miércoles, 15 de febrero de 2012

BORGES Y EL TANGO. José Guillermo Anjel

BORGES Y EL TANGO.
(Ensayo sobre dos que bailan la realidad y la irrealidad).
Por: José Guillermo Anjel R.

Dedico esta conferencia Benjamín Schneid, hombre de Belgrano que lee señales invisibles. Para vos, ché.
Introito.
No sé qué tenga el tango. Quizás sea una mujer que baila en las venas del hombre que la piensa y, mientras danza, lo tienta hasta la locura o el odio. Esta mujer, que se hace con las notas del bandoneón, para asombro de golondrinas y aves que llegan por ese mar amplio que se involucra en el río y se hace costanera delante de Buenos Aires, sonríe y llora al mismo tiempo. En términos de Borges, sería una mujer que se mira en el espejo dominado por el tigre. O que son los ojos del tigre.
El tango y Borges nacen por el mismo tiempo. Y se hacen de Buenos aires. Y cuando el bandoneón deja de asistir difuntos y mejor se integra a historias de hombres y mujeres vivos, de acción en ciudad y laberintos, Borges también inicia su baile de las letras. Los dos, música de tango y literatura de Borges, tienen el encanto del sonido y las palabras. Y el de la memoria y la imaginación. Van juntos los dos, como dos que se quieren y se desquieren, todo depende de la hora. Y de los inmigrantes que entren en esas músicas del bandoneón y de las palabras escritas.
Del tango se ha dicho que es canción de cuchillos y de lupanar. Que nació en el crimen y en el sexo que se compra. De Borges yo diría lo mismo, su literatura nació cuchillera y lujanera. Luego se vistió de inmigración decente. Y al final, el tango acabó haciendo lo mismo. Uno en el otro, los dos siguiéndose, amparándose, Borges habitando el no tiempo y el tango habitado en ese mismo lugar. Que el tango es eso, un no lugar, un no tiempo, esto que en física llaman reposo o intervalo, para justificar el movimiento.
Evaristo Carriego y Palermo.
En un texto sobre los espíritus del tango y los suburbios, que luego se hizo un arrepentimiento para Borges, eso fue lo que dijo (o le inventaron) y a lo mejor fue una burla, le gustaba la burla al Borges, el escritor asimila una ciudad iniciada que se canta en los versos de Carriego, que habla de la formación de las sombras y de la construcción de los silencios. También de los desaciertos, los odios y las palabras que no alcanzan para otra cosa que delirios y desmesuras. Y para sentir al Buenos Aires que crece y se hace en la inmigración. Carriego le canta a los compadritos y a los bulines, a los boliches y a la calle. Y a un Palermo quilombero, lugar de agravios y de inicios de batalla. En ese Palermo, que hoy es un espacio verde que se toca con el mar, Borges sueña y legitima al abuelo guerrero. Palermo en Borges no es una extensión de la pampa sino un campo inglés, sincrético, donde las historias del criollo y el gringo se funden. Y donde habitan sus tigres, que por esos pagos estaban las fieras.
Los espacios de Palermo, cantados por Carriego e imaginados por Borges para hacer de esos campos un lugar de lo mítico y lo cuchillero, se hacen posibles en la milonga, el malevaje y la putada. Allí, en ese Palermo, los criollos se matan a punta de versos de guitarra y olor a mujer dispuesta. Y los gringos, casi todos calabreses, mantienen vivo el rencor y la cuchillada tardía y traicionera. Letras milongueras las que escribe Borges rememorando a Palermo, y viviéndolo en la imaginación y la memoria cuajada de nativos y extranjeros que se relegan la cuchillada como en una carrera de postas. Y que cuando no hay quilombo, se funden en sus amplitudes y estrecheces. Caserones amplios y frescos, para los criollos: casas estrechas y sucias las de los gringos. Los primeros con la poesía limpia en la boca, los segundos con los versos sucios de la pobreza. Y en los dos, la tristeza y los rencores, los amores a medias y las visiones de lo imposible. Palermo es campo mítico, donde lo bueno y lo malo no existen, como en las tesis de Spinoza, sino que se vive por lo que venga, sin que D-s medie para nada. Es la guitarra y el facón, la voz que se alarga y el puñal fino. Y las mujeres que esperan la danza y el crimen por amor. Danza entre hombres, danza de machos que cortejan como gallos, que se lucen en las fintas y los firuletes, en el taconeo y el brillo de las espuelas. Se baila el sentimiento, el deseo, la muerte que se cuaja en el aire y en las miradas. Es como si de esas guitarras salieran diablos para revolver las sangres. Es que los días de ese Palermo de Borges y Carriego son los del caos inicial, los de la formación del mundo donde los opuestos se enfrentan y de dos verdades brota la tercera, que es como se crea el camino de la esperanza y el de las palomas al cielo. Y el del brillo de los cuchillos, capaces de desollar un toro o a quien se cree el toro.
