Juan Martini PUERTO APACHE 1ª. ed. - Buenos Aires : Sudamericana, 2002.
Yo soy la Rata —le digo.
El tipo no me cree. Me tira una pina, trato de zafar, y me emboca en la frente: me rompe la ceja y con el ojo izquierdo no veo nada. Sangre veo. Tengo las manos sobre las rodillas, sentado como puedo en la sillita, y tengo la navaja en el bolsillo de atrás.
Vos sos un boludo. Decime la verdad. Y te salvas.
Se lame los nudillos, el tipo. Le duelen.
Posta —le digo—. Yo soy la Rata.
Es un tarado. ¿Para qué le voy a mentir? Estoy muerto. Así que no le miento. De cualquier manera, me tira otra pina. No me muevo. Quiero que se rompa la mano. Me calza en el ojo. En el mismo. Ahora ni sangre veo. Pero se hizo mierda la mano. Los huesos cuando se rompen hacen ruido. Es así. Los huesitos de la mano cuando se rompen hacen ¡Crack!, y se rompen. El odio lo vuelve loco. Me agarra del pelo, me sacude la cabeza y me escupe en la cara. Después me suelta y da un paso atrás, resopla y me dice:
Negro comegatos.
Yo me río:
Huesitos de manteca... ¿Qué tenes, osteoporosis?
Los tipos que están con él también se ríen. Yo me jacto de ser instruido. Una mina que tuve me enseñó a escribir. Es grande escribir. Lo de negro me lo dice por Rosario. No acuso recibo. No le doy el gusto. Un día voy a escribir lo que pienso de todo esto. Ya van a ver. Se me acerca otra vez, el tipo, y me cruza la cara con un revés de zurda. Me rompe la jeta. Máquina, le diría, mira: yo soy una rata de cuarta. Yo vivo en las cloacas, morfo basura, salgo a la calle a buscar roña, ¿entendés, Máquina? Las ratas nos salvamos con la roña. Es así. No hay secretos. La vida siempre es dura. La vida de los ricos, de los fulanos llenos de mosca, de palacios, de choferes, de rubias y de merca, la vida de los pitucos es dura. La vida de las ratas también. ¿Vas a llorar por eso? No, Máquina. Lo único que tiene sentido es saltar, ¿entendés? La soga se rompe, la maderita se hunde, el andamio se viene en banda... y perdiste. Si no saltas perdiste. Eso es lo único. El único acto que tiene sentido en la vida. Mi viejo era fiólo. Reventaba cuatro minas, cuatro pendejas estúpidas de 15 años, en Pompeya. Les bajaba los humos, les enseñaba los trucos y las ponía en la calle. Cien pesos por noche, cada una, tenían que hacer, todas las noches. Como fuera. Si no, perdían. La que no volvía con la guita perdía. La fajaban. Mi viejo, uno de sus amigos, cualquiera. La piba decía “No llegué” y entonces ellos dejaban de merquear y de timbear y alguno la fajaba. A la semana los golpes se empezaban a borrar. A los diez días estaba de vuelta en la calle. Entonces no volvía con cien, Máquina. Con ciento cincuenta, a veces con doscientos volvía las primeras noches la mina esa, después de la biaba. Entregaba el botín, a veces tenía que comerse algo más, poner el upite, por ejemplo, y lo hacía con esa soltura que dan las cuentas claras, el cansancio del alba y la eficacia de la profesión. Al final se iba a dormir contenta, justo antes de la salida del sol, la escarmentada. Contenta, Máquina, créeme. El deber cumplido es algo insuperable. Y las minas eso lo entienden. Una de las cuatro minas de mi viejo era mi vieja. No sé, 17 años habrá tenido cuando quedó preñada. Increíble. Preñada, a esa edad. Creo que ahí fue cuando hubo que internarla. Casi la mata, mi viejo.
La atropello una chata —dijo en la guardia del hospital—.
Un cartonero se la llevó por delante con el caballo, el carro y no sé qué más. Mire cómo me la dejó —dicen que dijo mi viejo.
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El pibe del hospital la miró primero a ella, y después a él, y por fin no dijo nada. La internó, el doctorcito, y la curaron. A las dos semanas volvió a casa. Seguía preñada. Por eso nací yo. Dicen que era una boluda mi vieja, que tenía el cuento flojo, cualquier verdura. Dicen que por eso me quería. Yo no sé qué pensar. Estas cosas no son fáciles. Se hace mucha filosofía, Máquina.
Pero nadie entiende nada.
Decime la verdad, imbécil, y te salvas.
Como si fuera tan fácil, pienso, decirle la verdad. Hay gente que no sabe lo que hace.
Le cae un hilo de baba de los labios. Sigue lamiéndose los dedos rotos. Alcanzo a vislumbrar que si no les digo algo que les interese, cualquier cosa, me masacran, como a una cucaracha. No sé qué pensar.
De repente, en el balero, se me aparece Cúper. Me acuerdo de Cúper como quien se acuerda de un hermano muerto, de alguien en otro lado, o en otra vida, no sé cómo explicarlo. Cúper es mi amigo. A veces vamos por la calle juntos. A Cúper le gusta que le cuente cosas así: cómo empezó todo esto.
En Pompeya —le digo—, Cúper: todo esto empezó en Pompeya. Llegó un día en que el business no funcionaba. Las putas no rendían, la merca escaseaba, era un garrón, y la bofia se llevaba tocos cada vez más importantes. No había manera. Mi vieja era de Rosario. Y ahora está en Rosario. La fui a ver, hace un tiempo, le llevé plata. Una prima, creo, la cuidaba un poco. Está enferma, no me quiso decir qué tiene. La prima tampoco.
Digo la prima porque creo que es hija de una prima de la vieja. Nunca entiendo yo los parentescos. Así que curtí con la prima, que es maestra en una villa, y la prima, de puro aburrida, me imagino, me enseñó a escribir. La vida es así. No hay quién la entienda. Yo no soy rosarino. Yo soy la Rata.
Y Cúper me dice:
Claro, Rata.
Cúper hace bien las cuentas.
Yo trago sangre, la sangre de mi boca. Tengo un ojo cerrado. Me duele el alma. Y el que se me planta enfrente, ahora, es el peor. El otro se va para el fondo, se apoya en uno de los postes 11 que aguantan las paredes de lata, prende un cigarrillo y mira cómo se le hincha la mano.
Osteoporosis tiene aquél... —digo, a pesar de todo.
Este que ahora tengo enfrente se frota los muslos, o se seca el sudor de las manos en los lienzos, y se ríe, le causo gracia. Yo le causo gracia. Mis chistes estúpidos, desesperados, le arrancan risitas. Pero yo sé que si no le digo algo, si no le vendo cualquiera, si no le coloco un par de gramos en los agujeros de la nariz me arruina, estoy seguro. Si hay algo que pone los pelos de punta es cuando se descubre que no hay salida.
Bueno, pichón —me dice éste—. Se terminó la joda.
Pichón, me dice.
A Cúper le cambia la cara cuando yo le explico historias. A veces, sin que se dé cuenta, le miro esa cara que se le deposita sobre la cara cuando escucha historias. Se vuelve otro, Cúper. Y su cara parece otra, no hay palabras para describirlo. Cúper es más feo que un mandril, pero en esos momentos parece no sé qué, un príncipe... Un príncipe un poco imbécil, a lo mejor, pero un príncipe. Lo digo muy en serio. Esto no tiene nada que ver con que Cúper sea mi amigo. Lo diría, si fuese cierto, en cualquier caso. El problema es que yo casi nunca miento, pero casi nunca nadie me cree. O sea, el quid de la cuestión. Por eso estos tres tipos, si no me invento algo, rápido, me van a arruinar. Me van a destrozar por la simple razón de que no tengo nada para decirles. Éste es el punto. No a ellos, en todo caso. Si acá estuviese parado el Pájaro la cosa sería diferente. Es así. Yo al Pájaro tengo dos o tres cosas para decirle. Bien claritas. Pero no. El Pájaro no está: estos tres están. Ya estos tres no hay palabras que les sirvan. Existe gente, en el mundo, que entiende las palabras. Y gente que no las entiende. Ése es en el fondo el único secreto de la política.
Cerra la boca —le digo.
Y Cúper cierra la boca.
Una cosa es que escuche con atención y otra que de pronto le cuelguen los mocos como si yo fuese un ídolo, no sé cómo 12
decirlo, o un semidiós. Yo estoy acá desde la primera noche, le cuento a Cúper. Éramos 15, 20, con toda la furia no pasábamos de 25 los que entramos primero. Mi viejo era el que mandaba. Reventamos los cerrojos y los candados de las puertas y entramos. Llovía. Una de esas lluvias fuertes y finitas de Buenos Aires que se te meten en los huesos. No se veía un carajo. Nos tragamos yuyos, pozos, espinas. Al Toti lo picó una víbora. Te juro. Metió la pata en un agujero, una cueva, no sé qué, y lo picó una víbora. Después tenía fiebre y decía boludeces. Pero ya estábamos adentro. El viejo y la Primera Junta controlaron la entrada toda la noche. Revisaron chata por chata, camión por camión, carro por carro. Fijaron los límites, asignaron los terrenos, pusieron orden.
Acá mandamos nosotros —dijo el viejo.
Y marcó a los que mandaban junto con él. Tres en total. Empezaba a clarear, más allá del horizonte de la Reserva, contra las nubes bajas y la lluvia esa de mayo que no para nunca.
La Primera Junta manda —dijo Garmendia. (Ya le faltaban un par de dientes a Garmendia. Hoy le faltan varios más. Es la enfermedad que tiene.) Por eso les quedó el nombre. La Primera Junta, les decían. Les siguen diciendo.
Sí —me dice Cúper.
Ahora la gente a la Primera Junta también le dice el Gobierno.
Eso no importa. Acá nos inventamos nombres todo el tiempo. Lo que importa es que ellos son los que mandan desde la primera noche. A mí me gusta más cuando se habla de la Primera Junta. Es más lógico, ¿no? Es diferente.
Así que vos estabas esa noche, Rata.
Me lo quedo mirando, a Cúper.
Sí —le digo—, Cúper. Yo estaba.
El tipo apoya el zapato contra el borde de la sillita, entre mis piernas. Veo las inmundicias que tiene pegadas en la suela de goma del zapato. Hay que saber mirar, en este mundo, para que nadie te haga creer que lo único que hace en la vida es caminar sobre alfombras de seda.
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Canta, pichón —me dice el tipo. Empuja la silla y me voy de espaldas, caigo contra un cajón lleno de bulones oxidados, y mastico un poco de tierra. Está húmeda, la tierra. Entonces el tipo me aplasta el zapato en la cara, me frota la cara con la suela de goma del zapato, con la suela embadurnada de inmundicias y confieso que me da asco. Tengo el estómago un poco flojo, yo. Por eso hago lo único que no tengo que hacer: cometo un error.
Canta, pichón.
Me dice.
Y me refriega el taco del zapato en la boca rota.
Por eso busco la navaja. A ciegas. Sin pensar. Es un reflejo. Me manoteo los bolsillos. Cometo un error. Quiero vaciarle los ojos con la navaja. Cortarle la nariz. Como el matón aquel de una película que vi en la video de la prima de mi vieja, en Rosario. Ese gorila que le metía una navaja en la nariz a Jack Nicholson y se la cortaba. Cuando uno no piensa todas las chances se multiplican. Se gana o se pierde, sin pensar. Casi siempre se pierde.
El tipo me saca la navaja, me calza una patada en un riñon, abre y cierra la sevillana, dos o tres veces, se la guarda, enciende un cigarrillo, y tranquilo, sin nervios, como si no pasara nada, repite:
Dale, pichón. Habla.
Me acerca la brasa del cigarrillo al ojo abierto. Me imagino que el ojo no parece entonces el ojo de una rata. Parece, me imagino, el ojo de un caballo aterrorizado. Es petiso, el fulano. Y un poco gordo. Uno de esos arquetipos con las piernas juntas que hacen una equis en las rodillas. Yo me doy cuenta de su problema: le da vergüenza ser gordo. Petiso, no. Eso no le importa. O no le importaría tanto si fuera flaco. A lo mejor se imagina que hubiera podido ser jockey, o boxeador, quién sabe. Peso mosca, gallo, algo por el estilo. Los petisos a veces tienen ideas raras en la cabeza. Ser otra cosa, quieren, a veces. Ser otra cosa, y no un buchón, por ejemplo, como es éste. Problemas de la altura y del volumen de las cosas, pienso. Yo tengo ideas así. No sé de dónde las saco ni por qué se me ocurren. A veces creo que me quedaron del cine. Tengo la cabeza llena de fórmulas. De fórmulas que no 14 entiendo. Como en las películas esas con profesores o científicos o niños prodigio que llenan pizarrones y pizarrones. Yo no soy un niño prodigio. Yo no sé nada de nada. Pero voy a escribir algo. Primero voy a escribir graffitis. Pancartas. Leyendas en las paredes. Eso voy a escribir. Después voy a escribir lo que pienso de todo esto.
Me incorporo. Me apoyo en los codos con las manos hundidas en el barro. Después en las rodillas. Levanto una pierna. Pongo un pie en el suelo. De la boca me caen hilos de sangre y baba. Empiezo a levantarme. Todavía estoy con las rodillas flexionadas: no logro pararme del todo. Pasa un tiempo. Tengo miedo de volver a caerme. Se me viene a la cabeza que afuera es el amanecer y que un poco más allá, en el cielo nublado, el sol se estrella como una mancha fría, un cachito amarillenta, un cachito rojiza, un cachito violeta, la mancha del sol.
Sin decir más nada, el petiso fuma, me mira fijo: está tan cerca que la baranda de su aliento a caries y a cebollas me revuelve las tripas. Sin decir nada, el petiso me acomoda un rodillazo. Me desplomo en el dolor que estalla como una bomba de fuego. Se oye un silencio, y en el silencio se oyen gotas que caen desde el alero de lata del galponcito a un charco, afuera. Una gota, otra, una pausa, una espera en el silencio y después otra gota, dos o tres gotas más, una tras otra, y así.
De a poco me entra un poco de aire en los pulmones, las astillas que me perforan los sesos se apagan y puedo decir, sin fuerza para levantar la cabeza:
Es inútil.
No veo al petiso, no veo al otro pibe, el de los dedos rotos, ni al otro, el tercero, el que no mostró los dientes, el que todavía no me tocó: el que está sentado en la mesa del fondo, con los pies cruzados en el aire y las manos aferradas al borde de la mesa. No veo nada. Digo:
Es inútil, Capo.
Se oyen tres o cuatro gotas más, gotas que caen en el charquito, afuera, y se me ocurre que a lo mejor paró de llover.
Me van a matar, Capo. Me están matando. Y es inútil.
Digo.
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No tengo nada que decir, Capo. Yo soy la Rata. Es la verdad. Pero no hice nada. No le debo nada a nadie. No sé qué quieren que cante. Decime qué buscan y te invento una. Te fabrico cualquier historia. Tengo que saltar, ¿entendés? Tengo que salvarme, Capo. Pero no sé de qué se trata.
Digo.
El gordo me mira.
No lo conmuevo, no se le mueve un pelo, cree que le tiro cualquiera para zafar, obvio. Y no la pifia mucho. Pero él también está perdido. No sabe qué hacer. En este momento no sabe qué hacer. Por eso pienso que a lo mejor no le dijeron que me boleteara. Pero es apenas una idea, una ilusión. Por mucho menos a veces te hacen bolsa porque se van de mambo. Hay cosas que no tienen sentido. Eso es lo increíble. Lo increíble es que de golpe te hacen puré sin motivo. O sin saber el motivo. O porque se van de mambo, los muchachos. Empiezan a fajarte. Se engolosinan. Te surten con saña. Y a veces ya no pueden parar, y se van de mambo. No tiene sentido.
Por eso es una ley de la vida.
Puerto Apache no es una villa, no es un montón de latas y de mugre. Hay cuestiones que tienen que quedar claras. Acá no somos villeros, negros, chorros, malandras, asesinos... Puerto Apache es un emplazamiento. Y hay mucha gente de bien en Puerto Apache. Si uno está acá es porque está pero no porque no merezca estar en otro lado. Los giles, los diarios, la TV, incluso la Pe Efe y los pibes de Prefectura, todos la entienden cambiada. La realidad se presta para entenderla cambiada. Eso es verdad. Puerto Apache es un asentamiento que va por la Costanera desde el Yacht Club hasta la altura de la calle Corrientes, y que llega, para el lado del río, más o menos hasta la baliza que hay en la punta de la Escollera Exterior. O sea, frente a los viejos diques del puerto de Buenos Aires. Yo escribo bien Yacbt Club porque algo aprendí en estos años y porque me gusta escribir bien algunas palabras en el idioma que sea. En alemán, no. En alemán, por ejemplo, no entiendo.
Llegamos una noche en el otoño del año 2000. Reventamos los candados, las puertas, y tomamos posesión. Eramos pocos, 16 un puñado, apenas 20, creo. Eramos los que habíamos armado el plan. Alguien tuvo la idea y armamos un plan. No fue difícil. La Única idea que los presidentes y los empresarios y los capos tenían para la Reserva era quemarla. Todos querían quemarla, declararla inútil, yerma, se dice, evacuada por la fauna, y hacer negocios. Mover guita. Toneladas de guita. Poner bancos, restaurantes, casinos clandestinos, hoteles, quilombos, emprendimientos así. Esta ciudad no puede imaginar otra cosa. La forma de transformar el plomo en oro es quemando arbolitos y jodiéndole la vida a los patos. Reventar reservas, parques nacionales, tierras fiscales... Nada legal. Entonces se nos ocurrió que no era un mal lugar para vivir. Nosotros no quemamos nada, ni echamos a los animales, ni a los bichos. Nos gustan los mosquitos a nosotros. Casi nos gusta que nos piquen, que nos saquen ronchas en los brazos y en los tobillos. Lo único que hacemos, contra los mosquitos, es encenderles fuegos para que bailen en el humo y nos dejen un rato en paz. No hay nada poético en lo que digo. Es una realidad. Acá pasa un poco de todo, pero nadie mata un mosquito.
Tenemos, en Puerto Apache, no sé, 20, 30 manzanas. Marcamos las calles, loteamos, le dimos a cada cual lo suyo, y no quemamos nada. Si hubo que mover arbolitos, plantas, los movimos. No entramos acá para reventar nada. Entramos acá porque la gente necesita un lugar donde vivir. Somos legales, nosotros. Tenemos fulerías, como todo el mundo, y por necesidad.
Pero somos legales.
A Garmendia le gusta decir que llegamos acá el siglo pasado.Tiene onda el viejo. Se está muriendo, por esa enfermedad,
pero le sobra onda. Y el chiste esconde una idea. Obvio. Él dice que hay que exhibir derechos adquiridos. Así, lo dice. Con estas palabras. No sé de dónde las saca, las ideas, porque es más bruto que un cascote. Pero dice que no se pueden desconocer los derechos adquiridos. No somos intrusos, no somos okupas. Esto es nuestro. Gente, somos. Y sería bueno que de verdad tuviéramos derechos adquiridos. Pero creo que no tenemos. Que nadie nos va a reconocer nada cuando llegue el momento. Entonces se va a armar. Porque de acá no nos mueve nadie. O sea, nadie nos saca
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vivos de acá. A lo mejor nos morimos de hambre. Pero no nos vamos a morir a la intemperie. Ahora no. Y esto los tipos ya lo saben. Los ministros, los secretarios, la Pe Efe, todos ya lo saben, se la ven venir. “A esos piojosos no los sacamos vivos”, deben batirles a los bancos, a las inmobiliarias, a todos los que están haciendo cuentas antes de tiempo.
Cúper lo dijo mejor, una noche, mientras merodeábamos por Corrientes, él y yo. A veces había que volver con algo a casa y en los bares de Corrientes siempre hay dos o tres minas en una mesa recopadas hablando de cualquier cosa, con los bolsos o las carteras o las mochilas colgadas en los respaldos de las sillas. Arriba de las mesas ellas tienen, en este orden, el celular, los cigarrillos y pañuelitos de papel por si lloran un cachito hablando con las chicas. De las carteras se olvidan. Por eso era fácil levantar alguna al descuido y salvar el día, o a veces, con mucha suerte, la semana. Sin maldad. Los documentos y las tarjetas, Cúper y yo, no los tocábamos. Si encontrábamos una agenda o algo la llamábamos, a la mina, el día siguiente, y algún tachero amigo se acercaba, le devolvía la cartera y encima la chica le daba unos pesos más por el favor. Son chicas agradecidas las que pierden las carteras por Corrientes. A Cúper le gustaría, por ejemplo, casarse con una de ellas. El me lo confesó. Estaba tronado, Cúper, ese día. El vino le salía por las orejas. Pero yo pienso que era sincero. Y otras veces dice cosas así:
Nosotros somos un problema del siglo XXI.
Fue esa noche, en el fondo no hace tanto, mientras semblanteábamos los bares de Corrientes, esos boliches llenos de artistas sin público y de minas en busca de una real oportunidad en la vida.
Yo me quedé con la boca abierta. Miralo a Cúper. La clarividencia encarnada. La realidad en siete palabras. Un slogan. Algo como eso me gustaría que se me ocurra para escribir en las paredes.
Ahora, en la entrada oeste de Puerto Apache hay un cartel con la frase de Cúper. La Primera Junta tiene olfato y vio que el intelectual había dado en el clavo. Chau. Hace un tiempo armamos un cartel enorme, lo montamos sobre pilotes, y los bacanes
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y los giles que se mandan por la Costanera en las Kawasaki, en los Be Eme, en las 4x4, no pueden dejar de verlo, de leer la definición de Puerto Apache que inventó Cúper:
Somos un problema del siglo XXI
Nosotros tomamos posesión en el otoño del año 2000. Yo todavía no entiendo si era el final del siglo pasado o el principio del nuevo. Pero hoy, sea como sea, ya estamos en el siglo que venía. A otra cosa, mariposa. Cúper y yo tenemos que vivir, como todo el mundo. Yugamos, como casi todo el mundo. Pero a veces se corta. Yo zafé cuando empecé a laburar con el Pájaro. Cúper ahora está esperando que el Pájaro le dé algo. Vamos a ver. Capaz que podemos trabajar juntos. Sería mejor. Yo a Jenifer no la puedo dejar en la vía. Ella me quiere, me cuida, y a los pibes los adora. Julieta y Ramiro no van a pasar hambre. Lo juro por ésta. Son chiquitos. Son mis hijos. Ellos van a tener una vida mejor. Y Jenifer es una buena mina. Vivo con ella desde que quedó preñada de Ramiro, hace cuatro años, me parece. Después llegó la nena. Un día se me ocurrió que la quería. En serio. Y a lo mejor la quiero. No sé. Yo creo que sí. A veces vuelvo a casa, a la tardecita, y ella le está dando de comer a la chiquita y a mí el corazón se me hace esponja. Las miro, a las dos, y no me entra en la cabeza que eso es algo mío, no sé cómo decirlo. A Jenifer le encanta Gilda. Tiene todos los discos. Se sabe de memoria todo lo de Gilda. El tema “No me arrepiento de este amor” le perfora la cabeza: Amar es un milagro y yo te amé como jamás lo imaginé, repite, tararea Jenifer, siguiendo la voz de Gilda mientras le da la papilla a Julieta, y yo sé que nunca la voy a dejar en banda. Eso está claro.
Pero yo estoy loco por Maru.
Es más fuerte que yo.
Maru me saca, me pone en órbita, no sé quién soy cuando Maru me mira, cuando me pregunta: “Vos, ¿quién sos?”
Por eso estos tipos me están rompiendo el alma, se me ocurrede golpe, por eso no voy a salvar el pellejo esta vez, por eso me van a descuartizar como a una rata. Los que estamos en el
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borde no podemos andar con ilusiones.
¿Hará algo, Cúper, por mí, por mi memoria, por mi honor, si yo me muero? Mi viejo, por ejemplo, ¿qué haría para emparejar las cuentas? ¿Alguien hará algo si yo no cuento el cuento? ¿Qué quedará de nosotros?
Es toda una cuestión.
Hace diez, once años, Cúper jugaba en las inferiores del Deportivo Ranglán. Volante carrilero, era, como le dicen ahora a los números 8. “Carrilero”, se reía mi viejo, “Decíme, ¿qué quiere decir volante carrilero? El fútbol de hoyes puro chamuyo, verso, impostura. Nadie juega ya por amor al fútbol”, decía. Le habían puesto ese nombre, al equipo, porque alguien había dicho que una palabra en inglés les quedaba bien a los clubes, me contó Cúper. “Miren River, Núbel, Vélez Sarsfield...”, habían dicho. Por eso le pusieron Deportivo Ranglán. Nadie sabía, es claro, qué quería decir ranglán. Pero les pareció que sonaba lindo. Cúper era bueno. Se mandaba bien, no rifaba una bola y tenía recuperación. Cuando salieron subcampeones en Primera D un intermediario se lo llevó a España y lo probaron en el Valencia. Listo. Firmaba contrato por tres años y agarraba un pedazo de verdes. Entonces le tocó la revisación. Y el buchón del médico le cantó a los capos del Valencia que Cúper tenía un soplo. No me pregunten qué es un soplo. Pero Cúper tuvo que volverse. Con el soplo. Sigue jugando, por supuesto. Juega de libero, corre menos, se cuida, no se hace el bocho ya con el fútbol. Pero le gusta, la toca, y juega. Como estuvo en el Valencia la gente ahora le dice Cúper. Como a Cúper. Es así.
La Mona Lisa, que es la novia de Cúper, era de la villa Independencia. El padre es ciruja. Se las rebusca. Cúper la visitaba, de vez en cuando, a la Mona Lisa. Allá, en José León Suárez.
Una vez lo acompañé. No teníamos un mango y andábamos de a pie. Tomamos el tren de los cartoneros de las 11 y pico de la noche en la estación Carranza y viajamos en un furgón repleto de los carritos gigantes de estos pibes. Llenos de latas, de botellas, de diarios, o revistas. Olían un poco a mierda, los carritos,
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todos juntos en el furgón. Y es que siempre se queda un poco de basura, algo pegado en las cosas que juntan. Esa noche fuimos a un barcito, los tres, y Cúper se animó y le preguntó a la Mona Lisa por qué no se iba a vivir con él. Qué tipo, Cúper... Ella por fin se vino, y creo que está todo bien. Pero yo sé que a él le gustaría casarse con una de esas chicas que pierden las carteras en los bares de Corrientes... Cosas de la vida.
Lo primero que pensé fue: Son tiras, estos tipos son tiras. Eran tres y llegaron en un Ford azul, con las luces bajas, despacito, sin hacer aspaviento. Dieron una vuelta, entraron desde el lado del río a la avenida que cruza Puerto Apache, llegaron a la otra punta, y entonces se fueron derechito al humo. Yo estaba mirando los goles del fútbol italiano. El Bati no había jugado porque la rodilla lo tiene todavía a maltraer. Crespo, gracias a Dios, no había hecho nada. No me lo banco a Crespo. Se cree mil, ese pibe, y es de madera. Pero la Brujita Verón había hecho un gol de antología. Lo estaban repitiendo cuando golpearon la puerta. No me agarraron de sorpresa. El Toti me los había cantado un rato antes. El Toti vive enfrente. Se cruzó y me dijo eso, que había un Ford azul dando vueltas. Así que prendí la TV y me quedé esperando como quien no quiere la cosa. Se portaron bien. No rompieron nada. Me levantaron sin tocarme un pelo.
Enseguida vuelve, señora —le dijo el Capo a Jenifer—.
Charlamos un ratito y se lo mando a casa —le dijo.
Jenifer dijo que bueno.
Ella está acostumbrada a ver gente rara. No me hace preguntas. Sabe que los business son los business. Enseguida me di cuenta de que los tipos no tenían idea. No sabían quién era yo. No sabían qué buscaban. Les habían tirado mis coordenadas en Puerto Apache y ahí estaban. En mi casa.
¿Quién va a arrancarme de tu piel, de tu recuerdo, de tu ayer?
Presiento que la vida se nos va
y que el día de hoy no vuelve más.
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Eso cantaba Gilda. Eso cantaba Jenifer mientras lavaba los platos. Yo miraba la repetición del gol de la Brujita. En ese momento golpearon la puerta.
¿Tenes un minuto, pichón? —me había preguntado el Capo.
Yo miré otra vez cómo la Brujita tomaba carrera, le pegaba con efecto, la bola pasaba por la derecha de la barrera, el arquero se tiraba desesperado, capaz que la arañaba, con la punta de los dedos, pero no le alcanzaba. La miraba sin consuelo, después el pibe, en el fondo del arco, quieta sobre el pastito alto, a la bola. La Brujita Verón volvía caminando para su campo, tranqui, sonriendo, levantando los brazos. El Lazio ganaba 3 a 0.
Sí —le dije al Capo—. Cómo no.
Me paré.
En estos casos, por la familia, es mejor no levantar la perdiz. Así que no le dije nada a Jenifer. Ni la saludé. Salí de la casa como cuando salgo a comprar fasos. Y me llevaron con ellos, los tipos.
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2. MARU
Ella vive enfrente. Desde acá veo las luces de los docks frente al Dique 4. Ella vive en un dúplex. Un bulo de tres ambientes puesto con toda la mosca. En la cocina, por ejemplo, hay frascos llenos de pistacho, café de Jamaica, bombones con almendras... La cama de Maru, arriba, es una King, o sea una especie de sueño interminable con sábanas de lino que se arrugan un montón, pero ésa es la gracia, dice Maru, que se arruguen. Hay luces con pantallas de tela y cuadros por todos lados, hasta en el baño. Vas a mear, por ejemplo, y tenes enfrente una de esas minas que son modistas o costureras, qué sé yo, mirándote fijo, un cuadro de un tal Derqui, o Termi, o Berni. Yo siempre me pregunto por qué en el baño hay un cuadro así, una escena popular, tristona, no sé cómo decirlo, y en el living todos los cuadros están llenos de frutas, cielos abiertos y luces de Nueva York. Maru dice que ella no sabe, que le gusta que sea así, pero que no sabe. Si yo insisto y sigo preguntándole qué es lo que le gusta Maru se pone de mal humor y por fin me dice que no sabe lo que le gusta, que me deje de joder o que le pregunte a los decoradores. Maru es una diosa, pero cuando le da la viaraza pónete a salvo, gorrión.
