“Paranoia”, de Alberto Vanasco. En
Memorias
del futuro, Torres Agüero Editor, Buenos Aires, 1986
Mendizábal había leído la noticia la noche anterior, antes de acostarse,
pero no le había prestado una especial
atención. La había leído, simplemente, entre otras informaciones y después
había doblado el periódico con sumo cuidado, como era su costumbre, y se había
ido a la cama.
Ahora lo había recordado y de un salto fue hasta el comedor y volvió con
el diario.
Pequeñas anomalías ocurridas esa mañana habían hecho que se acordara:
primero fue cuando Delia le trajo el desayuno y comprobó que ya eran las siete
y media de la mañana:
—Ya son la siete y media —había dicho él,
mientras se incorporaba sobre un codo para poner la bandeja en el costado.
—Se me hizo tarde —aclaró ella—. Tuve que
usar el calentador a alcohol.
—¿Por qué?
—No hay gas.
—¿Lo cortaron?
—Supongo que sí. Ayer estaban arreglando las
cañerías en la calle.
Pero después, cuando fue a afeitarse,
comprobó que tampoco había agua en el baño:
—¡Tampoco hay agua! —le dijo a su mujer.
—No. Tampoco. Deben estar arreglando los
caños de la calle. Tuve que hacer el café con un poco que había en la pava.
—Es raro —se limitó a comentar él y trató de
peinarse y de lavarse los dientes con el poco de agua que había sobrado. Y
cuando por fin quiso prender la radio para escuchar el noticioso no tuvo más
remedio que aceptar que tampoco había corriente eléctrica.
—Es demasiado —dijo entonces, y en ese
momento recordó la noticia: trajo el diario y se echó de nuevo sobre la cama.
—Aquí está la explicación —le dijo a Delia.
—¿La explicación de qué? —dijo ella.
—De todo. ¿Te parece normal que corten el
agua, la luz y el gas, todo al mismo tiempo?
—Sí, creo que es normal —dijo ella—. Siempre
están cortando algo. Algún día tenía que faltar todo la vez.
Mendizábal leyó en voz alta la noticia: “Ayer han sido observados siete
gigantescos OVNIS en siete ciudades distintas de América latina. Se trata,
según las declaraciones de los testigos, de platos voladores madres, pues han
visto desprenderse de ellos otras naves más pequeñas que al cabo de realizar
rápidos vuelos regresaron al aparato principal.”
—¿Y eso qué tiene que ver? —dijo ella.
—Son los marcianos. Al fin nos han invadido.
—Estás loco —dijo Delia—. Vestite de una vez
y anda a trabajar. Ya van a ser las ocho.
—¿Dónde está la portátil? —preguntó él.
Buscó en el ropero y sacó la pequeña radio de
transistores que en vano intentó hacer funcionar: ningún sonido partía del
diminuto parlante.
—¿No te lo dije? —insistió con maligna
satisfacción. Las radios han dejado de trasmitir. Toda la ciudad está en poder
de los marcianos.
—Las pilas están gastadas, eso es lo que
sucede. Desde el año pasado que no las cambiamos.
—Vos a todo querés encontrarle una
justificación. Pero yo te lo puedo asegurar: han bajado a la Tierra y están
ocupando todos los países.
Salieron al balcón y desde aquel tercer piso pudieron apreciar la calle
desierta, los frentes de los negocios cerrados, los autos inmóviles, vacíos
junto a las dos aceras.
En
la esquina un policía cruzó la calzada y se detuvo un momento sobre el cordón,
con una pierna en alto, y después desapareció detrás de la ochava. Pasó un
ómnibus con tres pasajeros estáticos, absortos, que miraban con fijeza hacia
adelante como tratando de reconstruir mentalmente y esforzadamente algo. Pasó,
también, una camioneta conducida por una monja y donde viajaban cuatro monjas
más.
—Mira —dijo Mendizábal—. Los negocios están cerrados.
—Siempre están cerrados a esta hora —dijo Delia—. Es mejor que te vayas
en seguida.
Lo empujó hacia la puerta, mientras le ayudaba a ponerse el saco, y
después lo oyó bajar las escaleras porque el ascensor, por supuesto, no andaba.
Cuando se vio sola fue hasta el teléfono y levantó el auricular: en
efecto, no había tono; disco dos o tres números y constató que habían cortado
la línea. Se asomó nuevamente a la calle y pudo divisarlo cuando llegaba a la
esquina y doblaba por la avenida para esperar el ómnibus. En ese preciso
momento una señora gorda volvía del mercado con su bolso repleto y después de
cruzar se fue acercando con toda parsimonia por la vereda de enfrente. Delia
cerró las puertas del balcón y fue hasta la cocina, de
donde regresó con el escobillón y un trapo
para la limpieza.