Con Carriego y los versos de lo acontecido en la realidad y la irrealidad, afloran los sentimientos cuchilleros de Borges, las penumbras apenas iluminadas por la hoja de metal puntudo, las manos que a más de domar potros y enfrentar vientos duros, buscan también la sangre del otro. Es que en la sangre se fundan las ciudades y la primera piedra, antes que el inicio de una casa, es una lápida o un mojón con una bendición encima. En ese Palermo de Carriego y los asombros de Borges, Buenos Aires se hace desde el Norte dejando el Maldonado que se ha hecho en las fronteras de las peleas y las guitarras. Ese Maldonado milonguero, de mataderos y gente de cuchillos cortos (que los largos eran de gente sin clase), que se extendió por manzanas enteras haciendo correr historias prostibularias y de guapos que morían sin soltar prenda, de malevos a caballo y luciendo chambergos propicios para lucir en el lance y en caso de ser difuntos, también es barrio decente, donde la moral apenas tocada se convierte en deshonra. De todo sucede allí en esos inicios de Buenos Aires. Y los opuestos, como pasa con la letra álef, son la creación que ya no se detiene. De una muerte barrial nace la ciudad. De un barrio que se olvida y del que no queda más que una memoria fabularia, aparece la Buenos Aires de un Borges que trajina por el no- tiempo, única medida de la eternidad y lo borgiano. "Porque Buenos Aires es hondo, y nunca, en la desilusión o el penar, me abandoné a sus calles sin recibir el inesperado consuelo, ya de sentir irrealidad, ya de guitarras desde el fondo de un patio, ya de roce de vidas", escribe cuando concluye su capítulo sobre Palermo, que a mi me parece que es el alma del tango y de la milonga, la del amor y de la muerte, la de la nostalgia y el honor partido en dos por un cuchillo o la traición de una mujer. También por la cobardía de uno que mató desde la sombra y así se hinchó de miedo hasta reventar.
En ese Palermo, donde los tangos y las milongas hacen parte de los ambientes de luz y de sombra, de cuchillos y de percales, de dones y de don nadies, de guapos que vienen a acuchillarse y de mujeres que se juegan las ilusiones y los pesares, Borges escribe sus relatos más tangueros. El hombre de la Esquina Rosada y El Sur. Y la prosa El Puñal. En el primero, donde el crimen pasional es la línea, y todo por una mina de todos, por una jermú del más guapo, ganada con baile y billetes, el tango y la milonga están presentes en un segundo espacio. Sin esa presencia musical, el relato se habría quedado sin ambiente propicio y Francisco Real hubiera sido una sombra: " y luego la abrazó como para siempre y le gritó a los musicantes que le metieran tango y milonga, y a los demás de la diversión, que bailáramos. La milonga corrió como un incendio de punta a punta. Real bailaba muy grave, pero sin ninguna luz, ya pudiéndola. Llegaron a la puerta y gritó: -¡Vayan abriendo cancha, señores, que la llevo dormida!