¡Los decoradores! Los vi una vez, una semana antes de que le entregaran el derpa. Dos trolos imposibles. “Gays”, me dijo Maru, “No son trolos, pibe, son gays”. La miré, a Maru, y no dije
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nada. Está lleno de mundos este mundo. Algo difícil de explicar. Los balcones del dúplex de Maru parecen una selva. Dos selvas. Una arriba y una abajo. Eso también es complicado. No se acuerda el nombre de las plantas, ella, ni el de las flores. Se las puso un jardín cónchelo, a las selvas, uno de esos invernaderos, o viveros, o como se llamen que te llenan las casas de yuyos y te cobran como si te hubiesen acomodado los arbolitos y las plantas en macetas rellenas con cocaína.
De todas maneras, no hay nada peor que la realidad. Nunca me siento más raro, más lejos del mundo y más caliente que cuando me meto en la cama de Maru, y me estiro, y doy vueltas, y miro las lucecitas amarillas y parpadeantes de Puerto Apache, allá abajo, del otro lado del Dique y de la Costanera, y cuando le paso una mano por el vientre, a Maru, por las piernas, y por el pelo negro abierto en su cama infinita.
Un lujo, el bulo de Maru. No se puede creer.
A veces pienso que soy un ladrón.
Y a veces pienso que la chorra es ella.
No tengo clara esta cuestión.
Me acuerdo de mi vieja, por ejemplo. Así de simple. Me acuerdo de la vieja de mi vieja. Una mina que se pasó toda la vida yugando para los otros. Planchadora, era. Y se mataba planchando camisas, manteles y sábanas. Ahora veo para qué hay que planchar tanto las sábanas. Para que una chica como Maru meta en su bulín a un loquito de Puerto Apache que se seca los mocos en las fundas de las almohadas.
La carrera de Maru empezó a los 17 años, cuando terminó la nocturna. Largó los books y empezó con las promos: ella dice que las mejores fueron la de unos alfajores en Gesell, la de Marlboro con la lancha de Scioli en Pinamar, las de tarjetas de crédito en San Isidro y las de celulares en la Recoleta. A los 20 añitos sirvió mesas en un par de bares y pizzerías de Retiro, esos híbridos con nombres raros, como en francés o en ruso, que se llenan de pendejos, drogones y pajeros. Qué palabra híbrido, ¿no? Mezcla, quiere decir. Una cosa híbrida es una cosa que mezcla cosas. Yo, por ejemplo, según cómo se mire, soy un híbrido.
Maru también. El Pájaro es el más híbrido de todos los
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híbridos que conozco. Por fin llegó a Las Cañitas, Maru. Y Las Cañitas le cambió la vida. A los 22 ya era recepcionista en un boliche asiático. De ahí pasó a maitre de otro emprendimiento que fue el más famoso del barrio. Y así. Tenía 24 pirulos recién cumplidos cuando el Pájaro la vio por primera vez. Yo veo, de vez en cuando, desde Puerto Apache, las luces de los docks enfrente del Dique 4. No hago nada, una noche, porque no hay nada que hacer, así que voy y le golpeo la puerta al Toti.
Vamos a la laguna, Toti —le digo.
El Toti se pone contento.
¿Querés que lleve algo? —me pregunta.
Lleva —le digo.
Entonces caminamos, una noche cualquiera, en el otoño suave, en medio de ese olor a pasto y a río, y un rato después llegamos a la orilla de la laguna. Los funcios, los ecologistas, los viejitos que hacen turismo de aventura los fines de semana en la Reserva la llaman Laguna de las Gaviotas a la laguna. Me hacen reír, todos, con esas ganas de ponerle nombres a las cosas. ¿De qué sirve hoy ponerle nombre a las cosas? Hay cuestiones que se me escapan, no me entran en la cabeza. Me gusta mucho más, te juro, cuando uno de esos pibes que se quedan ciegos mirando el cielo con telescopios descubre un cascote nuevo a la deriva, en el espacio, y lo bautiza ZKY-78954-p.
El Toti arma un porro y fumamos, despatarrados en el suelo. Me hago una almohadita con la campera y el tiempo pasa con esa libertad para pasar que no tiene casi nunca. En la calle al Toti a veces le gusta hacerse el guaso. Por eso le dice a los mirones que se llama Tota, “Yo soy la Tota, lindo”, les dice. Anda por Godoy Cruz con los tacos altos y las medias negras y una tanguita invisible que le deja el culo al aire. Es increíble. Revolea el pelo y de lejos parece una potra fantástica. “A mí me gustan los tipos, es cierto”, me dice el Toti, “pero te juro que si alguno se me hace el vivo lo fajo”.
No te creo, Toti —le digo porque estoy aburrido, y por-
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que extraño mucho a Maru y porque tengo una bronca y unos celos que vuelo.
Sí —me dice el Toti—. Vos me crees. Vos estabas el día en que nos peleamos con Sosa.
Yo fumo. El humo de la chala me da vueltas suaves, felices y estúpidas por el balero.
¿Te acordás, no?
Sí —le digo—. Me acuerdo.
Fue cerca de la casa del Turquito, para el sur, después de la avenida. El negro Sosa le dijo una barbaridad y se le fue encima.
Vos sos un puto y un cagón —le dijo Sosa. Arremetió, lo enganchó y le hizo una pinza con los brazos. Parecía que le iba a romper todos los huesos. Los brazos de Sosa son gruesos como troncos. Pero no sé cómo hizo el Toti y consiguió zafar, reapareció parado, furioso, y cuando Sosa amagó de nuevo el Toti le acertó un cabezazo: le rompió la nariz, le voló tres dientes, y el negro quedó revolcándose en el suelo.
Bueno —me dice el Toti—. Entonces vos sabes que si alguno se me hace el machito lo surto. A mí los machitos me gustan para que me hagan otra cosa. Me gusta que sean dulces y enérgicos, que la tengan dura, me gusta que sepan lo que tienen que hacer... Si son así les banco todo. Pero a los guarangos, a los turros y a los nazis me los saco de encima, como sea.
¿Vos extrañas? —le pregunto.
Tiro la colilla ya insignificante de un porro y la oigo chisporrotear en el agua quieta de la laguna.
¿A los tipos que me gustan?
Sí.
Claro que extraño.
Yo no sabía que se extrañaba —le digo.
Sos tan tonto, vos —me dice el Toti.
Maru me preguntó si la iba a extrañar.
¿Y qué le dijiste?
Primero le dije que no. Después le confesé que creía que sí, que la iba a extrañar... Y se fue.
¿Se fue?
Sí, una semana, a Miami, con el Pájaro.
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El Toti no dice nada. Se arremanga el pantalón y se mira la pierna izquierda. Le gustan sus piernas, al Toti. Tiene piernas de mina, pienso. Se toca las cicatrices que le dejaron los colmillos de la víbora que lo picó la noche que entramos en Puerto Apache.
Yo la mato —dice el Toti.
El Pájaro, por su parte, empezó afanando a turistas en la
Boca. Estaba en una pandilla semipesada. Después de una pelea
cadenazos con otra banda para ver quién se quedaba con Del Valle Iberlucea desde Caminito hasta la cancha de Boca lo llamaron de un Club de la provincia y se hizo barrabrava. La pandilla del Pájaro había ganado la parada. Pero el Pájaro se fue. Le pareció que tenía más destino en el otro laburo. Con el tiempo fue ascendiendo, en el tablón, y un día se hizo guardaespaldas de un gremialista. Después de otro. Y así. En esa época entró a decir que laburaba en seguridad. “Yo estoy en la Seguridad de fulano”, decía. Yeso le parecía que le daba chapa. Está llena de tipos aií esta ciudad. Matones que se creen mil. Pero la guita grande U hizo con los políticos, el Pájaro. Después de los gremialistas le tocaron los políticos. Y con esa gente la cosa va en serio. Socotrocos de guita mueven esos tipos. “Mengano me tiene podrido”, dice un día el funcio, “Hace algo con Mengano”, y entonces uno tiene que adivinar qué quiere el funcio que hagas con Mengano. Dicen que el Pájaro nunca se equivocaba. Por eso trmó una diferencia grande. No tiene dudas, el Pájaro, ni reparos.
Algo de modales parece que le enseñaron: un poco lo intentó un secretario de juzgado de Comodoro Py que dicen que el Pájaro se trincaba hace varios años en un pisito que el secretario le había puesto en Barrio Norte. Y también, más adelante, lo pulió un cacho más la mujer del agregado cultural de la embajada de uno de esos países que flotan en el Pacífico pero que nadie te acuerda bien por dónde, tipo Samoa o las islas Fiji. No es bruto, el Pájaro, pero es básico. La cuestión, por otro lado, es que entre una cosa y otra se le fue ocurriendo un plan y un día empezó
su propio business. Abrió un bar en Palermo, al principio invitaba a todo el mundo con Chandon, lo llenó de pibitas, dejó
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que circulara un poco de porro y un par de papeles, dejó que algún punto se transara una pibita, todo sin exagerar, y empezó a ver otra guita, otros negocios, proyectos grandes... Nunca, nadie, es del todo independiente, y el Pájaro no es la excepción. Le habían quedado compromisos, es claro, y los cumplió. Y los sigue cumpliendo. Porque un compromiso bien llevado es también la fuente de otras ventajas: protección, seguridad, nuevos business. El Pájaro, en ese sentido, no se equivoca. Hace la de él, pero paga los peajes que tiene que pagar.
A Maru le echó el ojo en Las Cañitas hace unos tres años. Flaca, alta, impresionante, Maru siempre tuvo impacto. El Pájaro le hizo una oferta y se la llevó a Palermo. Dos o tres meses después la puso al frente de un boliche. Se dice que empezaron a curtir a fines del ‘98. El fiesteaba todavía con la agregada cultural, pero la historia carecía de futuro. Las minas de los diplomáticos tienen muchos kioscos. No se casan con nadie. Y en cualquier momento hacen las valijas y se van. Dicen que a esta señora, sin embargo, le pasaba algo con el Pájaro. Pero no prosperó. En enero del ‘99 la agregada tuvo que irse con el dorima un mes o dos, no sé si a su país o adonde, pero tuvo que irse. Y el Pájaro se levantó a Maru. Se la llevó al Caribe, primero, después a Nueva York, la llenó de promesas, y le compró de todo. Y Maru, es lógico, también compró. Después, ese año, ella se hizo las tetas. Y se puso ortodoncia. Fue lo único. Lo demás es de ella. Pocas pibas vienen tan a full de fábrica. Maru es un avión. A mí todavía me da un poco de cosa lo de las tetas. Está bueno. Pero..., no sé. A veces pienso cómo será apretar con una de esas minas cirujeadas de arriba abajo. Cómo será, por ejemplo, con Graciela Alfano, con perdón. ¿Se pueden tocar, esas minas, o se rompen?
De repente me acuerdo de Maru en el ‘97. Fue la primera vez que la vi vestida como una reina. Me trepanó los sesos,
Maru. Hacía de maítre en el restaurante de un pibe que se había hecho famoso con esa dichosa moda de la fusión. Nunca supe de qué se trataba, la fusión, pero me explico: se corta todo chiquito, la carne, o lo que sea, se le pone ese arroz marroncito, que parece sucio, un poco de soja y un poco de tofu, se frita en un wok, y se
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dice que no es frito, que es wok. Algo así. Capaz que te llenas de plata, Toti. Pero no lo veo, al emprendimiento, para Puerto Apache. Habría que buscar otro lugar.
Yo no pienso laburar —me dice el Toti—. Nunca.
Me hace reír, el Toti.
Es mi amigo.
Por eso, anoche, se cruzó y me batió a los tiras dando vueltas con el Ford azul y encendí la TV y le dije a Jenifer “Vos seguí lavando, como si nada”. Y ella siguió.
Si estos tipos son tiras, hay que decir para que quede claro que a mí la bofia me busca por ocupación ilegal, descuidista y proxeneta. El primer cargo me honra, el segundo lo desconozco, el tercero lo heredé de mi viejo. Yo nunca viví de las minas. Ellas tenían que seguir ganándose la vida, es una necesidad que tiene la gente, y yo las protegí un poco. Pero más allá de algún favor nunca me dieron un mango.
Por eso les digo quién soy.
No sé qué quieren, qué buscan, qué tengo que decirles.
Están desorientados.
Meten miedo. Cuando no saben qué carajo hacer, meten miedo.
Por eso, lo primero que se me ocurre, es decirles la verdad. Y antes de que el boludo ese, el de los huesitos de manteca, me emboque la primera pina, les digo que soy la Rata.
Yo soy la Rata —le digo al tipo que tengo enfrente.
Y el tipo no me cree.
El pibe de Segundad que está los domingos a la noche en el dock donde vive Maru es amigo. Estuvo dos o tres semanas con nosotros. En un entrevero en la U31 le abrieron el vientre y apareció desangrándose. No podía ir a un hospital, es lógico. Lo curamos. Hay que desinfectar y coser. Rosa era enfermera. De tanto ayudar a los cirujanos aprendió a coser. Ni cicatriz te deja, Rosa, después de un tiempo. El pibe se llama Crespo, a secas. Y
hace la Seguridad los domingos a la noche en el dock. En Puerto Madero lo que no brilla es oro. Me miro en los espejos, siempre,
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y me pregunto si soy yo. Está llena de espejos la recepción. Y los ascensores. Y los pasillos. Necesita verse, esta gente. A lo mejor para asegurarse de que no son invisibles.
Por eso no me cuesta nada, el domingo, meterme en el derpa de Maru. Ella sigue en Miami. Hoy la llamé. Para confirmar. Estaba sola, en el hotel. El Pájaro se había ido no sé dónde. A un business se habrá ido, pensé. El Pájaro hace business hasta cuando duerme. Crespo mira para otro lado y Cúper y yo entramos en el dock.
¿Y vos qué haces? —le pregunté a Maru.
Te extraño —me dijo.
Conozco bastante bien el departamento. Pero nunca lo había revisado. Así que ahora lo doy vuelta. Cúper se despatarra en un sillón, frente al balcón selvático del living y hojea una revista de ropa para mujeres. Yo busco debajo de los colchones, en los cajones de los placares, adentro de los frasquitos de pastillas, en los potes y kits de maquillaje. No sé qué busco. Pero no encuentro nada. Ni una carta, ni una agenda. No hay nada en la casa de Maru. Nada personal. Esta piba no tiene secretos. La caja fuerte que hay en el dormitorio está abierta. La reviso. Encuentro algunos anillos, cadenitas, un reloj, nada importante, pura biyuta. Y 55 dólares en billetes chicos, sueltos y arrugados. Nada. Pienso que biyuta, como se dice, viene de bijouterie. Un día me paré en uno de esos bolichitos finolis de Alvear, o de Quintana, no me acuerdo bien, y me puse a mirar. No me interesaba lo que había en la vidriera. Me interesaba ver cómo se escribía la palabra bijouterie. Porque es una de esas palabras que nadie escribe bien. Será porque es una fantasía, o una mentira, pienso. Igual que coiffeur. Todas las peluquerías de minas escriben diferente la palabra coiffeur. Suerte que desde hace un tiempo dejan de ser coiffeun y se hacen estilistas. Es más moderno, y más fácil. A mí me gusta saber cómo se escriben las palabras que se usan. Es una manía que tengo, una obsesión, decía mi vieja. Pobre, mi vieja. Ni el diario puede leer. Suerte que tiene la TV y así se entera de las cosas que pasan. “Vos tenes una obsesión, Pablito, con las palabras”, me decía la vieja cuando era chico. Ahora también me lo dice. Las viejas siempre te dicen lo mismo. Cuando sos chico y cuando sos grande. Para ellas vos vas a ser eternamente igual. Sería una suerte. Ser igual. Pero ¿igual a qué? Me hago un mambo con esta cuestión. Mi vieja es una santa. Se morfó un montón de garrones por mí. Eso lo tengo bien presente. Por muy rompebolas que se ponga, a veces, yo reconozco que a mí me banco. Eso no lo puede decir cualquiera.
Busco, busco, y lo único que encuentro es una foto de Maru. 10x15. En colores. Maru está en el balcón con un vestidito blanco de verano, dos breteles mínimos, morochita, el pelo luelto. Se ríe. Hay un poco de viento y con una mano se ha sacado el pelo de la cara. Tiene la mano en la nuca y el pelo, de ese lado, recogido. Atrás de Maru se ve Puerto Madero hacia el sur, se ve la esclusa que comunica los diques, el agua del Dique 3 apenas encrespada por el viento. Me llevo la foto. En el fondo confieso que me decepciona bastante no haber encontrado un loto en la casa de Maru. Qué sé yo. Una remera del Pájaro, por ejemplo. Una de esas chotas remeras de Banana Republic que usa. O un bóxer. Le gustan los estampados búlgaros a este hombre que no tiene gustos, a este tipo que lo único que supo elegir es una mujer que le queda bien, o que hace pensar de él que es Otro tipo. Cualquier cosa hubiese preferido encontrar. Aunque me hubiese reventado el hígado. Pero algo. Un detalle que me mostrase un detalle de Maru. Encontrar algo mío, por ejemplo. Eso hubiera sido lo mejor, es claro. Pero no. Me da tanta bronca que me afano la foto. La recorto, en el baño, con una tijerita de morondanga que encuentro en el botiquín, y me la guardo en la billetera detrás de la foto de mi pibe, Ramiro, cuando cumplió dos, creo.
Por eso salgo del dúplex de Maru con las ideas atravesadas, hecho una especie de furia. Damos una vuelta por los pasillos del mismo piso, me paro frente a otra puerta, se me ocurre que no hay nadie en esa casa. La forma más fácil de averiguarlo es tocando el timbre. Lo toco. No hay nadie. Entonces nos mandamos, Cúper y yo. Es fácil abrir una de estas puertas que parecen blindadas. Los giles pagan fortunas en blindajes que no tienen nada de blindados. Pero no hay por qué avivarlos. Me mando y descubro algo más importante. Esta casa no es un pisito de dos
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ambientes y medio puesto para un gato más o menos caro. No, mi viejo. Éste es otro nivel. Doscientos cincuenta metros, o más. Cuatro dormitorios, baños por todas partes, dependencias para dos empleadas. Así les dicen a las chicas que limpian, cocinan, les bancan a los pibes: empleadas. No tienen perdón. Alfombras, hay, no moquetas. Cuadros, veo, no reproducciones. Sé que son cuadros porque me acerco a uno, ficho las pinceladas gruesas, los relieves de óleo, hurgueteo con una uña y salta un cachito de pintura. O sea, son de verdad. Y eso me da más bronca. Damos un par de vueltas, por el inmueble, Cúper y yo. Abrimos todo, revolvemos, tiramos vestidos, zapatos, smokings, corpinos, forros, anticonceptivos, somníferos, papeles, frascos, escarpines, pañales, fideos, café, cereales, todo al suelo: dejamos el palace hecho un revoltijo, una porquería, no un enchastre. Eso lo hacen los resentidos, los tipos con mala onda: rompen huevos en las camisas o en las corbatas de los bacanes, cagan en los sillones, arriba de las mesas, hacen bolsa la cristalería. Nosotros no. No tenemos motivo. Un poco de bronca, de furia dando vueltas en el balero como viento encerrado. Eso es todo.
Nos vamos —le digo por fin a Cúper.
El se para, en medio del living.
El living de esta casa es enorme. No se puede explicar la dimensión de este ambiente casi vacío. Hay grupos de muebles. Sillones por este lado, frente a las ventanas, mirando a los diques y de espaldas a los diques. Varios kilómetros más allá, una mesa larga y una docena de sillas, para que coman ahí, los puntos, algunas noches. Mucho más lejos, una biblioteca y un escritorio. Y en el medio nada, desiertos, espacios vacíos, alfombras de esas que se ve que no son nuevas, que son, como se dice, antigüedades o exquisiteces tejidas durante siglos por tribus persas o flacos por el estilo. No se puede explicar la naturalidad con que te entra en la sabiola la incontable cantidad de guita que tienen los dueños del palace.
Así que antes de irnos Cúper elige un conjunto de maceteros en el que conviven cañas, bambúes y altas palmeritas. La pela, Cúper. Y les mea la tierra, a las plantitas.
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No rompemos nada.
Es una excursión. Como ir al zoológico o a un museo.
O una visita de cortesía.
No se puede cultivar la ignorancia.
Hay que hacerse una idea de las cosas.
Se la sacude, Cúper, y se cierra la bragueta. Sale una vez más al balcón que parece un patio colgante. Las cortinas que van de una punta a otra de los ventanales bailan suavemente en el tire de Puerto Madero.
Cerramos la puerta con cuidado. Bajamos. Crespo mira un partido de la NBA en un aparatito de TV que tienen embutido en el mueble de la recepción. No mueve la cabeza. Levanta la mirada. Y nos guiña un ojo.
En la calle hay olor a carne asada. Un escape, seguro, de ilguna parrilla de la zona. No es justo que esta gente tenga que oler a cocina cuando llega a su casa.
Más tarde, más tranquilo, no me puedo dormir. Salgo afuera. Las luces del Toti están apagadas. Apoliya o no está. Seguro que no está. Enciendo un cigarrillo. Me siento en un silloncito de paja que hay en la vereda. Fumo. No me puedo sacar de la cabeza el billete de un dólar, nuevo y enrollado como un tubito para aspirar merca, que vi en la caja de seguridad que hay en el dormitorio de Maní. No me puedo sacar de la cabeza la risa esa que tiene en la foto, y los ojos negros, fijos, duros como destellos de un metal oscuro.
El tipo jadea. Ahora estoy atado a la sillita, y otra vez en el suelo. Me da dos, tres patadas más. Y jadea. Es petiso. Gordo. La camisa se le salió del pantalón. Es una camisa grasa, floreada, que se compra en cualquier Todo por dos pesos, esos tugurios repletos de porquerías fabricadas en Taiwán. Todo, ahora, se fabrica en China. Las pilchas recaras que usan los bacanes a veces también. Ésa es una de las fallas del sistema. Nadie es bacán si usa ropa que se hace en China igual que la ropa que se hace en China y que usan los que comen gatos.
El gusto amargo y fresco de la tierra húmeda me llena la
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boca y me saca un poco el gusto a sangre. Sin despegar la cabeza del suelo le digo al tipo que jadea:
Estás fuera de punto, Capo.
Se me corta un cachito la continuidad, el hilo de las ideas, pienso que podríamos estar en un reality-show, qué diferencia real hay entre lo que no pasa en la TV y lo que no pasa hoy acá.
Digo:
Te quedas sin aire. Sin ganas.
Cerra la boca, pichón —me aconseja el tipo.
Pichón, me dice.
No sabes qué hacer, Capo —le digo.
Es una provocación. Pero como le hace vibrar algo en el cerebro, algo que no entiende, no lo toma como una provocación. Los jeans no son para él. Tiene la cintura debajo del vientre, los bolsillos deformados. Cuando se los compró le quedaban largos y le hicieron un dobladillo de quince centímetros. El jean, abajo, tiene que tener costura, hilo amarillo.
Él cree que yo soy Pablo Pérez. Está equivocado. Como siempre. Estos tipos van equivocados por el mundo. Yo soy la Rata.
Me parece que empieza a avivarse de que la historia no le cierra.
Se va caminando para la mesa donde están los otros. El que todavía no me puso una mano encima se ríe todo el tiempo como un lobo. Es un lobo, pienso.
El alto, el de la mano de manteca, sigue mirándose los dedos hinchados y no tiene consuelo.
El petiso les habla en voz baja.
Hacen una pausa. Me miran, de lejos, y siguen hablando.
Por último el de la mano rota se va.
Sale del galponcito y me parece que se afana algo, una moto, la Harley-Davidson de Sosa, creo, el negro que un día se peleó con el Toti. Creo, por el ruido del motor, que es la moto de Sosa. Se muere, el negro, cuando se entere.
Después el tipo que está sentado en la mesa, con las manos aferradas al borde, vuelve a bambolear lentamente las piernas y me muestra un poco más abierta su boca de lobo.
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El petiso se me acerca.
Ya estoy un poco loco y la verdad es que tengo miedo de que vuelva a surtirme.
Pero no me toca.
Se pasa una mano por el pelo enrulado, se sube los jeans y trata de meterse la camisa adentro. Lo consigue a medias. No hace calor. Pero suda el petiso. Tiene en los pliegues del cuello hilos de sudor.
Ya vuelvo, pichón —dice.
Me dice pichón.
Tiene la cara llena de cicatrices de la viruela.
No le falta nada.
Sale del galponcito y apenas durante algunos segundos escucho sus pasos cortos y pesados en la calle de tierra.
Entonces, de a poco, me incorporo. Quedo sentado en el
uelo, atado al respaldo de la sillita. Pero los nudos no están bien hechos y la sillita se mueve y ahora está pegada a mí, en el suelo, pero yo no sigo sentado en la sillita. No sé cómo explicarlo mejor.
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3. PALACIO APACHE
El comienzo de la vida es el comienzo de las diferencias. Hace poco vi una película en la que un tipo pedía perdón por haber nacido rico. No era una película argentina. Hay gente que tiene tiempo para darle forma a sus sueños. Nosotros, no. Ni tiempo ni sueños. En el momento menos pensado te toca pasar al otro mundo. La muerte nos pisa los talones, nos muerde el culo, a nosotros. Por eso hay que correr, saltar, vivir sin aliento. En Puerto Apache hay algunos albañiles, plomeros, gasistas, tipos que aprendieron carpintería en la cárcel, por ejemplo. Así que la Primera Junta los llamó un día y les dijo:
Muchachos, hay que hacer un palacio.
Se quedaron con la boca abierta los muchachos.
Garmendia se movió con un índice el colmillo flojo y escupió.
El Chueco se rascó un hombro.
Al Chueco le decimos el Chueco porque es chueco y porque hace unos años corrió dos o tres premios de Fórmula 2. No era Fangio, y nunca llegó ni entre los diez primeros. Pero era parecido, físicamente, a Fangio. Habla poco, por ejemplo. Dicen que Fangio hablaba poco porque no sabía hablar. Yo no sé si es verdad. Me parece que no.
Mi viejo dijo:
Sí, un palacio. Un edificio. Algo diferente.
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¿Para qué? —preguntó un negrito que trabajaba en una torre inventada por un argentino que vive en Nueva York y que htce edificios gigantes en todo el mundo. Una torre para un banco, creo, cerca de acá, era donde trabajaba este pibe.
Porque necesitamos un hotel —dijo mi viejo, y antes de que nadie se le riera remató—: Y porque además tenemos que tener un lugar... —se quedó pensando; agregó—: Dependencias, eso, dependencias, para reunimos, nosotros, y tratar las colas del Puerto con calma.
Quedó claro que el viejo, cuando decía nosotros, en este caso, se refería a Garmendia, al Chueco y a él. O sea, a la Primera Junta.
Un palacio... —repitió el negrito como con sorna.
Mi viejo se le acercó.
Llámalo como quieras —dijo—. Pero hacelo.
El negrito desvió la mirada.
En el sur, a la altura de la laguna, el cielo estaba lleno de patos que volaban en formación. Son geniales los patos cuando vuelan. No parecen patos. Igual que los aviones. Vos estás en un avión, a diez mil metros de altura, tomándote uno de esos vinos de marcas raras que te sirven, y la idea que te da es que no estás en uno de esos aviones que vemos pasar por acá arriba a diez mil metros de altura. Cosas distintas, son, las cosas, arriba y abajo, adentro y afuera.
¿Me entendiste? —preguntó mi viejo.
El pibe le devolvió la mirada.
Sí —dijo.
De esa manera empezó la construcción del Palacio Apache. Un edificio de planta baja y tres pisos ubicado en un cuarto de manzana que había quedado libre frente a la Laguna de las Gaviotas. El nombre es una joda. Tiene que ver con un edificio que había sido de los milicos y que un día compraron los bacanes y los políticos para hacerse refugios de lujo.
En Palacio Apache, hoy, se reúne la Primera Junta. También los delegados del barrio. Y los jefes de los mendigos rusos, húngaros y kosovares que hablan castellano. Se reúnen para hablar con los capos de las organizaciones que los contratan y que
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entran a Puerto Apache nada más que para eso, para negociar con los mendigos: “Hay que poner más chicos en la calle, los pibes tienen que ser más rubios, las minas tienen que estar bien vestidas, los tipos también, hay que ser respetuosos, pedir con dignidad, ésta es una nueva generación de mangueros”, les enseñan los capos a los jefes de toda esta gente que nadie sabe de qué barcos se bajan pero que se nos fueron amontonando acá sin que nadie se diera cuenta.
O sea, hay reuniones de gobierno, de organización y de laburo en Palacio Apache. También, la verdad, vive mi viejo. El se hizo hacer un departamentito en el segundo piso, en la esquina que mira a la laguna y al este. Dos habitaciones, una cocinita y un baño. Ya estaba retirado de los business pero fue siempre un poco bacán mi viejo. Así que se garpó de su bolsillo la residencia. Y nadie abrió la boca. Un jefe es un jefe.
En el tercer piso es donde funciona el hotel.
La idea fue de Juana la Loca.
Se la propuso a la Primera Junta.
O hacemos algo —dijo Juana la Loca—, o acá nos morimos
todos de sida.
Nadie se animó a decirle que estaba loca.
¿Qué hacemos? —le preguntó el Chueco.
Un hotel —dijo Juana la Loca.
El Chueco chupó el filtro del cigarrillo. Siempre lo hace. Y miró a Garmendia y a mi viejo. Garmendia se paró y se pasó una mano por el pelo gris y negro que le quedaba.
Mi viejo la miraba, a Juana la Loca.
No la quería nada, mi viejo, a Juana.
Un poco de bronca, en realidad, me parece que le tenía.
En el fondo.
Pero lo disimulaba.
Es más. A veces, dicen, mi viejo tenía relaciones con Juana.
El Chueco y Garmendia volvieron a la mesa.
Parecía una de esas películas en que los actores no saben qué hacer. Por las dudas, el Chueco prendió otro cigarrillo y chupó el filtro. Garmendia se sirvió una copita de Fernet.
Yo lo manejo —dijo Juana la Loca.
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Mi viejo, dicen, le clavó la mirada. Mi viejo tenía ojos grises debajo de las cejas grises. Ojos que daban miedo, escuché, algunt vez.
Con una docena de tipos organizo y controlo todo —dijo Juana la Loca—. Yo pongo las pibas y los pibes. Mi viejo la miraba.
Vos sos una turra —le dijo.
Hay que poner el sexo en su lugar —dijo Juana la Loca.