No
había terminado de tender la cama cuando sintió el golpe de la puerta al
cerrarse y Mendizábal se precipitó en el dormitorio y se lanzó sobre el ropero
de donde, después de subirse a una silla, empezó a sacar cosas
atropelladamente. Tiraba mantas y valijas sobre la cama. Delia se había quedado
allí tiesa, tensa, con un’ almohada en las manos y la boca abierta.
—Te
lo dije, son ellos. Han ocupado toda la ciudad. Han tomado las casas y se han
llevado a la gente.
Lo
que Mendizábal estaba ahora sacando del estante superior del ropero eran armas
de fuego: una carabina, dos pistolas y una ametralladora de mano.
Después empezó a buscar y a amontonar las
cajas de proyectiles:
—¿De dónde sacaste todo eso? —dijo Delia.
—Las fui comprando de a poco para un caso
como éste. Estaba seguro de que pasaría.
Mendizábal arrastró el armamento hasta el balcón y sin esperar más
comenzó a disparar ráfagas de ametralladora hacia la calle hasta terminar la
carga y después disparó con la carabina y por último empuño las pistolas.
Disparaba hacia abajo, hacia la esquina, hacia las ventanas del edificio
público que tenían enfrente. Delia se había quedado congelada, de pie en el
centro del comedor, con una mano tapándose la boca.
—No te quedes ahí
como una estatua —le gritó él—. Cárgame de nuevo las armas.
Ella se hincó junto a las cajas de proyectiles y repuso el cargador de
la metralleta y después el de la carabina. Mendizábal hacía fuego ahora
espaciadamente. A veces apuntaba con mucho cuidado y al rato, por fin, tiraba.
Por lo visto, todos en la vecindad se habían ocultado.
Se
oyó llegar varios coches de la policía con las sirenas agudas como un alarido,
un chillido patético, y al cabo de un minuto, desde una de las ventanas de
enfrente, se oía la voz del megáfono:
—¿Hay alguien más ahí en esa casa? ¿No puede
usted detener a ese loco?
Delia no respondió: se limitó a levantar un
brazo, haciendo un ademán que quería ser de impotencia. Después, desde el otro
lado de la calle, también hicieron fuego.
—Quienquiera sea usted —siguió el megáfono—
arroje las armas a la calle. Dentro de unos segundos desalojaremos el edificio.
—¡Vamos a la azotea! —exclamó Mendizábal, y
tomándole una mano, la arrastró a ella escaleras arriba, con todos sus paquetes
de municiones. Cuando llegó a la terraza cerró la puerta con llave y se asomó
sobre el antepecho barriendo la calle con la ametralladora.
Entonces, desde un piso más alto, volvióse a oír la voz del megáfono:
—Sixto Mendizábal, sabemos quién es usted. No
tema. No le pasará nada. Arroje sus armas a la calle y levante los brazos.
La única respuesta de Sixto fue una rabiosa, furiosa, cerrada,
interminable descarga contra los ventanales del edificio público. Se oyó luego
un grito y casi enseguida las sirenas de otros autos que llegaban.
Delia se debatía mientras tanto llenando y volviendo a llenar
compulsivamente el almacén de cada una de las armas, quemándose las manos con
los caños humeantes.
—No me agarrarán con vida —dijo Sixto—. No
mientras me queden proyectiles.
—Le damos un minuto —dijo el megáfono—.
Dentro de un minuto asaltaremos esa azotea.
Delia vio a varios uniformados que corrían a guarecerse tras las
chimeneas cercanas. Contó cinco, diez. Estaban rodeados. Lo miró después a
Sixto, enardecido, frenético, enajenado. En un arrebato de cordura levantó las
cuatro armas y las arrojó a la calle. Mendizábal se volvió hacia ella:
—¿Por qué lo hiciste? —dijo. Pero fue lo
último que dijo. Los hombres uniformados se aproximaron en círculo y con una
descarga compacta acabaron con él. Cayó con los brazos abiertos sobre las
baldosas, perforado como una bestia salvaje. Delia quedó de pie, inerte junto
al cuerpo de Sixto, como cataléptica, y cuando ellos se acercaron no dirigieron
ni una mirada al cadáver ni se ocuparon de él. La tomaron a ella y le ataron
los brazos atrás. Después la condujeron escaleras abajo.
Y mientras se la llevaban en uno de los coches, con una mordaza en la boca
ella pudo ver que cada uno de aquellos seres uniformados tenía una cresta
coriácea, una horripilante y monstruosa excrescencia de escamas en la espalda,
que les llegaba desde la cabeza hasta más abajo de la cintura.
Genial! Gracias. Saludos
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