-. Dijo, y salieron sien con sien, como en la marejada del tango, como si los perdiera el tango". Luego, ya se sabe, al Francisco Real, le llega la muerte y de la boca le sale: "tápenme la cara". Y acota el Borges: "Sólo le quedaba el orgullo y no iba a consentir que le curiosearan los visajes de la agonía". Y del asesino anota su reflexión: "en cuanto lo supe muerto y sin habla, le perdí el odio". Y concluye diciendo del arma homicida: "Borges, volví a sacar el cuchillo corto y filoso, que yo sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al sobaco izquierdo, y le pegué otra revisada despacio, y estaba como nuevo, inocente, y no quedaba ni un rastrito de sangre". En este punto, leo en Borges la síntesis del tango duro, del apache, de ese que refiere las historias de los malevos y los desamparados. De ese tango y esa milonga donde todo se asume con honores y de frente, para que se sepa que hay dignidad. Y que el cuchillo nada tiene que ver cuando no se está a amando con la mano. Esta historia ha sido musicalizada por Piazzolla, para que la música asuma la calidad de testigo y de memoria, para que se baile el cuento, para que se sienta y se maldiga o se bendiga, no lo sé muy bien, que en la historia imaginada de Buenos Aires todo es posible. Igual que en la Lujanera y Rosendo Juárez. Lo mismo que en el tango y la milonga, en el candombe y el valsesito criollo, músicas a las que hay que perderles el temor porque habitan en nosotros desde el séptimo día, horas en que se criaron los miedos.
En El Sur, la historia es la de un miedo y una fascinación. Y un alter ego de Borges que asume una historia de tango y de los inicios en la locura y el aburrimiento. En este cuento donde el gringo y el criollo son uno y por eso aman los libros y los cuchillos, las realidades y las irrealidades, los delirios y los terrores, Juan Dahlmann va en busca de la sensación de muerte. "-Vamos saliendo-, dijo el otro. Salieron y, si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió que al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta...". Luego es Dahlmann que empuña el puñal que no sabe manejar, la daga que misteriosamente apareció a sus pies, que alguno tiró para que no hubieran injusticias, y sale para que la llanura le vea la muerte, para que el Sur lo inicie en la memoria y alguien le cante el lance. Lo demás, más allá, es Buenos Aires que se lee la suerte en las líneas de la mano de una grela que no admite que se está quedando sin carnes.
En el Puñal, todo lo tanguero bravo y lo milonguero, está definido en dos renglones que concluyen una historia corta sobre un cuchillo que habita un cajón: "A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fe, tan impasible o inocente soberbia, y los años pasan, inútiles". Así ve a ese cuchillo creado para matar, como un agazapado en el olvido, pero con memoria para cuando lo aferren con los dedos. Un cuchillo que es el de Palermo y la guitarra, que lleva a sueños atroces y a horizontes brillosos de amores rojos, ya de pasión, ya de sangre, como pasa en La Intrusa y en la muerte de los dos hermanos, como pasa en las milongas que escribió Borges haciendo la lectura de Evaristo Carriego y del Buenos Aires pulpero y de calles empedradas, cuajado de sueños y de dolores, de inmigrantes y de criollos listos a sacarse la vida de las venas. Esa ciudad inicial, es de tango y de milonga, es de burla y de miedo, es una emboscada, una tocaia grande como diría Jorge Amado, que es hombre de candombes. Y de delirios propicios a la escritura.
Borges y el tango que no vemos.
El tango es de lupanar, pero también de gran salón. Es de cuento entre putas, pero igual lo comentan matemáticos y filósofos con la carne viva. El tango es la ciudad que registra en las voces de la calle sus peores memorias. Y las más bellas, para que los sueños sigan vivos. Es la bella Emma Zuns, mujer que acciona la pistola para vengar a su padre y la deshonra a la que la han sometido los ojos de un cerdo con gafas. El tango son los días duros de la Historia Universal de la Infamia y de las Ficciones, donde se lucen los cadáveres al viento y a los peatones, ya los de Billy the Kid y la viuda China, ya los de esos desconocidos que habitan bibliotecas circulares y ecuaciones infinitas.
El tango, decía, es danza de lugares contrarios, es caminos que se bifurcan, que el uno se baila con furia en Boedo y el otro con champán en Paris. E igual es Borges, que en su literatura asumió lo de arriba y lo de abajo, asumiendo en ambos espacios la similitud, como los cabalistas, que es lo mismo lo que está arriba que lo que está bajo. Y del jardín que se mira, se ven las estrellas, como defendía Giordano Bruno, el hereje.