La frase se hizo famosa.
A mí me parece una mierda, la frase. Pero se hizo famosa. Así que llegaron a un acuerdo. Por eso Juana la Loca abrió IU hotel “Laguna Roja” en el Palacio Apache y garpa todos los Rieses la guita que le pidió la Primera Junta. Con esa guita se hacen algunas cosas para los que no tienen nada.
Somos un poco socialistas, nosotros —dicen que dijo una Vez el Chueco, y que chupó el filtro del cigarrillo como si él fuera Fidel y el cigarrillo un habano.
Socialistas las pelotas —le dijo un gordo que trabaja de no se sabe qué con un intendente peronista en la provincia. El tema, entonces, no se discutió más.
Y desde entonces, acá, el sexo tiene su lugar.
Fue una decisión sanitaria —dice ahora, alguna noche,
Juana la Loca.
Y fuma con una boquilla. Y se ríe.
El día que empecé a trabajar, el Pájaro tenía el pelo recogido y atado con una gomita. Por eso una cola de caballo enrulada le caía sobre la espalda. Una musculosa, tenía, color verde, y un pantalón de esos estampados que ya no se usan más. Y ojotas. Le miré los pies anchos, los dedos deformados, la mugre en las Uñas, y me dio asco. No me gustan las ojotas. Tiene un poco de panza, el Pájaro. Hace fierros. Y se pasa de merca, y come poco. Pero tiene panza. Era el mediodía de un domingo de verano.
Hacía 35 grados y el restaurante de Las Cañitas estaba cerrado.
Me hizo pasar a un patio. Comía un asado, el Pájaro, con dos
tipos. Me dieron un plato de carne y un vaso de vino. Había en-
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salada, también, en la mesa. Y pan. No les faltaba nada. El Pájaro comía y fumaba, sin parar. Los tipos también le pegaban, a las costillas. Yo me puse a masticar un cacho de carne como mastican los perros: con la boca abierta y el pedazo yendo y viniendo entre las muelas. Hice ruido. Quería llamarles la atención. Revolverles el estómago. No me dijeron ni mus. Yo estaba en la lona y Mam me había dicho que hablara con el Pájaro. Al principio no quise saber nada. Lo tenía montado acá. Y me parecía un grasa. Todos somos grasas. Pero no hay nada peor que un grasa con pretensiones, que una bestia como el Pájaro cuando no sabe que es una bestia y se cree mil.
Se terminó el asado y prendimos cigarrillos y los dos tipos que estaban en la misma mesa no dijeron nada. El Pájaro sí. El Pájaro, entonces, me dijo que así que yo era Pablo Pérez y que Maru le había hablado de mí y que también le había dicho, Maru, que nos habíamos conocido en Villa Gesell cuando ella era una pendeja y también me dijo que Maru ya no era una pendeja, me dijo que era su mina, me preguntó incluso si yo lo sabía o si me quedaba claro, no me acuerdo bien qué me dijo en ese punto, y me preguntó si era verdad que yo quería laburar. Es cierto. Yo a Maru la conocí cuando era una pendeja. Tenía 17 años y hacía una promo de alfajores en Gesell. Me acuerdo del vestidito que usaban todas las pendejas de la promo y del vestidito de Maru, que era igual, pero que a ella le quedaba mejor porque Maru tiene un lomo espectacular. Y yo me la transaba a la noche, en la playa. Ella no quería, o decía que no quería, pero quería, y era una diosa...
Sí —le dije al Pájaro—. Necesito laburar.
Entonces me dijo que íbamos a hacer una prueba, una sola prueba, ese mismo día, y que si todo salía bien yo empezaba a trabajar para él. Y me tiró una avalancha de números: hace memoria, me dijo, grábatelos en la memoria, no los escribas ni muerto, pura cabeza, pura memoria, me dijo, y que fuera a tal dirección y que preguntara por fulano y que cuando estuviera delante de fulano, y sólo de fulano, le recitara los números. Eso era todo. Nunca se manejó con papeles ni teléfonos, el Pájaro. El no deja huellas.
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Y yo digo: sigue siendo una diosa, Maru. Después de tanto tiempo.
Así se llega al presente.
Yo tengo trabajo. Vivo al día. No me quejo. A veces se cortt. Yo cobro por entrega. Cuando no hay entregas no cobro. Es MÍ. Pero no me quejo. De vez en cuando Cúper tiene que hacer Unos pesos de cualquier manera. Entonces le hago pata y salimos 1 dar una vuelta por Corrientes, por los bares de Corrientes. Eios días Cúper me dice que le da miedo.
A ver si justo hoy —me dice— encuentro a la mujer de mi vida.
No, Cúper —le digo—. No va a ser hoy.
¿Por qué?
Yo sé.
¿Cómo sabes, vos?
Porque si la encontrás ya está.
No entiendo.
Tendrías que casarte. Y ya está. Cuando uno no tiene nada para buscar en la vida, ya está. Fuiste. Te convertís en un iilame, un flan, un gordo fofo. Te convertís en uno de esos tipos que odian a medio mundo y que les pegan a los hijos.
¿Por qué les voy a pegar a mis hijos?
Porque los tenes con la ex mujer de tu vida.
Cúper me mira. Se para en la esquina de Corrientes y Montevideo, enciende un cigarrillo y me mira.
¿Quién sos, vos? —me pregunta—. ¿Un filósofo te crees
que sos?
> —No —le digo—. Yo soy la Rata.
Sí, vos sos la Rata.
Bueno, quédate tranquilo. Ficha...
Le marco unas minas, en La Paz. Son cuatro. Hablan todas |1 mismo tiempo. Se ríen. Una levanta la cabeza, para reírse, y Itcude el pelo, los rulos del pelo castaño. Otra, de la risa, llora. Los celulares, los Kleenex, los cigarrillos están arriba de la mesa, Junto a los pocilios de café. Las carteras están colgadas en los respaldos de las sillas.
Será fácil.
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Tiene que entrar uno solo, por la puerta de Corrientes, mandarse al baño por el pasillo, pasar al lado de la mesa de las chicas. La cartera que está más a mano es la de la mina del pelo con rulos. Que siga riéndose. Un poquito más.
Anda —le digo a Cúper.
Y Cúper va. Si se arma quilombo me mando yo y armo más quilombo. Hay que entrar con el fierro en alto y gritar “¡Nadie se mueva! ¡Policía!”, correr, gritar, empujar a Cúper hasta la puerta, rajar por Montevideo hacia Lavalle. Antes de que nadie reaccione te hiciste humo. Pero si sale bien, si nadie se aviva, Cúper se mete en el baño, manotea la billetera, deja todo lo demás y vuelve campaneando, tranqui, silbando bajito. En la calle caminamos juntos. No corremos. Somos ciudadanos sin las manos en la masa. Como todos.
Pero en estos días tengo laburo. Bastante. Se ve que el Pájaro levantó la puntería. O Barragán. A lo mejor la levantó Barragán. O los dos. Hicieron un pacto. Dijeron: “Vamos a picar más alto”. Y fueron. Porque sobra laburo. Con un poco de suerte capaz que puedo juntar algo por si vuelven las vacas flacas... En realidad, yo sueño conjuntar un montón de guita y rajarme con Maru. No sé adonde. A otro país. Eso seguro. Creo que a ella le gustaría Brasil. El problema con Brasil es que está muy cerca y lleno de argentinos. Te pescan enseguida, en Brasil.
El año pasado tuve que ir a San Pablo. Un business un poco
más complicado. Sin abusar. Había que hacerlo, y lo hice. Es
una ciudad sin límites, San Pablo. Cuando uno es un gil que no
se movió de acá te parece que Buenos Aires es lo más grande que
hay. San Pablo es más grande. Y más fea. El año pasado me subí
por primera vez a un avión y volé. Fui al Brasil. Desde arriba, al
salir y al llegar, vi Buenos Aires. No se puede contar. Mirada de
muy arriba te cuesta pensar en una ciudad. Sabes que es una ciudad,
sabes que es Buenos Aires, pero no te la imaginas. La estás
viendo desde tan arriba que no te la podes imaginar. Todo es
chiquito. No hay perspectiva. Te parece que el río le puede pasar
por encima, se la puede tragar, algo así. A mí me da un poco de
cosa pensar que una ciudad no es nada. Y pensé, además, en ese
viaje, que yo no era nada. Pensé que me había complicado la
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vida y que ya no era ni sería nada. De vez en cuando me tengo un poco más de fe y pienso que voy a zafar. Pero allá, en el avión, vi todo negro. A los 25 años yo no tenía problemas. Ahora estoy agarrado de las bolas. Cuando la conocí a Jenifer me gustó. Está buena. Tiene carácter. Es natural. Cariñosa. Coje bien. Un día pensé que la quería. Otro día pensé que con ella me olvidaría de Maru. Porque Maru andaba de promo en promo, de boliche en boliche. Yo no me chupo el dedo, yo la vi irse a Maru, poco a poco, pero sin remordimientos. Ella tiene sus ideas. Quiere vivir bien. Otro día Jenifer me dijo que estaba embarazada. Es raro enterarse de una cosa así. Yo no supe qué sentir. Pero vi clarito que no la iba a dejar en banda. Ni a ella ni al bebé. Por eso nació Ramiro. Un año después, más o menos, el Pájaro se levantó a Maru. Y chau. Empezó otra historia.
Mi laburo consiste en grabarme en la memoria un montón de números. Muchos. Un quinielero es un gil al lado mío. Yo voy a un local del Pájaro, por ejemplo en Palermo, a eso de la una de la mañana. El Pájaro me canta números. Una vez. Máximo dos. Yo los grabo. Me voy. Mejor no me hago el boludo y me voy directo a lo de Barragán. Le canto los números, al gordo. Sólo a él. Únicamente a Barragán. Los números son mensajes, códigos, quieren decir otra cosa. Un 4 no es un 4. Es un business. Yo no sé lo que quiere decir un 4. Ni 7539. Pero sé que son business. Guita. Sé que con esos números Barragán recibe pedidos, organiza las entregas y las cobranzas. Lo mío es tirarle los números a Barragán. Punto. La guita que me da jamás es la misma. Las cifras cambian siempre. A veces espero un toco y me llevo plata chica. Y otras veces salgo de la cueva del gordo con un locotroco de billetes. No lo entiendo, por supuesto, pero lo tengo claro desde el primer día: no tengo nada que entender. Las cosas van cambiando.
Ahora el Pájaro se cortó el pelo. Ya no se tiñe. Se viste con ropa cara. Es dueño además de tres bares y una disco. Se hizo una casa en Las Cañitas. Tiene dos autos, una moto y un yate. Los tipos que comían asado con él, ese domingo que empecé a trabajar, siguen comiendo asado con él.
No dicen nada, esos tipos.
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El Pájaro tiene un poco de panza, como siempre.
Barragán no. Barragán es un gordo de mierda.
El que manda le dice algo más al que está sentado en la mesa y sale del galponcito. Veo la luz, afuera, de uno de esos amaneceres opacos, turbios en la lluvia finita, liviana, y veo la calle, la tierra mojada, un charquito, un perro hambriento que da vueltas por ahí. El petiso se va caminando sin apuro por la calle, pasa cerca del Ford azul y sigue.
Es imposible que se te ocurra adonde va. No hay kioscos para comprar cigarrillos ni diarios, no hay bares, no hay cajeros automáticos, no hay nada. Por eso una idea simple se deposita sobre mis ideas y me conforma: el petiso sale a caminar un poco, a despejarse, sale a mear, por ejemplo, a mirar el cielo que según desde dónde se mire, en Puerto Apache, parece el cielo de la llanura, un cielo aislado bajo el que uno no siempre logra imaginarse el río, o la ciudad. Capaz que sale a mirar el cielo y a preguntarse qué carajo está haciendo acá, bajo ese cielo, con un par de imbéciles que no saben ni cómo se llaman y surtiendo a un tipo como si supieran por qué le están pegando. Si es así, pienso, no va a encontrar las respuestas en el cielo. Pero mientras tanto, sin moverme demasiado, apenas como si quisiera acomodarme en el suelo y contra la sillita que quedó al costado, consigo aflojar más los nudos de la soga con la que me ataron a la sillita y en poco tiempo tengo las manos libres. Las manos dormidas, entumecidas, no sé cómo, pero libres. Supongo que el petiso vuelve enseguida. Por eso tengo que hacer las cosas rápido. Así que me paro como si siguiera atado a la sillita, la sostengo contra mi culo, doy un par de pasos tambaleándome, lo suficiente para que el flaco con boca de lobo dé señales de una cierta agudeza mental.
¿Qué te pasa a vos? —me pregunta, el Lobo.
No le contesto, quiero que se crea que estoy grogui, fuera de juego, medio estúpido, y doy un pasito más.
¿Qué querés? —insiste el Lobo.
No es la pregunta correcta.
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No puedo contestar esa pregunta.
Así que dejo escapar un gruñido, como si ni siquiera me acordase de hablar.
Me mira, el flaco con dientes de lobo, pero ya no se ríe. Sigue agarrado a la mesa como si fuera una tabla en medio del mar. Y me mira. Tiene una mirada rara. Una mirada de trampo-10. Esos fulanos que te escrutan porque aprendieron a ver qué pensás detrás de tus ojos. Entonces se distrae, creo, o calcula mal, y no se da cuenta de que la distancia se achica, está convencido a lo mejor de que soy un zombie y no ve que no estoy tan lejos, se le mezclan los tantos. Dice:
Volvé a tu rincón, nene. Anda, sentate.
Éste me dice nene.
Me gusta más pichón.
Y sin más le tiro la silla, salto, me le voy al humo, caigo Contra él, con la silla, contra la mesa, rodamos por el suelo, él trata de sentarse en mi pecho pero corcoveo, me lo saco de encima y con las manos juntas le estrello un golpe en plena cara, y Otro, y después le sacudo un rodillazo y por último le rompo la lilla en la cabeza.
El tipo queda en el suelo. Casi no se mueve. Tiene espasmos.
Le tiembla una pierna y se le sacude un poco una mano. Gime y me acuerdo del llanto de un bebé. Es ese llanto de los bebés cuando ya están agotados, aburridos de llorar, pero siguen llorando.
Lo palpo, al Lobo, y le encuentro una pistola. Un fierro de calidad.
Me quedo con la pistola.
Y salgo a buscar al enano.
Es un milagro, pienso, que no haya aparecido antes.
Camino primero por una calle de pocas casas y arbolitos escuálidos. Todo el mundo duerme como en el paraíso. El perro hambriento me sigue. Tiene la lengua afuera. Se para, toma agua en los charcos, y después corre y me alcanza. Cree, a lo mejor, que ya somos amigos.
Arrastro un poco una pierna.
Miro con un solo ojo.
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No sé por qué me meto por un caminito lateral, a la izquierda, una de esas huellas que hace la gente de tanto ir por ahí de un lugar a otro para cortar camino. Y de pronto se me aparece un yuyal. Alto, enmarañado. Ideal. Eso pienso. Entro, me abro paso como puedo en la maleza.. La prima de mi vieja, me acuerdo, en Rosario, me explicó una noche qué es una intuición. Bueno. Yo ahora tengo una intuición. Y me parece que voy derechito hacia mi intuición. Si se entra por el norte, a este yuyal, después de 40 o 50 metros se desemboca en un claro chiquito, de pasto bajo, donde a veces se juntan algunos pibes y se hacen la paja. Hoy, en esta triste mañana de lluvia finita, desde el otro lado, desde el sur, busco ese claro. Y lo encuentro. Y en medio del claro está mi intuición: de espaldas, leyendo páginas sueltas y húmedas de una revista que habrá encontrado por ahí, está el tipo que manda. Está en cuclillas, con los pantalones bajos. Lee, o mira las fotos de la revista.
Le digo que no se mueva, que no parpadee, que se quede en el molde mientras llego a su lado. Le paso el fierro por delante de los ojos y después le pongo el caño de la pistola en la nuca. Espero que se haga una idea clara de la situación.
Sos un hombre de suerte —le digo—. Te vas a ir sin que te toque un pelo. Pero vos sí que vas a cantar.
De pronto descubro que tengo un aliado. No sé si ya somos amigos. Pero me da una mano. El perro hambriento mete la cabeza entre las cachas del enano. El tipo se sobresalta.
Quieto —le digo—. Quietito, pichón.
El perro, atorrante, oscuro, sin escuela, lo lengüetea al petiso. Entre las piernas. Lo hace con esa insistencia de los perros cuando se ponen a lengüetear algo. No se sabe qué función cumplen con esto ni cuánto tiempo le dedicarán. Así que el tipo se estremece, tiembla un poco, gime o solloza, no me interesa enterarme de qué convulsiones se trata. Estos tipos no tienen alma y el miedo en ellos no es más que miedo. Por eso, de una, le pregunto:
¿Quién te mandó?
Hace más ruidos con la garganta.
Le doy golpecitos con el cañón de la pistola en la nuca.
Y de pronto siento el olor.
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No puedo creerlo.
Se me dan vuelta las tripas.
Pero la evidencia está a la vista.
El enano pierde la dignidad, el coraje, la fanfarronería. Y no puede contenerse.
El perro se aleja, ladra, da vueltas.
¿Quién te mandó? —repito. Y le empujo la cabeza con la punta de la pistola hasta que hunde la nariz entre sus piernas.
El Ombú —me dice.
No me hace falta darle muchas vueltas al nombre para suponer que me está diciendo la verdad.
Levántate los pantalones —le digo.
Se incorpora, sin limpiarse, y se levanta los pantalones.
Dame mi navaja —le digo.
No me mira. Se queda de espaldas. Imagino que en los ojos no puede tener otra cosa que humillación. Lágrimas. Y furia. Me devuelve la sevillana estirando un brazo hacia atrás.
Llévate a tu amigo —le digo entonces—. Ándate. Desaparece.
El enano se va por el caminito entre los yuyos.
Y hacete lavar el culo —le grito.
Después oigo el motor del auto cuando lo pone en marcha y enseguida los oigo irse. Por eso pienso que los problemas recién empiezan.
Tengo la remera a la miseria, sucia de sangre y barro. Tengo It cara hinchada, los labios partidos, estoy hecho una birria. No se me ocurriría pensar que doy lástima. Es raro que alguien dé lástima en Puerto Apache. Pienso que si volviese así a casa y Jenifer me viera no me tendría lástima. Me haría preguntas: ¿Qué te pasó?, ¿qué te hicieron? Preguntas que se contestan solas pero que tampoco quieren decir que yo a Jenifer le importe un carajo. Es que la sensibilidad se nos va escondiendo, acá, porque no es cuestión de andar mostrando los agujeros de uno a cada rato. Miro la hora.
Es muy temprano.
Los únicos que deben andar en pie son los que tienen que ir a repartir diarios y los que todavía no se acostaron.
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Voy para la laguna. Me saco la ropa y me meto en el agua.
Si alguien cree que porque le dicen ecológica a la Reserva el agua de acá es pura no sabe lo que cree. El agua de la laguna parece agua podrida. Es gelatinosa, está llena de bichos y mosquitos, y algunos dicen que está contaminada. Yo no sé. Pero agua limpia no es, aunque sirva para lavarse un poco. Hago un bollo con la camiseta y la tiro lo más adentro que puedo. Trato de lavar la sangre que se me resecó en la cara y en las manos. Me duelen las costillas, la cabeza, las piernas. Salgo del agua y me seco como puedo. Me pongo el pantalón y las zapatillas. No me olvido ni de la pistola del lobito, un fierro caro, ni de mi navaja. Vuelvo a casa.
En el camino paso cerca del Palacio. Hay luces prendidas en el tercer piso. Se oyen los ruidos de una fiesta. Un poco de música. Dos o tres voces altas. La risa pasada de una chica. Y alguien que llora. Un hombre que habla, cuenta algo, y llora. Lo’s disturbios de una noche sin tregua hacen estragos en el corazón. El Toti no volvió. El apoliya con una luz prendida. Y hoy no hay luz en la casa.
Jenifer duerme el mejor de sus sueños.
Los chicos apoliyan como angelitos.
Es un alivio.
Saco lo indispensable y me voy. Otra vez en la calle la lluvia finita vuelve a darme en la cara, en las heridas, en los labios hinchados. Me puse una camiseta limpia y una campera. Guardé el fierro del Lobo junto con la guita. En el bolsillo, atrás, llevo la sevillana. Es, más que nada, un amuleto. Le dejé unos pesos a . Jenifer, por las dudas. Seguro que a la noche estoy de vuelta por acá. Pero ellos no tienen por qué pasar hambre. Tengo bastante guita. Metí la mano en la lata que escondo en un hueco del ropero y encontré billetes importantes. No sabía que estaba gastando tan poco últimamente.
No llevo las cuentas.
Vivo al día.
No tengo vicios ni pago lujos.
Pienso que soy un pobre diablo.
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4. EL OMBÚ
Un día vienen de la televisión. Chamuyan en la puerta con los pibes que vigilan la entrada. Son tres: dos tipos y una mina. Llegan en una camioneta blanca con el logo del canal por todas partes. Se bajan y hablan con los pibes. Quieren hacer una nota, dicen, un reportaje, grabar un testimonio. Los pibes les dicen que no, que no se dan reportajes. Los tipos insisten. Hay que tener cuidado con estas cosas. Te levantan o te hunden. Todo depende. Pero nunca se termina de entender de qué o de quién depende. Por fin los pibes les dicen a los periodistas que van a consultar y que les contestan al día siguiente. Los periodistas dicen que bueno y se van. “La mina es junada”, dice uno de los pibes cuando le llevan el tema a la Primera Junta. “Está bastante buena”, dice otro, “Antes hacía un programa de no sé qué. Una vez ganó un Martín Fierro”.
Mira vos —dice mi viejo.
Para qué sirve la televisión —pregunta el Chueco.
Para tener más amigos —dice Garmendia—. Por un rato...
Pero la cuestión es que se llega a una reunión entre periodistas, abogados y otros tipos del canal y la Primera Junta, dos días después, y se habla un rato, se discute un poco, se toma café, se fuma, se dan vueltas a la mesa, los tipos de la TV piden un cuarto intermedio, vuelven del cuarto intermedio, se negocia un
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m
rato más, y a las dos horas, más o menos, se hacen declaraciones, pactos, promesas, se firman acuerdos, condiciones y contratos. Estas cosas, dicen todos, mejor ponerlas por escrito.
Por eso Garmendia dice después que hubo pactos preexistentes. No sé de dónde saca estas ideas. A veces me parece que son ciertas, que no son otro chiste de Garmendia. Las cámaras llegan el jueves de esa semana a las ocho y media de la mañana. En la Costanera se planta un camión del canal y a Puerto Apache entra una camioneta. El Chueco y varios pibes en un Renault destartalado guían a la camioneta por las calles que hicimos, por la avenida, por los caminos viejos. La gente de la TV busca un lugar que les parezca bueno. Nosotros les mostramos los lugares que nosotros queremos. El Chueco se sabe las instrucciones de memoria. Hay lugares que no van a encontrar nunca estos pibes. A ver si los vamos a dejar hacer exteriores, como dicen ellos, donde se les cante. ¿Qué somos? ¿Giles, galanes, cholulos somos? No, señores. Acá no se come vidrio. Una cosa es llegar a la conclusión de que un documental puede ser un buen business y otra es abrirles las puertas que ellos quieren encontrar.
No nos van a joder.
No van a conseguir poner al público en contra nuestra.
No van a encontrar trapos sucios.
Más roña hay en otros rincones de la Capital que nadie ventila.
Dicho sin ofender, se entiende.
A eso de las nueve y media se llega a una decisión. La parte fija de los exteriores se graba frente a la casa de Garmendia. Las Betacam podrán ir y venir por calles y caminos elegidos entre todos. La gente puede salir en la TV si quiere. Nadie tiene obligación de contestar preguntas. Habla el que se le dé por hablar y se calla el que se le dé la gana. Los que dirigen la batuta, en este momento, ya son los técnicos y los periodistas. Con ellos es más fácil charlar que con los bogas, los funcios, los otros tipos, gallitos de peluche con poderes absolutos.
Estos tipos hacen tráfico —dice Garmendia.
Mi viejo, el Chueco, Juana la Loca, Sosa, el Toti, Cúper, Anchorena y otros notables se lo quedan mirando.
Tráfico de influencias, muchachos —aclara Garmendia—.
Ustedes oyen la palabra tráfico y ya ven desfilar ftvioles como soldaditos. Estos gerentes hacen tráfico de influencias. Arrimáles un favor y te consiguen un contrato basura.
Cosas así.
Ah —dice Anchorena.
A Anchorena le decimos Anchorena porque él dice que tenía campo, cerca de Chascomús, y vacas. Anchorena dice ganado. “Teníamos campo”, dicen que dijo, una vez, “Y no sé cuántas cabezas de ganado”. ¿Cómo lo íbamos a llamar, Hormiga Negra? Le quedó Anchorena. Él está contento. Le gusta su nombre. El truco y el vino son hoy las aficiones de Anchorena. Se gana el morfi de cada día jugando al truco en el barcito de López. Ya hablaremos del barcito de López.
Así que una vez elegido el exterior los tipos de la TV bajan el equipo de la camioneta: tres cámaras fijas, luces, paraguas de Una tela plateada para que la luz rebote o algo así. Cámaras móviles. Micrófonos. Cables. Herramientas. Aparatos. Una mesita, Un espejo, un par de valijas que al rato nos enteramos que son los instrumentos de la maquilladora.
Cuando se oye la palabra maquilladora más de una mina propone producirse y salir en el programa.
No, Susana —le dice mi viejo a la gorda Susana—. Vos no apareces en cámara ni maquillada ni en bolas.
¿Por qué, che? —se ofende Susana.
Mi viejo no le contesta. Con la cabeza le indica que retroceda. Queda claro que mi viejo ya parla lenguaje técnico: aparecer en cámara. Garmendia dice después: “Entonces capaz que se puede desaparecer en cámara”. “Se puede”, dice el negro Sosa. Y no agrega una palabra más. El negro Sosa era piquetero, en Jujuy. Se oye por ahí que un día el Perro Santillán le dio el pasaporte. Una hora después, más o menos, uno de los utileros dice que ya está. El director de cámaras levanta la cabeza. Tiene una gorra de béisbol y anteojos chiquitos de vidrios negros.
Listo —repite el utilero—. Ya está.
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“Hl!
El director le echa un vistazo al equipo. Se toma su tiempo, el flaco. Camina entre las cámaras, los cables, los focos. Mira para un lado, para el otro. Le da órdenes a un ayudante. El ayudante va y mueve tres centímetros la silla donde se va a sentar Garmendia. El director sacude la gorrita. Parece que quiere decir okay.
Entonces la mina que conduce el programa les pide a mi viejo, al Chueco y a Garmendia que se sienten. Al principio van a salir los tres sentados. Después van a salir parados, caminando un poco, haciendo algo, no se sabe qué. “Yo no pienso hacer nada”, dice mi viejo, “No soy payaso, yo”. Anchorena está de acuerdo. Le dice a mi viejo: “Tiene razón”.
Otro tema es el maquillaje. En eso tampoco transa el viejo.
Orgulloso, es. Terco.
Yo no necesito —le dice a la mina que maquilla.
Un poquito de polvo, nada más —le dice la mina y le muestra un pote color crema—. Para matar los brillos. No todos se hacen una idea de lo que significa matar los brillos.
Pero cuando la gente escucha “polvo” las risitas se dejan oír.
Mi viejo se pasa una mano, apenas, por el pelo engominado. Está convencido de que le sobra pinta y de que a él no hace falta matarle nada.
Garmendia y el Chueco se dejan como si fuera un juego, una fiesta. Se sientan en la silla de la mina, frente al espejo, cierran los ojos: los plumeritos, algodones, bases, luces y sombras les acomodan las caripelas. A las minas y a los tipos que van a grabar después con las Betacam no los maquillan.
Los quiero al natural —dice el director.
Al natural te va a quedar el ojete —murmura Sosa, desde la segunda fila de curiosos. El director se hace el sordo. Y con la campera de cuero arremangada hasta los codos, la gorra de béisbol calada hasta las cejas, las piernas abiertas, los borcegos hundidos en la tierra floja da la orden. Y empiezan a grabar. La mina que conduce el programa dice entonces algo así como que se encuentran acá frente a los tres hombres que representan a las no sé cuántas familias que han ocupado unas veinte hectáreas de la Reserva, hecho que no fue advertido de inmediato sino un tiempo después ante denuncias de particulares y empresas radicadas o a punto de radicarse junto a los diques del viejo puerto de la ciudad de Buenos Aires, y pregunta, la mina, entonces, o parece que pregunta —porque nadie le contesta—desde cuándo está tomado el lugar.
El Chueco, Garmendia y mi viejo no abren la boca. Se quedan mirando a la mina, no sé si abatatados o incólumes. A lo mejor no arreglaron quién contestaba la primera pregunta. A lo mejor no entienden ahora, en el fondo, de qué se trata. Quién labe. Lo cierto es que se produce un silencio en el que se oye el lilencio y más allá del silencio risas lejanas de pibes, ladridos, un motor...
Me pregunto de golpe de dónde saqué la palabra incólume, porque se me representa que no viene al caso, que no sé bien qué quiere decir, y yo no tengo ganas de andar por la vida diciendo pavadas. De todas maneras los miro, a los tres, a esos tres tipos que llamamos la Primera Junta, uno de los cuales, dicho de otro modo, viene a ser mi padre, y pienso que sea como sea la palabra incólume no les queda mal.
Por eso el director de cámaras dice que corten, se aleja de su puesto, prende un faso, se saca la gorrita de béisbol y se sacude los cuatro pelos locos que le quedan, el sol hace reflejos en los vidrios de sus lentecitos negros. Va y viene, el tipo, malhumorado, y pienso que parece un poco marica o algo así, una manera que hace pensar no en una mujer enojada sino en un hombre afeminado que se enoja. No podría jurarlo. Y lo que supe más adelante es otra historia.
En la pausa la mina habla con el Chueco, con Garmendia y con mi viejo. Desde acá no se escucha un pomo así que uno imagina que están aclarando cuándo habla ella y cuándo hablan ellos, detalles por el estilo. Porque después la mina vuelve a la silla que le prestó Garmendia para que todos estuvieran sentados en sillas parecidas y no ella por ejemplo en uno de esos silloncitos de dirigir a la gente que tienen en el cine, y en la televisión también, me imagino. Y le hace una seña al director, la mina, y el director tira el faso, se cala la gorrita, vuelve a su lugar
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y da la orden: nuevamente empiezan a grabar. La mina dice más o menos lo mismo que antes y cuando termina el espiche se vuelve a producir un silencio.
