sábado, 18 de febrero de 2012

“EXPEDICIÓN AL OESTE” en Domingo en el río (1960) de Bernardo Kordon.


“EXPEDICIÓN AL OESTE” en Domingo en el río (1960) de Bernardo Kordon.



Todo comenzó así: el doctor Arturo Dusol me invitó a visitarlo y tomábamos un primer whisky en el balcón de un octavo piso. Allá abajo se quebraba la avenida Callao en una profusión de farolas y columnas doradas. Yo contemplaba la calle entre distraído y fascinado, como lo hacía de niño, cuando durante días enteros miraba pasar los pesados carros y los lustrosos coches fúnebres que desfilaban por la calle Potosí. Entonces los carros eran bellos y profusamente decorados.  Los caballos cadeneros avanzaban con compadrita arrogancia, y los carreros —rostros joviales y voces broncas—los imitaban cuando detenían las chatas en la esquina de Yatay, e iban contoneándose a tomar la ginebra en el boliche de don Juan. De los coches fúnebres, en cambio, no guardo ninguna opinión, salvo que me intimidaba la gravedad de los cocheros galerudos. Desde entonces me disgusta la gente solemne, la que va detrás de los muertos como paja condenarlos.  Aclaremos. Soy un hombre de ciudad. Antes fui un niño de ciudad. Y una ciudad se compone de calles, donde generalmente se producen hechos. En realidad es lo único que me interesa: la calle y los hechos. En resumen: la vida. Lo demás son suposiciones, comentarios, teorías, derivados, añadidos, ensayos. Es decir convencionalismo, retórica, impotencia, vanidad, hipocresía, trivialidad y resentimiento. En una palabra: literatura.
La calle me reveló el mundo de la poesía y la aventura.

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Decir la calle significa definir un sentido mágico y vital.  “Rentrons dans la rué”, dice (no recuerdo cuando) el Gavroche de Víctor Hugo. Justamente eso: entremos en la calle como quien penetra en un templo para buscar la verdad, o como quien busca su casa para bañarse y sentirse menos lamentable.
Al principio creí que el doctor Dusol me había invitado con el único propósito de sorprenderme con su generosidad, ¿Quién soy yo, efectivamente, para tomar un segundo whisky en una terraza del octavo piso, y con la avenida Callao a mis pies? Hay momentos en que el mundo debiera detenerse un instante para descanso y deleite de sus tripulantes. Comenzaba a sentirme francamente eufórico. ¡El viejo Zeus no tuvo una avenida Callao en el Olimpo, con una botella de whisky al alcance de la mano!
Dusol, renombrado psiquiatra y conocido crítico de arte, hablaba de París. Recordamos algunos nombres y situamos determinados lugares. En realidad, hablábamos de París como dos viajantes de comercio pueden conversar sobre Venado Tuerto, recordando hoteles y notabilidades locales.  Pero al tercer whisky, y debidamente afirmado mi ego, caí en la cuenta de que si en ese momento cabía generosidad en uno de nosotros, ese era yo y ningún otro. Pues mientras el doctor Dusol hablaba de arte con términos de alienista, desenmascaraba al mismo tiempo el profundo rencor que cultivaba hacia un tal Pasten, médico también, y muy entendido en filosofía.
Al principio se refirió a él con cuidadoso tono neutro, pero cada vez que volvía al tema —y en el fondo no le preocupaba otro— lo hacía con creciente animosidad. De amigo ligeramente criticable, el tal Pasten pasó a ser un mediquillo mediocre, después un ser repudiable, y finalmente un peligroso rufián. Me preocupé en estimular la vivisección de ese desconocido Pasten, y en esa forma el doctor Dusol procedió a servirme el cuarto whisky.
Siempre resulta conveniente para incrementar las relaciones sociales, que alguien se descubra una llaga. De tal modo se ofrece al interlocutor la posibilidad de meter el dedo y hurgar un poco con la uña. “¡Mire qué hermosa úlcera tengo!”, parecía decirme el doctor Dusol. Ahora hablaba de sí mismo y no pude menos que admirarlo. Su vida, si no muy intensa, era al menos edificante. Sobre todo mostraba los difíciles ribetes de triunfador. Pues era nada menos que conocido en esta ciudad que tanto se empecina en desconocer a sus genios.
--¡Pensar que el año pasado recibimos un año nuevo en París! —recordó con repentina nostalgia. Suspiró antes de proseguir:
--Fue como recibirlo en el centro de los acontecimientos.
En cambio este año será aquí. . . Maintenant c’est Dans la banlieue du monde...
“Este crítico miente”, pensé, lamentándome que hubiese abandonado el tema de su odiado colega. Pues rascando la llaga estaba seguro de que terminaríamos la botella de whisky.  Pero todo estaba perdido si volvía al tema del arte. No hay whisky en el mundo capaz de sazonar la disertación de un crítico de arte.
Además, este Dusol exageraba cuando suspiraba por los sucios grises de París. Buenos Aires nos mostraba sus altos colmenares de cemento y mármol, coronados de chirimbolos, torres, cúpulas, buhardillas de pizarra o abiertas terrazas árabes, todas las ocurrencias de los ricos pobladores de esta’ ciudad absurda, reprimida, desorbitada y caótica. Posiblemente no exista otra en el mundo tan vulgar y promisora a la vez, como un dios inacabado que balbucea antes de sentirse un adulto poderoso.
Hasta ese balcón llegaron ráfagas del viento de la pampa y del río, silbatos de locomotoras y tres largos bramidos de un barco que se disponía a partir —trémulos y familiares

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llamados de la aventura. Filtrándose a través del tráfico enloquecido de mi ciudad, me pareció escuchar el croar de los sapos y el canto de los grillos. Era como si todo el murmullo menudo y dominante de la llanura argentina invadiese la atmósfera de Buenos Aires, hasta la más alta terraza, allí donde una sirvienta provinciana se asoma al vacío para mirar la noche, como una inmigrante solitaria en lo alto de un transatlántico.
“Ahora brindaré por cualquier cosa, para llenar los vasos de nuevo”, se me ocurrió, cuando un timbrazo señaló otra visita.
--Esperaba a una dama y creo que ha llegado —me explicó Dusol con embarazosa sonrisa. Era la señal de que tenía que retirarme. Cuando mi anfitrión fue a abrir la puerta, tuve ganas de vaciar la botella de whisky. Dusol entró inmediatamente con una rubia mal teñida y de cara redonda.
--La señorita Ethel Rivera; un amigo...
El doctor Dusol culminaba su exhibición. Insinué un saludo de despedida y el muy canalla lo aprobó de inmediato.  Fue entonces cuando se me ocurrió visitar al doctor Pasten.  ¿Por qué no? Nada sabía de él, pero podíamos mantener una larga conversación con el tema de ese miserable Dusol.  Y ya no sería cuestión de entreabrirle delicadamente la úlcera, sino de rascársela a cuatro manos y con veinte uñas.  Aun quedaba media botella de auténtico scotch, pero no cabía otra posibilidad que retirarme.
--Encantado, señorita... —me despedí de esa Ethel que no sabía sonreír, y al querer hacerlo mostraba los dientes como un perro que gruñe. Repentinamente odié a ese seudónimo de cancionista nacional y esa su vulgaridad pretenciosa de suburbio mistificado. “Esperaba a una dama”. Por eso, seguramente, estaba tan acicalado. Necesitaba animarse con la bebida, y alguien que oficiase de testigo.  Al descender pedí la guía telefónica al portero y busqué la dirección del doctor Pasten.
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II
Nada resultó más fácil. Lo llamé por teléfono y acordamos encontrarnos una hora más tarde en un café de la avenida Corrientes. Allí me instalé temprano, para dedicar mi ocio al estudio del mundo que desfilaba.  Esta ciudad es muy difícil de comprender y el secreto para hacerlo puede consistir en haber sido porteño y ya no serlo más. De todos modos es preciso haber vivido ese vacío que lanza a la gente en) la calle, ese vacío que hace caminar como sonámbulo, ese vacío que se pretende llenar con banalidades, cursilerías o guaranguería, donde se busca la protección del gesto y la estridencia, para que todo termine en lo mismo, en falta y anhelo de vida.
La ciudad brindaba todo en sus iluminadas vitrinas.  Libros del mundo entero con la tinta aún fresca, en las librerías abiertas hasta la madrugada. Y lo que es más importante: los costillares que dan vueltas en el spiedo, y pirámides de policromadas latas de conservas, y un envasado río de aceite bajo las guirnaldas de salamines, lagrimones de quesos provolones y obscenos jamones suspendidos ¡Pero cuesta encontrar un solo gesto espontáneo! A veces resulta inútil remover los cerros de latas y botellas. No hay ninguna etiqueta que pueda garantizar una ración de vida auténtica.  Doble porción de costillar para el buen ciudadano, pero una diminuta ración de vida intensa, y sobre todo cero de poesía.

III

Me había citado con el doctor Pasten sin conocernos ni darnos señas particulares. Pero el encuentro resultó fácil.  Cuando menos lo esperaba, tuve a Pasten delante de mí. Yo lo podría diferenciar entre mil tertulianos de un café porteño.
Lo que se dice un intelectual de garra, con su cabeza socrática y su nariz aguileña. Los ojos de miope miraban con cierto
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aire de sorpresa, pero su boca de apretados labios decían que podía mostrarse fuerte e inclusive cruel. Mordía su pipa mientras me clavaba la mirada como si tratase de adivinar mis más recónditas intenciones. Me estrechó la mano y sentóse dirigiendo a nuestro alrededor una mirada de desagrado.  Buen síntoma si le molestaba la vulgaridad de ese bar. Pidió un vaso de cerveza, sin ánimo de probarlo y sin dejar de morder la pipa.
--¿Así que estuvo un par de horas escuchando a alguien que hablaba de mí?
--Sólo puedo decirle que he sentido muchos deseos de conocerlo, doctor Pasten.
--Es comprensible: dos horas hablando de una persona despierta la curiosidad del más apático. ¿No le parece?
--Voy a pedirle un favor, en nombre de nuestra futura amistad: por esta noche no comentaremos lo que escuché de usted.
Pues realmente creo que toda amistad, a igual que el amor, es resultante de un misterio. No sé cómo lo entendió Pasten. Inclinó la cabeza como si me rindiese un homenaje, pero volvió a la carga, empecinado:
--Mucha delicadeza de su parte. ¿Pero con quién estuvo usted?
En ese instante estudié su gesto de mordisquear la ya roída boquilla de su pipa. La mordía con el empecinamiento juguetón y algo feroz de un cachorro. Se me ocurrió que si yo dejaba que me sorprendiera en una mentira, echaba todo a perder. Y ese pillo había llegado con el visible propósito de exhibir dotes de adivino.
--Estuve con su amigo el doctor Dusol —respondí.
Pasten retiró la pipa de su boca.
--Lo que significa que no escuchó muchas amabilidades sobre mi persona.
Me detuvo un comedido gesto de protesta y prosiguió con forzada sonrisa:

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--¿Qué le parece a usted mi colega Dusol? ¿Lo admira como médico o como crítico de arte?
--Creo que opino lo mismo que usted. Salvo, claro está, en lo referente a la medicina.
Rió, negando algo con un movimiento de cabeza:
--No prejuzgue. Usted no conoce mi opinión sobre él.
Tampoco Dusol la conoce.
--A mi no me interesa, palabra.
—Lo importante es que usted respondió con la verdad.  Afirmé con un movimiento de cabeza, como aceptando mi imposibilidad de mentirle. Y pude notar que se mostraba muy halagado por mi conducta.
--Hizo usted muy bien en llamarme.
Y aclaró:
--A todos los que me llaman les doy la suerte.
--En la amistad —prosiguió mi interlocutor— me siento satisfecho cuando al menos puedo arrancar una verdad. Y usted ya me la dijo. Ahora me corresponde festejar a un nuevo amigo.
¿Por qué la gente supone que la verdad es una especie de respetuoso homenaje hacia ellos, en vez de ser un producto circunstancial? El doctor Pasten se mostraba conmovido y agradecido por el hecho de no haberle mentido, sin pensar que verdad y mentira la jugamos a cara y ceca. A veces nos aman por una mentira o nos odian por una verdad.  Jugué bien y gané: mejor para los dos.
--¿Le gusta a usted este café? —me preguntó el doctor Pasten con el bendito propósito de invitarme a un lugar mejor.
--A usted no, ¿verdad?
--Sinceramente, me desagrada.
--No es nada atractivo, es cierto. Pero tiene la calle a la vista. Y la calle, digo yo, es la vida.
--A ésta la encuentro muy vulgar —me cortó Pasten.
--Claro que es vulgar. Pero nadie puede negarla por eso. Con seguridad nos encontramos llenos de vulgaridades.
Por eso las rechazamos con un horror casi religioso. Lleva-

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mos las vulgaridades adentro y somos incapaces de contemplarlas con espíritu de curiosidad. Por otra parte no puedo sentir lo mismo que su colega Dusol, que vive añorando las calles de París. Son fascinantes pero lejanas. Yo no puedo alimentarme con lo que he comido en París. Debo comer aquí. Dos veces por día. Le juro que no lo puedo evitar.  Y como Pasten recorrió nuevamente con la vista el salón, sugerí:
--¿Qué le parece si buscamos otro bar?
Enumeré algunos lugares conocidos.
--Si usted no se opone, creo que el mejor lugar para charlar es mi casa —invitó con una sonrisa.  Acepté con cautelosa reticencia. Salimos del café y subimos a un imponente automóvil. De entrada, Pasten se reveló un volante impulsivo y temperamental. Lo que se dice una verdadera personalidad. A topetazos separó los coches vecinos y tomó a toda velocidad por Corrientes. Después giró violentamente por la avenida Callao.
Y me sorprendo de viajar una vez más. Con avidez absorbo las luces y sopeso la densidad de las sombras de las calles que dejamos atrás. Contemplo con viejo encono esa condenada gente de día feriado. Seres indiferentes, desplazándose con vacilantes y desganados movimientos. Prefiero mil veces los días de trabajo: la muchedumbre precipitada y los individuos definidos en la barahúnda como los animales en la selva. Hay entonces movimientos medidos, o precipitados, o quietos en misteriosas actitudes, pero todos son elementos ciudadanos que juegan un preciso papel en el ballet urbano.
De cualquier modo mi ciudad sabe recibir y sabe despedir todos los días. Cuando se llega o se sale de ella, Buenos Aires se presenta como un gran espectáculo.
Esta sensación de viaje se produce porque no sé donde me lleva y también porque tomamos por la avenida Rivadavia. A determinadas horas, la inestabilidad reina en el sector comprendido entre Congreso y Plaza Once. Huidizas som-

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bras de aventuras flotan en la avenida Rivadavia, con su tráfico intenso y sus aceras sombrías. Eso invita a caminar por si ocurre algo. Hay muchas calles así en la ciudad. Sugieren posibilidades inauditas, aunque nunca ocurre nada. De pronto me domina el impulso de bajar del auto y recorrer esas calles como un merodeador, fascinado por su clima de inestabilidad, barridas por un viento de soledad que se estira como un lamento por la ancha acera desierta de gran ciudad evacuada o sitiada bajo la peste y el terror.  Me resultó imposible pasear siquiera la mirada. Pasten hundía a fondo el acelerador, como un policía que lleva a su preso, o una ambulancia cargada con un agonizante.  ¿Miedo de perder la presa? De reojo miré al doctor: no dejaba de morder la pipa. Se proponía algo: deslizarse, volar, evadirse, aplastar a alguien, provocar un desastre, ser linchado por la turba vengativa, o terminar con las costillas hundidas por el volante y el parabrisa trizado incrustado en el cuello. ¿Quién puede llegar al fondo del alma de quien hunde el acelerador como un poseído?
Por mi parte recorría mentalmente esas calles, paso a paso como es debido, y cuando llegamos a las luces de Plaza Once, el auto debió detenerse al lado de la recova. Allí los restaurantes y los bares enfrentan el páramo de la plaza desnuda.  El gentío se apiña en la cálida arcada densa de olores de fritanga, buscando amparo de la desolada plaza Once.  Nosotros seguimos hacia el oeste, en dirección a la pampa.  Muy lógico que nos salude el desierto y la muerte en la estructura tenebrosa del ferrocarril dormido.

IV

Rodamos Rivadavia al oeste en demanda de mi barrio natal de Almagro. Continúo sintiendo cerca el mundo mágico del ferrocarril. Me domina la presencia de la playa de rieles:

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un arpa de reluciente acero que me hace vibrar como un diapasón.
Todas las calles dejan de ser vulgares al atravesar las vías férreas. La calle Ecuador se transforma en un túnel para peatones. Es delicioso pasearse en medio del misterio de un túnel mientras encima silban las locomotoras.  El placer de recorrer este pasaje se completa con un paseo por la calle Cangallo —entre oscuros galpones llenos de ratas y amobladas con entradas para autos—, para finalmente volver a atravesar la playa de rieles por el largo puente de la calle Bustamante. A este puente llegué a los siete años, integrando una pandilla del barrio, en riguroso plan de exploración.  Quedábamos alelados de delicioso espanto cuando las admirables locomotoras pasaban resoplando bajo nuestros pies y nos envolvían con una impetuosa nube de vapor.  ¡Salud maravillosas y furiosas devoradoras! Siempre fueron para mí el palpitante hierro bruñido, que irrumpe en la noche como el auténtico emisario de la Aventura.
Atravesamos el barrio de Almagro y soy un niño mirando las máquinas bajo el legendario puente de Bustamante. El doctor Pasten hace volar su Cadillac. Muy pocos minutos y demasiada velocidad para recorrer la condensada angustia de las calles de mi infancia. Apenas si puedo atisbar algunas calles dormidas. ¡Qué largo, sin embargo, ese recorrido que va de la calle Pringles hasta el puente de Bustamante! A los siete años se tiene una idea exacta del mundo. Ese trayecto era inmenso, poblado de ladrones y asesinos. El itinerario admitía todas las variantes y todos los imprevistos: podíamos
perdernos o ser atacados por tribus inamistosas. Pues muchas de nuestras exploraciones por otras barriadas desencadenaron alevosos ataques. Conventillos enteros se vaciaban ante la provocativa presencia de forasteros, y sólo nos quedaba la
posibilidad de correr para escapar del peligro, estimulados por los gritos salvajes de los naturales de ese barrio. Las pedradas alcanzaban a calentarnos las espaldas, pero apenas las sentíamos, e inclusive llegábamos a recibirlas con alegría,
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ya que significaban que nos poníamos fuera del alcance de esos forajidos. Pues la experiencia señalaba que nadie puede recoger una piedra sin dejar de correr, y ese sensible blanco en nuestro lomo significaba que cesaba la endiablada persecución.  Generalmente se detenían porque habían llegado al límite de sus territorios, y nos salvábamos por la misma razón que tantas veces en África se salvaron Stanley, Livingstone y Cía., pues los salvajes nunca se aventuran fuera de sus países, y entonces los exploradores pueden seguir ampliando el mundo conocido.
Desde entonces fuimos espectadores interesados y absolutamente parciales de todo lo que ocurriese en la calle, territorio densamente poblado de amigos y enemigos, a quienes sólo conocíamos como tales después de rotundas experiencias.  Criados en Babilonia, supimos escoger lo mejor: el espectáculo cambiante de la esquina, los pregones y las broncas callejeras. Sólo deseábamos crecer para hacer nuestras todas las calles de la ciudad. Allí estaba el gran juego: las calles: fascinante mundo que el hombre levantó sobre dédalos de cloacas y crujientes esqueletos añejos. ¡Qué bien nos nutrimos con la vitalidad de la calle! Soñábamos con ser canillitas, mensajeros, choferes de taxis. El problema fundamental consistía en perforar todos los muros de la ciudad: conocer los secretos resortes de las grescas en el conventillo de la calle Potosí, y los misteriosos acontecimientos del prostíbulo de Pringles.
Viajo con rumbo desconocido y por la espina dorsal de Buenos Aires, junto a fantasmas que me miran, y es como si yo me mirase a mí mismo. He aquí un momento oportuno para hacer un balance de la vida. Pero las sensaciones cuentan mucho en mi vida, y no conozco ningún libro mayor donde pueda registrarlas. Pues los fantasmas, cuando son auténticos, escapan a toda contabilidad.
Por otra parte, Pasten imprimió al Cadillac una excesiva
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velocidad. Pretendía mostrar su habilidad tomando la vía del tranvía, pero a cada momento sufríamos la trepidación de caer sobre el empedrado. Después rodamos otra vez sobre el asfalto, y pretendí infructuosamente poner en orden mis fantasmas para encontrarles un sentido.
Los redobles del tambor alborotaban mi barrio anunciando la llegada del muñeco Pedroza. Avanzaba por la calle Pringles y parecía llenar la calzada con su porte descomunal y grotesco. Cabezón y sonriente, su máscara metía miedo a unos y hacía reír a otros.
El muñeco Pedroza avanzaba por la calle Potosí. Daba vueltas y se tambaleaba como si fuera a caerse. Inclinaba su cabezota mofletuda y pintada de carmín, mientras nos fijaba los aterradores globos de sus ojos. A su lado redoblaba el tambor como si llevasen el muñeco al cadalso. De vez en cuando, mientras descansaba el tambor, un hombre con un megáfono repetía la propaganda de una marca de galletita, Sentado en el umbral de mi casa, veía pasar al muñeco.  Esa tarde me crecieron las fuerzas y seguí la caravana de Pedroza por Potosí al oeste. Llegué hasta la calle Yatay.  Admiré una vez más el elegante puentecito de hierro, que se hacía girar en los días de lluvia para atravesar la calle que se convertía en un río torrentoso. Dudé un instante antes de penetrar en lo desconocido. Finalmente lo hice. Y seguí a la grotesca figura del muñeco. De este modo me interné en las estepas del Parque Centenario. Baldíos pelados y agrestes, algún rancho improvisado, edificios en construcción. Se imponía un paisaje desolado. El parque era solo un proyecto.
Dominaba una especie de lejanía estrangulada, un vacío fascinante como un precipicio horizontal. Era la pampa instalada en la ciudad. Sentí miedo de lo desconocido y hubiese vuelto a casa despavorido. Pero a mi lado descubrí, sonriente, a Emilio, más conocido como “El Lecherito”. Se trataba de un poblador del conventillo de Potosí, hijo del lechero del
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barrio, por cierto un niño temido y respetado por sus puños, además del prestigio que concedía vivir en ese formidable conventillo, un misterio de bulla sin fin que limitaba con otro misterio, el silencioso y arbolado fondo del Hospital Italiano.  Nos animamos mutuamente y juntos proseguimos la marcha. De repente se nos cruzó un espectáculo inaudito. Un vigilante llevaba preso a un hombre. El uniformado, con casco de punta metálica, llevaba agarrado de un brazo a un hombre en manga de camisa, que se tambaleaba del mismo modo que el muñeco Pedroza y el oso Carolina de los carnavales.  Los hubiéramos seguido, pero detrás del vigilante y el borracho, seguían varios pílleles hirsutos, inamistosos y crueles pobladores de esos baldíos, y a ellos sí les tuvimos miedo.  Nos limitábamos a contemplar como el vigilante y el borracho se perdían detrás de los5 montículos de tierra removida. Después buscamos con la mirada al muñeco Pedroza y no lo encontramos. Había desaparecido. Estábamos solos en medio de lo desconocido.
--¿Sabes como volver a casa? —me preguntó Emilio.
Comprendí que con esas palabras me hacía responsable de la aventura.
--Claro —respondí. Y eché a andar. Emilio venía detrás.
--¿Adonde vamos?
--Aquí cerca.
Y después de un rato:
--Allá está.
--¿Qué cosa?
--Díaz Vélez.
--¡Ah! —se calmó el otro.
Proseguimos la marcha hacia una calle ancha. No cabía duda. Era Díaz Vélez.
Uno inventa algo; lo crea. Vale decir, piensa en algo y lo convierte en realidad. Esa calle era Díaz Vélez y estábamos salvados. Paralela a ella se encontraba la nuestra, calle Potosí.  Hacia allí dirigí mis pasos. Y Emilio siempre detrás de mí. Llegamos a la calle ancha y la encontré algo extraña.

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¡Pero estábamos salvados! Díaz Vélez: una cuadra a la izquierda y llegábamos a Potosí. Era necesario continuar andando hasta llegar a la conocida esquina de Yatay, o la otra, más familiar, de Pringles. Pero esas esquinas no aparecieron nunca. Seguimos andando y la intranquilidad comenzó a inquietarme como un molesto y pertinaz cosquilleo.  De repente presencié algo tan inaudito como el vigilante arrastrando a un borracho. Un tranvía avanzaba por la calle, pero en vez de hacerlo en el centro de la calle, tal como sucedía en Díaz Vélez, lo hacía pegado en la acera. Esa particularidad no la conocía en ninguna calle de nuestro barrio. Allí me detuve como si me hubiesen propinado un mazazo en la cabeza.
--¿Qué te pasa? —me preguntó Emilio.
--¡Nos perdimos!
¡ Perdidos! Comenzamos a trotar por aquellas calles como perros espantados, esta vez en sentido contrario, para desandar lo andado. Pero las calles no recobraron en ningún momento los aspectos familiares.
--Estamos perdidos.
Lo decíamos entre nosotros, e insistíamos en encontrar solos el camino. Un obrero que volvía del trabajo adivinó nuestro drama, nos siguió una cuadra en nuestra desesperada búsqueda, y finalmente nos abordó con una tranquilizadora sonrisa de complicidad:
--¿Se perdieron, eh?
Temíamos que en otro barrio, es decir en territorio enemigo, se conociese nuestra situación de inferioridad. Nunca hubiésemos confesado que estábamos rematadamente perdidos.  Pero al escuchar la pregunta, olvidamos todas las prevenciones, y nos confesamos derrotados. Y con gran sorpresa mía, “el lecherito” Emilio, temible por sus puños, y admirado por el uso de espectaculares muñequeras (lavaba los tarros lecheros del padre), el belicoso Emilio rompió a llorar.
El hombre nos consoló y nos llevó a su cuarto, en el
fondo de un caserón. Nos hizo sentar en un banco y después

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se dedicó a bromear con una morocha de ojos negros y brillantes.
Me dominaba la ansiedad de que nos llevara pronto a casa —tal como nos había prometido. Pero ese hombre parecía sentirse cómodo y contento en esa tibia habitación. La morocha trajo una pava de la cocinita y empezó a servirle mate. Se decían cosas y reían con ganas. Y todo eso comenzó a interesarme. Finalmente se estaba bien allí, en el ambiente cálido, mientras la mujer lucía su risa blanca en el rostro moreno. El misterio era el de siempre, pero resultaba más fascinante con ese condimento de la zozobra que me dominaba.  De pronto el hombre nos tomó de la mano y salimos a la calle. Sin hacernos caminar mucho nos llevó al barrio, que comenzaba a alborotarse con nuestra ausencia.  Cuando el hombre llamó a casa, y mi padre abrió la puerta, me escabullí adentro y me metí en la cama. Simulé quedarme dormido, para que no me molestaran con preguntas y retos. Y recién entonces comencé a tener miedo. Con los ojos cerrados pensaba en el muñeco Pedroza, en el vigilante y el borracho, en la angustia de verme extraviado. Y en la sonrisa de la mujer, en esa complicidad inquietante que mantenía con nuestro salvador. ¡Cuántas cosas llenaban el mundo! Fue la primera escapada y el resultado era rico y turbador, como ese vino azucarado que me preparaba Tni abuelo en los días de fiesta.
Apagaron la luz y entonces me sentí solo en la oscuridad.  Otra vez me vi extraviado por calles extrañas. Me dominó el miedo y lo quise ahogar hundiendo la cabeza en la almohada.  Pero fue inútil y la angustia me acompañó durante años al acostarme. De este modo aprendí a perderme y conocer y a lamentarme después conmigo mismo.

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Bordeamos un parque, atravesamos las luces de Primera Junta y entramos como un torbellino en el centro del barrio de Flores. Los fantasmas seguían congregándose sobre nuestras cabezas y ya iba encontrando largo ese viaje hacia el oeste.
--¿Usted vive por aquí, doctor?
Pasten me miró como si le hubiese formulado la más insólita y estúpida de las preguntas.

---¿No sabe usted que vivo en Castelar? —preguntó a su vez, mirándome de reojo.
Otra vez corríamos sobre un sector sombrío de la avenida Rivadavia, para volver a irrumpir en un nuevo centro de luces. Estos claroscuros de las barriadas porteñas se alternan como los días y las noches en el mar, igual que las entradas y salidas de los pueblos pampeanos, una monotonía cósmica que constituye el mejor aperitivo para la locura y la muerte, para atrincherarse detrás de un mostrador o acorazarse con un almidonado cuello duro.
Atravesamos innumerables calles y avenidas que desembocan en Rivadavia —nuestro Amazonas ciudadano—. Siguiendo esos cursos, a veces arbolados como los ríos tropicales, se llega a todos los extremos de la ciudad llanura.  Además de hastío, como para llenar el mundo, estos suburbios guardan sus misterios. ¿Por qué no? En algún lugar debe almacenarse y fermentar la vida que parece ausentarse al caer la noche.
Reconozco ahora el poderoso afluente de la avenida Lacarra. En esta esquina, hace más de veinte años tomábamos el colectivo para Mataderos. Decorado como carrito lechero, recargado de emblemas deportivos y cintas patrióticas, el colectivo atravesaba una mezcla de pampa y ciudad, de fábricas y ranchos, donde todo anacronismo podía esperarse.
Detrás del inmenso cubo de cemento del Matadero Municipal, pasábamos frente al monumento del Resero. El jinete, ya

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montado y con gesto sufrido, esperaba que se le desentumeciese el matungo de bronce para ir él también a quilombear.  Una amplia plaza desierta, una vía férrea, otra avenida, y el deslinde de la ciudad: luces adustas y recargadas tintas de tango, velorio y anarco-sindicalismo. Un ambiente capaz de apretar el corazón del más corajudo. Pero nosotros llegábamos resueltos a pasarlo bien, y saltábamos alegremente a tierra. No hay nada más absurdamente peligroso que los porteños cuando nos empecinamos en divertirnos.  En la esquina, un café parrilla, con una orquesta de veteranas señoritas, dirigida por un invertido, ceñidos los pantalones de raso y un brillo histérico en los ojos recargados de rimel. En el café vecino, otros maricones chillaban sobre un entarimado:
Si querés sacar la grande bájame los pantalones: vas a ver el premio gordo con dos aproximaciones,
Esto sucedía en los extramuros de la ciudad en una noche de 1936. Los números artísticos no obligaban al consumo de champagne. Servían carne asada y un vino criollo que roía el borde de las mesas y hacía chasquear de gusto la lengua de los trabajadores de los mataderos.
En la puerta del prostíbulo, parecido a un cuartel, dos agentes de la policía provincial palpaban de armas a todo el mundo. Por nuestra parte, demostrábamos espiritualidad al entrar en primer término al galpón donde se jugaba.
--Tres al que tira.
---Quiero.
--Un peso a la espera.
Con solemnidad de sacerdote, un moreno obeso esperaba el momento de tirar la taba. Sopesaba y acariciaba el hueso herradurado. Le imprimía volteretas y lo resobaba.
--Tres pesos al que tira.
Caían al suelo los billetes de los peones de los mataderos;

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despreciados billetes ganados entre mugidos, bosta y sangre.  Tímidas y confidenciales se escuchaban las apuestas de moneda; provocativas resonaban las apuestas fuertes.  Enfrióse por fin la vociferación y toda la expectativa acribilló la jeta sebosa del ídolo chino que sobajeaba la taba.  Cuando se clavó en el suelo arrancó un grito: ¡suerte!  Manos de bronce recogieron monedas y billetes. Manos de manteca recibían billetes y entregaban fichas. Las regentes, entronizadas sobre sus tarimas, vigilaban con la abotargada podredumbre de sus ojos las interminables galerías del prostíbulo.  Luces, seda, caricias: todo burdo pero substancial. Nadie usaba el equívoco y todo se llamaba limpiamente por su nombre.
A ese público sencillo le seducían los ropajes exóticos:
quimonos brevísimos, pijamas graciosos, pantaloncitos ceñidos, túnicas de gasa, polleritas de encaje, largos y escotados vestidos de baile. No faltaban una negra ataviada de rumbera y una criolla vestida de Manuelita Rosas. Era la gran fiesta del suburbio: un oasis iluminado, con huríes de todos los continentes y de todas las provincias, convocadas en el exacto límite del desierto y la ciudad. Había una negra motuda de singular arrastre. Su gesto de res cansada estimulaba a sus admiradores, que esperan en riguroso turno. Al alcanzarle una ficha, la “madame” le reprendió por llevar la blusa abierta. Esperando se desocupe una habitación, algunas mujeres adoptan gestos románticos, recostando la cabeza en el pecho de su circunstancial compañero. Otras prefieren cultivar la conversación mundana.
El saco es cuidadosamente colocado en el respaldo de la silla. Ella dobla con gesto grave su vestido de gran farra.  “Con la ropa no se juega”, es nuestro lema por excelencia.  Primero proteger la ropa; después hacer el amor o lo que sea. Garlitos Gardel y el cuadro de Boca Juniors, en tricornia y crucificados con ocho chinches en la covacha canflinflera, sonreían sin apartar la vista.

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Y nuevamente era la noche con gangosidades de bandoneones, chillidos y maricones y arrastrados pasos de la muchedumbre que va y viene. Algo parecía madurar en la noche de esos aledaños, pero sólo se producían numerosas broncas, raras cuchilladas y algunos arrestos violentos a cargo de la policía provincial.
Recuerdo ahora al muchacho que recogía en su pañuelo la sangre que le chorreaba de la nariz. Tenía un ojo cerrado de un moretón y un rayo de rabia brillaba en el otro. Muy cerca, un oficial de policía recogía su gorra del suelo. Le quitó el polvo y se la colocó cuidadosamente, un poco ladeada sobre su rostro pálido y acicalado. Le brillaba la visera, el correaje y las botas charoladas. Y se veía impecable con sus brillos en medio de la oscura y siniestra calle que bordeaba el prostíbulo.
Sentí a mi lado la voz sentenciosa de un niño que cargaba un cajón de lustrabotas:
--El muchacho se retobó. ¡ Dios, la bronca que se armó!
Sacudió los dedos con el gesto de haberse quemado la mano y prosiguió:
---Para colmo manoteó para barajar los golpes y le tiró la gorra al suelo. Y va a seguir dándole, si el tipo no se va pronto.
Hizo una pequeña pausa antes de preguntarme:
---¿Le lustro, diga?
El oficial llegó hasta nosotros. Se balanceó sobre sus largas piernas. Buscaba guerra, no cabía duda.
--¡Vamos! ¿Qué esperan? ¡Circulen!
El lustrabotas ya marchaba adelante. Fui detrás de él. El oficial entonces se dirigió hasta donde “esperaba” el otro. Me di vuelta y pude ver como levantaba el latiguillo para cruzarle la cara al muchacho del farol. Comenzó a andar, trastabillando como un borracho.
Volví a instalarme en un colectivo que esperaba la orden

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de partida. Hasta allí se arrastraba un tango de flauta y guitarras. Con los compases del tango llegó el muchacho del farol y sentóse él también en el mismo coche. Dominado por un extraño y poderoso sentimiento de pudor (que mal podía confundirse con indiferencia), no pronunciamos palabra alguna sobre el incidente u otro asunto, pues sabíamos que todos pensábamos en lo mismo. Después subió el lustrabotas y comenzó a contar sus monedas. Simplemente no se presentaba ningún motivo de conversación. Y esos golpes constituían una humillación para todos nosotros. No se podía hablar de eso. El muchacho se restañaba la sangre y de vez en cuando se tocaba con precaución el pómulo tumefacto.  Yo trataba de recordar ese tango de la guardia vieja, hasta que di con el nombre: “El Apache Argentino”. Se inicia con un firulete de la flauta, un silbido canyengue que puede pasar indistintamente como un chiflido de alerta entre hampones, o las pitadas de la ronda del vigilante con casco de mi infancia.
El control consultó su reloj y dio la orden de partida al colectivo. Al volver de Mataderos la noche se apretaba más sobre las casas solitarias y se agravaban los interrogantes sobre ese amor que buscábamos en el fondo del permangawato disuelto en la palangana. Inútil consultar al lustrabotas, ni al muchacho a quien terminaban de romperle la cara. La noche arrabalera estaba preñada de misterios. Y volvíamos a la esquina de Lacarra y Rivadavia, de regreso de la expedición a Mataderos o de cualquier lado, pues finalmente todo termina en una expedición a mí mismo.
Y también ahora, al pasar por Rivadavia y Lacarra, tanto Pasten como yo hablábamos para uno mismo. Comencé a decir algo de este barrio, interrumpiendo lo que Pasten me
‘contaba y yo no atendía. En cambio escuché mis propias palabras, y las encontré convencionales y ajenas al sentimiento que me dominaba. Seguramente sucedía lo mismo con mi interlocutor. Y todo sucedía por esa absurda ley social que impone la conversación. Resolví que lo mejor era sentir-

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me solo y dejar bailar a mis fantasmas con su propia música.  Y me callé, como en la noche del colectivo, cuando el silencio lo dijo todo.

VI

Ese silencio no pudo durar. En el mismo instante de cruzar una plazuela de Villa Luro, nos propusimos escucharnos uno al otro. Entonces caí en la cuenta que Pasten ya había terminado de contarme las generalidades. Ahora se detenía en un sector muy importante de su personalidad: las experiencias.
--¿Ha vivido usted muchas experiencias? —me preguntó.
Le expliqué brevemente —pues corríamos a cien kilómetros por hora— que no entendía bien el significado de las “experiencias”. Hasta entonces —y gracias a mi buena salud—• no había hecho otra cosa que vivir. Las llamadas experiencias, como tales me tenían sin cuidado. Vivir en experimentador significaba provocar hechos por simple espíritu de investigador, y para ello era necesario tener desarrollada la curiosidad científica. ¡Nada de eso en mí! Además, para poder provocar hechos en la vida y de acuerdo a la voluntad de uno, es preciso ser Dios o algo parecido. Nunca llegué a eso. En mi caso, los hechos se producían porque así lo disponía la vida. La vida impone cosas y todo escapa a mi libre albedrío. Y para resumir, señalé que me alimentaba de comestibles conocidos, en lo posible substancias agradables al gusto y a la vista. Y eso de hablar de experiencias como lo hacía Pasten, me hacía figurar una vida en preparados farmacéuticos, con rótulos llenos de complicadas nomenclaturas y falsas seguridades. ¿Y cree usted que alguien puede vivir en experimentador? —terminé preguntando al doctor Pasten.
--Yo lo he hecho —me respondió con una sonrisa vanidosa.

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--¿Cuántas experiencias?
--Muchas.
--¿Con rótulo y todo?
---Por supuesto. Con la diferencia de que en estos casos los rótulos se pegan después de probar lo que va dentro de los frascos. A veces debe agregarse la consabida calavera del veneno, y también después de probarlo.
--Me imagino que no le habrá tocado tomar del frasco de veneno.
--¿Por qué no? —río con sorna y satisfacción de sí mismo—. Acepto su comparación, aunque no es exacta del todo. Lo que llamo experiencia es vida, con la sola diferencia de que es consciente de ser vivida.
--Estudiada y discriminada en todos sus elementos —le interrumpí—. Igual que en la etiqueta de una botella de agua mineral.
--Bien, si así lo quiere.
---Imposible hacer figurar el sabor en la etiqueta. ¿No le parece? —le repliqué—. El sabor de un agua mineral escapa a todos los símbolos de la ciencia. Y lástima que el sabor resulte lo fundamental para mí.
--Quedan los símbolos de la poesía.
--Nadie puede representarme ningún sabor, y menos el de un agua mineral. Debo probarlo yo mismo.
Para evitar un silencio pregunté:
--¿Qué tipo de experiencia prefiere usted?
--Justamente las que más se prestan para ser rotuladas con la calavera.
      --No comprendo.
Antes de comenzar la explicación emitió una risita. Lo miré y tropecé con su mirada escrutadora. Dejaba de vigilar el camino para echarme la recelosa mirada del poeta que se dispone a recitar un poema a un desconocido. En ese instante cruzamos una barrera de ferrocarril. Con un leve golpe de volante, Pasten encarriló el coche en las vías del tranvía, y así pasamos sobre los pozos del pavimento quebrado. Com-

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placido por el éxito de la maniobra, aceleró la velocidad en ese trecho desierto de la infinita Rivadavia. Y de repente me di cuenta que Pasten me contaba su experiencia más reciente, parecida a una experiencia anterior, y que debía de ser idéntica a las otras: la larga y complicada historia de sus amores.
--¿Pero hubo sólo amor en todo eso? —le pregunté para demostrar interés y exigencia sobre el tema.
--Puedo probarlo —aseguró Pasten—. Sólo por un gran amor se deja a una esposa y a los hijos, se abandona una posición y se pierde a los amigos.
--¿Y usted por el amor perdió todo eso?
--Así es.
--¿Y ahora?
--He recuperado lo perdido.
--¿Vale decir que goza de esa posición, rodeado de su mujer, hijos y amigos?
--He jugado mi carta. A todo o nada... Y gané. Eso es todo: gané.
--¿Pero no dice que había encontrado la felicidad en esa otra mujer?
--Pero también la encontré al volver a mi familia.
--¿Y su gran amor? ¿La mujer por quién jugó todo?
--Pues la dejé. .. Tuve que abandonarla.
--Entonces no triunfó el amor, sino las buenas costumbres.
--Sí; triunfó el amor ¿Acaso no es amor lo que siento por mi mujer, hijos y amigos?
--¿Pero no quedamos que la otra mujer representó la revelación del amor?
--También entonces triunfaba el amor. ¿Quién puede negarlo? Fue un amor delirio, que se opuso al amor remanso, para provocar el amor cósmico. Siempre el amor rigiendo mi vida: a la vez motor y meta. ¿Conoce usted mi teoría sobre el amor?
Trató de explicármela. Yo lo escuchaba, pero no podía dejar de pasar revista a los fantasmas conjurados en acom-

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pañarme en esta expedición al oeste de mi ciudad. Pues conmigo llevo los andenes ferroviarios, los cines de barrio y las avenidas relucientes de lluvia y luces y poca gente. Marcado al rojo con el anhelo de aventura. Y el deseo de vagabundear como una dulce congoja.
¡Que cada uno se rasque la sarna con su mejor uña!  Me molesta la gente importante, y Pasten se comportaba como tal. Un tipo importante no se conforma con rascarse: tiene que hacerlo en público y con uñas prestadas. Mejor es estar solo y largarse a andar por la calle. Pues mientras haya gente en la calle y misterios en la ciudad, puedo sentirme en medio de la vida y la poesía.
Necesitaba, pues, desprenderme del tal teorizante del amor y calzarme las botas de siete leguas de la soledad y los recuerdos.
¡Esta es mi expedición al oeste! Por cierto un hermoso viaje. El oeste lo señalo con una O enorme que abarca el mundo entero. Una O que representa el viento pampeano que gasta la tierra e infinitos caminos polvorientos que se vuelcan en el horizonte. Todo esto es debido a las locomotoras que pasaban ululando por mi barrio natal, con sus vagones con la gran O del Ferrocarril Oeste. Decir oeste es nombrar la pampa. Frente al mapa lo señalo con la izquierda, que es el lado del corazón. Decir oeste es la exacta dirección de un viaje hacia mí mismo.
Para este viaje no necesitaba a Pasten, ni a su Cadillac, ni a nadie. Los recuerdos surgen solos. Estaba en mi ciudad y sin embargo todo sucedía como si despertase en otra región del rnundo —y esa otra región fuera mi país natal. Pues es patria donde de un modo u otro hay recuerdo en el corazón.  ¿Qué hacer con Pasten? Ese hombre necesitaba exponer sus teorías, estaba borracho de filosofía, rebosaba postergada afectividad. Quería salvar un alma, o echarla a perder, y era capaz de todo, con tal de ganar un adepto, un contrincante, 108 ‘ un admirador o simplemente un enemigo. ¡El maldito quería funcionar de cualquier modo!
El Cadillac entró a toda velocidad en la barriada de Liniers.
--¡Eh, doctor Pasten! ¡Un alto antes de internarnos en el desierto!
Aceptó la propuesta de una parada. Nos sentamos en un bar y pedimos café.
--¿Tiene un cigarrillo, doctor?
--Fumo en pipa —y la mostró con un gesto apenado.
Sus azorados ojos de miope observaron cómo me incorporé lentamente.
--¿Usted se va?
--Voy a comprar cigarrillos—le dije.
Y no volví jamás. , , ,
VII
Seguí andando por Rivadavia y fui a tomar un café, uno más, pero esta vez el mío. Me instalé, pues, en “El Olmo”. Es importante volver a sentarse en un lugar donde hace años se ha meditado el mismo problema. El decorado y el paisaje es lo de menos. Lo importante es el ambiente interior que se retoma como se hace con un sueño o un camino. Hay algo que repentinamente golpea como una revelación. Una vez más estoy frente al ventanal de la esquina de este café, enclavado justo en el punto final de mi viaje.
La caudalosa corriente de la avenida Rivadavia se bifurca y encrespa bajo la avenida aérea que señala el límite de la capital. Entre las luminarias de esta gran puerta oeste de la ciudad, diviso la silueta de un gigantesco árbol gibado.
Se mece al lado de una enhiesta torre de iglesia. Hace veinte años me senté en esta misma mesa, vale decir que medité sobre el mismo peñasco. A este árbol lo recuerdo perfectamente, pero entonces, a igual que ahora, ese árbol no me

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señalaba algo importante. Resumiendo: mi ciudad rechaza oí paisaje, y yo también.
En cambio aquí están los filos de los rieles y los semáforos que titilan en la noche sus adustos rojos y sus alegres verdes. Por allá llega la poderosa voz del oeste y la aventura: un aullido con entrañables tonalidades metálicas. Es un tren que llega de la pampa y brama al sumergirse en I ciudad, entre las luces populares de Liniers. ¿Cuántas vci • en mi infancia desperté con esa pitada para soñar despierto?  Pasan los vagones, y el farol de cola, cálido como un saludo, se aleja hacia el corazón de cemento o se pierde rumbo a la llanura. La locomotora vuelve a bramar, ya más lejos, pero está demás que repita su mensaje.
Pido al mozo el café de la tregua y enciendo el cigarrillo de la paz conmigo mismo. Me siento solo y dueño de mi destino.
Pero la euforia y la angustia (esas hermanas siamesas), me acosan hasta en esa mesa de café. Y nada más lamentable que sentirse repentinamente triste en el extranjero. Porque mi patria es el barrio de Palermo. Quiero decir mi patria de adopción, puesto que nací y me crié en el barrio de Almagro.  Pero la mejor parte del mundo la descubrí en Palermo. ¡Me llevó muchos años explorar ese mundo, a pie y en bicicleta!  Un mundo vivido en la pasión de los catorce años, en la perversa espera de que una catástrofe se abatiera sobre la ciudad. De ese desastre nos salvaríamos muy pocos amigos, y quedaríamos dueños y señores de la ciudad, y las mujeres del barrio ya no nos rechazarían con el desprecio que les merecían nuestros requiebros de adolescentes.
Palermo fue un vasto territorio con selvas, lagos, profundas calles arboladas. Pero Palermo fue también la puerta, de la gran aventura: el conocimiento del río. Y el río culmina en el puerto. En el filo de la llanura conocimos el puerto

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de Buenos Aires, infinito como la Muralla China y propicio caldo de cultivo de fiebres ambulatorias.
El río es la nota irremediablemente americana de mi ciudad. Europa no puede dar un río así, como tampoco puede modificarlo. ¡De ningún modo! Ningún simbolismo puede traducir su espectáculo inédito: agua quieta y barrosa que dibuja un horizonte de comienzos del mundo. El Río de la Plata se pronuncia como un acontecimiento inaudito. Es importante para los que jugamos y crecimos en su greda inicial. Me marcó con el gusto de la piel morena y de la insólita naturaleza americana. Ese horizonte cobrizo me señaló americano: un hombre que siente preferencias profundas e indefinidas en una tierra a medio hacer.
* * *
Resuelvo atravesar todo el desierto cuadriculado de la ciudad que duerme. Retorno en un tren eléctrico que corre a través de tranquilas barriadas, entre fondos de casas modestas que se muestran desenfadadas, cochinas y puras como embadurnados traseros de criaturas.
Al llegar a Plaza Once, tomo el subterráneo para atravesar el centro de la ciudad y llegar al territorio querido.  Subo a la superficie frente al viento del río. Ya estoy otra vez en el puerto de los puertos, partida y llegada de todas mis tentativas de fuga.
Vuelvo de una expedición al oeste. Un viaje que no me resulta menos útil ni más absurdo que otros viajes.
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jueves, 16 de febrero de 2012

Las ruinas circulares, Jorge Luis Borges

Las ruinas circulares


And if he left off dreaming about you. . .
Through the Looking-Glass, VI


 Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado
de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos,
unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.
El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. 

   Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de
subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.
Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los
últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los
adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por
los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.
      A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y si de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de
amor y de bueno afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio
ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había
soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras
de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.
       Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una
cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día.        

   Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.
rostros escuchaban con ansiedad y  procuraban responder con entendimiento, como si

incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.
      En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó
toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la
estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también  un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.
    El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada días las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A
veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido. . . En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba:
Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no seAhora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.
     Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. 
por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el
olvido total de sus años de aprendizaje.
  Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba,
o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al
cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y
de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió
que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los
hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.
    El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos.
Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches, después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las
ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su
vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que
otro estaba soñándolo.
 Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer.y tal vez impaciente. Esa noche lo besó(De «El jardín de senderos que se bifurcan», 1941)