Para algunos intelectuales, Borges se desacredita en el tango. Y lo alejan de este lugar de bandoneón y cantor, para situarlo en el laberinto de lo nórdico y lo ginebrino, de lo arcaico en el cielo y lo miliunanochezco. Esta ubicación (o desubicación), nace del desprecio por el pecado cometido con dignidad, por el miedo al placer comprado y la ira sangrienta que se cuece en los traicionados. Entonces, desde el eurocentrismo, Borges carece de tango y de milonga y más que un conocedor de la ciudad en sus inicios es un cadáver momificado y acético a toda desmesura. Pero, para ira de los que defienden esto, Borges se mantiene inmerso en el tango. Y desde él construye la eternidad apoyado en sus tigres y sus espejos, que el tigre es el guapo elegante y ágil que mantiene la muerte a mano. Y los espejos, esto que somos aunque lo disfracemos.
En ese tango que no vemos, que suena y se toma las azoteas de Buenos Aires, que lee las estaciones desde el bandoneón de Piazzolla y las desgracias desde la pésima orquesta de Malingo, veo al Borges de la Memoria. Y al de la imaginación, que es como la danza, donde todo depende de los firuletes y los quiebres de mirada. Colángelo habita Borges y lo habita la orquesta de Daniel Baremboin. Y lo habitó Yehudi Menuhin con su violín tanguero, más agresivo que el de Gidon Kramer porque asumió esta música desde el fondo. No tuvo Menuhin ascos para que las cuerdas de su violín interpretaran una milonga y un tango apache, canciones que le rememoraron sus tiempos de inmigración. Y en el trabajo que realiza con Piazzolla, se nota al Borges de los compadritos y las putas de las pulperías, y también al de la ciudad que se desarrolla entre memorias de lenguas olvidadas y por eso sagradas y demoniacas, como las claves lunfardas de los marinos y las grelas que estiran la noche para que la evidencia no las atrape y las disuelva con la luz del sol.
Bajo esta posición herética, la de un Borges en el tango que no vemos pero que leemos, asumo al Borges aventurero y policiaco, al traidor de las memorias de museo y amante de escribir sobre mujeres con tintes criminales, perversas y macabras, meras grelas, que son las de la memoria y esas que representan todas las expulsiones del Paraíso. Personajes como Isidro Parodi, el detective preso que todo lo resuelve desde su celda a través de intuiciones, ya son un tango en sí mismos, que en el tango se magnifica el criminal y en esta magnificación lo convierte en un antihéroe que termina representando la intligencia práctica (la frónesis, según Aristóteles) de un colectivo que delinque y en este acto, el delito, demuestra que está vivo y en movimiento.
En la biografía que Borges hace de Evaristo Carriego, ese poeta que descendía de un abuelo que escribió unos papeles olvidados y que murió de tuberculosis o de tisis, hablo de Carriego, el mundo es de tango y de curiosidad. Carriego, habitado por Borges, es el territorio de los compadritos y las milongas que hablan de putas y dagas, de guitarras y casas donde hay una nostalgia de guerra. Y, a la par, de un deseo irredento de tener Buenos Aires de frente pero sin entrarle, esperando a ver quién sale primero al baile. Y, en todos estos poemas que se convierten en Misas Herejes, en el lápiz de Carriego, Borges pone a reinar el cuchillo, ese tango interno que no lo deja, que convierte en espada de saga o en cálamo de sabio musulmán que se niega a terminar la historia. O en la letra álef, que es filuda e indica todos los silencios y todas las aperturas. Borges, en Carriego, asume el tango y la milonga, los amores turbios y las muertes difusas, las incertidumbres y el canto que habla de historias, propicias para el bailongo y para que los negros del Abasto hagan sangrar los dedos que le danzan a las cuerdas de la guitarra. Es que Carriego lo marca, que el tango es baile que no se olvida, que es amplio como la pampa y extenso como el cuerpo de la mujer que se ama con pasión desmedida y notas de bandoneón. Y con los pasos de dos que se cruzan los cuerpos.
Borges en el nuevo tango.