La mina, al final del espiche, dice:
¿Cuánto hace, entonces, que ustedes ocuparon la Reserva?
Y se produce un nuevo silencio.
El director corta.
La mina habla otra vez con el Chueco, con Garmendia y con mi viejo. Mi viejo en realidad no habla. Escucha. Los que hablan son los otros. El director, más allá, hace las mismas cosas que antes. Es decir, se saca la gorra de béisbol, fuma, putea. Y vuelve a su lugar y da, por tercera vez, la orden y el equipo de la TV empieza, por tercera vez, a grabar.
La mina repite el espiche con algunas variaciones y cuando llega al final hace otra variación y ahora pregunta:
¿Cuánto hace que ustedes viven acá?
La verdad es que se produce otro silencio. Pero esta vez se ve que alguno de esos tres tipos va a decir algo. Hay un silencio. Atrás se oyen risas de chicos, ladridos, un motor, y por último Garmendia carraspea, con las manos apoyadas en las rodillas, levanta los ojos, y dice:
Nosotros vivimos acá desde el siglo pasado.
El auto de Cúper está frente a la casa de Cúper. Le hago un
puente y me lo llevo. El se da cuenta enseguida cuando yo me
llevo el auto. No le importa. La que se pone de los nervios es la
Mona Lisa. Qué mina piantada, la Mona. Unos líos impresionantes
le arma a Cúper por cualquier pavada. Que yo me lleve el auto
es una de esas pavadas. Ella paga las cuotas. El anticipo lo gatillo
Cúper. Pero la Mona Lisa dice que el anticipo eran dos mangos y
que la cuota, que es lo que importa, se la banca ella. A lo mejor
tiene razón. Pero no es para ponerse así. “Yo trabajo, con el auto”,
le subraya a Cúper. El no, él no trabaja. Cuando la Mona Lisa se
pone así Cúper la deja patalear un rato largo. Después se la sienta
encima, le mete mano debajo de la pollera, le pasa los dedos por la
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. La Mona Lisa no puede con Cúper. Es más fuerte que ella, queja un poco más, le dice que es un idiota y un no sé qué, pero ya la. voz, los nervios se le aflojan, y al final se deja. Diga lo que oiga a ella le gustan los modales de Cúper.
Una noche de verano yo los vi discutir bajo el alero de la Casita. Por eso sé lo que sé.
Es un cero kilómetros el auto de Cúper, o de la Mona Lisa,
me da igual. Un Fiat de esos chicos, que hay ahora, pero se mueve
Huele a nuevo, todavía. Salgo de Puerto Apache, en dos minutos engancho Córdoba y me mando. El tráfico que sube es poco. Todo el mundo viene para abajo, al centro, o a la City, a yugar, pedalear, hacer business, o a cagar a la gente. Son maneras de vivir.
Al Ombú le dicen el Ombú porque es un poco cabezón y se deja el pelo mota largo y se le arma ahí arriba, en la sabiola, una frondosidad, un nido de caranchos, diría mi vieja, nunca supe por qu¿^ que quiere decir eso de nido de caranchos, pero me imagino que deben ser aves con malas costumbres o muy desordenadas. De tanto ir al local del Pájaro, de comer asados de tanto en tanto con el Pájaro y con los dos tipos que comen asado con el “ajaro, de tanto escuchar con el tiempo a unos y a otros, pero sobre todo a Maru, uno se va enterando. El Ombú es el que se sienta siempre a la izquierda del Pájaro. No le gusta el tomate. ^e la ensalada sólo come la lechuga y la cebolla. No dice nada, el ^ttibú. Come, fuma, mira fútbol en la tele que está siempre prendida. Por eso yo sé que el Ombú vive en un hotel o una pensión de Plaza Italia. Hay datos que a mí me van cayendo en la memoria como en una agenda invisible y olvidada. Pero cuando necesito el dato pienso y aparece. El otro tipo no vive en la misma pensión. Vive en Almagro. El otro tipo es menos folklórico.
^e llama Tony. Por ahora no me interesa. El tipo que está en la
recepción del hotelito de la calle Thames es desagradable. Todos
estos tipos que trabajan en las pensiones, albergues y muebles de
mala muerte de Plaza Italia son así. Grandotes, pesados, un
P°co tarados. Pero te pueden triturar los huesos del cráneo con
uria sola mano. Dejo el auto por Gurruchaga, a veinte metros de
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y da la orden: nuevamente empiezan a grabar. La mina dice más o menos lo mismo que antes y cuando termina el espiche se vuelve a producir un silencio.
La mina, al final del espiche, dice:
¿Cuánto hace, entonces, que ustedes ocuparon la Reserva?
Y se produce un nuevo silencio.
El director corta.
La mina habla otra vez con el Chueco, con Garmendia y con mi viejo. Mi viejo en realidad no habla. Escucha. Los que hablan son los otros. El director, más allá, hace las mismas cosas que antes. Es decir, se saca la gorra de béisbol, fuma, putea. Y vuelve a su lugar y da, por tercera vez, la orden y el equipo de la TV empieza, por tercera vez, a grabar.
La mina repite el espiche con algunas variaciones y cuando llega al final hace otra variación y ahora pregunta:
¿Cuánto hace que ustedes viven acá?
La verdad es que se produce otro silencio. Pero esta vez se ve que alguno de esos tres tipos va a decir algo. Hay un silencio. Atrás se oyen risas de chicos, ladridos, un motor, y por último Garmendia carraspea, con las manos apoyadas en las rodillas, levanta los ojos, y dice:
Nosotros vivimos acá desde el siglo pasado.
El auto de Cúper está frente a la casa de Cúper. Le hago un puente y me lo llevo. El se da cuenta enseguida cuando yo me llevo el auto. No le importa. La que se pone de los nervios es la Mona Lisa. Qué mina piantada, la Mona. Unos líos impresionantes le arma a Cúper por cualquier pavada. Que yo me lleve el auto es una de esas pavadas. Ella paga las cuotas. El anticipo lo gatillo Cúper. Pero la Mona Lisa dice que el anticipo eran dos mangos y que la cuota, que es lo que importa, se la banca ella. A lo mejor tiene razón. Pero no es para ponerse así. “Yo trabajo, con el auto”, le subraya a Cúper. El no, él no trabaja. Cuando la Mona Lisa se pone así Cúper la deja patalear un rato largo. Después se la sienta encima, le mete mano debajo de la pollera, le pasa los dedos por la 54 rayita. La Mona Lisa no puede con Cúper. Es más fuerte que ella. Se queja un poco más, le dice que es un idiota y un no sé qué, pero ya la voz, los nervios se le aflojan, y al final se deja. Diga lo que diga a ella le gustan los modales de Cúper.
Una noche de verano yo los vi discutir bajo el alero de la casita. Por eso sé lo que sé.
Es un cero kilómetros el auto de Cúper, o de la Mona Lisa, me da igual. Un Fiat de esos chicos, que hay ahora, pero se mueve. Huele a nuevo, todavía. Salgo de Puerto Apache, en dos minutos engancho Córdoba y me mando. El tráfico que sube es poco. Todo el mundo viene para abajo, al centro, o a la City, a yugar, pedalear, hacer business, o a cagar a la gente. Son maneras de vivir.
Al Ombú le dicen el Ombú porque es un poco cabezón y se deja el pelo mota largo y se le arma ahí arriba, en la sabiola, una frondosidad, un nido de caranchos, diría mi vieja, nunca supe por qué, qué quiere decir eso de nido de caranchos, pero me imagino que deben ser aves con malas costumbres o muy desordenadas. De tanto ir al local del Pájaro, de comer asados de tanto en tanto con el Pájaro y con los dos tipos que comen asado con el Pájaro, de tanto escuchar con el tiempo a unos y a otros, pero sobre todo a Maru, uno se va enterando. El Ombú es el que se sienta siempre a la izquierda del Pájaro. No le gusta el tomate. De la ensalada sólo come la lechuga y la cebolla. No dice nada, el Ombú. Come, fuma, mira fútbol en la tele que está siempre prendida. Por eso yo sé que el Ombú vive en un hotel o una pensión de Plaza Italia. Hay datos que a mí me van cayendo en la memoria como en una agenda invisible y olvidada. Pero cuando necesito el dato pienso y aparece. El otro tipo no vive en la misma pensión. Vive en Almagro. El otro tipo es menos folklórico.
Se llama Tony. Por ahora no me interesa. El tipo que está en la
recepción del hotelito de la calle Thames es desagradable. Todos
estos tipos que trabajan en las pensiones, albergues y muebles de
mala muerte de Plaza Italia son así. Grandotes, pesados, un
poco tarados. Pero te pueden triturar los huesos del cráneo con
una sola mano. Dejo el auto por Gurruchaga, a veinte metros de
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Santa Fe. O sea, casi enfrente de la 23. No sé por qué me parece mejor que dejarlo en cualquier lado. Camino un par de cuadras, llego al hotel, subo la escalera hasta el primer piso, me encuentro con el encargado, conserje, portero o lo que sea, y le pregunto si está el Ombú.
No —me dice el encargado—. No está el Ombú.
Y me mira el ojo-cerrado.
Le muestro un billete de veinte pesos.
No me suena, el Ombú —dice—. No entiendo.
Miro la hora en un relojito que hay colgado en la pared, atrás del gordo. Es una buena hora para que el Ombú ya esté atorrando. Ni él ni Tony pueden merquear. Es una prohibición que tienen. Un poco de alcohol, no mucho, y un porro cada muerte de obispo. Es todo lo que les permite el Pájaro. Por el laburo que hacen los quiere siempre despejados, bien dormidos, sin tentaciones. Agrego dos billetes de diez. El gordo mira la plata y sigue leyendo el diario. Yo sé que no puede leer. Hace como que lee. Este tipo no ve todos los días cuarenta pesos gratis. Pero no afloja.
Uno alto —le digo haciéndome el boludo—, con el pelo
así.
Le hago con las manos el pelo del Ombú.
Ah —dice.
Sumo un billete más, otro de diez.
Cincuenta dólares —le digo.
El lenguaje de las películas siempre abre puertas en las películas.
El gordo estira una mano. Tiene pelos negros en las falanges.
Nunca te vi —me dice—. Acordate bien de eso. Te colaste, no sé cómo. A lo mejor yo estaba en la cocina. O en el baño. No se sabe.
Se le ocurren muchas coartadas para ser tan bruto como es.
De acuerdo —le digo.
La 18 —me dice, y señala otra escalera—. En el piso de arriba. Y si te veo salir me vas a tener que explicar cómo entraste y par a qué.
Prefiero no seguir pensando en las películas. No siempre sa-56 len bien estas escenas en el cine. Dejo los billetes bajo los dedos del gordo y subo la segunda escalera.
El pasillo del segundo piso es un basural.
Llego a la puerta con el número 18. No se ve nada pero veo Una plaquita de metal con esmalte blanco y el 18 pintado en negro. Una antigüedad. No tengo que patear la puerta ni nada de eso. Pruebo y se abre. Se ve que el Ombú no recibe muchas visitas. Por las persianas que dan a la calle entran un poco de luz y el ruido de la calle. El Ombú está tirado en la cama, casi desnudo, y duerme. Duerme profundamente. Hay olor a digestiones lentas en la pieza número 18 del hotel de la calle Thames. Echo un vistazo. Me hago una idea. Necesito algo. El inventario no es alentador. Hay pilchas tiradas en un sillón, y hay un ropero, una mesita, una de esas lámparas que mi vieja llama todavía “un velador”. Es un caso, mi vieja, pienso, una pendeja —en el fondo— hecha estopa, pobre, y que habla de caranchos y de veladores. Hay también en la pieza del Ombú una botella vacía y un florero. En el florero se muere un clavelito blanco. La botella, créase o no, es una botella de gaseosa. Una de esas botellas de litro y medio con marca de supermercado. Está sobre la mesa de luz, al lado de la cama. La mesa de luz tiene una tapa de mármol viejo y rajado.
Acerco la mano izquierda a la cabeza del Ombú.
Respiro hondo.
Cuando la punta de los dedos casi lo rozan le agarro el cuello.
Con fuerza. Le clavo los dedos.
Así que el Ombú se despierta de golpe pero con esa cautela en los movimientos que sólo tienen los que están adiestrados en el arte de oler el peligro incluso cuando se encuentran en el fondo del más canalla o imbécil de sus sueños. Parpadea. Se pasa la lengua por los labios. Se pregunta a lo mejor por qué la vida es tan ingrata o tan miserable o por qué está plagada de sorpresas o de miedo. Un hombre como él, que hace del miedo una mercadería para los otros. No se mueve más. Se queda quieto como una masa de gelatina.
Siento en la palma de la mano el latido de una vena de su cuello.
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Le miro un brillo opaco en la piel engrasada de la nariz y la frente. El pelo espeso, motudo, se dibuja en la almohada como un matorral.
¿El Pájaro le dijo a este tipo que me apretara y este tipo me mandó esos tres matones de morondanga que me saqué de encima como si yo fuese Bruce Willis? Yo no soy Bruce Willis. Yo soy casi un alfeñique. Los negocios van quedando en manos de gente que no sabe hacerlos. Patanes, nabos, productos de gimnasios, guardaespaldas descafeinados. Todo mal. Pero no entiendo por qué el Pájaro quiere que me aprieten.
Entonces le hago una pregunta fácil al Ombú:
Por qué. Decime.
No puede creer lo que oye.
Le muestro tres billetes de cien pesos:
Por qué me mandaste a esos giles.
No dice nada.
Saco el clavelito del florero, tiro el agua a un costado y rompo el florero de vidrio contra el mármol de la mesita de luz. Le pongo sobre el ojo izquierdo la base del florero, el borde de vidrio roto. Hago presión y una punta se hunde en la parte alta del pómulo. Veo brotar suavemente sangre que se desliza por un moflete, pasa por debajo de la oreja, hace una mancha en la almohada.
Te saco el ojo, si querés. O me decís por qué. Te quedas con la guita. Y no abrís más la boca. Nadie se entera de esto. Es un secreto entre vos y yo.
Si yo creyese que tengo aunque sea una remota posibilidad de llegar a un acuerdo semejante con el Ombú yo sería otro nabo.
Pero la lógica de esta historia gira alrededor de un error, o alrededor de una duda.
Si no fuese así yo ya estaría muerto. Porque entonces alguien estaría convencido de que yo cagué a alguien.
Es la única carta que me parece que puedo jugar.
El riesgo es el mismo. A lo mejor me matan. Por las dudas.
O porque estas cosas no se hacen.
Por eso cuando el Ombú, sin dar más vueltas, se decide a 58 hablar, yo sé que me va a buchonear. Al fin y al cabo, para algo parecido a eso le pagan.
Garparon merca de menos —me suelta.
¿Quién?
El Ombú resopla. Le parece demasiado, a lo mejor, por trescientos pesos. A mí no. Hago girar los picos de vidrio. Quiero que le rayen la piel. Como las uñas de un gato cuando te araña apenas, sin querer. Repito:
¿Quién?
El Ombú, lastimado, se queja y dice:
No sé. Un funcio. Un diputado, creo, un concejal, no sé.
Me cuido hasta de mi sombra y aclaro este balurdo, o soy boleta, pienso. Es lo único que se me ocurre.
Le dejo doscientos pesos. No se queja. Me voy. Vuelvo al auto. Lo estacioné junto a la valla que separa el espacio reservado para los patrulleros de la comisaría. Lo estacioné de cola, con la trompa apuntando al medio de la calle y un poco en diagonal hacia Güemes.
Prendo un cigarrillo. Apoyo el brazo en la ventanilla abierta. Me arden los labios partidos. Y si los muevo mucho las lastimaduras se me abren y sangran. Una mina está de guardia en la puerta de la 23. No es muy alta. El chaleco antibalas, negro, no consigue aplastarle el pecho. Tiene el pelo oscuro y atado en una trenza. Todas las Pe Efe usan el pelo corto o recogido. Debe ser reglamentario. Llega un oficial en una moto y la sube a la vereda. Después habla con la mina de guardia. Se ríen un poco. El tipo tiene uniforme negro de esa tela que ahora llevan los motoqueros y usa unos Ray-Ban que le tapan la mirada. Se da golpecitos con los guantes en un muslo. La mina no es gran cosa. Pero hace visible algo, la oscura idea o promesa de algo. Me imagino que a muchos tipos les debe gustar.
No sé qué hacer.
Enfrente de la 23, en la otra esquina de Gurruchaga, hay un bar. Muevo el espejo exterior y veo un ventanal. Está lleno el bar. La gente desayuna, toma café, lee los diarios, fuma, habla por teléfono. Del otro lado de Santa Fe se ven los árboles del Botánico. Es un lindo día.
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Lo único que puedo hacer, deduzco, es llamar a Maru.
Miro la hora.
Me va a matar.
Pero no encuentro otra.
Pelo el celular y llamo.
Veo a un tipo, a través del espejo, en el bar, masticando una medialuna con la boca abierta. Hunde la medialuna en el pocilio que tiene enfrente y se la come. No puedo jurarlo, pero creo que un hilo de café con leche le cae por un costado de la boca. Cuando ya imagino que la llamada está por saltar al contestador automático Maru atiende. Tiene la voz dormida y el malhumor de las mañanas. Le digo que estoy en un lío y que necesito que me ayude. No me pregunta nada. Me dice que vaya a su departamento. No se queda pensando. No me tira la bronca.
Vení a mi casa —me dice.
No hay vuelta que darle.
Maru es Maru.
Tiro el cigarrillo. Arranco el auto. Doy la vuelta por Güemes y por Thames, juno el hotel del Ombú y salgo a Santa Fe. Todo tranquilo. Cuando cruzo Gurruchaga la mina que está de guardia en la 23 me mira pasar de la misma manera que mira pasar, pienso, a centenares de idiotas inofensivos aferrados al volante de sus autitos chocadores. Como si algo de todo esto fuera un juego de parque de diversiones.
60
, TELEVISIÓN
El Chueco dice que a él en la vida le fue bien y le fue mal, que no se queja, y que ahora tiene su casa en un lugar como la gente.
Todo el mundo necesita un lugar para vivir —dice.
Escuché que usted es un hombre de ideas progresistas
dice la mina de la televisión.
El Chueco asiente en silencio.
Un hombre de izquierda —insiste la mina.
El Chueco niega primero con la cabeza:
No somos zurdos acá —dice después—. A mí me gusta Fidel Castro, por ejemplo. A Maradona también le gusta. Y nadie dice que el Diego sea comunista. ¿O me equivoco?
No, nadie dice —dice la periodista.
El Chueco mueve la cabeza, lo mira a Garmendia, lo mira a mi viejo, Garmendia se frota las manos. Siempre lo hace. Tiene manos de piel seca y áspera, como si trabajara en la cosecha de algo. Ahora, con la enfermedad, Garmendia no trabaja en nada. Manda en Puerto Apache y nada más. Mi viejo prende otro cigarrillo. Una vez dijo una frase que me quedó grabada. No sé quién hablaba en la TV sobre el faso, el cáncer y esas cosas. Terminó el programa y mi vieja, que todavía estaba con nosotros, le preguntó cuándo pensaba dejar de fumar. Y mi viejo dijo: “A mí no me va a matar el cigarrillo”. Quedo flotando, la frase, me 61 acuerdo, como una promesa o como un presagio. En este momento una de las cámaras se le acerca y en la pantallita que tienen del lado del cameraman yo alcanzo a ver, de lejos, la cara en primer plano de mi viejo, los labios sosteniendo el filtro, el faso: veo los ojos grises del viejo mientras escucha las palabras del Chueco y mira a lo lejos, como si él tuviera los pensamientos allá, a lo lejos, no tan enchastrados con las enfermedades, los trapos sucios o la política.
Por eso el Chueco dice que se dice de nosotros cualquier cosa, se dice que esto es una cueva de delincuentes, un nido de malandras, borrachos y drogados, se dice que somos zurdos, vagos y pendencieros. Y no es así, repite. Puede ser que acá haya cirujas, volqueteros, mendigos húngaros... No sabe, puede ser, aunque a él no le consta, dice el Chueco y encoge los hombros, pero la verdad es que Puerto Apache también está lleno de peones, albañiles, obreros del riel, empleados municipales, tacheros, mozos, vendedores...
Somos —dice—, no sé, mil, dos mil, no sé cuántos somos.
Crecimos bastante, pero no estamos amontonados. Somos legales. En el edificio que levantamos cerca de la Laguna de las Gaviotas hay lugar y comida por un tiempo para los que se quedan sin laburo, o para los que llegan de afuera porque perdieron la casa y los dejaron en la calle... No hay cosa más rara, mire, ni más injusta que la realidad.
Queda un silencio en el aire.
Por ahí se escuchan gritos de pibes, ladridos, el ruido de un motor.
¿Quién dijo que habla mal el Chueco?
¿De dónde eran ustedes? —pregunta la mina que conduce el programa. Las Betacam van y vienen. Los tipos cargan el cuerpo de la cámara en un hombro, se mueven mirando por visores o cosas por el estilo y graban. Graban de todo. Casas, ventanitas, bicicletas viejas, caras de pibes, de mujeres. Canillas públicas, charcos, un Peugeot 403 blanco, descascarado, con una rueda pinchada frente al barcito de López. En una de las dos mesas que hay en la puerta del barcito de López están sentados Anchorena y tres viejos más. Juegan al truco. Se enjuagan la
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I
boca con tragos de vino aislados. Es muy temprano para empefar a chupar. Los viejos miran el alboroto que hay alrededor de U televisión, para el lado de acá, y siguen jugando con cartas sobadas, cartas con el lomo punteado de color negro, rojo y blanco.
No somos villeros, señorita, insisto. A nosotros nos intef tesa que quede bien claro que no somos villeros. Éste es un asentamiento organizado. Tenemos normas de convivencia y vecindad
dice el Chueco—. Aunque usted no lo crea acá hay una manera de hacer y de organizar las cosas, y hay responsables de que las cosas se organicen y se hagan bien. Nosotros somos los responsables —dice, y señala a mi viejo, a Garmendia, y se señala él mismo—. No nos gusta decir que acá se gobiernan los asuntos que son de interés de todos. Pero acá se gobierna. Y venimos de todos lados. No mentimos nosotros. Hay gente que llegó de algunas villas. Es verdad. Son buena gente. Un pibe, Cúper, que era repartidor de fruta en la Zona Oeste y que ahora está por empezar en una distribuidora de verduras para restaurantes, vivía en uno de los monoblocks que tiraron abajo en Fuerte Apache. Susana, una chica que trabaja en la intendencia del Borda, vivía en Ciudad Oculta. Se casó hace tres meses con un chico que vive acá y se vino. Garmendia —dice el Chueco, y vuelve a leñalarlo—, que es el que escribe los reglamentos, vivía con su familia en Castelar. Se quedaron en la vía y se fueron a San Petersburgo, en el suroeste, ¿vio? Después se vinieron a la Capital. Pasaron un tiempo en la calle, a la intemperie. Un día aterrizaron en la U31. Fue un tiempito. Después llegaron acá. En este momento el Chueco no se queda en silencio: hace una pausa. Mira fijo a la mina de la TV, y enseguida repite:
Somos legales, nosotros, señorita.
Dos semanas después, más o menos, dan el programa y entonces más de uno entiende un poco más sobre la televisión: nadie habla corrido más de dos o tres minutos, cosas que pasan o se dicen antes aparecen después, las escenas se mezclan, se ve la cara de un pibe rubio que mira la cámara enseguida que Garmendia cuenta que él hacía changas en Castelar, o se oye la voz del Chueco y en la pantalla sale- un caballo tomando agua en la Laguna de las Gaviotas...
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¿Cómo hacen esto? —pregunta alguien en el barcito de López mirando el programa.
Y alguien dice:
No sé. Pero se llama editar. Esto que vemos es una edición.
¿Y vos cómo sabes?
Lo escuché una vez en Fútbol de Primera, chabón. ¿Viste cómo arman los partidos? Es algo así como cortar y pegar.
Ah —dice el que preguntó primero, le pide otra cervecita a López, y sigue mirando el televisor—. Así que somos una edición. Dejó de llover. Las nubes se abrieron. El sol no tiene fuerzas para levantarse y se queda sobre el río, antes del mediodía, y entonces entra en la casa de Maru como si fuese aire incandescente y tibio. Da gusto.
Mira cómo estás —rne dice Maru cuando llego y me ve la cara, la pierna que renguea—. Vení, Ratita.
Me ayuda a tirarme en un sillón ancho y largo de tela gris, me pone almohadones, me da un cigarrillo, me pasa los dedos por el pelo, me toca con suavidad los cortes, los moretones, la nariz... La miro con el único ojo que me queda y me parece un sueño, como siempre, algo imposible, una mujer grabada en el cerebro como un relámpago. Un relámpago que quema, es claro, pero que toca y se deja tocar. Eso es Maru, pienso. Y me duelen las costillas y la espalda, cuando me aflojo en el sillón, y fumo, y el sol se me acomoda en el cuerpo.
Ella me hace café, me limpia y me desinfecta las heridas, me besa los labios lastimados, pone la cabeza sobre mi pecho, sentada junto a mí, con el pelo libre, la bata de seda leve, las piernas desnudas, los pies de arcos incomparables —que yo siempre recuerdo sobre tacos altos— metidos esta mañana en unas zapatillas de gamuza, uno de esos regalos lujosos que le hace el Pájaro.
Mira cómo te dejaron —repite en voz baja. Como si lo estuviese diciendo para ella, para no olvidarse, algo así.
¿Dónde está? —le pregunto.
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Afuera.
¿Dónde?
No sé bien.
No quiere hablar del Pájaro. Siempre es así. Lo único que roe importa, o que me tiene que importar, parece, es que no esté.
Decime —insisto. Le toco el pelo. El cuello. Mi mano «ntra sin tropiezos por la espalda de la bata color verde. Verde Oscuro. Su piel, en los dedos, me hace temblar. Maru se ríe.
En Salta. O en Jujuy. No sé. Me llama él, dos, tres veces por día. Hay una reunión. Vos sabes.
No sé si sé. Pero entiendo que no está. El Pájaro no está. Maru se me viene arriba. Se sienta sobre mí. Se inclina. Me besa el cuello, el ojo sano, los labios hinchados. Se suelta la bata y le veo, le toco los pechos. Me abre el jean. Se alza. Vuelve a tentarse. Se deja caer despacio y le entra bien. Lógico. Es para ella.
De esta manera pasamos un tiempo. Después nos quedamos dormidos. Más tarde suena el teléfono. Ella habla con el Pájaro. O él habla. Me imagino que también le hace preguntas. Ella dice: Sí, sí, No, Sí, No, Bueno. Y se despide. Corta. Prende Un cigarrillo. Se queda mirando por la ventana, a través del balcón y de su selva florida. Piensa algo. Es evidente. O no quiere pensar en nada. El sol ya no se ve. Está bien alto. Entre un par de edificios en construcción, del otro lado del Dique 4, más allá de Puerto Madero, se ven los árboles de la Reserva. El sol da en la copa de los árboles. Es un buen día, pienso, a pesar de todo, y Itie pregunto si yo tengo que estar acá o tengo que estar allá. No puedo impedir que me aparezca en la cabeza la imagen de Jenifer y de los chicos. Pero no quiero que se me queden dando vueltas como un remolino.
Maru se mete en la ducha y después me manda a mí al agua
caliente, al jabón, a los desodorantes y a los perfumes caros del
Pájaro. Se ríe, Maru, cuando me ve volver del baño, desnudo,
con el pelo mojado, limpio, lleno de costras de sangre y de tumores
violetas. Me seca el pelo con un secador de metal como
Un espejo, me peina con los dedos, siento el olor de su cuerpo
recién bañado. Ella pide comida china por teléfono. Me tomo
65
una cerveza. Maru pone música. Cosas melódicas, canciones de amor, discos que le gustan. Ella no lo parece, pero tiene un toque sentimental. O sea, nunca fue, del todo, una mala chica. Por eso le cuento lo que pasa y lo que hice.
Le toco la bata de seda suave, mientras le cuento, y le toco la piel bajo la seda. Ella se deja. También le gusta. Yo sé que le gusta. Hay minas que son así. No están hechas para un solo tipo. Y de todos quieren nada más que a uno...
Yo no sé a quién quiere Maru.
Pero todavía no me borró de su vida.
Por eso comemos juntos, a las tres de la tarde. Yo no me le animo al chop-suey, se me dan vuelta las tripas, pienso en eso de las ratitas en las heladeras de los restaurantes chinos y chau. Mastico como puedo un par de rollitos primavera y termino la botella de cerveza. Me duelen las raíces de los dientes. Le digo a Maru que quiero ver al tipo que no pagó lo que tenía que pagar y ella me dice para qué, Ratita, olvidate, no te metas en camisa de once varas. Son cosas que pasan, vos no tenes nada que ver, capaz que el Pájaro se volvió loco. Pero seguro que él sabe que vos no tenes nada que ver. Créeme. Yo no le creo. Maru es Maru. Pero en este punto me parece que no entiende. Terminan de cagarme a patadas por encargo de un matón del Pájaro y a ella se le ocurre que el Pájaro sabe que yo no tengo nada que ver. No cierra. Hablo un rato de cualquier cosa. Le cuento que a veces sueño que un día nos vamos juntos a otro país, muy lejos de acá. Se ríe, Maru, me olvidaba, dice, se va y vuelve con una bolsa. Es un regalo que me trajo de Miami, una remera negra que dice Versace en el pecho y que a mí me parece que me queda grande pero Maru me arregla los hombros, se aleja un poco, me mira desde allá y concluye:
Te queda bárbara, Ratita.
Yo me miro en un espejo.
¿Quién soy?
Me tiro en el sillón, veo pasar la tarde, me quedo dormido,
sueño estupideces, y ya está casi oscuro, afuera, cuando Maru me
despierta. Se vistió, se puso una pollerita de lana, una camisa, un
saco de cuero negro. Medias oscuras y un par de zapatos de tacos
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titos. Las piernas de Maru, con tacos altos, son de campeonato. Me dice que tiene que irse, que tiene que darse una vuelta por los locales del Pájaro, que salga yo primero, y me pregunta qué Voy a hacer. Es el momento, deduzco, de que me tire una pista. Entonces remoloneo, le toco una pierna, le digo que salga ella, que yo estoy muy cansado, que me quedo un rato más, que me voy más tarde. Ella no quiere. Yo le digo que salga tranquila, yo descanso un poco más, me tomo un whisky, hago dos o tres llamados y desaparezco.
Discutimos un poco. No, Ratita, ándate ahora, sé bueno, llámame mañana. Y yo me río, le toco el pelo, me pongo un poco cargoso, a propósito, no seas tonta, le digo, no pasa nada, está todo bien, en una hora me rajo, quiero averiguar quién es ese tipo, el que no pagó, necesito saberlo para cortarla, quedarme tranquilo, que todos se queden tranquilos, por lo menos conmigo, Maru, estas cosas hay que aclararlas, vos sabes. Es evidente que ella se tiene que ir ya. Se saca un poco. Pero no pierde la línea. Y a lo mejor para cortarla, o no sé para qué, resuelve tirarme la pista que le pido.
El tipo es Monti —me dice—. Un ex diputado de la provincia.
¿Monti?
: Hace un movimiento con un brazo, una mano, y me señala
el puerto, la Costanera Sur, algo en esa dirección. Y agrega:
Walter Monti. Está siempre en el Casino.
Me pongo mi campera sobre la camiseta negra, nueva, y me voy.
¿Y usted? —pregunta la mina que conduce el programa de televisión.
Yo... —dice Garmendia—. Yo vengo de mil cosas. Pero sobre todo vengo de la malaria, del rigor, de la injusticia. Usted no lo va a creer... Yo en 1971 era dueño de un taller mecánico en Avellaneda. Por eso soy hincha de Racing. Viví no sé cuántos años en Avellaneda. Y ahora Racing anda como yo, anda como el país, quebrado. Racing era un grande...
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El resultado, cuando se da el programa, es que se hace más difícil para los funcios, para las empresas, para los bacanes en general seguir tirándose en público contra Puerto Apache.
El resultado es positivo —dice una noche, en el barcito de López, poco antes de la batalla que se nos viene encima, mi viejo.
Y el negro Sosa se va de boca:
Positivo las pelotas.
O sea, se arma quilombo, esa noche.
Mi viejo nunca tuvo demasiadas pulgas. Por eso cuando Sosa busca roña no le saca el cuerpo.
¿Por qué, che?
No sé por qué. Pero a mí me gustaría saber, por ejemplo, cuánto se cobró.
Se cobró de qué.
A mí me gustaría saber sin tanta vuelta, sin tanto bardo, cuánta guita se cobró para dar este reportaje de mierda y dónde fue a parar esa guita.
El Chueco se atraganta con una empanada.
Anchorena tose y escupe vino.
Mi viejo prende un cigarrillo. Dice:
No sabes lo que decís, Negro.
Sosa, me llamo —repone el negro Sosa.
En efecto, pienso, se arma quilombo. Esto es lo que esperan los de afuera. Esto, seguro, no nos conviene.
La televisión fue nuestro caballo de Troya —dice
Garmendia.
Y mi viejo, Cúper, el Toti, el Chueco, Anchorena y yo nos lo quedamos mirando a Garmendia.
El no tiene más nada que decir.
Pero antes, cuando la mina de la televisión le pide que le
cuente mejor su historia, la historia del taller, Castelar, y esas
cosas, Garmendia se mira las manos, primero, y después ve pasar
a un pibe morochito que se cruza frente a las cámaras haciendo
jueguito con una pelota de goma, una de esas coloradas con rayas
blancas. Entonces Garmendia se toca el colmillo flojo, se pasa
la lengua por los labios y le dice a la mina que allá por 1971, 72,
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todo iba bien en el taller, con los temas de siempre, sus más y sus menos, pero bien, hasta que llegaron los militares, por un lado, y el ministro de economía de los militares, por el otro:
A mí Martínez de Hoz me arruinó —dice Garmendia.
Y dice que en 1979 ya no podía arreglar ni una goma pinchada, que no podía comprar ni arandelas, que los créditos que había sacado para renovar la tecnología y ser competitivo le comieron el hígado, qué palabra, ¿no?, dice Garmendia, com-peti-ti-vi-dad:
Le suena, ¿no?
Sí —dice la conductora.
Así que tuvo que vender todo por dos pesos, dice Garmendia, incluso la casa, y terminó viviendo en un departamento de IU hijo mayor en Castelar. Ya era viudo, Garmendia, se había Comido hasta el último peso, y nunca volvió a conseguir laburo, laburo en serio. Apenas, a veces, dice, le salía alguna changa, colas chicas, pavadas, monedas para los vicios, nunca pudo dejar de fumar, dice Garmendia, y se ríe, y se le ven, cuando se ríe, los cuatro dientes locos que le quedan, por la enfermedad. Después se pasa una mano por el pelo gris y negro, mal cortado, y mira de reojo. Mi viejo mueve la cabeza. De lejos parece que lo alienta. Garmendia sigue y resulta que el que también perdió todo, en la década del 80, fue el hijo mayor, y entonces el garrón se hizo más jodido, vertiginoso, primero encontraron lugar en San Petersburgo, pero eso no era fácil, y un día terminaron en la Capital y en la calle. Cuando no aguantaron más la calle entraron en la U31. Después, dice Garmendia, más adelante, llegaron a Puerto Apache.
Hoy nadie tiene trabajo —dice—. Ni yo, ni mi hijo, ni mi hija menor que es maestra y vive en Santa Rosa con el marido, ni liquiera mi nuera, que es arquitecta.
Usted fue un homeless —dice la conductora.
Si dormir en los bancos de las plazas es eso —dice
Garmendia—, yo fui eso. Y casi toda mi familia. La mina le pregunta enseguida cuántos años tiene y él dice 73 y a continuación ella quiere que él cuente algo sobre su enfermedad.
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Garmendia se encoge de hombros:
Yo no hablo de enfermedades —dice.
Cuando se ve el programa, después de esta respuesta las Betacam se detienen en detalles y en panorámicas, pajaritos en los árboles, patos en la laguna, una mujer que lava ropa, el horizonte, la ciudad que se alza en el oeste, los edificios de Puerto Madero y de Retiro, ese perfil que dibuja Buenos Aires como si fuese otra ciudad.
Falta mi viejo.
El avisó que estaría junto al Chueco y a Garmendia pero que no hablaría. Por eso en realidad no falta. Sin embargo una cámara lo busca, muestra las cejas grises cayendo sobre los ojos, la nariz firme, el pelo blanco y tupido de galán antiguo que curte.
¿Y usted? —le pregunta la conductora.
Mi viejo mueve la mirada y le devuelve la pregunta:
Yo ¿qué?
¿Qué hace?
Fuma, el viejo. A mí se me hace un nudo en el estómago. Me preparo para escuchar cómo la manda al diablo. Y sin embargo escucho que le contesta:
Yo estoy jubilado.
El programa, dice todo el mundo, es un éxito. Pero las cosas, acá, quedan mal paradas. Desde que vemos el reportaje en el barcito de López y el negro Sosa se pasa con eso de una guita que se cobró para dejar entrar al periodismo —una guita, para colmo, dice, que sería bueno saber adonde fue a parar—, es evidente que ya no es como antes. Hay bronca, desconfianza, y se habla incluso de dos bandos. Ahora se habla de dos bandos. No se puede creer. El negro Sosa, piensa alguna gente, quiere poner un par de cosas en claro, quiere que no haya tejes y manejes en el Palacio Apache, que la Primera Junta cumpla con la voluntad de la mayoría. El negro Sosa, creen otros, es un infiltrado: el Perro Santillán lo echó de Jujuy y hoy no se sabe para quién trabaja, es un misterio, capaz que transó con algún político, y entonces le pagan para que arme quilombo en Puerto Apache, para que se pudra todo.
De pronto se me congela la sangre.
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Me acuerdo del Toti.
Me acuerdo de la pelea del negro Sosa con el Toti. Me acuerdo de la cara hecha bolsa del negro Sosa en el lucio.
No digas pavadas —le dice el Chueco a Sosa en el barcito de López.
Larga la botella, Negro —le dice mi viejo.
Sosa se va del barcito. Pero antes de salir, desde la puerta, echa un vistazo que tiene toda la pinta de un recuento.
Sosa, me llamo —dice el negro Sosa.
Y se va.
Por fin son las once de la noche. Pero antes doy vueltas por ahí, primero por Retiro, después me mando por Florida, llego a Lavalle. Compro un diario, me tomo un gintonic en cualquier boliche, leo el fútbol, los burros, un poco de política, y voy al baño. Tiro el diario a la basura, meo, me miro la cara. Mejor, lo que se dice mejor, no estoy. Pero disimulo. Maru me tapó el ojo con venditas blancas y me puso un poco de maquillaje para suavizar los moretones. Me veo la remera negra que me trajo de Miami, las letras blancas que dicen Versace, y me pregunto si aunque sea un poco ella todavía me quiere. El problema es que pienso que sí. El problema es que estoy convencido de que de alguna manera ella no va a dejar de quererme. Camino por Lavalle. La calle está llena de coreanos y kosovares, de putas, tramposos, dílers y pibes fisurados. La calle está llena de bolsas de basura, de restos de comida, latas, mugre. Un valle de lágrimas, Lavalle. Cruzo la 9 de Julio, enfilo para Corrientes, en una parrilla me como un bife de lomo con puré, para masticar suavecito. Un fulano y una señora, a cuatro mesas de distancia, se pelean. Más acá hay tres tipos que están armando no sé qué business. Me interesa más la pelea. El fulano se fue con otra mina. La señora no se lo va a perdonar nunca:
Lo que nunca te voy a perdonar es que me hagas esto ahora.
¿Qué quiere decir “ahora”?
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Cuando a mí me arrastraba el ala Osvaldo vos te pusiste como una fiera, me pegaste, me prohibiste salir a la calle, qué sé yo cuántas cosas más te soporté.
Eso fue hace veinte años, Mecha.
La señora —es una señora, con el pelo rubio de peluquería, gordita, pulseras y anillos, una blusa estampada y lágrimas en los ojos azules— busca un pañuelo en la cartera de cuero.
Por eso —dice la señora.
¿Por qué?
Porque ahora yo tengo 60, José.
Es una porquería la vida.
El bife está crudo.
En las ventanas hay una imagen de la calle, Corrientes de noche, hoy, en el otoño del 2001. Otra tristeza. Por eso abandono el bife por la mitad, pago la cuenta sin decir una palabra, le dejo dos pesos de propina al viejo que me atendió, camino dos o tres cuadras más, tomo un par de cafés de parado, aspirinas, un traguito, apenas un traguito de whisky del Pájaro que le afané en una petaca que había en la cocina de la casa de Maru. Para entonarme. Para que el cuerpo se electrice un poco con un traguito de alcohol.
Después vuelvo a la calle, miro el cielo negro, un puñado de estrellas sin luz, respiro el aire casi fresco. Huele a gasoil. Tengo un par de mocasines nuevos. Norteamericanos. Impecables.
Eran del Pájaro.
Él no se da cuenta. Tiene mil.
Calzamos el mismo número.
Revestimiento. Fachada. Camuflaje.
A ver si no me van a dejar entrar porque voy en zapatillas. Ahí nomás está el Obelisco. Iluminado y protegido con una reja. No se me ocurre nada. Me parece que ya no sé qué decir. Ahora son las once de la noche.
Paro un auto y le pido al tachero que me lleve al Casino.
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6. LA BATALLA
El barco flota en un rincón del puerto. Es uno de esos bar-COS que se ven en las películas de cowboys cuando los cowboys llegan a San Luis para jugar al poker con Maverick, por ejemplo, y suben al casino flotante sobre las aguas del Mississippi, uno de eios barcos que tienen atrás una inmensa rueda de palas que gira y que lo mueve. No sé si este barco tiene una rueda parecida y no le a quién se le ocurrió traer uno de estos mastodontes para poner el casino de Buenos Aires. Pero está decorado con un lujo de plástico y lleno de luces que salpican el agua del río, en la Dársena Sur, como las bengalitas de los chicos en Navidad. Yo vi la \. Por eso sé. Antes Maverick era una serie de televisión. En la época de mi viejo. Esa no la vi. En algunas películas casi : todo es un poco más fácil que en la vida. Se gana más fácil. Y se muere más rápido. La palabra Mississippi es inolvidable. Si te fijas bien nunca más te equivocas. Después de la eme todas las Consonantes se duplican. Me gusta cómo se escribe: Mississippi. Yo no soy Maverick, es claro, ni el tipo con el que Maverick tiene que definir el campeonato de poker al final de la película. Yo loy un gil que tengo que mostrar 300 pesos para entrar al barco. Es algo así como una garantía. No entiendo de qué. Pero es eso.
La cuestión de las películas me sigue dando vueltas. A mi viejo
le gustaban las películas de cowboys. Él decía que John Wayne
era el cowboy más popular. La hinchada de Boca, si tuviera que
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elegir su cowboy preferido, decía, votaría por John Wayne. Otro que tenía mucha fama era Gary Cooper. John Wayne, le parecía a mi viejo, era un gordo que se hacía el simpático. Gary Cooper era flaco, alto, y serio. Un tipo con problemas. Gary Cooper no podía ser optimista. Henry Fonda tampoco. Glenn Ford se olvidaba a veces de su personaje. Estaba muy preocupado por su sombrero, Glenn Ford, eso era evidente, decía mi viejo cuando le agarró por ver películas viejas en el cable. Y Kirk Douglas era invencible. Le veías la cara, los ojos rabiosos, los labios apretados y ese hoyuelo que le llegaba hasta la nuca y te dabas cuenta de que en sus películas capaz que morían todos, menos él. Era un titán, Kirk Douglas. Por eso a mi viejo de todos esos le gustaba Burt Lancaster, que curtía una onda más común sin olvidarse de su papel. Y también se quedaba un poco con un tipo del que nadie se acuerda, un actor del montón, seguro, ni bueno ni malo, pero que parecía que a veces lo ponían en las películas para que las películas dejaran ver, de alguna manera, que las cosas se mostraban como se mostraban pero que no eran tal cual se mostraban. Yo y mi viejo lo vimos una vez en la tele, a ese tipo. Yo era un pibe. Se llamaba Randolph Scott, y trabajaba en Co/t.45, una película que deber tener más o menos mil años. En el cine de esos tiempos los cowboys eran petisos y tenían más o menos cincuenta años. Vos te dabas cuenta de que eran petisos porque se les veían los brazos cortos, las camisas chicas, y el cinturón y los pantalones les quedaban muy arriba. Acordate de Alan Ladd y vas a ver, me decía mi viejo. Yo no me podía acordar de Alan Ladd.
Cosas así, pienso, mientras doy los primeros pasos por las
alfombras de acrílico. Parecen mullidas de verdad, las alfombras,
pero son truchas. En todos los casinos que conozco hay un olor
parecido. Nuevos o viejos, lujosos o tristes, siempre se siente
algo de ese olor. En Mar del Plata, en Mendoza, en Paraná, en
Villa Gesell, en el Tigre. Es una mezcla de olor a cigarrillos, de
olor a guita y de olor a miedo. El perfume de las mujeres no se
confunde con este olor. Otros olores tampoco. Este olor sale de
las cosas y de los cuerpos y se mezcla en el aire como el olor de
los velorios. Cuando un hombre se está jugando todo lo que le
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queda algo que le sale del cuerpo, de la respiración, del sudor o de las tripas es un olor que se mezcla con el olor de la guita, con el olor de los cigarrillos y con el olor de todos los jugadores que en ese mismo momento tienen miedo. No se puede dejar de jugar porque el juego es como el vacío que llama al vértigo, pero quien está a punto de perder lo que no tiene sabe que perderá y el miedo es como una gangrena que le corre por las venas y que lo deja ciego. Siempre hay gente así en los casinos. Es cuestión de oler bien.
En el bar hay una mina que fuma y toma champán. En realidad no toma, hace dar vueltas la copa entre los dedos mientras las burbujitas suben desde el fondo y ella hace como que las mira pero lo que hace de verdad es marcar a un punto que toma cerveza en la otra punta de la barra y deja caer de una mano a otra todo el tiempo un montón de fichas. Vuelvo a pensar en el cine, en las películas llenas de minas y tipos así: todo lo que hace esta gente que da vueltas por los casinos como quien da vueltas por los vericuetos de su alma parece una copia del cine. Mi viejo un día se retiró. Dejó las minas, dejó los negocios, y se dedicó a jugar al billar y a ver películas. Y yo ahora me pregunto dónde quedó mi viejo, dónde quedó aquel tipo que vivía de las pendejas como si fuese una de las leyes naturales de la vida, uno de esos derechos que no tienen discusión, dónde quedó aquel tipo que de un saque una noche la levantó en el aire a mi vieja y la vio golpearse la cabeza contra una puerta, caer al suelo con los ojos en blanco, y sin darle más bola volvió a la mesa y siguió timbeando con los amigos. Hay preguntas que sacuden el corazón.
Mejor no hacerlas. ¿Quién era ese tipo que desde que se
retiró nunca más le puso una mano encima a nadie, que fumaba
y se reía apenas y el humo se le iba por la nariz cuando alguien lo
hacía reír, ese tipo que me hizo ver películas con él, que me dijo
una madrugada que yo podía dedicarme a atorrantear todo lo
que se me diera la gana pero el día que me pescara en alguna
fulería pesada me iba a olvidar hasta de cómo me llamaba, quién
era ese tipo que con el correr de los años se hizo otro tipo, un
tipo al que le tuvieron consideración, un tipo que fue un misterio,
un tipo que era uno de los jefes de Puerto Apache, un tipo
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que ya no se parecía en nada al tipo que se cojió a mi vieja y que seguía siendo mi padre?
En todos los casinos hay minas que se levantan puntos para que les tiren algunas fichas y hay minas que gatean, como si la timba y el sexo se cruzaran en un lugar de mierda donde no hay placeres. Llego hasta esta cuestión y me doy cuenta de que me fui de mambo. Por eso me alegro de que Cúper no esté acá conmigo porque si no le hubiera dicho todo esto a Cúper y el boludo se estaría riendo de mí.
El gordo Monti no es gordo como Barragán. Monti es un gordo de grasa fofa. Barragán es un gordo de grasa dura. Los dos son repugnantes, pero Monti es uno de esos personajes que nunca se van a confundir con el paisaje. Aunque baje un montón de kilos, se haga cirugías y toda la ingeniería de reciclaje que se hacen algunos tipos para pasar desapercibidos, para que no se los reconozca, el gordo Monti no va a engrupir a nadie. Tiene incrustado en todos los gestos, en lo más evidente de la mirada y en cada milímetro de la piel, ese borde canalla que no se borra con nada. Es un turro, Monti, un cagador, un fascista. Pero ahora parece que la pifió. Hay cosas con las que no se juega. Por mucho que seas o te creas, hay cosas con las que no hay que hacerse el vivo.
Es evidente, el gordo Walter Monti.
Por eso no me cuesta mucho encontrarlo. Doy algunas vueltas por el barco y sin ningún esfuerzo lo veo de pronto entre la gente que apuesta y espera o va y viene entre las mesas. Lo veo en el fondo de un salón, juega a punto y banca, y tiene toda la pinta de una caricatura. Toma whisky, fuma, se ríe, amontona fichas sobre el tapete, habla con un flaco que está a la izquierda y toquetea a una mina que está a su derecha. La mina se deja tocar, muestra los dientes, los labios rojos como una réplica berreta de cualquiera de esas fotos de Marilyn Monroe en las que Marilyn Monroe demostraba que tenía la mejor boca de la historia del cine. Suda, Monti, se ve de lejos, y su ropa cara es guita tirada a la basura porque nada puede quedarle bien a un tipo así. Entonces espero.
No me acerco. Muevo mis fichas entre las manos. Me due-76 Icn la boca, la nariz, la nuca, el estómago, una pierna. Pero el Ctnsancio se borró. Lo único que me queda es el recelo y la determinación de esos animales heridos que buscan una salida. Yo Itlí a cazar pumas, en el norte, dos o tres veces. Nunca cacé ninguno, pero vi matar a unos cuantos, y vi escaparse a dos o tres Cuando estaban malheridos. Ojito con un gato malherido. Con todos los gatos malheridos.
Así que hay que esperar una oportunidad.
Es un clásico.
No hay un solo motivo por el cual no tenga chances de encontrar la ocasión de saltar sobre el gordo Monti.
Yo no existo.
Y él cree que no pasa nada.
Pero es justamente por lo que él no sabe y por lo que yo no sé que mi teoría se va a cumplir. Y yo voy a tener mi oportunidad. A veces es rara la forma en que se dan las cosas. Hay facilidades.
Y hay problemas.
No siempre van juntos. No siempre se presentan cuando Uno los espera. No siempre se tiene buena o mala suerte. Pero no es una timba.
Nunca voy a saber bien cómo fue.
Si uno no está presente, si uno no ve lo que pasa, si uno no hace nada y no siente nada en el momento en que se producen los acontecimientos nunca se podrá saber bien cómo fue por mucho que te lo cuenten.
Es así, Cúper hace esfuerzos, me contesta todas las preguntas, vuelve una y otra vez al principio y me repite punto por punto lo que pasó pero a mí no me entra en la cabeza. Y no es que sea duro de entendederas, como decía mi vieja. La palabra entendederas —igual que velador, caranchos o creolina— le quedó pegada de no sé dónde. Y ella habla así. Los porteños a la creolina le dicen acaroína. Pobre, mi vieja. Voy a tener que ir a verla, uno de estos días, y contarle.
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Cúper llega a eso de las once de la mañana al bar de la placita Dorrego. Tiene los ojos enrojecidos, los nudillos despellejados y la respiración a la miseria. Pienso que le da un ataque de asma en cualquier momento. Pero Cúper se sacude de vez en cuando con un broncodilatador y va zafando. Recuperó su auto, y me trae todo lo que le pedí. Se sienta a la mesa y me pregunta dónde estuve. Le digo que por ahí. Quiero que él me cuente primero. Pide un café y una grapa. Se soba los nudillos de una mano en la palma de la otra. Mira por las ventanas de Humberto I y después por las ventanas que dan a la calle Defensa y a la plaza. Es un día cualquiera y no hay nadie. No hay artesanos, tenderetes, turistas, mimos, crotos, bailarines de tango. Nada. Es mejor así. Algunos rayos de sol blanco salen de las nubes bajas y blancas. Dan por ahí, en los arbolitos, los bancos de piedra, el suelo tapizado con bolsas de plástico, cartones, botellas rotas, jeringas, filtros de porros, condones y mugre, y todo parece un poco más pintoresco. Sobre la mugre se mueve una nube muy baja, muy flaca de neblina como si fuera el humo débil de rescoldos que se apagan. Si la realidad no me cortara los pensamientos como lo está haciendo pienso que me sentiría casi feliz y que algún día voy a escribir algo sobre esa plaza.. Es un ejemplo. Nunca se me ocurre nada digno de mención, un graffiti, un verso. Al lado mío, Cúper es... qué sé yo quién... Cadícamo. Pero en este momento pienso que podría escribir algo en serio: una historia, por ejemplo. La historia de un montón de tipos desesperados. Empezando por mí.
Entonces Cúper me cuenta que la banda llegó a eso de las cinco de la mañana. Cae de sorpresa, musa, sin chistar, sombras en medio de las sombras. Pero son un montón. Y vienen en camiones, chatas, motos, cualquier cosa. Salen de la nada y de todos lados. Caen como un ejército del Diablo. Hacen mierda los portones nuevos que pusimos, fajan a los pibes que apoliyan en la guardia como santos boludos, y cuando queremos acordar, cuando quieren acordar, perdón, en Puerto Apache, se dan cuenta de que están casi copados y de que esa banda de hijos de puta los está cagando a patadas.
Anchorena lo encontró al Chueco chupando con Sosa y con
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Juana la Loca. El Chueco le avisó a Garmendia. Y Garmendia a mi viejo. Mi viejo atorraba en su bulín con una pendeja.
Qué mierda pasa —dice Cúper que dijo mi viejo, y que manoteó los pantalones, se peinó y salió del Palacio Apache poniéndose una camiseta.
En ese momento, antes de que pudiera enterarse de mucho más, recibió el primer golpe. Los tipos venían calle arriba, en tromba, imparables, y cuando lo vieron salir al boleo lo surtieron con un caño.
La piba que estaba con él también me lo cuenta, después, cuando la busco, y la encuentro, y le digo que necesito que me cuente. Por eso la piba me dice que es verdad, que a ellos los despertó Garmendia, que mi viejo, sorprendido, preguntó qué pasaba y que enseguida saltó de la cama, se miró en el espejo antes de salir, fíjate, me dice, tu viejo es un coqueto bárbaro, y apenas pisó la calle le dieron con un caño en la espalda, un caño de plomo, ¿viste los moretones?, dice ella. Y yo la miro. Guadalupe, se llama, y le dicen Guada.
Tiene, no sé, 22, 23 años.
Nadie diría que es linda.
Pero todos los tipos dicen que es un camión.
Llegó hace tres meses.
No tiene padre.
La madre es correntina. Se llama Isabel, creo, y es fanática de Tránsito Cocomarola. Se hicieron una casita un poco más allá del bar de López. La madre es sirvienta por horas. Los bacanes y los que se hacen los bacanes a las sirvientas las llaman empleadas. No sé de dónde lo sacaron. Pero debe ser de “empleadas domésticas”. Así, entre comillas. ¿Cómo lo vamos a escribir?
Guada no es empleada.
Hace strip-tease en un boliche para extranjeros y gremialistas que queda por Retiro. Gatea. También aparece en Internet. Yo la vi. Hay fotos de ella. La ves, ahí, y la veo, ahora, acá, y no se puede creer. En Internet dice:
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Guada
Altura: 1.75
Medidas: 93-60-93
Edad: 21 años
Infierno azabache
Cumple tus fantasías
Nivel Ejecutivo
Atención a parejas
Horarios: Full Time
Y aparece un teléfono. Vos llamas y haces la transa. Fácil.
Directo. Impecable.
Es más alta que Maru.
Obvio: tiene el pelo renegro. Los ojos también.
Es simpática.
Tu viejo es un genio —me dice, Guada.
No parece un gato.
Te vi en Internet —le digo.
¿En serio?
Sí. En la escuela hay una computadora. A veces vamos a la noche con los muchachos. Buscamos pornografía. O la página de Batistuta. Cosas así. Para pasar el rato.
¿Te gustaron las fotos?
Sí. Me gustaron.
Me quedo cortado. ¿Qué más le voy a decir, que me encantan los desnudos artísticos?
En el barcito de López no quedó nada. Al televisor le dieron con un hacha. En unos vasos de papel tomamos mate cocido. Hace frío. Guada tiene uno de esos sacos de corderoy con cuello de piel, vaqueros negros y borcegos. Es la pinta de una mina de otro lado. Me dice que por más que ella pueda ayudarla la madre todavía no quiere dejar de laburar. Nunca se sabe, dice la madre de Guada, vamos a esperar un poco más. Y sigue de sirvienta por horas en Palermo y Barrio Norte. Cinco pesos la hora, le pagan, más el transporte. Hay meses que llega a 600 pesos. Trabaja como una burra, dice Guada, no hay derecho. Le digo que no. Y le pido que siga, que me cuente.
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Hoy el Chueco dice que ganamos —sigue Guada—. Pero yo no sé. A lo mejor el que tiene razón es el negro Sosa.
¿Qué dice el negro Sosa?
Que ganamos una batalla, pero que esto es una guerra. El negro Sosa dice que empezó la guerra.
El negro Sosa no sabe nada.
Yo tampoco, pero vos tendrías que haberlos visto, Ratita.
Te juro que daban miedo. Veías el fuego, por todos lados, y a los tipos que se mandaban con las motos, revoleando cadenazos, y te daban palpitaciones.
Hay dos cosas que dice Guada que a mí me dan palpitaciones:
que yo no estaba acá para verlos es la primera. La segunda es que me llama Ratita. Había una sola mina, hasta ahora, que me llamaba Ratita.
Contame —le digo a Guada.
Me dice que sí y empieza de nuevo. Ella había vuelto temprano porque el tipo de la noche anterior terminó enseguida. En realidad, no terminó, dice Guada, ni siquiera se le paró demasiado. Así que le dio vergüenza y se fue. Lo que nunca, llegué a las tres, más o menos, y me encontré con tu viejo. A eso de las cuatro y media, creo, me quedé dormida. Pero al rato nomás se armó. Parecían indios.
Nos quedamos callados.
López arregla como puede una mesa. Le falta una pata. Trabaja, López, con un cigarrito apagado en un costado de la boca. Es un tipo normal y raro, López. No habla. No se queja. López piensa que el estrago es la forma de la realidad.
Tiene onda, tu viejo —me dice Guada.
Antes de pararse el gordo Monti hace todos los gestos que hace un obeso, gestos que avisan sin ninguna duda que el tipo se está por parar. Incluso la respiración le cambia. No respiran igual, cuando se sientan, se acuestan o están parados estos tipos. La mujer se queda en su lugar y el flaco en el suyo. Le cuidan la silla mientras el diputado o ex diputado Monti se encamina hacia el baño balanceándose sobre sus piernas gruesas y cortas. Yo 81 me tiro por un corredor paralelo al salón y llego apenas después que el gordo. En el baño se oye el ruido del agua que corre en los mingitorios y hay un perfume falso típico de los desodorantes de inodoros. Monti, el evidente, está solo. De espaldas, en un mingitorio, fuma con el cigarrillo en la boca y no me registra o no se inmuta. ¿De dónde saca un tipo como éste tanta tranquilidad de espíritu? El poder les hace creer a lo mejor no sólo que la impunidad existe sino también que los políticos y los tramposos son invulnerables. Pero cuando se da vuelta el evidente Monti se encuentra frente a una navaja. Parpadea, me mira, se cierra la bragueta y se saca el cigarrillo de los labios, lo tira lejos. Me pregunta qué me pasa, qué quiero, quién soy. Todavía no se le ocurre pensar en su sangre. El que ve su sangre, el que puede imaginar cómo correrá su sangre si le abren un tajo, pierde ínfulas, no se hace el gallito. Le digo que quiero la blanca o la guita que no pagó en la última transa. Vuelve a parpadear, Monti. Ahora se da cuenta de que no estoy ahí para afanarle la billetera. Levanto el brazo y la punta de la navaja le queda a quince centímetros de la yugular. No quiero tocarlo. Quiero que el pánico se le convierta en bilis y que le suba a la boca. Monti dice que a él le entregaron la blanca que pidió y que pagó la blanca que le entregaron. Un rayo de lucidez le cruza el cerebro y la mirada empapados de alcohol. Tiene una reacción. Un trazo de conciencia.
Me entregaron lo que pedí y yo pagué lo que me entregaron
me dice Monti—. Es la verdad, pibe.
Me dice pibe.
Me gustaba más pichón.
Tengo 29 años. Una mujer. Dos hijos.
Tengo una vida irregular. Casi honrada. No digo inocente.
Nadie es inocente.
Creo que nunca voy a poder explicar por qué pensé que el posible Monti no me mentía. Creo que nunca voy a entender de dónde sale eso que es una comprensión al vuelo de que algo no es mentira. Por eso le pregunto al gordo quién le entregó la merca y a quién le pagó.
No tengo idea —me dice—, no los conozco, cambian todo el tiempo. Vos sabes cómo es este negocio.
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Ahora sé que no le puedo creer.
Le acerco la navaja a la garganta.
Muevo las piernas. Me hago el nervioso. Le repito, palabra por palabra, en voz baja y pausada, la pregunta. Monti termina de sacar otro cigarrillo del paquete. Me dice que quiere fuego y me hace entender que tiene fuego en el bolsillo. Le hago entender que prenda el cigarrillo. Mete una mano en un bolsillo del saco y prende el cigarrillo con un encendedor descartable. No deja de sorprenderme. Yo esperaba algo de oro.
Esta vez me entregaron los paquetes dos tipos que no había visto nunca —me dice Monti—. No abrieron la boca. Me los dieron y se hicieron humo. Lo único que me acuerdo es que eran jóvenes, un par de chicos de 20 años iguales a todos los chicos de 20 años. Después pasaron a cobrar un grandote y una mina. No los vi. Les pagó mi secretario en el bar del hotel. Yo vivo en un hotel.
Le miro el poco pelo que le queda. Se tiñe el pelo. En la mirada reaparece el reflejo turbio del alcohol. Entonces me doy cuenta de que Monti ya no tiene miedo. Tampoco fanfarronea. A lo mejor se siente mejor parado —me imagino—sobre los pies que se le hinchan y le duelen.
Está bien —le digo.
Bajo el brazo y le señalo la puerta con la cabeza.
El gordo Monti se va.
Cuando salgo del baño vuelvo a verlo en la mesa de punto y banca. Le toca el cuello y los hombros a la mina sentada a su derecha y habla con el flaco de la izquierda, un hombre seco, solemne y bien vestido, de modales lentos, que se inclina hacia Monti para escucharlo mejor.
Me bajo del barco.
Antes de llegar a la parada de taxis se me cruzan tres monos. La playa de estacionamiento al aire libre es un enorme montón de corralitos con música funcional y carteles luminosos donde se ven los palos de las cartas: diamantes, corazones, piques y tréboles; donde se ven los colores, el rojo y el negro; y donde se ven números y letras. De manera que vos podes dejar el auto en el siete de corazones o en la dama de tréboles. Es un ejemplo.
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No lo pienso.
Me rajo por un costado de los tipos y cruzo la playa corriendo como un desaforado. Hago zigzags entre los corralitos, los autos, los micros que traen o llevan a la gente del casino al centro y viceversa. Me mando por Brasil para el río y no paro de correr hasta que llego a la avenida. Tomo aire. Pienso que no zafé. Y no zafé. De pronto las luces de un auto me encandilan como a una liebre. Cierro los ojos y vuelvo a correr. Tengo que salir de esta trampa y creo que la salida es mandarme por Belgrano hasta llegar a las calles oscuras, a la recova, a los rincones, a los agujeros donde desaparecen las ratas.
No hay otra.
Así que lo hago.
Sigo corriendo.
Una hora después, por fin, me encierro en una habitación de un hotel de mala muerte en el Paseo Colón. Los tres monos eran Tony, el Enano y el Lobo. Tony es el que está siempre con el Ombú. El también come asados con el Pájaro. Come asados, mira el fútbol, y no dice nada. Pero Tony no es como el Ombú: él come el tomate de las ensaladas. Es un tipo diferente. ¿En qué trampa caí?
No doy más.
En la pieza de hotel hay olor a humedad y a gatos.
El olor a gato es una peste inconfundible.
Dejo de pensar y me quedo dormido.
Cúper sigue dando vueltas, pide otra grapa, lo más importante, piensa, es entender que esa gente no tiene escrúpulos: quieren entrar a Puerto Apache, ocupar terreno para el lado del río, y van a volver. Son muchos, están organizados, la próxima no los vamos a sorprender quemándoles un camión y con un par de balazos en la oscuridad, la próxima vez nos van a caer en pleno día y quiero ver cómo aguantamos, porque no los vamos a echar con aceite hirviendo... Ni terrazas tenemos para tirarles aceite hirviendo, y esto no son las invasiones inglesas, dice Cúper, y sigue.
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Los rayos de sol frío que se filtran entre las nubes no se mueven, están allí, rectos, dándole a la placita una luz blanca, paralizada, como si fueran rayos de hielo.
Yo me había despertado a las nueve y media. Esa mañana en la pieza del hotel, podía jurarlo, había olor a gatos. Se me revolvió el estómago. Tenía todo el cuerpo dolorido. Llamé por teléfono a Cúper. Le dije dónde había dejado su auto y le pedí que me trajera la pistola que le había sacado al Lobo la mañana anterior y un poco más de plata. Le dije que buscara la lata en mi ropero, que Jenifer no se avivara, y que yo lo esperaba en el bar que está en la esquina de Humberto I y Defensa.
Ahora le digo:
Córtala, Cúper.
Levanta las cejas y le aparece un brillo en los ojos.
Le pregunto:
¿Qué pasa, boludo?
Y él me dice:
Te voy a decir la verdad.
Decime la verdad.
Lo dejaron medio muerto.
¿A quién?
A tu viejo.
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7- UN PARAÍSO ARGENTINO
Mi viejo tiene la mirada fija en la ventana. Pienso que ve, afuera, las nubes que se abren de a poco en las primeras horas de la tarde. Oigo graznidos de gaviotas, voces lejanas, el silencio del río, que es apenas un rumor, y como algo concreto, inexplicable, los ruidos de esta pieza. Parece mentira que entre la placita Dorrego y Puerto Apache haya apenas veinte cuadras de distancia. El sol apagado llega en esta hora desde la espalda de la ciudad y toca la laguna a cielo abierto como si estuviéramos en el campo o en una isla. Miro los ojos claros de mi viejo, las cejas grises que le caen sobre los ojos, y pienso que esa mirada inaccesible a lo mejor ya no ve nada, no ve las nubes abiertas, los pájaros que cruzan el cielo, los rayos de un sol digno de un invierno más crudo y no de este otoño inesperado. Pienso que no me ve, que mi viejo ya no me ve, y me pregunto si siente bajo los dedos el roce de las sábanas, si le duelen los golpes, o si el placer del sexo queda en la memoria de un cuerpo cuando ya el cuerpo no tiene ideas ni sentimientos.
El está vivo. Respira. Mueve, o se le mueve, una mano. Abre apenas los labios y vuelve a cerrarlos. Me llama la atención que respire suavemente, sin el ruido cavernario en los pulmones que cualquiera puede imaginarse frente a un cuerpo así. ¿Piensa, mi viejo, en este momento? ¿En qué piensa?
No creo que piense.
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No tiene pinta de sufrir. Por eso tampoco tiene pinta de andar pensando quién sabe en qué. En mi vieja, por ejemplo. Mira si va a pensar en mi vieja. Justo ahora. O en mí. A quién se le ocurriría.
Yo, si estuviera en su lugar, y pudiera pensar, pensaría en algo que me aliviase del ruido de la vida. Pensaría en algo que me hiciese feliz.
Todo lo demás no sirve para nada.
Una habitación de hospital parece la pieza de mi viejo. Alguien le puso a la cama incluso una de esas mantas blancas de piqué y una almohada más.
Susana, que trabaja en la intendencia del Borda, consiguió el aparato ese del que cuelga una bolsita transparente y contemplo el brazo, la vena por la que le inyectan suero a mi padre. No puedo creer que este cuerpo golpeado sea el cuerpo de ese hombre invencible que cuando yo era chico me parecía el dueño de la maldad.
A lo mejor ya no tiene conciencia.
No sabe nada.
No entiende lo que le pasa.
Capaz que entró en estado de coma.
Quién sabe.
Nadie, acá, puede hacer un diagnóstico.
La única que tiene alguna idea es Rosa. Ella trabajó en la guardia del hospital Fernández. Ella dijo que había que darle suero y esperar. Rosa se jubiló hace doce años. No podemos llamar la atención.
Si la Pe Efe se entera de que acá hubo muertos y heridos se acabó. Están esperando cualquier cosa para convertirnos en papel picado.
Se me empieza a acomodar en la cabeza la idea de que no voy a escuchar más la voz de mi viejo.
Me parece una idea rara.
Pensar en la voz.
Soy un boludo.
Se me llenan los ojos de lágrimas.
No puede ser para tanto, pienso.
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Cuando aparecen Anchorena, Garmendia y el Chueco aprovecho y me hago humo. Salgo del Palacio Apache y camino un rato, estiro las piernas, fumo un cigarrillo. Tengo la sensación de que es el primer cigarrillo de mi vida. O el mejor. No sé. Hago un alto en el barcito de López. Tomo una ginebra. López no habla. Arregla sillas. No para. Le tengo un poco de envidia. Tiene algo que hacer, López. No hay casualidades, pero de casualidad llega Cúper. Me da una palmada en un hombro. Dos palmadas.
Qué te pasa —le digo.
Nada.
No necesito mimos.
Mira para otro lado, Cúper.
Él también se toma una ginebra.
Después salimos juntos y seguimos caminando.
Se llevaron los heridos —dice Cúper.
El viento que viene del este le sacude el pelo desteñido, atado atrás, pelo de grasa, o de rasta. Hay minas que dicen que Cúper tiene su onda.
¿Quiénes? —le pregunto.
Los okupas —dice Cúper—. Los heridos y dos muertos.
Lo único que falta, con este viento, es que se nos venga
encima una sudestada —digo.
Cúper mira el cielo.
Todavía hay un poco de sol. Pero es esa luz amarilla, pálida, que no presagia nada bueno.
Se olvidaron uno, no lo encontraron, algo así —dice Cúper.
¿Un herido?
Primero estaba herido. Ahora está muerto.
No digo nada. Cúper sigue:
Había que averiguar quiénes eran, de dónde venían, esas cosas... Bueno, se les fue la mano en las preguntas.
¿A quiénes se les fue la mano?
Al negro Sosa y a tres más.
¿El negro Sosa mató a un tipo?
No lo mató él. Fueron los cuatro. Y tampoco lo mataron.
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El okupa estaba herido y a ellos se les fue un poco la mano. Ya lo enterraron. Desapareció. No hay pruebas.
Llegamos a la casa del changador de Constitución. Antes de golpear le digo a Cúper:
El negro Sosa nos va a cagar.
Hay gente que está de acuerdo con lo que hizo. Es una especie de revancha. No pueden entrar un montón de locos una madrugada y molernos a palos como si tal cosa, Rata. ¿Qué somos? ¿Monjas? ¿Haré Krishna?
A veces le da por las religiones a Cúper.
Mejor me callo.
Entramos en la casa de Morales, un pibe que trabaja de changador en la estación de trenes de Constitución. Morales mide un metro ochenta y cinco y pesa ciento diez kilos. Es un rinoceronte el pibe Morales. No sé si me explico. Le pegaron todo lo que quisieron. Tiene la cabeza vendada, la nariz rota y le falta un diente. Se ríe, cuando aparezco, “Qué haces, Rata”, me saluda, abre la boca, sonríe y se le ve el diente que le falta. “Vos también cobraste”, me dice. Yo me acuerdo de mi cara machucada pero me da vergüenza decirle que yo cobré por otra cosa. “Y...”, le digo, y le regalo un chocolate, un Milka grande de chocolate con leche y almendras, y un paquete de Winston, uno de esos que me llevo siempre del departamento de Maru. A Morales le gustan los importados. Un poco fanfa es. Se emociona como un chico. “Sos un hermano”, me dice.
Le toco la cabeza. Le revuelvo el pelo.
Nos vamos, Cúper y yo.
La parada siguiente es para verlo al Toti.
Le rompieron la mano derecha.
Está sentado en un sillón de madera y mimbre. Se hamaca.
Hierve de bronca el Toti.
Rosa, la enfermera jubilada del Fernández, le entablilló la mano.
Mecedoras les dice mi vieja a los sillones como éste donde se hamaca mi amigo, el travestí Edmundo Botti, un tipazo.
A veces me pregunto si en Rosario se habla diferente o mejor
que acá. Quiero decir: con las palabras adecuadas. O si se
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hablaba así antes, porque ahora me parece que en todos lados se habla para la mierda. No hay palabras. Se nos terminan. Nos olvidamos. Las perdemos. No sé qué pasa. Un pibe que trabaja en Vialidad, un jujeño, dice que en el noroeste se habla mejor que en Buenos Aires. Otro, Julián, un chico que lava parabrisas en los semáforos de Sarmiento y Figueroa Alcorta, discute siempre con el jujeño por ese tema y le dice que en el noroeste todos parecen collas gallegos.
Yo no sé.
Pienso que a mí este metejón con decir las cosas bien, con escribir algo, me viene de mi vieja. Ella sabe lo que dice, lo que las palabras significan. Creo que fue a la Secundaria hasta tercer año y que leía libros. Hasta los 14, 15 años mi vieja soñaba con otra vida. Después se vino a Buenos Aires. Pasó lo que pasó. Y yo le salí medio compadrito con el vocabulario, pretencioso y sobrador. No quiero ni pensarlo, pero me parece que a mí este mambo me viene de ella. Lo peor es que no me viene de lo que ella es ahora, o de lo que era todos esos años cuando hacía la calle y yo no hacía la escuela. Lo peor es que creo que me viene de antes, cuando ella era otra, una chiquilina que se crió en otro mundo y que pintaba para otra cosa. Una chica que sabía poco y nada sobre lo que pasa en la realidad. Capaz que de ahí me vienen a mí estas ínfulas de sabihondo. Como si yo supiera algo.
El villero ilustrado.
Eso me dice el Toti cuando lo que digo le suena un poco postizo.
Lo dijo la primera vez una tardecita que estábamos al pedo —él, Cúper y yo— y le empezamos a dar vueltas al sentido de la vida. Nada menos.
Yo dije algo así como que la vida era un horizonte que nunca se veía y que por eso es tan difícil entenderla.
Entonces el Toti dijo:
Habló el villero ilustrado.
Y me escrachó.
¿Viste que los sobrenombres quedan cuando resumen algo,
cuando pescan en dos palabras algo del otro que el otro es pero
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que al mismo tiempo no sabe que es, y eso se hace patente cuando alguien de pronto le emboca un sobrenombre al otro? El Toti ahora levanta el brazo, me hace ver otra vez la mano entablillada y me dice que no hay derecho.
Le digo que no.
Me dice que se lo hicieron a propósito.
Le digo que sí.
Me dice que eran una barra de imbéciles y de impotentes.
Clavado —le digo.
¿Qué le voy a decir?
Haceme un porro —me dice.
En una mesita, cerca de la mecedora, hay una bolsa con hierba, papel, cigarrillos. Le armo un par de porros al Toti. Fumamos un poco.
No fue al boleo —me dice—. Vinieron a buscarme.
Le creo. Yo ya sé que tiene razón. Me lo imaginé hace quince o veinte días, cuando escuché por primera vez que una noche cualquiera nos morfábamos un garrón histórico. Le pido a Cúper que le prepare un café o algo por el estilo al Toti y que me espere. El Toti dice que prefiere un té. Yo cruzo la calle y entro en mi casa. Jenifer me echa un vistazo. Plancha ropa de los chicos.
Volviste —dice.
Me le acerco por atrás y le beso el cuello.
Gilda canta:
¿Quién te dijo que mi puerta
tiene que estar siempre abierta?
Vas y vienes cuando quieres
y yo sólita despierta...
Es una cumbia.
Los chicos no están.
La casa no es la misma sin Ramiro y sin Julieta.
Me acuerdo cuando no teníamos hijos.
Jenifer huele bien. Huele a mujer. Huele a rencor. Le toco las nalgas, duras y altas.
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Se aleja un poco, Jenifer, lo que puede. Está parada frente a la tabla de planchar y me tiene atrás a mí.
Enseguida llegan los chicos —me dice.
Le levanto la pollera. Le bajo el slip. Ella no quiere. Por eso se me endurece más. Me gusta tocarla sin sacarle el vestido. Le abro las piernas desde atrás. ¿Es verdad que no quiere, Jenifer? Le hundo el dedo, y se lo saco, y vuelvo a hacerlo. Entonces ella baja la cabeza, la inclina hacia un costado: si hubiera un espejo yo le vería en este momento los ojos cerrados, los labios entreabiertos... Ahora quiere, ella.
Me la cojo.
Bien.
Termina dos o tres veces.
Nunca se sabe.
Pero yo estoy al palo y es lo mejor que hago con Jenifer en varios meses.
Después me doy una ducha, me cambio la ropa, y le digo que vuelvo más bien tarde. Le pido que les dé un beso a los chicos de parte mía.
Gilda, más adelante en el CD, sigue:
¡Cuántas noches vacías,
cuántas horas perdidas!
¡Un amor naufragando,
y tú sólo mirando...!
Cruzo la calle. Se hace de noche. El Toti mira una película. “Es de amor”, me cuenta, “Ella es muy pobre y se enamora de un cretino lleno de guita que ni la mira”. Le digo a Cúper que nos vamos. Y nos vamos.
Vestido para matar —dice Cúper que hoy no me deja pasar
una.
Es verdad.
Me puse una camisa limpia, un jean nuevo que parece viejo, un par de zapatos con suelas de goma que le compré el año pasado por veinte pesos a un pibe que se los había afanado para el viejo en una zapatería pituca del Alto Palermo y al viejo le que-
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daron chicos, y un saco de cuero, uno de esos regalos de Maru cuando me dice “Vas a ver qué lindo te queda, Ratita”, y me viste como a ella le gusta.
Por eso es verdad.
Para caer en cualquiera de los locales del Pájaro hay que estar presentable. Si se le ocurre que pareces un villero se pone nervioso y te raja.
Hoy se va a poner nervioso, el Pájaro.
Pero no voy a grabarme números en el balero.
No voy a laburar ni a comer ni a tomar copas.
Voy a poner dos o tres puntos sobre las íes.
Y voy calzado.
Llevo en el costado izquierdo la pistola que le saqué ayer a la mañana al matón de cuarta que tenía boca de lobo. Y en la cintura, atrás, mi 38, un fierro como la gente. Me acuerdo cuando el Pájaro se levantó a Maru y ella por un tiempito no me dio más ni la hora. Seguía queriéndome, creía yo, pero no transaba. Se había propuesto otros horizontes y hacer buena letra para alcanzarlos. Me hizo el entre para que el Pájaro me diera laburo pero apenas me dejaba que la mirara de lejos. Ella era maitre en un restaurante del Pájaro. En esa época él tenía dos locales. Esto ya lo conté pero lo vuelvo a contar porque me parece que es necesario. O porque me parece que para mí es necesario acordarme de esas noches cuando empecé a laburar con el Pájaro y pasaba por uno de los locales a buscar los números que me cantaba. Entonces la veía a Maru. La veía de lejos. Vestida como una diosa. Más linda que nunca. Maru no me daba bola. O me miraba cuando creía que yo no la veía. El que me relojeaba todo el tiempo era el Pájaro. A él siempre lo mataron los celos. No alcanza el poder, no alcanza la guita, no alcanza la fama para no tener celos. Cuando alguien es celoso está muerto.
Pasó el tiempo y todo se fue aflojando. Había menos tensión. El Pájaro se sentía más seguro y tenía que confiar en Maru sí o sí. Los negocios crecían y ella empezaba a cumplir otro papel.
Dejó el laburo de maitre, reclutó pendejas divinas para cada
uno de los boliches que abrió el Pájaro, les enseñó el laburo y las
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reglas, controló las puestas en marcha, fletó a las pizpiretas y a los putos malhumorados. Éste es uno de los secretos de estos lugares. Tiene que haber siempre un par de chicas que parece que le dan un montón de bola a los giles y un par de trolos simpáticos. Simpáticos y correctos con todo el mundo. No solamente con los clientes trolos. Es así como funcionan las cosas. Las minas pueden alzarse un punto que las banque y los trolos pueden tener sus novios o lo que quieran. Pero en los locales laburan. Y nada más. Es así. Cuando Maní pesca a alguno de estos pibes y pibas tirándose un lance alevoso con algún cliente los fleta.
Ella tenía 25 años, y ya controlaba todos los boliches del Pájaro. Entonces él se dedicó a crecer por otro lado. No pasó mucho tiempo.
Apenas un par de años.
Pero algo ya huele a podrido en esta historia. De todas maneras me acuerdo de la pinta de Maru, esas noches, cuando me ignoraba, y a mí se me licuaba el cerebro. Le veía las polleritas satinadas o transparentes, mínimas, y las piernas largas, el pelo suelto, la sonrisa medida en los labios atorrantes, y me quería matar.
Ella me decía que yo era un fetichista. Y creo que tenía razón. En un viaje que hicimos en 1997 a Bariloche yo me había quedado con una bombachita de Maru. Un slip blanco. Me lo guardé tal cual se lo sacó una noche después de usarlo todo el día. Cuando me cortó el rostro, lo busqué, lo encontré, y lo olí.
Tenía olor a Maru. Ese olor que junta una mujer entre las piernas:
los olores que le pertenecen, incluidos el sexo y los perfumes.
Es raro. Ese olor me vuelve loco.
De vez en cuando la huelo a Maru.
Por eso, digo, es verdad. Me vestí para la ocasión. No creo que mate a nadie. Pero si no hay más remedio se me van a escapar dos o tres tiros. No es cuestión, como dice Cúper, que una madrugada cualquiera me caiga una banda de matones y me rompan el alma porque el Pájaro anda un cachito atravesado. Caminamos por las calles anchas de Puerto Apache, desembocamos en la avenida, pasamos frente al cine que inaugura mañana o pasado, después le damos para el sur y por fin llegamos otra vez al Palacio Apache. La idea del cine es de un pibe fanático del cine que trabaja en un Blockbuster de Barracas. No está mal, la idea. Tenemos una escuela, una computadora y un cine... ¿Hace falta algo más para educar al soberano? Una biblioteca, van a decir los giles.
Los libros juntan mugre, se ponen amarillos, se rompen. A los libros no hay que guardarlos. Hay que leerlos y prestarlos, regalarlos, o tirarlos. No tiene sentido guardar los libros. Pero hay gente que guarda todo, que colecciona cualquier cosa. ¿Te acordás de los técnicos en radiofonía, no sé cómo se llamaban, esos tipos como mi abuelo, que armaban aparatos de radio? Ésos guardaban cablecitos, alambres oxidados, clavitos de morondanga, tuercas, lámparas, las lámparas que usaban antes las radios, botones para los diales, diales, qué sé yo. Un día se morían, los coleccionistas, y todo ese montón de porquerías terminaba de la noche a la mañana en la basura. Y ahora, ¿quién tiene una de esas radios? Nadie. Ni de recuerdo las guardamos. Bueno, con los libros va a pasar lo mismo. ¿O para qué te crees que inventaron Internet? Internet es la biblioteca del mundo. Está todo, en Internet. No sólo Guada. No sólo pornografía. No sólo lugares para guachos que violan pibitos como la organización que ayer descubrieron en Italia, fascistas que hablan de cacerías y de presas...
En el pasillo, frente al departamento, hay un montón de gente: amigos, vecinos, curiosos. De repente pienso en un velorio. Esto es el velorio, pienso. Pero no. Me abren paso, cuando me acerco, y entramos, Cúper y yo, al bulo de mi padre. Yo tengo alucinaciones: hay olor a hospital acá, o es el olor de la muerte.
Rosa le ajusta un nuevo vendaje en el pecho al viejo. Le veo las manos deformadas por la artritis a los restos en pie de una mujer que seguro tuvo su época de fuste.
Además —me dice cuando me ve, y da la impresión de retomar un diálogo que nunca tuvimos—, tiene dos costillas rotas.
Frente a la ventana, de espaldas, con los brazos cruzados, la
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mirada que se refleja en el vidrio clavada en la oscuridad y en las luces que construyen abismos y reflejos sobre las aguas invisibles de la laguna, está Juana la Loca. ¿Quién podría negar que es una visita de relieve? Como si la Thatcher fuese un día a verlo a Reagan perdido en el corralito de su Alzheimer. Cuando le cuento a Cúper un poco más tarde la idea que se me representó sacude la cabeza.
Vos sos el rey del mambo, Rata —me dice—. Si tu viejo fuese Reagan yo sería Rockefeller.
¿Se salva? —le pregunto a Rosa.
La enfermera antigua me mira. Tiene, inevitablemente, los ojos perdidos detrás de nubecitas o de cortinas finitas, transparentes y turbias. Es así. Lleva el pelo atado en un rodete y si hubiera encontrado su vieja cofia seguro que se la hubiera puesto.
A lo mejor —me dice—. Yo creo en Dios.
Se va, Rosa.
La agonía de mi viejo le ha devuelto a esta mujer esa dignidad que se pierde cuando uno ya no tiene nada que hacer y se vuelve un trasto, una incomodidad para todo el mundo. Entonces Juana la Loca se acerca a la cama.
Ella no me mira.
Tiene el pelo como la paja seca: sin brillo y descolorido. Parece rubio, blanco, gris, todo junto.
No —me dice Juana la Loca—. No se salva tu viejo.
Me quedo callado. Cúper también.
Ella le agarra una mano al hombre que en la cama, con los ojos abiertos, no ve, no piensa, no tiene sentimientos. Me pregunto qué habrá unido a esos dos personajes que no se tenían confianza, que no eran amigos, que ocultaban rencores, y que más de una vez, sin duda, durmieron juntos.
Gracias por venir —le digo a Juana la Loca.
Es una formalidad. No sé qué decirle. Y quiero decirle algo. Ella no me mira, pero el fantasma de una sonrisa fugaz le cambia por un segundo la boca. Yo sé que si mi viejo se muere esta mujer gana espacio, influencia, poder. Ella tiene un par de negocios más en la cabeza. Y quiere las riendas de Puerto Apache o ser dueña de las manos del que se quede con las riendas. Muerto mi 96 viejo, la caída del Chueco y de Garmendia es cuestión de días, y la Primera Junta será muy pronto un recuerdo, el nombre de una placita nueva, o algo por el estilo. Historia antigua. Salimos de Puerto Apache en el auto de Cúper.
La llamo a Maru por el móvil.
Me dice que está sola pero que no puede verme ahora.
Le digo que no me importa, que voy para su casa.
Transa.
Me dice que hoy no, pero que vaya mañana al mediodía. La vida con Maru se ha vuelto una vida irregular a pleno sol. Así que dejamos el auto en el estacionamiento de un restaurante de Puerto Madero. El encargado es amigo de Cúper. No hace falta que vayamos a comer al restaurante. Es un boliche lleno de caretas, ex funcionarios, algunos productores de la TV, tipos enriquecidos a costillas de todos nosotros, merqueros y vividores de calañas diversas y estirpes múltiples. O sea, un paraíso argentino. Cúper tiene ganas de comer pizza.
Por eso caminamos un rato a lo largo de los diques. Veo las luces de la fragata Libertad anclada un poco más tila, en la Dársena Norte.
Nos sentamos por fin en una terraza con suelo de madera, columnas de hierro, luces bajas, mesas con manteles blancos, velitas y flores. Una pizza, acá, nos va a salir más cara que un plato de ostras en el boliche del Pájaro.
Pero a mí no me gustan las ostras. A Cúper tampoco. Y yo no voy a comer nada esta noche en el boliche del Pájaro. Nos atiende una chica montada sobre unos zapatos con plataformas dignos de un buzo o de un astronauta. Nadie puede caminar con suerte o distinción sobre una porquería semejante. Tiene las piernas que tiene que tener, la chica, las gomas operadas y los labios llenos de colágeno. Se dibuja una sonrisa inútil cuando nos pregunta qué nos vamos a servir. Nos llama caballeros. Le pedimos una pizza de muzarela, jamón y tomates y dos ! balones. Algo parecido a un clásico. Pero por la pinta de la chica te me mete en la cabeza que vamos a comer chatarra. Veremos. Hay viento del sudeste. No hace frío. Los manteles se agitan de vez en cuando. Las llamas de las velitas tiemblan.
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Brindamos, con Cúper. Chocamos los balones y brindamos. Al rato aparece una banda de pibitos, mendigos, harapientos, dos o tres van descalzos, otros moquean. Los ponen en la calle cada día mejor producidos a los pibes. Hay una nena que no sabe ni una palabra en castellano. Es rubiecita. Si uno fuese un tarado pensaría que hay países que están peor que éste. Una de las maneras del triste consuelo. De no entender nada. O de ser un nabo.
Vienen por la calle de piedra que hay junto a los muelles, los pibes. Nos ven y se suben a la terraza. De cualquier lado salen tipos de seguridad y los obligan a volver a la calle. No los tocan. Los rodean. Y los hacen retroceder, bajar de la terraza sin ponerles un dedo encima. Pero siempre alguno se filtra y vuelve. Un pendejo me pide guita.
Le digo que no le voy a dar guita.
Entonces me pide queso del que nos trajeron en un platito junto con los balones. Cachitos de pan trajo también la moza de zapatos duros.
Le digo que me gusta el queso y que me lo voy a comer yo. Cúper no abre la boca. Tiene las piernas estiradas, los dedos cruzados sobre el vientre, y mira los barquitos deportivos que flotan en el dique.
Por fin me pide un cigarrillo, el pibe.
Le doy un cigarrillo.
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8. EL ALMACÉN
Dejamos el auto de Cúper en una calle con árboles, a una cuadra del boliche preferido del Pájaro que no es el primero sino el último que abrió, una mezcla de restaurante y bar que hizo construir en una vieja imprenta de anarquistas que antes había íido una fundición. No sé si será verdad porque estos tipos te tiran cualquiera a la hora de inventarles algún pasado artesanal o progre a sus locales reciclados, a los techos altos, las vigas de madera, las columnas de hierro.
Nos detenemos en la esquina de enfrente del boliche, fumamos, echamos un vistazo. Son las once de la noche, la hora preferida por el público de la zona para llegar, dar vueltas en busca de un agujero donde dejar los autos o las 4x4, y atiborrar media docena de lugares. Siempre me pregunto por qué algunos no dan abasto y otros son desiertos que languidecen durante meses hasta que alguien les cierra definitiva y piadosamente las puertas. Y
siempre me digo que no se entiende porque capaz que detrás de los negocios hay negocios que explican lo inexplicable. Capaz que no se trata sólo de poner frente a las hornallas al mejor cocinero de la zona, de llenar el sitio de pendejas que no entienden la diferencia entre un filet de merluza y una brotóla a la plancha pero que te atienden como si vos fueras Brad Pitt, no se trata de conseguir el mejor Relaciones Públicas del sector ni de que el
lugar sea una copia de otro de Nueva York, de París o de
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Amsterdam. No. Capaz que a veces el secreto está en otro lado. En el negocio que hay detrás del negocio, pienso, y por eso no muchos saben de qué se trata. A veces ni siquiera los dueños de los bares forman parte del otro negocio. Son business que se arman en paralelo, que mueven otras cosas, que tocan fibras diferentes. Pero cuando esos negocios se arman los boliches se llenan de modelos top, de funcionarios fashion, de burgueses fundidos en busca de algún estribo para no quedar descolgados, de hijos y entenados de los que mandan, de los dueños de la guita, de los videntes que saben cuándo quieren o necesitan mezclarse el agua y el aceite. Y entonces a veces estos emprendimientos son prósperos gracias a la prosperidad de un puñado de fulanos que le han robado a este país hasta el alma. No hay a la vista tipos de seguridad ni choferes o alcahuetes de los que salen todas las semanas en las revistas. Apenas se mueven agitando sus trapos de color naranja los pibes que acomodan autos o te los abollan si no les das bola. Pendejos que se ganan el morfi como pueden. El faro de cualquier Mercedes, Porsche o BMW cuesta más que toda la guita que pueden juntar en noches y noches ocupándose como siervos de las máquinas de los bacanes.
Esta noche será otra noche de sorpresas.
Cúper se queda en la esquina de enfrente y yo me mando.
Cruzo la calle y entro en el local del Pájaro.
De inmediato huelo la combinación de perfumes caros y de olores que se filtran desde la cocina. Oigo risas cristalinas de chicas glamorosas y voces intensas de tipos bien forrados. La palabra glamorosa la leí el otro día en una revista. Sé que viene de glamour pero todavía no sé si glamour viene del inglés o del francés. Me falta averiguar eso. Glamour creo que quiere decir algo así como hechizo. El lenguaje y la moda son así. No es lo mismo decir chicas hechizantes que chicas glamorosas. En cuanto a los tipos forrados hay que reconocer que no todos los tipos con guita levantan la voz en los bares. Hay una clase concreta de sujetos llenos de guita que hacen saber todo el tiempo que son tipos llenos de guita. Lo hacen saber llamando la atención.
Es curioso. Yo no soy nadie, pero si tuviera guita me haría
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notar lo menos posible. No sé por qué me parece que aunque las chicas hechizantes salgan con estos fulanos en el fondo les gustan más los tipos que hacen menos ruido. A lo mejor no. A lo mejor es una idea mía. A lo mejor no hay que hacer bandera para que estas nenas no te esquilmen. Nunca se sabe. No hay nada más secreto que el gusto de una mujer.
Mastico estas elucubraciones y me las saco de la cabeza. De ninguna manera se las voy a contar a Cúper, por ejemplo, y mucho menos al Toti, con el humor de perros que le dejaron los villeros que lo fajaron la otra noche... Lo único que me falta es otro sobrenombre.
Corre el champán, el pescado crudo, las mezclas de cordero patagónico con yuyitos de Indonesia. Hay olor a cigarrillos, también, y vestiditos ligeros, piernas largas, bocas pintadas de rojos brillantes, pieles bronceadas en soles de otro lado, remeras negras, camisas blancas, relojes macizos, hombres de pelo en pecho con las mechas teñidas o pintadas, ruido a celulares. Si algo puede definir mejor que otra cosa esta época son los teléfonos celulares. El timbre de los móviles en todas sus versiones son la banda sonora de una película sin pies ni cabeza que cuenta la historia de siete millones de argentinos que hablan todos al mismo tiempo por sus teléfonos celulares. Me pregunto más de una vez qué haríamos si no existiesen los teléfonos móviles. ¿Caminaríamos más? ¿Dinamos menos boludeces? ¿Estaríamos de acuerdo con algo? ¿Pagaríamos la deuda externa? ¿Nos moriríamos en silencio?
El Pájaro me ve enseguida y sale a mi encuentro.
Trago saliva.
En este momento me duelen los oídos. Creo que es miedo. Yo no arrugo. En general, no arrugo. Pero el Pájaro me da un poco de miedo. Siempre fue así. Me gustaría saber por qué. Lo único que puedo pensar es que sé que él está decidido a hacer cosas que yo no haría.
Me agarra con cierta suavidad de un brazo.
Vení —me dice.
Hay algo inesperadamente cordial, casi humano —diría yo—, esta noche en el Pájaro.
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Nos sentamos a una mesa en un rincón, lejos de la barra donde una legión de chicos y chicas se emborrachan como si fuera necesario, franelean, se drogan un poco. No llega mucha luz a esta mesa. El Pájaro apaga la vela que aletea en un globito de vidrio transparente. Me siento más tranquilo. No me gustaría que nadie piense que somos trolos.
El Pájaro pide whisky con hielo para mí y una cerveza negra para él. Nos atiende una piba que es un primor.
El Pájaro dice:
Supe que te la dieron.
Pela cigarrillos, un paquete de Winston. Prendo uno. Espero que la piba primorosa se aleje, tomo un trago de mi copa y le pregunto:
¿Quién te contó?
El Pájaro me dice con la cabeza que no importa.
Yo estuve afuera. Llegué hace un rato —dice—. Y me contaron que te comiste un garrón.
¿Yo sé que estuvo afuera porque anoche no vine a buscar los números o porque alguien le dijo que yo sé que él anoche no estaba en Buenos Aires? En cualquier caso a mí me fajaron hace dos noches. Para una cosa así no hace falta que el Pájaro esté acá o allá. Con dar una orden desde cualquier parte le alcanza y le sobra. Así que éste no es el punto.
¿Cuál es el punto?
El Pájaro estira una mano, me toca el mentón y me hace girar la cara. Me ve las costuras, los moretones de ese lado, y el ojo hecho percha.
De pánico, loco —me dice.
No entiendo nada.
Así que voy al grano:
Me cayeron tres tipos en un Ford azul. No sé cómo entraron.
Y ellos no sabían qué buscaban. Era evidente. A uno le saqué este fierro —deslizo sobre la mesa la máquina que llevo en la cintura. El contacto con mi 38, en la espalda, es una delicada incomodidad.
El Pájaro le echa un vistazo a la pistola y con un movimiento invisible la cubre de inmediato con una servilleta.
102
Me mira y me muestra los dientes.
Eso, para él, es una sonrisa.
Incluso, podría pensarse, una sonrisa amistosa.
Y vos pensás que te los mandé yo —dice.
Sí.
Toma cerveza, mira las mesas de alrededor, mira la calle, lo ve a Cúper, enfrente, pero no se inmuta.
El Pájaro conoce bien a Cúper. Lo tiene en lista de espera para darle trabajo. Pero nunca le encuentra trabajo. Yo creo que no le va a dar nada para que yo no tenga un socio adentro.
Sos un tarado —me dice.
Yo también miro para otro lado. Me la banco. No abro la boca.
Sos un minusválido cerebral —me dice.
Trago un poco más de whisky y le devuelvo la mirada.
Lo miro mal.
Quiero que se entere.
Escúchame, boludo. ¿Por qué te voy a mandar yo tres idiotas para que te muelan a palos?
Porque te afanaron y pensás que fui yo. O que yo estoy metido en el asunto.
Vos comes vidrio, Rata.
A veces sí.
Si yo creyese que vos me afanas no estarías sentado ahí.
Te digo más. Si yo creyese que vos me afanas y te hubiera mandado una patota vos ya no estarías vivo, ratón.
Me dice ratón.
No me gusta.
Ratón.
De pronto pienso en Maru.
A lo mejor ella no me mintió, pienso.
Pero no quiero ser iluso.
Mira, Rata —dice el Pájaro como si yo de golpe fuera un confidente, su mano derecha o su mejor amigo—. La mano viene cambiada.
¿Para qué voy a andar con vueltas?
Le digo:
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No entiendo.
Es lo más fácil.
El Pájaro muerde el filtro del cigarrillo. Me acuerdo de alguna película. No sé de cuál.
Tira el cuerpo sobre la mesa, se acerca, habla en voz muy baja:
Las cosas claras, ratón. El único motivo por el cual yo te mandaría un par de imbéciles para que te rompan nada más que tres o cuatro huesos es para que te dejes de joder con Maru de una vez por todas. Y te aseguro que no te los hubieras sacado de encima tan fácil. Pero no tengo tiempo para boludeces. No me están afanando, Rata. Me están mexicaneando. Termino el whisky.
No era una medida muy generosa.
El Ombú me mandó a esos tipos —le digo.
Él levanta apenas una punta de la servilleta y mira lo que alcanza a ver de la pistola del tipo con boca de lobo. Yo no veo nada. Me duelen los oídos.
Me acomodo el saco.
No quiero que se trabe nada si tengo que manotear el 38. No es el lugar. Sé que no es el lugar. Ni la hora. Ni la forma de hacer las cosas del Pájaro. Pero ya estoy harto de que me caigan encima desde los árboles...
Anda tranquilo, Rata. La cosa no es con vos. Pórtate bien. Bórrate. Dejala en paz a Maru. No me hinches las pelotas. Y va a estar todo bien. Hacete humo. Chau.
Me levanto.
No puedo creerlo.
Alguien podría imaginarse que este tipo y yo somos socios. O algo por el estilo. Que pateamos para el mismo lado. Que estamos en el mismo bando. Que la única diferencia entre nosotros es una pelotudísima cuestión de polleras... Cúper... ¿Qué pensará Cúper?
Antes de dar el primer paso hacia la calle oigo por última vez su voz en un murmullo inconfundible. Llevo años escuchando sus órdenes y sus consejos en ese murmullo:
Ojo, ratón —me dice—. Cuidate el culo.
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Me dice ratón.
Mejor que a Cúper no se le ocurra pensar nada.
Salgo del local.
Entro en el ruido de la noche.
Sopla viento del sudeste.
Es muy tarde cuando volvemos a Puerto Apache. La gente duerme. Un perro solitario trota por una calle lateral. Se para. Levanta las orejas. Mira pasar el auto. Sigue su camino. Es un perro marrón, cansado, a la deriva. Cúper deja el auto frente a su casa y ruega al cielo que la Mona Lisa no esté despierta. Y que no se despierte.
Yo la quiero —me dice—. Pero a veces me pone loco.
No te pongas loco —le digo.
Y me voy.
A medida que te acercas a la laguna se oyen los trajines habituales del hotel: un poco de música, algunas voces, la risa falsa de una chica probablemente dedicada a un chiste malo que no hay más remedio que festejar. Gajes del oficio. Es un trajín rutinario que se confunde con el silencio, con la noche, con esos ruidos que la noche arma en los alrededores de la laguna. Llego. Subo. Entro.
Parece que duerme, mi viejo. Sigue tal como lo vi la última vez que lo vi. La única diferencia es que tiene los ojos cerrados. En un silloncito, junto a la cama, hojeando una revista y al mismo tiempo mirando una película en la televisión, está Guada.
Tiene puesto un tapado de paño negro, no sé si porque ella también acaba de llegar y se va enseguida o porque hace frío. Donde el tapado se abre quedan a la vista las piernas cruzadas. Me mira. Mueve la cabeza. Es un gesto de pena, o de resignación. Tiene onda, esta piba.
Le doy una mano. Ella pone una mano en la palma de la mía. Le digo que nos vamos a tomar algo antes de dormir. Me dice que sí con la cabeza. Se para. Tiene olor a tabaco y a night club.
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No es lo mismo el olor a discoteca que el olor a night club.
¿Cómo se llaman ahora los night clubs?
La única posibilidad para tomar algo a esta hora es el bar del hotel de Juana la Loca. Así que subimos. En la escalera los zapatos de Guada casi no hacen ruido. Por los pasillos el taconeo es un repiqueteo armónico y sensual: pasos de mujer. Tacos altos. Tacos cercanos. Tacos para la noche.
Nos sentamos frente a un ventanal en el que de día la laguna parece puesta ahí como en un cuadro. Ahora no se ve nada. Guada pide un té y un cognac. Yo quiero un gintonic. Fumamos.
Parece que fuese difícil hablar. Por fin ella dice:
No probaba una gota de alcohol desde ayer.
No le pregunto por qué. Me imagino la respuesta. “En este trabajo si se te sube el trago a la cabeza estás muerta.” No quiero escuchar algo así. Y entonces me zumban los oídos con los zumbidos de un sentimentalismo sin sentido. Soy un tipo con problemas. Ando calzado con un 38. Estoy seguro de que en cualquier momento las cosas van a pasar a mayores. Adentro y afuera de Puerto Apache. Y se me hace puré el corazón por una piba que gatea y que curte con mi viejo.
¿Qué me pasa?
La mina que atiende la barra y sirve las mesas nos mira desde su butaca frente a la caja. Un matón, en una mesa, del otro lado, duerme con sueño pesado.
Hay poco movimiento, esta noche, en el hotel Laguna Roja.
Entonces me acuerdo de una foto.
Ella está parada al lado de una columnita. Tiene las piernas un poco abiertas, un top quizá plateado con breteles muy finos que termina antes del ombligo. Con las dos manos se levanta hacia el vientre una pollera diminuta, blanca, o celeste, quién sabe, y entonces se le ve el slip. La cabeza de perfil, hacia su hombro derecho. El pelo le esconde un poco la cara. Pero es ella.
En la misma página hay otra foto.
Ella ya no tiene ni el top ni la pollera. Sólo un corpino y un slip blancos con puntitos rojos. No se ve del todo bien. El corpino es demasiado chico y el slip podría ser una tanga. Ella está de rodillas sobre un sillón con las manos apoyadas en el respaldo. En los pies creo que se le ven unos zapatos de tacos muy altos. Las piernas están separadas y ella mira a la pared. O sea, uno la ve de atrás.
En la primera foto, sobre la columnita que le llega más o menos a la cintura, hay flores amarillas. En la otra foto, a la izquierda de ella, hay una planta, casi seguro un ficus.
Se podrían decir muchas cosas de estas fotos. Voy a elegir una. No hay grupo: Guada tiene las piernas más largas de Puerto Apache.
A los 16 años yo ya me colaba en los night clubs. Amaba el olor de los night clubs, ese olor a fungicidas, a perfumes artificiales, a calor, a humo, a sudores, y a mujeres. Era un pendejo. No tenía plata. No me daban bola. Pero yo hacía un favor acá, otro allá, les contaba chistes a todos y me hacía amigo de las chicas.
Antes, mucho antes, cuando era pibe, más de una noche me despertaba el ruido de los tacos. Las minas volvían de laburar, en Pompeya, y el ruido de los tacos me despertaba. Yo escuchaba desde mi pieza el ruido de las minas. En esa época, me parece, mi vieja ya no laburaba...
Guada me dice que tiene sueño.
Le toco el pelo.
¿Qué quiero, yo?
¿No tengo bastante con Jenifer, con Maru, con alguna cana al aire?
Mi viejo decía hace poco que él estaba retirado, que no quería saber más nada con las minas, pero que bueno, que de vez en cuando él se echaba una cana al aire.
Es un tramposo, mi viejo.
Mira la cana al aire que se echaba.
¿Qué quiero?
¿Quiero cojerme a la mina de mi viejo?
Me acuerdo de otra foto, en la misma página...
Salimos del bar, del hotel de Juana la Loca, del Palacio
Apache. La acompaño a Guada hasta su casa, un poco más allá
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del barcito de López. Pasamos cerca del Peugeot 403 blanco, descascarado, y con una rueda pinchada. Un día me voy a comprar este auto. Lo voy a arreglar, lo voy a pintar, y voy a salir a dar vueltas por ahí. Siempre me gustaron los Peugeot 403. Son de otra época.
¿Estoy loco, yo?
El cuartel general de Barragán no es una oficina en el microcentro, no es un derpa en Libertador, no es una casona en Belgrano. El cuartel general de Barragán es un almacén en Colegiales. No sé cuántas veces fui desde hace un año al cuartel general de Barragán. Más de cien. No voy todas las noches. Voy cada dos o tres días. No sé por qué. Por muy avispado que me crea nunca he conseguido entender del todo la organización de este business del Pájaro. Supongo que las cuestiones de seguridad, la información escondida, lo que por mucho que se mire no se ve, es lo que hace que no se entienda. De eso se trata. Me imagino. De que nadie termine de saber cómo funcionan las cosas. En todo caso yo a este almacén vine un montón de veces. La primera noche no lo podía creer. Después, con el tiempo, me pareció primero genial, después un boliche de pijoteros, y ahora vuelve a parecerme la idea de un cráneo.
¿Es un cráneo, Barragán?
Me cuesta reconocerlo, pero estoy casi seguro que sí.
De tanto verme por ahí el gordo me fue tomando confianza. Es esa clase de confianza que da la estabilidad. Si vos sos socio de un tipo y ese tipo tiene un forro como yo que viene a tu cuartel dos o tres veces por semana, en pocos meses el forro se te convierte en un lorito embalsamado, un pendejo inofensivo, leal o de confianza. Entonces empecé a ver cosas. La venta al menudeo, por ejemplo. Los clientes directos que Barragán recibe en el almacén y el modo concreto en que se realizan las transas chicas. Una transa chica, en el almacén, puede ser de 10, 20, 30 gramos . A veces más. 50, 100 gramos , pongamos. 100 gramos , hablando en plata, ya deja de ser una transa chica. Para Barragán entra en 108 la categoría. Pero está en el límite. Como los boxeadores: un gramo más y pasan de welter a mediopesados.
Una transa chica se hace más o menos así: los puntos llaman al cuartel, llaman a un teléfono limpio, un teléfono de tierra, un número que no existe; cuesta un par de miles un número así, pero los pibes de las telefónicas te pueden conseguir lo que quieras: un satélite propio, si se te ocurre. Las llamadas jamás pueden entrar por celulares. No hay nada más buchón, inseguro y peligroso que un móvil. O sea, el que llama es porque tiene el tubo correcto. Casi siempre son tipos. De vez en cuando llaman minas. Los tipos por lo general vienen solos. O entran solos al cuartel. Si traen comparsa, amigos, segundad, lo que sea, esperan afuera, en los alrededores. Las minas suelen entrar de a dos. No sé por qué Barragán les permite esto. Supongo que porque son minas. O sea, indecisas. ¿Viste cuando se van a comprar una cartera? Dan vueltas y más vueltas, de boliche en boliche, de color en color, de precio en precio, y se preguntan todo el tiempo:
¿Vos cuál te comprarías? Con la merca es igual. En el cuartel hay mucha variedad, muchos precios, muchos cortes. Por eso es un almacén. Y las minas, en las transas chicas, para consumo personal, como le dicen, dan mil vueltas. Las minas casi nunca compran para revender. Hay excepciones. Siempre hay excepciones. Pero la mayoría compra para uso propio. A las que laburan con la diferencia, las que ratonean, las que compran 10 gramos y en media hora te los convierten en 20 mezclándolos con sales de anfetas, aspirina rallada o maicena, Barragán las saca cortitas. Apenas las descubre, las fleta. Esas ventas no sirven para nada. Son peligrosas. Los ratones buchonean tubos, direcciones, nombres, son una peste. Hay pibes también que ratonean, por supuesto. Drogones, colgados, infelices. Lo mismo para ellos. Su ruta.
Barragán es gordo. Esto ya lo dije. Monti también es gordo. Pero son gorduras diferentes. Monti es un gordo fofo, un obeso sin aliento, un tipo que suda. Barragán en cambio es un cerdo.
Los cerdos no son necesariamente blandos. Barragán es un gordo
consistente con la cara colorada. Es como si se le rompiese
algo en la piel y le quedaran hilos o puntitos de sangre violeta,
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manchas, digamos, que si se miran con atención o de cerca se convierten en una piel lastimada por adentro o en un mapa turbio de sangre perdida.
El cuartel de Barragán es un almacén en Colegiales, cerca de la plaza Noruega, ese barrio con las calles llenas de virreyes, generales y poetas. El ex almacén está en una esquina con las persianas bajas para siempre. Se entra por un portón de fierro que hay en una de las calles laterales. La oficina de Barragán es una piecita en el fondo de un pasillo, diez metros cuadrados rellenos con un escritorio, el sillón de Barragán, muebles metálicos de oficina atiborrados de carpetas, talonarios y porquerías que fueron quizá la contabilidad o algo así del ex negocio, y media docena de sillas de madera. Hay un ventilador viejo, de pie, un Siam que sigue dando vueltas los días de verano como si el tiempo no lo hubiera tocado. Y un televisor descompuesto en un rincón. Eso es casi todo. Desde ahí Barragán maneja sus cosas como un rey de morondanga en la piecita de servicio de un palacio invisible. Existen reyes poderosos en la sombra. Acá yo me acordé una vez de cuando era pibe y mi vieja me mandaba a comprar dulce de leche a un almacén de Pompeya, arvejas partidas, harina, queso, fideos para la sopa... Era un almacén lleno de cajones cuadrados con el frente de vidrio para que uno pudiera ver qué había adentro y que se abrían no sacándolos para afuera sino tirando para abajo el frente de vidrio. El almacenero ponía en bolsas de papel las lentejas o la polenta, por ejemplo, con grandes cucharas plateadas y después volvía al mostrador y a la balanza de dos platos. En uno de los platos iban las pesas de bronce y en el otro se ponían las galletitas, o la ricota, o la sémola, o el dulce de leche. Había pesas de medio kilo, de uno, de dos kilos, y pesas de 50, 100, 250 gramos ... Se podía saber casi exactamente cuánto pesaban las cosas en las bolsas o en aquellos paquetes de papel blanco que cuando envolvían quesos, o dulces, o aceitunas llevaban otro papel adentro, un papel de seda.
El almacén de Barragán es igual.
La única diferencia es que acá no se vende dulce de leche.
Uno de los secuaces del gordo me hace pasar directo a la
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oficina. Él está hundido en el sillón, los dedos cruzados en lo más alto de su enorme panza de obeso, de alcohólico, de esa clase de sujeto que entre una rubia y una banana con crema elige la banana. Los puntitos colorados y violetas de la cara parecen más brillantes que nunca.
Hoy no tenemos trabajo —me dice sin prólogos Barragán.
No —le digo.
Entonces ¿de qué hablamos?
Barragán no fuma.
Eso me parece raro.
Uno se imagina que un tipo como Barragán fuma. Y no sólo cigarrillos. Un tipo como Barragán fuma también cigarros. Él no.
Le digo que no sé:
No sé de qué tenemos que hablar.
Eso pasa porque nos vimos mucho pero nunca hablamos.
Nunca nos hicimos amigos.
Es verdad.
Si vos no traes tus números no tenes nada que decir.
No.
Y hoy no hay números.
Se me empieza a formar en las ideas una especie de pregunta estúpida, pegajosa, repugnante, una babosa ciega que me come el cerebro. La pregunta es: ¿Qué pasa? O mejor dicho, la pregunta es: ¿Qué es lo que no sé?
No —le digo a Barragán—. Hoy no hay números.
De acuerdo. ¿Qué haces acá?
Los guardaespaldas del gordo se mueven en sus sillas. Son movimientos obvios para que yo me acuerde que están sentados ahí.
Empiezo a ver todo mal.
Es una furia que me baja del balero como una nube de barro, baba de babosa, rencor, odio, ganas de romperle los dientes a alguien a culatazos. Ganas de ver escupir dientes rotos y de oír que alguien pide perdón.
Mire —le digo a Barragán.
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Le muestro lo inocultable: los golpes que tengo en la cara, las cicatrices, el ojo morado, las costras de sangre en la boca.
Veo —me dice.
Alguien me dijo que me rompieron la cara porque faltó guita en una cobranza. Yo los números no los invento ni sé cómo funcionan. Así que no puedo cambiarlos para joder a nadie. O usted no entregó lo que tenía que entregar o el que cobró no entregó toda la guita que cobró.
Vos no podes joder a nadie con los números, yo lo sé. Y yo entregué lo que tenía que entregar. Tendrías que hablar con el comprador o con el que cobró la guita de la transa.
El comprador pagó lo que recibió.
Barragán me mira. Me mira largamente. Tiene un par de ojos sin color, llenos de líquido, perdidos en la cara. Suspira. Me hace acordar al personaje de una película que es un mafioso y que quiere comprar un bar. No me acuerdo qué película. Suelta los dedos trenzados sobre la panza y me señala con un índice inesperadamente flaco y largo. Es un gordo raro, Barragán. Me mira un rato y por fin me dice señalándome algo con el dedo:
Entonces vas a tener que hablar con Maru.
¿Con Maru?
Ella fue la que cobró esa transa.
Yo trago aire.
Cuando cruzo el pasillo hacia la calle veo que hay un tipo probando merca. El encargado del almacén dirige la degustación... En los infinitos cajones del local hay merca, yerba, hasch, ácidos, éxtasis, caballo... Lo que quieras. Excelente, muy buena, o buena. La calidad de Barragán no baja de buena. Los precios tampoco.
Salgo del almacén, camino un par de cuadras, me subo al auto de Cúper, prendo un cigarrillo y dejo pasar el tiempo. Cúper, que me juna, espera un rato. Después, sin apuro, pone en marcha el motor y arranca despacito. Salimos de Colegiales por una avenida con rumbo a Libertador.
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En Puerto Apache, cuando la noche termina, más allá del barcito de López, antes de entrar a la casa donde vive con su madre, apoyada en la puerta, Guada me mira como si yo fuese un pendejo al que nadie lo avivó. A lo mejor por eso me dice por fin que Juana la Loca quiere el acuerdo de mi viejo, la bendición de mi viejo para organizar cuando él se muera las cosas de Puerto Apache. Y Guada me dice que mi viejo no le va a dar ese acuerdo. Ni a Juana ni al negro Sosa. Ni en privado ni en público. Mucho menos en público. Él no le va a decir a nadie que después de la Primera Junta los que van a mandar en el Puerto son Juana y el negro Sosa. Y yo pienso por segunda o tercera vez en la noche que soy un boludo que tiene la cabeza llena de pajaritos y que no entiende un carajo de la realidad. Y por otro lado me pregunto si es posible que el quilombo que hay con el Pájaro y con sus negocios no tenga nada que ver con el quilombo que se está armando en el Puerto.
Ya es muy tarde.
Estoy apaleado.
No me da la cabeza.
Pero me hago una pregunta más. La otra noche tres fulanos me encerraron en un galpón. Al final no sabían si tenían que seguir triturándome los huesos o liquidarme. Por eso me gustaría saber: ¿a quién fue a pedirle instrucciones el tarado que se rompió la mano pegándome en la cara?
El Ombú no es la respuesta.
O hay otra pregunta.
¿Quién le dio esa orden al Ombú?
Me parece que a veces se llega a la puerta del infierno.
113
9. GlLDA
Me despierto a las dos y media de la tarde. Abro un ojo y veo las sábanas, el ropero, un cuadrito con una foto de la madre de Jenifer colgado en la pared, un poco de sol que entra por los postigos entornados de la pieza. ¿Cuánto hace que no dormía así? Me despierto después de nueve o diez horas en las que no fui nadie. No tuve sueños, no escuché nada, no estaba en ningún lado. Cuando salís de un sueño así te da miedo porque a lo mejor querés mover una mano y la mano se mueve y entonces te das cuenta de que estás vivo.
Por eso me quedo un rato quieto, después me levanto sin apuro, doy una vuelta por la casa, no hay nadie. El equipo de música está apagado. En la cocina me hago café y como galletitas de chocolate de los chicos. Fumo. Veo las fotos de Gilda en la tapa de sus discos. Era una piba de pelo castaño, de ojos marrones, claros, y labios llenos. No esas boquitas sin carne o llenas de colágeno. Tiene los dientes un poco desparejos, Gilda, y el pelo o el flequillo mal cortados. Tiene la mirada y la sonrisa un poco frías. A lo mejor es porque no había aprendido a mirar las cámaras de fotos. A lo mejor es porque los ojos y la boca eran tristes, y no fríos, quién sabe.
Me sirvo otro pocilio de café.
¿Qué voy a hacer el día en que alguna eminencia me explique que tengo que dejar de fumar?
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No sé.
Capaz que hago como mi viejo.
A mí tampoco me va a matar el cigarrillo.
Pongo un disco. Me miro en un espejo. Tengo la cara a la miseria. Todavía no puedo afeitarme. Escucho a Gilda:
¿ Cómo es eso que te vas
y me dejas sola?
¿Cómo es eso que te vas
y me dejas triste?
Lo siento, mi amor,
pero yo no voy a dejarte solo.
Di/e a esa mujer con la que te vas
que nos vamos todos.
Por eso me doy una ducha, me visto, salgo a la calle y me siento en el sillón de paja que tengo junto a la puerta. El sol está bueno. A lo mejor se me acomodan las ideas. Tampoco tengo tantas. Pelo el celular y la llamo a Maru. Le dejo un mensaje: no puedo ir ahora, se me hizo tarde, pero voy a llegar a su casa a eso de las cinco.
Mientras elegía una remera encontré en el ropero, entre mis cosas, un slip. Un slip blanco, de Maru. Es más fuerte que yo. Me lo llevé a la nariz. Creo que mientras dure ese olor voy a seguir pensando que todavía no todo está perdido. Pasa gente frente a mi casa. Me saluda, la gente. “Hola, Rata”. “¿Qué tal, padre?” “¡Te quedó linda la estética!”
Padre.
Un chofer que trabaja en la línea 39 pasa y me dice padre. Lo escuchas diez veces por día. Pero hay una vez que te pega diferente, y te quedas enganchado. ¿Cómo aparecen estas cosas en la forma de hablar de la gente? Igual que hijo de puta. “¿Qué haces, hijo de puta?”, te dicen. Y te están diciendo querido, hermano, amigo del alma. No te están diciendo hijo de puta. Es así. Bueno, ¿qué te están diciendo cuando te dicen padre?
¿Máquina, macho, genio? ¿Es una muestra de algo? ¿De qué?
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El tema no es la duración del olor de Maru en un slip. El tema es el sentimiento que me produce. A lo mejor un día el olor —aunque sea un poco de ese olor— sigue en el slip... pero yo no siento nada.
No, no es posible.
Cuando yo me acuerde de Maru me va a pasar algo. Siempre. Aunque ya no nos demos bola. No puede ser que huela su olor, por ejemplo, y no se me mueva un pelo. Pase el tiempo que pase.
Maru es Maru.
Por este camino las ideas no se me van a ordenar, se me van a ir más al carajo, la vida no es Maru... La vida, ¿no es Maru? Pienso que un poco de sol a lo mejor me hace bien para las cicatrices, me seca las costras de sangre que tengo en la cara. No sé qué hacer.
Así que por suerte aparece el Toti. Se asoma a la puerta de su casa. Tiene el pelo recogido con una vincha, una vincha gruesa que le agarra toda la frente, las orejas, la nuca. Tiene un jean, zapatillas chinas y una bata negra de rayón.
¿Qué haces, gorrión? —me dice.
Le digo la verdad:
Nada.
Entonces el Toti se mete en la casa y reaparece con una silla.
Viene y se me sienta al lado.
Está bueno el sol —dice.
Le digo que sí.
Me contempla la cara.
Se te ve mejor —me dice.
Vos sos un amigo.
En serio, boludo. Estás mejor.
Bueno, Toti.
Me contó Cúper que andas calzado.
Cúper ve una gomera y cree que es una catapulta.
¿Qué es una catapulta?
No me jodas.
Me contó que vas con una pistola, un revólver y una navaja.
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Lastre —le digo—. Para no volarme. Hay mucho viento, ¿viste?
Pero también me dijo que no entiende para qué andas lleno de fierros si nunca los usas.
¿Cuándo lo viste a Cúper?
Hace un rato. Salió con la Mona Lisa. Se fueron en el auto, no sé adonde. ¿Viste que cuando la Mona Lisa no quiere que Cúper te cuente algo Cúper no te lo cuenta?
Sí.
Bueno. Así pasaron..., a eso de las 12.
Ando calzado —le digo al Toti— porque la próxima vez que alguien me levante una mano le meto cinco balazos en el balero.
El Toti saca para afuera el labio inferior. Se pasa la mano sana por el pelo que se le sale atrás por debajo de la vincha.
Tengo que ir a la peluquería —me dice.
Y vos, ¿qué hacías levantado a las 12?
Anoche me acosté temprano.
¿Por?
Por nada. Mira, yo creo que la Mona Lisa se lo llevó a Cúper para hablar con el sobrino.
¿Qué sobrino?
El sobrino de la Mona, que es también el socio. Tienen un business juntos, en Belgrano, y parece que el pibe la está pedaleando, a la Mona, y además se está abriendo, crece, hace cosas nuevas, y no las reporta.
Ah —le digo.
No me importan nada los negocios de la Mona Lisa ni los problemas que tiene con su socio.
El asunto es que el pibe se está financiando el despegue con guita que sale del business que tiene con la Mona y por eso ella quiere que Cúper intervenga y que...
Toti —le digo—. Cerra los ojos.
Me mira, el Toti.
Cerra los ojos y toma un poco de sol —le digo.
Cómo sos —me dice.
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El encuentro con Maru me cayó mal.
No nos vemos en su casa. Me llama un rato antes, me dice que anda por el centro y me pide que nos encontremos en un bar de la calle Alsina. Voy a manguearle el auto a Cúper pero todavía no volvieron de la reunión con el sobrino de la Mona Lisa. En el camino me lo cruzo al Chueco y me presta el Renault descuajeringado que usa de vez en cuando. Peor es nada. Por eso llego al bar a las cinco y cuarto. Si hay algo que Maru no se banca es llegar primera a un lugar y tener que esperar. Esta tarde tampoco se lo banca. No entiendo bien qué le pasa a esta mina pero tiene una mala onda que te deja mudo. Está tomando un té con limón y soportando el tumulto de miradas que le caen encima. Los tipos no pueden dejar de mirarla. Siempre es así. Cuando aparezco yo disimulan un poco, pero siguen fichando. De reojo, barriendo el local como si buscaran la puerta del baño, llamando al mozo para pedirle el diario, o lisa y llanamente junándola un poquito, de frente, como si yo estuviera pintado. Cualquier cosa. Pero hoy no me siento inmortal. Estoy sentado, frente a ella, y yo tampoco puedo dejar de mirarla —quién lo niega— porque cuando se le abre el saco se le ve el pulovercito verde, el escote en V, la piel, parte de la piel en ese triángulo entre las clavículas y el punto entre las costillas donde le nacen los pechos.
Pido un café.
Le saco un Winston de un paquete que dejó sobre la mesa y vuelvo a fumar. Sacudo la ceniza antes de tiempo en un cenicero de lata que dice Ganda. No cae nada. Un cigarrillo recién prendido no tiene ceniza. Estoy nervioso. Ella me pone nervioso. ¿Qué le pasa? No lo sé y no me lo va a decir. La conozco. Pienso que la conozco demasiado. Pero todos los tipos a veces pensamos eso de las minas que andan con nosotros y un día nos avivamos que no las conocíamos ni de casualidad.
El mozo me sirve el café y se va.
Estamos en un bar donde es casi imposible que Maru se cruce con nadie que le interese y donde si alguien me reconoce a ella le importa exactamente un rábano. O sea, estamos fuera del 118 circuito de alta competición. Esto es futbolín, burako, canasta uruguaya o chinchón. Juegos de mesa. Nada que se parezca a las Olimpíadas, a la noche, al sexo secreto, a la eficacia o a los trucos de jugadores de talla. Una pavada.
Por eso la odio.
Porque me quiere, hoy, afuera.
Out, dicen los pibes en las películas norteamericanas. No tengo, no puedo, no debo cruzarme en su camino, en el camino del Pájaro, o en el camino de Dios sabrá quién. Eso es casi lo primero que pienso.
Un poco después, antes de que se vaya, pienso que no todo lo que me dijo es verdura, boludeces, cotillón para distraerme. Hay varias cosas que todavía no sé. Pero no estoy equivocado. Maru tiene miedo. Es algo que yo no había visto nunca. Ella, con miedo. Un animal nuevo.
Maru me dice que tiene miedo.
De acuerdo.
Pero yo voy a tardar un tiempito en darme cuenta de que no tiene miedo de lo que me dice que tiene miedo sino que tiene miedo de otra cosa.
El segundo punto que no puedo saber, cuando ella se levanta y se va, cuando sale del bar llevándose la mirada de todos los tipos, cuando yo mismo la miro irse, cuando miro abandonado ese cuerpo que bascula en el aire como si no fuera de este mundo..., lo que no puedo saber es que ésta es la última vez que veo a Maru.
No sé todo esto. Así que termino el café, prendo otro Winston del paquete que ella dejó sobre la mesa como un olvido, un regalo, o una limosna, y mastico lo que me dijo, todo lo que me dijo.
Después salgo del bar, me subo al Renault que dejé estacionado por Defensa, y manejo sin saber adonde ir.
Mastico una vez más, por última vez, lo que me dijo Maru. Maru me dice que yo estoy haciendo mucha bandera. Que me olvide del Pájaro, de Monti, de Barragán. Que me olvide del Ombú, de Tony, de los tipos que me fajaron y de todos los personajes de esta historia. Maru me dice que la cosa no es conmi-119 go. Que el problema no soy yo. Que mandarme a esos matones de cuarta fue un error de cálculo porque eso tendría que haber dado un resultado que no dio, o que dio otro resultado. Algo así, dijo.
No es con vos, Ratita.
Oigo su voz. Me dice Ratita. Es un flash. Sólo eso. Fue la última vez que me sentí inmortal. Y duró menos que un suspiro. Maru me dice que el Pájaro sabe que yo no tengo nada que ver con la guita que falta. Que a veces se pone un poco celoso, un poco estúpido, pero nada más. Ella me dice que yo era un anzuelo. Me dice que me abra porque si no estoy perdido. Y ella me dice que tiene miedo.
Tengo miedo. Me van a cagar. Si lo convencen al Pájaro de que yo me quedé con la guita estoy muerta. Esta es la pura verdad. La mano viene pesada. Sálvate, Rata. Salta.
¿Y vos?
Yo no sé. Tiene que aparecer la guita.
¿Cuánto es?
Diez mil.
¿Y yo? —le pregunto como un boludo.
Ella se para, se cuelga la cartera de un hombro. Quiero creer que se acuerda de algo que le gusta. Sonríe, apenas, sin tiempo.
O en otro tiempo. Me dice:
Vos sos un anzuelo.
Y sale del bar con ese paso falso pero perfecto que hace pensar en potrancas de pura sangre.
El sobrino de la Mona Lisa empezó a los 13 años —me dice el Toti.
Repito: no me importa nada el sobrino de la Mona Lisa. Pero el Toti está dispuesto a contarme la historia como si a él le importara un montón o como si fuese la clave de algo. El sol me calienta los párpados, los labios, la nariz.
Quiero ser otro.
Es una revelación.
Pienso: quiero ser otro. Estar en otro cuerpo, en otra cabe-120 za, o no estar. Es una manera de pensar que hay una vida mejor. Otra manera es creer que todavía se puede hacer algo como la gente con esta vida de mierda que nos tocó.
El pibe —dice el Toti— empezó mangueando. Abría y cerraba las puertas de los taxis, limosneaba en las mesas de La Biela, no le fue mal. Entonces armó una banda de pendejos que cubrían la zona, desde Guido hasta Quintana, desde la iglesia y el cementerio hasta Callao. Chicos, nenas, de 9, 10, 11 años... El sobrino de la Mona Lisa les enseñaba el abe, los organizaba, los marcaba de cerca. No les pedía porcentaje. Les cobraba un fijo. Tanto por día. El resto se lo quedaban. Se fue haciendo duro, el pibe. De vez en cuando había que castigar a un miembro de la orga, darle un par de pinas, las nenas incluidas, es claro, a veces había que romperle la cara a un intruso que se quería colar o quedarse con la parada. La mano se puso brava. Entonces tuvo que transar con los botones del lugar, conseguir protección, hacer arreglos con otras orgas. La calle no es fácil. Tiene sus leyes. No sobrevive cualquiera en la calle. Pero este pibe creció, hizo guita, los pendejos que laburan para él no lo adoran pero lo respetan, le tienen miedo, le hacen caso. Funciona todo okay. Son más o menos 30 ahora... ¿Querés un porro?
No. Me tengo que ir. La calle está dura. •
No te hagas el irónico.
El Toti se arma un cigarrito y fuma solo.
Es impresionante cómo maneja ya la mano entablillada.
No sabes lo que te perdés —me dice.
No, pero me imagino. ¿Qué te pasa, Toti? Déjame en paz.
Ya no me banco el sol, la historia del socio de la Mona Lisa, el hormigueo que empieza a darme vuelta por las venas cuando me acuerdo que dentro de un rato me voy a encontrar con Maru.
¿Vos pensás que Puerto Madero va a terminar como la Recoleta? —le pregunto al Toti.
¿Cómo terminó la Recoleta?
Llena de mendigos, chorros y putas.
Me mira, el Toti.
Le da una pitada a su cigarrillo.
121
Sí —me dice—. Va a terminar igual. Todo en este país va a terminar igual. O peor.
¿Y qué van a hacer los bacanes?
Lo que hacen siempre. Se van a ir. Los que ya estén hechos se van a ir a Miami. Y los que todavía tengan cuentas para cobrar, laburos negros, estafas pendientes, se van a ir a barrios privados, a ciudades privadas, a palacios con murallas, ejércitos de seguridad rodeando las murallas, cuidándoles las casas, los autos, los colegios, las canchas de golf... Cuando terminen de afanar, cuando ya no quede nada, nada de nada, entonces ellos también se van a ir. Y en los barrios privados, las ciudades inviolables, los palacios amurallados los únicos que van a quedar son los peluqueros, los personal trainers y los dílers. Entonces todo se va a llenar de mendigos, de ladrones, de putas, y de putos.
Fuma el Toti.
Ahora tiene un poco de bronca.
¿Qué te pasa, che? —me pregunta.
Le digo que nada con la cabeza.
Suelta el humo que retuvo en el estómago. Y sigue:
La cuestión es que ese negocio el pendejo lo montó sólito.
Y entonces empezó con otro. Siempre hay que expandirse, ¿viste? Yo tenía un novio que decía que es una ley de la economía moderna. Así que se largó con un grupo de pibitos que se especializaron en cines de Belgrano. Para ese emprendimiento se asoció con la Mona Lisa, Primero porque la Mona controla mejor a los trolitos y segundo porque Belgrano queda en la otra punta de la ciudad. No se puede estar en dos lugares al mismo tiempo. Así que los trolitos del pibe y de la Mona se dedican a levantarse bufarrones en los cines de Cabildo. Cojer en los cines, a las tres, cuatro de la tarde, cuando no hay nadie, es más fácil de lo que parece. Los trolitos les sacan la guita a los bufas, se dejan toquetear, les chupan el pito, a veces tienen que cojer. Entonces se les sientan encima o se los llevan al baño. Es fácil. Hay excepciones, pero un bufarrón que paga en un cine suelta la mosca rápido y termina enseguida. A veces incluso se le van las ganas... No sé, les da miedo, se persiguen, te preguntan si sos cana, o 122 chorro... Es muy fácil, te juro. En Belgrano se hacen buenos negocios.
Yo conocí una mina —le digo—, una psicoanalista que vivía en Belgrano y que ahora se fue a vivir a Madrid.
Ah —me dice el Toti. Sigue un poco ofendido—. ¿Y eso qué tiene que ver?
Nada —le digo—. Pero esta mina decía que Belgrano apunaba. Me acordé de eso. No se puede vivir en un lugar que te apuna.
No, seguro. ¿Y los collas qué hacen allá arriba?
Se apunan.
Hoy estás insoportable —me dice el Toti.
¿Yo?
Se saca la vincha, se pasa los dedos por el pelo, se ajusta una gomita, en la nuca, y se pone otra vez la vincha.
Sí, vos —me dice.
Por fin dejo el Renault descuajeringado en una playa, llamo a Cúper y lo encuentro en su casa, le digo dónde está el auto del Chueco y le aviso que no nos vemos hasta mañana a la noche. No le contesto ninguna de las preguntas que me hace, le digo que pase por mi casa y se fije que todo esté bien, me dice que se corre la bola de que se está preparando otra invasión de Puerto Apache, le digo que hay que aguantar, me contesta que ahora los que no tienen techo son los otros. No quiero pensar que todo es pura bosta. Por eso corto, me tomo un taxi hasta la Terminal de Retiro, me subo a un micro y me voy a Rosario. Son cuatro horas clavadas de viaje.
Voy sentado en un asiento de pasillo de la fila dos. Durante cuatro horas no puedo sacar los ojos del camino, al frente, un cacho de asfalto que primero se pone violeta con la caída del sol y después negro a la luz de los faros del micro. De a ratos trato de contar las rayas entrecortadas de pintura blanca que dividen los carriles de la autopista. Es imposible. Además, en cualquier momento, la raya se hace continua, o doble, pero amarilla.
No se puede fumar en el micro pero el chofer que no maneja
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fuma. Se sirve café en la máquina que hay atrás, vuelve, le habla al otro, al que maneja, y fuma. Estos pibes siempre hablan de viajes que hicieron, de compañeros de laburo, de pueblos perdidos en la concha de la lora. “¿Te acordás de Marino, el que hacía Buenos Aires-Bahía Blanca? No labura más. Se quedó a vivir en Bahía Blanca.” “No me digas”, le dice el chofer. “Sí. Se levantó una mina que tiene un autoservicio y se quedó allá.” “¿Está buena, la mina?”, pregunta el chofer. El otro toma un trago de café:
“¿Qué importancia tiene eso?”, le contesta.
Llego a Rosario a las once de la noche. La Estación está en Cafferata y Santa Fe. Mi vieja vive en Barrio Echesortu. Me tomo un taxi. No hace frío. Tengo hambre.
No pienso en nada.
En la casa me encuentro con la prima de la vieja, la maestra que me enseñó a leer. Tiene unos años más que yo. Está despierta. Toma vino. Mira televisión en la cocina. Nunca se casó. No sé por qué. Se pone en puntas de pie para alcanzar un tarro con pan rallado que hay en un estante alto y le veo las piernas, los muslos pegados a la tela de un vestido azul con lunares blancos. Es una linda mina.
Hoy me acuerdo de que se llama Angela.
Mi vieja duerme.
Está cansada, ¿sabes?
Le digo que sí.
Me hace algo de comer.
¿La vas a despertar?
Le digo que no, que voy a hablar con ella mañana.
No la despiertes —me dice Angela.
Me pone una botella de vino en la mesa, un sifón, pan, un poco de salame y queso.
Come —me dice.
Le pregunto cómo está ella.
Vos —le digo—, ¿cómo estás?
Deja de controlar la sartén y da vuelta un poco la cabeza.
Bien —me dice—. Yo estoy bien.
Me como dos milanesas con ensalada. Hay naranjas. A mí no me gusta el olor que te dejan las naranjas cuando las pelas.
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Ella me pela una naranja. Es jugosa, dulce. Le doy las gracias. Ángela no dice nada, se sienta frente a mí, se sirve un vaso de vino. Hunde las manos entre los muslos. Inclina un poco la cabeza. Le gustaría llorar, pienso.
Me apoyo en el respaldo de la silla, estiro las piernas, me parece raro estar en esa mesa, en esa cocina, en la casa de mi vieja, en Rosario. Hay olor a milanesas, olor a café, olor a mujeres solas.
Mi vieja tiene 46 años. La enfermedad la está matando.
Ángela ya no quiere enseñarme a leer.
Yo no quiero preguntarle por mi vieja.
No tenemos de qué hablar.
Supongo que por eso me pide un cigarrillo. Prendo un fósforo y ella acerca la cabeza a mi mano. Fuma. Mira de vez en cuando la televisión. Después dice:
Me voy a ir —y se para.
Yo también me paro. Me le acerco. La toco. No sabe qué quiere hacer, o no se lo esperaba, y dice cosas inútiles.
¿Qué te pasa? —dice—. ¿Quién te pensás que sos?
Trato de besarla, zafa, quiere separarse, me pega un poco en el pecho, creo que no se anima a pegarme más, a pegarme fuerte, a lo mejor cuando me ve la cara lastimada le da pena, quién sabe, son raras, las minas. Ahora se ablanda, se resiste menos, la fui encerrando entre la pared, la heladera, la mesada de plástico que parece mármol, y al final no se da por vencida pero deja que la abrace, que le huela el cuello, y me dice que no:
Así no, por favor —me dice.
Nos quedamos abrazados.
Ella se afloja.
Yo también.
Después nos acostamos en un sofá que hay en una piecita que se usa más que nada para guardar cosas, la mayoría son esas cosas que se guardan en todas las casas y que cuando las buscas no aparecen.
Nos quedamos dormidos, juntos, abrazados, y en la noche no pasa nada que nos saque de ese sueño en el que uno cree que es libre porque zafa de dos o tres callejones sin salida.
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Cuando me despierto, a las siete y media de la mañana, ella no está, ya se fue al colegio, en la villa, pienso, a dar clases, a enseñarles a leer a un montón de pendejos atorrantes que le deben decir “Señorita”.
Lo primero que hago, entonces, es abrir un armario que hay en un rincón donde mi vieja guarda sus cosas importantes y donde guarda la guita. En el armario hay una caja de madera que vi por primera vez a los seis o siete años, en Pompeya. Siempre puso en esa caja, mi vieja, la guita. Siempre, yo, le mando guita. Por eso no se me remuerde nada. Saco diez mil dólares. Le quedan siete mil trescientos.
Voy al baño. Me lavo los dientes. Tengo la cara un poco mejor. No mucho, pero mejor. De todas maneras, nada que tranquilice a una madre. Vuelvo a la cocina, preparo café, espero que se despierte, mi vieja.
Entonces le voy a preguntar cómo está y ella me va a decir que más o menos, o mejor dicho que está bien, estabilizada, que la enfermedad no avanza, lo cual es bueno, me va a decir, y ella también me va a preguntar qué me pasó.
A vos ¿qué te pasó, nene?
Me va a decir nene.
Nada serio, pienso decirle, y pienso decirle enseguida y sin muchas vueltas que el viejo está mal, que el viejo está muy mal, y ella va a entender que el viejo está mal, de verdad, y a lo mejor me va a preguntar —con miedo de que yo le diga que sí— si lo que quiero decirle es que capaz que se muere. Yo le voy a decir que sí, que capaz que se muere, y le voy a preguntar a ella si quiere venir a Buenos Aires, si quiere venir conmigo, por ejemplo. Le voy a preguntar si quiere venir para verlo por última vez...
Yo quiero que me diga que sí.
Pero sé que no.
“Ya no, nene. Perdóname. No quiero volver a verlo. Ni siquiera por última vez.”
Eso, estoy seguro, es lo que mi vieja me va a decir.
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10. LA MONA LISA
El Toti le da la última pitada al cigarrito y lo tira lejos. Aguanta el humo, después lo sopla, y se mira las suelas de las zapatillas chinas.
Está reloca, la Mona Lisa —me dice—. Cúper se la banca, pero Cúper se banca cualquier cosa.
No pienso abrir la boca. Que diga lo que quiera. Un mal día, al fin y al cabo, le toca a cualquiera. Y el Toti también es mi amigo. Tiene su derecho, pienso, y yo me puedo callar.
El sigue:
¿Sabes lo que le pasa a Cúper con la rayada ésa? Yo te lo voy a decir. Le gusta cojérsela de apuro en la calle y que la gente los espíe. ¿Viste cuando ella se pone de los nervios y empieza a retarlo y a mandonearlo? ¿Viste cuando le zapatea malambos en la cabeza y él no dice ni pío, la agarra de un bracito, se la sienta encima, la toquetea un poco y entonces la piantada se calma? Yo creo que a los dos les gusta hacerse un poco los loquitos y que después los miren. Es una perversión como cualquier otra. En mi laburo se ve mucho eso.
Está hablando de Cúper, o sea, de mi mejor amigo. Yo, muza. Ni tu mejor amigo es causa suficiente para salirle al cruce al Toti cuando le agarra la viaraza.
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Tú comprenderás
que estamos viviendo
tiempos modernos.
Canta Gilda. ¿Me gusta Gilda? Éste es el disco favorito de Jenifer. Me pregunto: ¿cuánto hace que no veo a los chicos?
Dile a esa mujer
con la que te vas
que nos vamos todos.
Yo sé lo que quiere ahora la Mona Lisa —sigue el Toti, y a mí me da un ataque, quiero meterle la vincha en la boca, quiero que se calle, o que hable de otra cosa. ¿Qué le pasa hoy a este pibe?
Y nos iremos los tres,
y viviremos los tres.
Canta Gilda.
¿Se la cree, Gilda?
¿O se hace la feminista bailantera?
Quiere que Cúper se haga cargo del business del cementerio.
Te lo digo yo. Ponele la firma. Ella quiere que el sobrino registre que ella está con un macho y que el macho no le saca el ojo de encima a ese negocio. Cuando hay minas de por medio las riendas las tiene que llevar un tipo. A las putas no las engrupís con otra mina, cuatro gritos y un par de sopapos. Y al socio de la Mona Lisa tampoco. A nadie le haces creer que así vas a manejar a las minas. Por eso, como ella está harta de parar la olla y de que Cúper vaya por ahí haciéndose el lindo, ahora le encontró la vuelta: que yugue en el cementerio. Al fin y al cabo va a estar rodeado de bacanes...
Entonces se ríe, mi amigo, el travestí Edmundo Botti, como si hubiese hecho un chiste, y yo entiendo menos que antes. Juana la Loca puede con las minas, pienso, pero no se lo digo al Toti.
Toti —le digo—, me tenes repodrido. A vos no te con-
128 viene acostarte temprano, seguro. El fumo te pega mal. A lo mejor tenes arterieesclerosis, o se te reventó un eneurisma en las bolas. ¿De qué carajo estás hablando?
Aneurisma —me corrige el Toti, y es una humillación que el Toti me corrija—. No se dice eneurisma. Se dice aneurisma. Justo a mí, que tengo una obsesión con las palabras.
Me quiero morir.
Si uno quiere ser ilustrado —fustiga el Toti— tiene que ilustrarse. No hay vuelta de hoja. Para hacer papelones está la gilada. Un villero ilustrado no puede darse semejante lujo. Me quedo callado. Dejo que el gaste me gaste. No hay remedio. Pero justo hoy, con el día que viene sobrellevando a costillas mías, se la vengo a dejar picando al Toti.
Estoy hablando de la orga del sobrino de la Mona Lisa que opera en el cementerio —sigue—. Una docena de minitas que se llevan puntos, extranjeros, giles, viejos verdes al mausoleo de Sarmiento, a la tumba de Rosas, o al panteón de los Duarte, donde descansa Evita. Imaginate. Sexo en la necrópolis más concheta del país.
Toti —le digo—, capaz que es un milagro y te vino la regla.
Parpadea sin sacar la vista de sus zapatillas chinas, el Toti. Sacude un poco la cabeza. Está furioso, indignado, ofendido. Lo juno un rato a este pibe, y sé que el precio es alto pero que conseguí frenarlo. Ahora, con suerte, capaz que me larga qué le pasa.
Entonces dejo pasar un ratito y le pregunto:
¿Qué te pasa?
Él se muerde los labios y los ojos se le llenan de lágrimas.
Sos una basura —me dice.
Dale, contame.
En ese momento es cuando suena el celular y Maru me avisa que ella está en la calle y que no llega a su casa a las cinco para encontrarse conmigo. Más tarde no puede. Así que me tira el bar de Alsina entre Bolívar y Defensa. No alcanzo a decir ni que sí ni que no. Un besito, me dice, Maru, y me corta. Me corta el teléfono, la tarde, el rostro.
129
Necrópolis —me dice el Toti—. Justo, me salió. Vos la tenías, ¿no?
Me doy cuenta de que ya no sopla viento del sudeste. Ni de ningún lado. Las hojas de los arbolitos no se mueven. El cielo es transparente. El Toti se seca un par de lágrimas con la mano entablillada. Yo le pregunto:
¿Qué fue lo que te descompensó?
Él mira para otro lado.
A veces me dan ganas de romperte la cara —me dice.
Dale, contame.
Sos tan boludo, vos.
¿Qué te pasa, hermano?
No está mal que alguien a veces te diga hermano. Por eso se lo digo al Toti. A ver si le cae como un consuelo en el dolor. Y él da vuelta la cabeza de a poco, tiene la mirada débil, la piel pálida, me dice:
Estoy enamorado.
Me doy cuenta de que no hay chiste posible.
¿De quién?
De Juampi.
¿Yo lo conozco?
Vos vivís en la luna. Claro que lo conoces.
¿Juampi? Te juro que no.
Es el director de televisión...
¿El que hizo el documental acá?
Sí.
Mira vos...
Pero ¿sabes una cosa?
No.
El anda con otro.
Al principio todo el mundo anda con otro.
Él anda con otro desde hace nueve años.
Cierro los ojos y pongo la cara para que me dé un poco más de sol en las cicatrices.
Además, para decir algo como si uno supiera que es así, hay
que decirlo como que es así. No hay que preguntar cuál es el
problema porque aunque no lo haya el otro está metido hasta las
130
cejas en el problema. Por eso, casual, sin inquietud, le digo al Toti:
Andará con otro desde la Primaria, pero ahora está caliente con vos.
El Toti abre la boca. No lo veo. Me lo imagino. No sé si se queda más tranquilo. Me dice:
Ojalá.
Caminamos alrededor del lago del Parque Independencia, en Rosario. Hay dos o tres parejitas de estudiantes dando vueltas en los botes. Los pibes reman. Las pibas sueñan. O hacen que sueñan. Veo el agua verde, la isla, en medio del lago, y patos. Hay patos blancos que nadan en el lago. Como siempre.
Pablito —dice mi vieja cuando por fin se levanta, esa mañana, y me encuentra en la cocina—, ¿qué haces acá?
Nada —le digo.
¿Qué le voy a decir?
Está un poco más flaca, un poco más débil, pero cuando me ve le aparece una sonrisa y pienso que es una mujer joven, pienso que a pesar de todo es una mujer atractiva. Se me parte el corazón. Esto no es un melodrama. ¿Cómo sería mi vieja si no se hubiera enfermado? ¿Una mina malhumorada, una mina que le tendría bronca a los tipos, una puta tramposa, sin sexo, sin alma? No lo sé. Supongo que nadie puede saberlo.
Por eso esa mañana le hago el desayuno y un poco más tarde, con el sol, le digo que se abrigue bien y me la llevo a pasear. Vamos al río, primero, a la Estación Fluvial. El otoño se puso suave. Después caminamos, hacemos una parada en un bar que está frente a la Aduana, ella no lo conoce, le gusta, pide una limonada.
Y le sirven una auténtica limonada. Es así. ¿De dónde saca esta mina los nidos de caranchos, la creolina, los veladores,
la limonada? Quiero creer que está contenta. Todos somos siempre un poco raros. Pero se me ocurre que no hay nadie más raro para uno que la madre. Yo no sé nada de mi viejo, pero mi viejo no es incomprensible. En cambio de mi vieja sé un montón, y mi vieja es un poco incomprensible. No sé qué piensa, qué
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quiere, qué espera de la vida. Creo que a lo mejor espera que la vida termine pronto. Y creo que no, que capaz que ya no le importa. Que capaz que lo único que le importa es que la enfermedad no la haga sufrir. Quién sabe.
Es lindo este bar —me dice—. No lo conocía. Yo casi no salgo. Suerte que me regalaste el televisor nuevo, nene. No sabes qué bien se ve. Me gustan las películas. Ya no me gustan las novelas tanto como antes. Ahora me gustan las películas. Son más de verdad, ¿no?
Después tomamos un taxi y la llevo al Parque Independencia. Voy, en realidad, a los lugares adonde yo tengo ganas de ir. A ella le da igual. Parece contenta. No me animo a decir feliz. Hay columnas y una pérgola de piedra junto al lago.
Siempre estuvo allí.
Nos sentamos en unas sillas de latón. Es un kiosco que puso algunas mesas. Mi vieja quiere un té. Yo tomo una cerveza y como maníes. