de
Otacília, ella abandonaría la lucha, dejaría en el Tablón el cuerpo indigno,
devolvería el ataúd casi sin uso a la empresa funeraria y vendería las ropas
nuevas por la mitad del precio a un vendedor ambulante cualquiera.
El silencio se
hacía insoportable...
Leonardo se
dirigió a la esposa y la tía:
-Creo que es hora
de que se vayan. Dentro de poco se hará de noche.
Minutos antes, lo
único que Vanda deseaba era irse a su casa a descansar; pero apretó los
dientes-no era mujer de dejarse vencer- y respondió:
-Nos quedaremos un
poco más.
Negro Flequillo se
sentó en el piso, apoyó la cabeza contra la pared. Ventarrón lo tocó con el
pie, no quedaba bien acomodarse así delante de la familia del muerto. Churrinche
quería retirarse, el Cabo Martim miraba reprobadoramente al Negro. Pero
Flequillo empujó con la mano el pie indiscreto del amigo, sollozando:
-¡Era nuestro
padre! Padrecito Quincas...
Fue como si
hubiese dado un golpe en el pecho de Vanda, abofeteado a Leonardo, escupido a
Eduardo. Sólo tía Marocas rió, sacudiendo las grasas, sentada en la única y
disputada silla.
-¡Qué gracioso!
El Negro Flequillo
pasó del llanto a la risa, encantado con Marocas. Más aterradores aún que sus
sollozos eran las carcajadas del Negro. Fue un trueno en el cuarto, mientras
Vanda oía otra risa por detrás de la risa de Flequillo: Quincas estaba muy
divertido.
-¿Qué falta de
respeto es ésa? -su voz seca deshizo aquel principio de cordialidad.
Ante la
reprimenda, tía Marocas se levantó y dio unos pasos por el cuarto, siempre
acompañada por la simpatía del Negro Flequillo, que la examinaba de pies a
cabeza, hallándola una mujer muy de su gusto, un tanto envejecida sin duda,
pero gránde y gorda como él prefería. No le gustaban esas flaquitas cuya
cintura uno no puede ni apretar. Si se encontrase con esa señora en la playa,
pensaba, ¡qué de cosas no harían los dos!; bastaba verla para apreciar su calidad.
Tía Marocas empezó a expresar su deseo de retirarse, se sentía cansada y
nerviosa. Vanda, que había ocupado su lugar en la silla, junto al féretro, no
respondía, parecía un guardián cuidando un tesoro.
-Cansados estamos
todos -dijo Eduardo.
-Es mejor que se
vayan... -Leonardo temía a la Ladera del Tablón más tarde, cuando hubiese
cesado completamente el movimiento del comercio y las prostitutas y los
malandrines la ocupasen.
Educado como era,
y queriendo colaborar, Cabo Martim propuso:
-Si los
distinguidos familiares quieren ir a descansar, echar un sueñito, nosotros nos
hacemos cargo.
Eduardo sabía que
no estaría bien: no podían dejar el cuerpo con
aquella gente, sin ningún miembro de la familia. ¡Pero
cómo le hubiera gustado aceptar la propuesta! Todo el día en el almacén,
andando de un lado a otro, atendiendo a los clientes, dando órdenes a los
empleados, era extenuante para cualquiera. Eduardo se acostaba temprano y se
levantaba al alba, era hombre de horarios rígidos. Al volver del almacén,
después del baño y la cena, se sentaba en una mecedora, estiraba las piernas,
se dormía enseguida. Su hermano Quincas sólo le daba disgustos. Hacía diez
años que no hacía otra cosa. Aquella noche lo obligaba a estar aún en pie,
habiendo comido apenas unos sandwiches. ¿Por qué no dejarlo con sus amigos,
aquella caterva de vagabundos, la gente con quien había convivido durante una
década? ¿Qué hacían allí, en aquella pocilga inmunda, en aquel nido de ratas,
él y Marocas, Vanda y Leonardo? No tenía coraje de exteriorizar sus
pensamientos: Vanda era grosera, capaz de recordarle las diversas ocasiones en
que él, Eduardo, que se iniciaba en la vida, había recurrido a la ayuda
económica de Quincas. Miró al Cabo Martim con cierta benevolencia.
Ventarrón,
derrotado en sus tentativas de hacer levantar al Negro Flequillo, se sentó.
Tenía ganas de poner a la ranita en la palma de la mano y jugar con ella. Nunca
había visto una tan bonita. Churrinche, cuya infancia había transcurrido en
parte en un asilo de menores dirigido por curas, buscaba en su embotada memoria
una oración completa. Siempre había oído decir que los muertos necesitan de oraciones.
Y de sacerdotes... ¿Ya habría venido el cura o vendría al día siguiente? Tenía
la pregunta en la punta de la lengua y no pudo resistir:
-¿El padre ya
vino?
-Mañana por la
mañana -respondió Marocas. Vanda la reprendió con la mirada. ¿Por qué conversaba
con semejante sinverguénza? Sin embargo, habiendo restablecido el respeto en el
cuarto, Vanda se sentía mejor. Había expulsado a los vagabundos hacia un
rincón, les había impuesto silencio. Después de todo, no le sería posible
pasar la noche allí. Ni ella ni tía Marocas. Tuvo una vaga esperanza, al
comienzo, de que los indecentes amigos de Quincas no se quedasen en el
velatorio; no había bebida ni comida. No sabía por qué todavía estaban en el
cuarto, no debía de ser por amistad con el muerto, esa gente no sentía afecto
por nadie. De cualquier manera, ni siquiera la incómoda presencia de tales
amigos tenía importancia. Siempre que no acompañasen el entierro, al día
siguiente. Por la mañana, al volver para el funeral, ella, Vanda, recuperaría
el control de los acontecimientos, la familia estaría otra vez a solas con el
cadáver, enterrarían a Joaquim Soares da Cunha con modestia y dignidad.
Se levantó de la
silla y llamó a Marocas:
-Vamos.
-Y a Leonardo: -No te quedes hasta muy tarde, ya sabes
que no puedes trasnochar. Tío Eduardo ya dijo que se quedaría toda la noche.
Eduardo,
apoderándose de la silla, asintió. Leonardo salió para acompañar a las mujeres
hasta el tranvía. El Cabo Martim arriesgó un "buenas noches,
señoras", pero no obtuvo respuesta. Sólo la luz de las velas iluminaba el
cuarto. El Negro Flequillo dormía, emitiendo un ronquido pavoroso.
X
A las diez de la
noche, Leonardo se levantó de la lata de querosén, se acercó a las velas y
consultó su reloj. Despertó a Eduardo, que dormía con la boca abierta, incómodo
en la silla:
-Me voy. A las
seis de la mañana estaré de vuelta para que tengas tiempo de ir a tu casa a
cambiarte de ropa. Eduardo estiró las piernas, pensó en su cama. Le dolía el
cuello. En un rincón, Churrinche, Ventarrón y Cabo Martim conversaban en voz
baja sobre un tema apasionante: ¿cuál de ellos reemplazaría a Quincas en el
corazón y en el lecho de Quitéria Ojo Asombrado? El Cabo Martim, revelando un
egoísmo exasperante, no aceptaba ser tachado de la lista de herederos por el
hecho de poseer el corazón y el cuerpo esbelto de la negrita Carmela.
Eduardo, cuando el
eco de los pasos de Leonardo se perdió en la calle, miró al grupo. La discusión
se interrumpió y el Cabo Martim sonrió al comerciante. Éste miraba, envidioso,
al Negro Flequillo sumido en el más profundo sueño. Se acomodó nuevamente en
la silla y puso los pies sobre la lata de querosén. Le dolía el cuello.
Ventarrón no aguantó más, sacó la ranita del bolsillo y la colocó en el piso.
El gracioso animalito empezó a saltar, parecía un fantasma suelto en el cuarto.
Eduardo no
conseguía dormir. Miró al muerto, inmóvil en el cajón. Era el único que estaba
cómodamente acostado. ¿Por qué demonios estaba él ahí, haciendo guardia? ¿No
era suficiente con acudir al entierro? ¿Acaso no estaba pagando una parte de
los gastos? Cumplía con sus deberes de hermano demasiado bien, tratándose de un
hermano como Quincas, un estorbo escandaloso en su vida.
Se levantó, estiró
brazos y piernas, bostezó abriendo mucho la boca. Ventarrón escondía en la mano
la ranita verde. Churrinche pensaba en Quitéria Ojo Asombrado. Mujer y media...
Eduardo se paró frente a ellos:
-Díganme una
cosa...
Cabo Martim,
psicólogo por vocación y necesidad, se cuadró:
-A sus órdenes, mi
comandante.
Tal vez el
comerciante iba a mandar comprar una botellita para ayudar a atravesar la
larga noche.
-¿Ustedes se van a
quedar toda la noche?
-¿Con él? Sí
señor. Éramos amigos.
-Entonces me voy a
casa a descansar un poco -metió la mano en el bolsillo y sacó un billete. Los
ojos del Cabo, de Churrinche y de Ventarrón acompañaban sus gestos. -Aquí
tienen, para comprar unos sándwiches. Pero no lo dejen solo. Ni un minuto ¿eh?
-Vaya tranquilo,
nosotros lo acompañamos.
Negro Flequillo se
despertó cuando sintió olor a aguardiente. Antes de empezar a beber, Churrinche
y Ventarrón encendieron cigarrillos, y el Cabo Martim uno de esos cigarros de
cincuenta centavos, negros y fuertes, que sólo los verdaderos fumadores son
capaces de apreciar. Exhalaron la poderosa humareda bajo las narices del
negro, que ni así se despertaba. Pero apenas destaparon la botella (la
discutida primera botella que, según la familia, el Cabo había llevado
escondida bajo la camisa) el negro abrió los ojos y reclamó su parte.
Los primeros
tragos despertaron en los cuatro amigos un acentuado espíritu crítico. La
familia de Quincas, tan pedante, había demostrado sin embargo ser mezquina y
avarienta. Habían hecho todo mal. ¿Dónde estaban las sillas para que se
sentaran las visitas? ¿Dónde las comidas y bebidas, habituales hasta en
velorios pobres? El Cabo Martim había asistido a muchos velatorios de difuntos
y nunca había visto uno tan desprovisto de animación.
Hasta en las casas
más pobres servían un cafecito y un trago de aguardiente. Quincas no merecía
semejante trato.
¿De qué servía
darse importancia y dejar al muerto en aquella humillación, sin nada para
ofrecer a los amigos? Churrinche y Ventarrón salieron en busca de asientos y
víveres; el Cabo Martim creía necesario organizar el velatorio por lo menos
con un mínimo de decencia. Sentado en la silla, daba órdenes: traer cajones y
botellas. El Negro Flequillo, que había ocupado la lata de querosén, aprobaba
con la cabeza.
Había que confesar
que, en relación con el cadáver propiamente dicho, la familia se había
comportado bien. Traje nuevo, zapatos nuevos, elegantísimo. Y velas bonitas,
de iglesia. Pero se habían olvidado de las
flores. ¿Dónde se
ha visto, un cadáver sin flores?
-Está hecho un
señor --elogió el Negro Flequillo.
-¡Un difunto buen
mozo!
Quincas sonrió con
el elogio, el negro le retribuyó la sonrisa:
-Padrecito...
dijo, conmovido, dándole golpecitos en las costillas con el dedo, como
acostumbraba hacer al oír un buen chiste de Quincas.
Churrinche y
Ventarrón volvieron con cajones, un pedazo de salame y algunas botellas
llenas. Hicieron un semicírculo en torno del muerto, y entonces Churrinche
propuso que rezasen todos juntos el Padre Nuestro. Había conseguido, con un
sorprendente esfuerzo de memoria, recordar la oración casi completa. Los demás
asintieron sin mucha convicción. No les parecía tarea fácil. El Negro Flequillo
conocía diversos himnos a Oxum y Oxalá (Divinidades del candomblé) pero.su
cultura religiosa no iba mucho más lejos. Ventarrón no rezaba desde hacía unos
treinta años. El Cabo Martim consideraba a las oraciones y las iglesias como
flaquezas poco acordes con la vida militar. Pero aun así, lo intentaron.
Churrinche inició la oración y los otros respondían como podían. Por último,
Churrinche, que se había puesto de rodillas y bajado la cabeza, contrito, se
irritó:
-Sarta de burros...
-Falta de
entrenamiento... -dijo el Cabo.
-Pero algo es
algo. Mañana, el padre hace el resto.
Quincas parecía
indiferente a los rezos, debía de sentir calor, enfundado en aquella ropa
calurosa. El Negro Flequillo examinó al amigo, tenían que hacer algo por él,
ya que la oración no había dado resultado. ¿Tal vez entonar un cántico de
candomblé? Algo debían hacer. Le dijo a Ventarrón:
-¿Dónde está el
sapo? Dáselo.
-No es sapo, es
rana. Pero ahora ¿para qué le sirve?
-Tal vez le guste.
Ventarrón tomó
delicadamente a la ranita y la colocó en las manos cruzadas de Quincas. El
animal saltó y se escondió en el fondo del cajón. Cuando la luz oscilante de
las velas daba en su cuerpo, fulgores verdes recorrían el cadáver.
Entre el Cabo
Martim y Churrinché se reinició la discusión sobre Quitéria Ojo Asombrado. Con
la bebida, Churrinche se ponía más combativo, levantaba la voz en defensa de
sus intereses. El Negro Flequillo protestó:
-¿No tienen
verguénza de disputarse la mujer de Quincas en su
presencia? El cadáver todavía caliente, y ustedes como
cuervos en la carroña.
-El único que
puede decidir es él -dijo Ventarrón. Tenía esperanzas de ser elegido por
Quincas para heredar a Quitéria, su único bien. ¿Acaso no le había llevado una
ranita verde, la más hermosa que había cazado nunca?
-¡Hum! -hizo el
difunto.
-¿Ven? Esa
conversación no le gusta -se irritó el Negro.
-Vamos a darle un
trago a él también -propuso el Cabo, deseoso de congraciarse con el muerto.
Le abrieron la
boca, derramaron aguardiente. La bebida se desparramó por el saco y la camisa.
-¡También!, nunca
vi a nadie beber acostado.
-Es mejor
sentarlo. Así puede vernos bien.
Sentaron a Quincas
en el ataúd; la cabeza se balanceaba de un lado a otro. Con el trago de
aguardiente, la sonrisa se hizo más amplia.
-Buena chaqueta...
-el Cabo Martim palpaba la tela-. ¡Qué estupidez!, ponerle ropa nueva a un
difunto. Murió, se acabó, se va bajo tierra. Ropa nueva para que se la coman
los gusanos, y tanta gente necesitada por ahí...
Sabias palabras,
pensaron los otros. Le dieron un trago más a Quincas, que meneó la cabeza; era
hombre capaz de darle la razón a quien la tenía; evidentemente estaba de
acuerdo con las observaciones de Martim.
-Se está
arruinando la ropa.
-Es mejor sacarle
la chaqueta, para que no se ensucie.
Quincas pareció
aliviado cuando la quitaron la chaqueta negra y pesada, abrigadísima. Pero
como continuaba escupiendo el aguardiente, le sacaron también la camisa.
Churrinche miraba codiciosamente los zapatos lustrosos, los suyos estaban
hechos pedazos. ¿Para qué quiere un muerto zapatos nuevos? ¿No es cierto,
Quincas?
-Justo mi número.
El Negro Flequillo
recogió del rincón del cuarto las viejas ropas del amigo; lo vistieron con
ellas y volvieron a reconocerlo:
-Ahora sí que es
el viejo Quincas.
Estaban contentos.
Quincas también parecía más alegre, libre de aquellas incómodas vestiduras.
Sobre todo parecía estar agradecido a Churrinche, porque los zapatos le
apretaban. El vendedor ambulante aprovechó para poner la boca en el oído de
Quincas y susurrarle algo sobre Quitéria. ¡Para qué lo habrá hecho! Bien decía
el Negro Flequillo que aquella conversación sobre la muchacha irritaba a
Quincas, que se enojó y escupió una bocanada de aguardiente en el ojo de
Churrinche. Los otros se estremecieron, amedrentados.
-Se enojó. -¿No te
dije?
Ventarrón se puso
los pantalones nuevos; el Cabo Martim se quedó con la chaqueta. A la camisa, el
Negro Flequillo la cambiaría, en un boliche conocido, por una botella de
aguardiente. Lamentaron la falta de calzoncillos.
Con mucha
delicadeza, Cabo Martim le dijo a Quincas:
-No es por hablar
mal, pero tu familia es un poco económica. Tu yerno se olvidó de comprar
calzoncillos.
-Avaros...
-precisó Quincas.
-Ya que lo
reconoces, debo decir que es verdad. No queremos ofenderlos, después de todo,
son tus parientes. Pero ¡qué tacañería!, ¡qué avaricia... ! la bebida por cuenta
de los invitados; ¿dónde se ha visto semejante velorio?
-Ni una flor...
-concordó Flequillo.
-Parientes como
ésos, prefiero no tener.
-Los hombres, unas
bestias. Las mujeres, unas víboras —definió Quincas, preciso.
-Mira, padrecito:
la gordita vale la pena. Tiene unas ancas que da gusto.
-Una bolsa de
pedos.
-No digas eso,
padrecito. Está un poco arrugada pero no es para tanto desprecio. He visto
cosas peores.
-Negro burro. Ni
sabe lo que es mujer bonita.
Ventarrón, sin
ningún sentido de la oportunidad, dijo: -Bonita es Quitéria ¿no, viejito? ¿Qué
va a hacer ella ahora? Yo hasta...
-¡Cállate la boca,
desgraciado! ¿No ves que se enoja?
Pero Quincas no
oía. Inclinaba la cabeza hacia el lado del Cabo Martim, que había pretendido
robarle, en aquel momento, el trago que le correspondía en la distribución de
la bebida. Casi hace caer la botella con el cabezazo.
-Dale aguardiente
al padrecito -exigía el Negro Flequillo.
-Estaba
desperdiciando -explicó el Cabo.
-Él bebe como
quiere. Tiene derecho.
El Cabo Martim
metía el cuello de la botella en la boca abierta de Quincas.
-Calma, compañero,
no lo quise ofender. Beba tranquilo. La fiesta es suya.
Habían dejado de
lado la discusión sobre Quitéria. Quincas tenía cara de no admitir ni que se
tocase el tema.
-¡Buen
aguardiente! -elogió Churrinche.
-¡Una porquería!
-rectificó Quincas, buen conocedor.
-¡También! por el
precio...
La ranita había
saltado al pecho de Quincas. Él la admiró un momento y no tardó en guardarla
en el bolsillo de su vieja chaqueta mugrienta.
La luna crecía
sobre la ciudad y las aguas; la luna de Bahía, en su despliegue de plata, entró
por la ventana. Con ella entró el viento del mar y apagó las velas; ya no se
veía el cajón. Rasguidos de guitarra sonaban por la ladera, una voz de mujer
cantaba penas de amor. Cabo Martim también se puso a cantar.
-A él le encanta
oír una cantiga...
Cantaban los
cuatro; la voz de bajo del Negro Flequillo se perdía más allá de la ladera,
hacia el mar. Bebían y cantaban. Quincas no se perdía un trago ni una canción,
le gustaban las cantigas,
Cuando estuvieron
hartos de tanto cantar, Churrinche preguntó:
-¿No era esta noche la comida de Mestre Manuel?
-Era hoy. Cazuela
de raya -señaló Ventarrón.
-Nadie prepara una
cazuela como María Clara afirmó el Cabo.
Quincas hizo
chasquear la lengua. El Negro Flequillo rió:
-Se muere de ganas
de comer cazuela.
-¿Y por qué no
vamos? Mestre Manuel hasta es capaz de ofenderse si faltamos.
Se miraron entre
ellos. Ya estaban un poco atrasados, porque todavía tenían que ir a buscar a
las mujeres. Churrinche expuso sus dudas:
-Prometimos no
dejarlo solo.
-¿Sólo? Él va con
nosotros.
-Estoy con
hambre-dijo el Negro Flequillo.
Consultaron a
Quincas:
-¿Quieres ir?
-¿Acaso estoy
inválido, para quedarme aquí?
Tomaron un trago
más, para vaciar la botella. Pusieron de pie a Quincas. El Negro Flequillo
comentó:
-Está tan borracho
que no puede estar parado. Con la edad está perdiendo el aguante para el
aguardiente. Vamos, padrecito.
Churrinche y
Ventarrón salieron adelante..
Quincas, encantado
de la vida, con paso de danza, iba entre el
Negro Flequillo y Cabo Martim, del brazo de ambos.
XI
Por lo que se
veía, sería una noche memorable, inolvidable. Quincas Berro Dágua estaba en
uno de sus mejores días. Un entusiasmo inusual se había apoderado del grupo, se
sentían dueños de aquella noche fantástica, con la luna llena envolviendo el
misterio de la ciudad de Bahía. En la ladera del Pelourinho, las parejas se
refugiaban en los portales centenarios, los gatos maullaban en los tejados, las
guitarras gemían serenatas. Era una noche de encantamiento; a lo lejos
resonaban redobles de atabaques (tambores) el Pelourinho parecía un escenario
fantasmagórico.
Quincas Berro
Dágua, divertidísimo, intentaba hacerles zancadillas al Cabo y al Negro, les
sacaba la lengua a los transeúntes; asomó la cabeza por una puerta para espiar,
malicioso, a una pareja de enamorados; pretendía, a cada momento, acostarse en
la calle. La prisa había abandonado a los cinco amigos, era como si el tiempo
les perteneciese por entero, como si estuvieran más allá del calendario y la
noche mágica de Bahía debiese prolongarse por lo menos una semana. Porque,
según afirmaba el Negro Flequillo, el cumpleaños de Quincas Berro Dágua no
podía ser festejado en el corto plazo de algunas horas. No negó Quincas que
fuese su cumpleaños, aunque los otros no recordasen haberlo festejado en años
anteriores. Habían festejado, eso sí, los múltiples noviazgos de Churrinche,
los cumpleaños de Quitéria y de María Clara, y cierta vez, el descubrimiento
científico realizado por uno de los clientes de Ventarrón. En la alegría del
triunfo, el científico había puesto en la mano de su "humilde
colaborador" un billete de quinientos cruceiros. Pero el cumpleaños de
Quincas era la primera vez que lo festejaban, y debían hacerlo
convenientemente. Iban por la ladera del Pelourinho, rumbo a la casa de Quitéria.
Cosa rara: no
había el barullo habitual de los bares y las casas de mujeres de San Miguel.
Todo era diferente aquella noche. ¿Habría habido una batida inesperada de la
policía, con clausura de burdeles y bares? ¿Los inspectores se habrían llevado
a Quitéria, Doralice, Carmela, Ernestina, la gorda Margarida? ¿No irían a caer
ellos mismos en una celada? El Cabo Martim asumió el comando de las
operaciones.
Churrinche fue a
echar un vistazo.
-Tienes que
explorar el terreno -aclaró el Cabo. Se sentaron en los escalones de la Iglesia
del Largo. Todavía quedaba algo en la botella. Quincas se acostó en el suelo,
miraba el cielo, sonreía bajo la luna.
Churrinche volvió
acompañado por un grupo bullicioso, que daba vivas y hurras. Al frente del
grupo se destacaba la figura majestuosa de Quitéria Ojo Asombrado, completamente
vestida de negro, una mantilla en la cabeza, viuda inconsolable, sostenida por
dos mujeres.
-¿Dónde está?
¿Dónde está Quincas? -gritaba, exaltada.
Churrinche se
adelantó, subió a lo alto de la escalinata -parecía un orador de comicio, con
su gastado frac- y explicó:
-Había corrido la
noticia de que Berro Dágua había había estirado la pata, estabámos todos de
luto. -Quincas y sus amigos rieron. -Pero él está aquí, compañeros, y además es
su cumpleaños; estamos festejando, hay cazuela de raya en el barco de Mestre
Manuel.
Quitéria Ojo
Asombrado se liberó de los brazos solícitos de Doralice y la gorda Margó, e
intentó precipitarse en dirección de Quincas, que ya se había sentado junto al
Negro Flequillo en uno de los escalones de la Iglesia. Pero, debido sin duda
a la emoción de aquel momento supremo, Quitéria se tambaleó y cayó sentada en
las piedras.
Inmediatamente la
levantaron y la ayudaron a aproximarse:
-¡Bandido!
¡Sinvergüenza! ¡Desgraciado! ¿Cómo se te ocurrió hacer creer que estabas
muerto, darme semejante susto?
Se sentó al lado
de Quincas que sonreía, le tomó la mano y la colocó sobre su seno ampuloso,
para que él sintiese el palpitar de su afligido corazón:
-Casi me muero con
la noticia, y tú de farra, desgraciado. ¿Quién te aguanta Berrito?, demonio de
hombre, siempre inventando alguna cosa. No tienes compostura, Berrito, acabarás
por matarme...
El grupo
conversaba entre risas; en los bares recomenzaba el barullo, la vida volvía a
la ladera de San Miguel. Se pusieron en marcha hacia la casa de Quitéria. Ella
estaba hermosa, vestida de negro; jamás la habían deseado tanto.
Mientras
atravesaban la ladera de San Miguel, rumbo al prostíbulo, eran objeto de
agasajos diversos. En el bar "Flor de San Miguel", el alemán Hansen
ofreció una vuelta de aguardiente. Más adelante, el francés Verger distribuyó
amuletos africanos entre las mujeres y explicó que no podía acompañarlos porque
todavía debía cumplir con ciertas obligaciones religiosas aquella noche. Las
puertas de los burdeles volvieron a abrirse y las mujeres salieron a las
ventanas y a las veredas. Por donde pasaban, se oían vivas a Quincas, todo el
mundo lo saludaba. Él agradecía con inclinaciones de cabeza, como un rey de
vuelta a su reino. En casa de Quitéria todo era luto y tristeza. En el
dormitorio, sobre la cómoda, al lado de una imagen del Señor de Bonfim y de
una estatuita de barro del Caboclo Aroeira (mestizo de blanco con indio), guía
espiritual de Quitéria, resplandecía un retrato de
Quincas recortado de un periódico --de una serie de reportajes de Giovanni
Guimaraes sobre "el submundo de la vida bahiana"-entre dos velas
encendidas, y adornado con una rosa roja.
Doralice,
compañera de casa, se apresuró a abrir una botella y servir el contenido en
copas azules. Quitéria apagó las velas. Quincas se recostó en la cama, los
demás se dirigieron al comedor. Poco después entraba Quitéria:
-El muy
desgraciado se ha dormido.
-Tiene una curda
fenomenal... -aclaró Ventarrón.
-Hay que dejarlo
dormir un poquito -aconsejó el Negro Flequillo-. Hoy está imposible. ¡También!,
tiene derecho.
Pero se les hacía
tarde para la cazuela de Mestre Manuel, y poco después tuvieron que despertar
a Quincas.
Quitéria, la negra
Carmela y la gorda Margarida serían de la partida. Doralice no aceptó la
invitación; acababa de recibir un recado del doctor Carmino: acudiría a la
casa esa noche. Y el doctor Carmino, como ellos muy bien sabían, pagaba por
mes, era una garantía. No podía ofenderlo.
Bajaron por la
Ladera, de prisa. Quincas casi corría, tropezaba en las piedras, arrastrando a
Quitéria y al Negro Flequillo, con los cuales iba abrazado. Esperaban llegar
antes de que el pesquero hubiese salido.
Sin embargo,
hicieron un alto en el camino, en el bar de Cazuza, viejo amigo. Bar de mala
clientela, no había noche en que no se armase lío. Un grupo de fumadores de marihuana
paraba allí todos los días. Pero Cazuza era amable, siempre fiaba unos tragos,
a veces hasta una botella. Y como no podían llegar al pesquero con las manos
vacías, resolvieron tratar de convencer a Cazuza para que les diese unos tres
litros de aguardiente. Mientras el Cabo Martim, diplomático irresistible,
cuchicheaba en el mostrador con el propietario del bar, que estaba estupefacto
al ver a Quincas Berro Dágua en excelente estado físico, los demás se sentaron
para comer unos bocaditos y tomar un aperitivo, todo por cuenta de la casa y en
homenaje al que cumplía años. El bar estaba lleno: una muchachada taciturna,
marineros alegres, mujeres en la última miseria, choferes de camión que
salían para la Feria de Santana aquella misma noche...
La pelea fue
inesperada y bella.
Realmente, parece
que el responsable fue Quincas. Se había sentado con la cabeza reclinada en el
pecho de Quitéria, las piernas estiradas. Según consta, uno de los muchachos,
al pasar, tropezó en las piernas de Quincas, estuvo a punto de caer y protestó
de mala manera. Al Negro Flequillo no le gustó el aspecto del marihuanero. Esa
noche, Quincas tenía todos los derechos, incluso el de estirar las piernas
como le diese la gana. Y lo dijo. Como el muchacho no reaccionó, no sucedió
nada. Pero minutos después, otro, del mismo grupo de marihuaneros, también
quiso pasar. Le pidió a Quincas que apartase las piernas. Quincas hizo como que
no oía. Entonces, el flaquito lo empujó, diciendo palabrotas. Quincas le dio
un cabezazo, y se armó la gresca. El Negro Flequillo agarró al muchacho, como
era su costumbre, lo levantó en vilo y lo arrojó sobre otra mesa. Los
compañeros de marihuana se pusieron hechos unas fieras, y avanzaron. De allí en
adelante, es imposible relatar los hechos. De vez en cuando se alcanzaba a
divisar, encima de una silla, a Quitéria la bella, botella en mano, haciendo
molinetes con el brazo.
El Cabo Martim
asumió el comando.
Cuando terminó la
refriega, con la total victoria de los amigos de Quincas, a quienes se aliaran
los choferes, Ventarrón tenía un ojo negro y el frac de Churrinche lucía, perjuicio
importante, uno de los faldones rasgado. Quincas estaba tendido en el piso;
había recibido algunos golpes y había dado con la cabeza en una baldosa. Los
marihuaneros habían huido. Quitéria, inclinada sobre Quincas, intentaba
reanimarlo. Cazuza contemplaba filosóficamente el bar patas arriba, las mesas
tumbadas, los vasos rotos. Estaba acostumbrado, la noticia aumentaría la fama y
los clientes de la casa. Además, a él mismo no le disgustaba una buena pelea.
Para reanimar a
Quincas fue preciso darle un trago. Seguía bebiendo de un modo extraño:
escupiendo parte del aguardiente, un desperdicio. Si no fuese porque era el día
de su cumpleaños, el Cabo Martim le habría llamado delicadamente la atención.
Se dirigieron al
muelle.
Mestre Manuel ya
no los esperaba, a aquellas horas.
Estaban terminando
de comer allí mismo en la rampa, no iba a salir al mar cuando los únicos
comensales eran marineros. En el fondo, él nunca había creído en la notícia de
la muerte de Quincas, de modo que no se sorprendió al verlo llegar, del brazo
de Quitéria.
El viejo marinero
no podía haber fallecido en tierra, en una cama.
-Hay cazuela para
todo el mundo...
Izaron las velas
del barquito, empujaron la enorme piedra que servía
de ancla. La luna hizo del mar un camino de plata; al
fondo, se recortaba contra la montaña la negra silueta de la ciudad de Bahía.
El barquito empezó a apartarse de la costa. La voz de María Clara entonó una
canción de marineros:
"En el fondo
del mar te hallé
toda vestida de
conchas".
Se instalaron
alrededor de la humeante cazuela. Los platos de barro se llenaban. Perfumada la
cazuela de raya, olorosa a pimienta y aceite de dendé. Circulaba la botella de
aguardiente. El Cabo Martim no perdía jamás la perspectiva y la clara visión
de las necesidades del momento.
Aun comandando la
pelea, había conseguido escamotear unas botellas y esconderlas bajo los
vestidos de las mujeres. Sólo Quincas y Quitéria no comían. En la popa del barco,
recostados, escuchaban la canción de María Clara. La bella de los ojos
asombrados murmuraba palabras de amor al oído del viejo marinero.
-¿Por qué me
hiciste asustar, Berrito sinverguénza?
Sabes que tengo el
corazón débil, el médico recomendó que no tenga disgustos. ¡Se te ocurre cada
cosa! ¿Cómo podría vivir sin ti, que tienes trato con el diablo? Estoy acostumbrada
a ti, a tus locuras, a tu vejez sabia, tu viveza tan ingenua, tu aire
bondadoso. ¿Por qué me hiciste eso hoy? -y le acariciaba la cabeza herida en la
pelea, le besaba los ojos llenos de malicia.
Quincas no
respondía, aspiraba el aire del mar, una de sus manos rozaba el agua, abriendo
un surco en las olas. Todo era tranquilidad en el comienzo de la fiesta: la voz
de María Clara, el sabor de la cazuela, la brisa cada vez más fuerte, la luna
en el cielo, el susurro de Quitéria. Pero nubes inesperadas llegaron del sur,
devorando la luna llena. Las estrellas comenzaron a apagarse y el viento se fue
tornando frío y peligroso.
Maestre Manuel
avisó:
-Va a ser noche de
temporal. Es mejor volver.
El pescador pensó
llevar el velero hasta el muelle antes de que se desencadenase la tormenta.
Pero la conversación era agradable, amable el aguardiente; todavía quedaba
mucha cazuela en la marmita de barro, flotando en la dorada salsa de aceite de
dendé, y la voz de María Clara provocaba una tristeza, un deseo de demorarse en
el mar. Además, ¿cómo interrumpir el idilio de Quincas y Quitéria en aquella
noche de fiesta?
Fue así que el
temporal, el silbido del viento, las aguas encrespadas, los alcanzaron en pleno
viaje.
Las luces de Bahía
brillaban a la distancia, un rayo rasgó la oscuridad.
Empezó a llover.
Fumando su pipa,
Mestre Manuel iba al timón.
Nadie sabe cómo
Quincas se puso de pie, apoyado en la vela menor.
Quitéria no,
sacaba los ojos apasionados de la figura del viejo marinero, que sonreía ante
las olas que barrían la cubierta, ante los rayos que iluminaban la negrura de
la noche.
Mujeres y hombres
se aferraban a las cuerdas, se agarraban a los bordes del velero, el viento
zumbaba, la pequeña embarcación amenazaba zozobrar a cada momento. La voz de
Marfa Clara había cesado: ella estaba junto a Mestre Manuel, su hombre, en la
rueda del timón. Olas violentas barrían el barco, el viento amenazaba rasgar
las velas.
Sólo se percibían
la luz de la pipa de Mestre Manuel y la figura de Quincas, de pie, cercado por
la tempestad, impasible y majestuoso.
El velero se
aproximaba lenta y dificultosamente a las aguas mansas de la bahía. Un poco más
y la fiesta volvería a empezar...
Fue entonces que
cinco rayos se sucedieron en el cielo, el trueno retumbó con un estruendo de
fin del mundo, una ola gigante levantó al velero. Se escaparon gritos de las bocas
de las mujeres y los hombres. La gorda Margarida exclamó:
-¡Dios nos ayude!
En medio del
ruido, del mar enfurecido, del velero en peligro, a la luz de los rayos vieron
a Quincas arrojarse al mar y oyeron sus últimas palabras.
El barquito
entraba en las aguas calmas de la bahía, pero Quincas había quedado en la
tempestad, envuelto en mortaja de olas y espuma, por su propia voluntad.
XII
No hubo manera de
conseguir que la funeraria recibiese de vuelta el ataúd, ni por la mitad del
precio. Tuvieron que pagar, pero Vanda aprovechó las velas que sobraron. El
cajón está hasta el día de hoy en el almacén de Eduardo, que aún espera
venderlo para algún entierro de segunda mano.
En cuanto a la
frase póstuma, las versiones que corren son diversas. Pero ¿quién podría oír
bien en medio de semejante temporal? Según un trovador del Mercado, las cosas
ocurrieron así:
"Pero.en plena confusión se oyó a Quincas decir:
- ‘Me entierro
como yo quiero y en la hora que resuelvo. Pueden guardar su cajón para mejor
ocasión, que no me dejo enterrar en sepultura de tierra'. Y fue imposible
escuchar el resto de su oración. "
Río de Janeiro, abril de 1959
No hay comentarios:
Publicar un comentario