El tango de Piazzola y el que canta el polaco Goyeneche, el de Colángelo y el que tirita en la voz de la Varela, nombrada Adriana, el que suena bajo las manos maestras de Daniel Barenmboim y el que se entreje en el violín de Menuhin y en el Kremer, conducen inevitablemente a Borges, a lo prostibulario y al mundo de las ideas, a la milonga de Jacinto Chiclana y a la soledad de sus mujeres. Y que el tango es Buenos Aires con sus inmigrantes criollos y gringos, que al inicio fueron italianos y después fueron rusos y polacos, árabes y judíos, todos aportándole letras e instrumentos al tango. Y a la literatura de Borges, que se nutrió del asombro de estas inmigraciones y de las de él mismo por los pagos de Europa.
El nuevo tango es música que narra la ciudad y sus fantasmas, sus delirios e ilusiones. Y en esta narración de estaciones y milongas (la milonga es el sitio donde se baila el tango) al son de los violines y el bandoneón, el piano y el contrabajo, asumimos a Borges. Y lo asumimos porque Borges, al igual que el tango, es Buenos Aires. Y sólo desde Buenos Aires puede entenderse ese tango que está en Borges, que gravita en él y sus escritos, en la poesía que describe a Spinoza y la cábala, en el humor y la memoria. En ese tango nuevo que se baila en la plaza Dorrego en San Telmo o que dos muchachos ensayan en la Boca (en la república del riachuelo), en el que silba un judío ortodoxo sin que lo oigan los vecinos mientras se hace el que lee el Talmud, está Borges con sus laberintos, sus tigres y sus espejos. Y con sus burlas, que hacen firuletes y se lucen de esquina a esquina en lo de Hansen, como en los viejos tiempos, en los del farol y el chambergo, en los de la dama de todos y el cuchillo, llámese facón, puñal o rebenque. O Chaira, si está en manos de alguno que corte carnes para el asado.
El nuevo tango, ese que se exiló de San Juan y Boedo, dejando atrás a Pugliese y a Canaro, sin la traición del olvido, es el Borges del libro de arena y el informe Brodie, el de Funes el memorioso y la Fundación Mítica de Buenos Aires. Tangos de bibliotecario ciego y de imaginador que navega por las letras de lenguas tan perdidas como las diez tribus de Israel, que se presume que están al otro lado del Sambatión, río misterioso que suena igual a la tecla 36 del fuelle.
A Borges lo entiendo en el tango y oyendo tangos lo leo y lo sueño en esa eternidad que carece de tiempo y por eso permite que el baile sin inicio no termine nunca. Y ambos, tango y Borges, me sitúan en el Buenos Aires que no se me va de la memoria y a la que imagino como una mujer bien vestida que toca el timbre de una puerta mientras se pasa una mano por el pelo rubio. A su lado, un babilónico que la mira pecando.
A Borges lo asumo dejándose maravillar por la voz de gramófono de Gardel y deseando bailar una milonga, bailándola con el corazón y los dedos sobre la mesa. Era un tímido el Borges y, por eso, un ansiador de tangos y de cuchillos, de guapos y de milongas (milonga también es puta) trenzados al compás del dos por cuatro. De no ser así, no habitó Buenos Aires ni sus noches, tampoco las madrugadas cuando los rezongos de un bandoneón levantan negros montivedeanos y gringos que todavía no están seguros de haber atravesado el mar, tanto es el asombro que brota de la ciudad donde se pierden y añoran.
Antes que ciego y delirante, Borges era un sentidor. Y esto pudre a muchos que lo miran desde París y Ginebra, Londres y Madrid. Y que les duelen los tigres y los espejos, espacios donde sólo es posible ver a dos que bailan el tango. Y que se acuchillan para sentirse la sangre y la vida. También en esos espacios del tigre y el espejo, está la dama que mira sin ser tocada y por eso se desvanece mientras bebe un té. Y el sabio perdido que se multiplica y en esta multiplicación se quiere devorar porque sabe que no pierde más que una proyección.
No hay que temer a Borges ni al tango. Los dos comenzaron al mismo tiempo y los dos siguen en el tiempo. Y en el tango de la vieja guardia vemos al Borges del abuelo que luchó en Junín y hundió el puñal en el tigre. Y en el nuevo, al Borges que habita el laberinto y la biblioteca eterna de Babel. No hay que temer a Borges ni al tango, los dos están el uno en el otro, amándose y odiándose, bailando entrepiernados, asimilando al fin los caminos que se bifurcan.
Escrito en Medellín, oyendo tangos y a María José que llora.
Carta de Un Lector

Estimado José Guillermo Ángel.

Después de haber leído su ensayo "De Borges y el Tango" un desconcierto me embarga. En las primeras páginas fui seducido por el espíritu del texto, y apenas perturbado por algunos inexactos; pero sobre el final errores que estimo gravísimos me motivaron estas líneas.

Un ensayo que plantea las raíces de Buenos Aires, y podríamos decir del porteño no puede confundir ciertas cosas que están muy arraigadas a esta cultura, y que le deja a todo el ensayo un sabor amorgo; amargo porque parece estar hecho desde el deseo de conocer o de vivir (típico de Borges) pero ejecutado desde la total ignorancia que podría tener cualquier bibliotecario de las cosas del campo y de los suburbios, porque está muy bien para alguien que no conoce y se le pretende pintar una realidad pintoresca más que cierta.

Paso a exponer:

"En los de la dama de todos y el cuchillo, llámese facón, puñal o rebenque. O Chaira, si está en manos de alguno que corte carnes para el asado."

De este párrafo de su texto se desprende que para usted "facón, puñal, rebenque y chaira" son sinónimos. Bueno, no. El rebenque es un palo con una lonja de cuero que se usa para azotar a los caballos y a los niños maleducados. La Chaira, más allá de que en los diccionarios encuentre que es una especie de navaja de zapatero, en Buenos Aires es un fierro que se usa para afilar el cuchillo.

"Y ambos, tango y Borges, me sitúan en el Buenos Aires que no se me va de la memoria y a la que imagino como una mujer bien vestida que toca el timbre de una puerta mientras se pasa una mano por el pelo rubio."

¿Realmente usted se imagina a Buenos Aires como una mujer rubia bien vestida? No sé que parte de Buenos Aires recuerde, pero seguro no concuerda con el sentimiento que intentó transmitir en su ensayo.

Por último:
"A Borges lo asumo dejándose maravillar por la voz de gramófono de Gardel..."

Discúlpeme, pero Borges creía que Gardel era una desgracia para el tango, que el tango en sí era una desgracia, el tango conocido y reconocido como tal. El tango sensiblero de Gardel era rechazado por un Borges que deseaba morir bajo el cielo de la pampa en un sur lejano. Borges habla de milonga, de milonga campera no de tango.

Espero no tome a mal estas líneas, es que realmente me ofusco ver con que facilidad se habla de los que se desconoce. Comparto su visión de Borges, pero no puedo permitir que con toda liviandad y desde Medellín se parlotee sobre cosas que no son, para hablar de facones y de asados sería muy bueno pasar unos días en el campo, pero no en el campo del abuelo, en el campo de los peones.

Marcelo Pablo Peláez
mppelaez@yahoo.com.ar
Buenos Aires, 23 de agosto de 2000

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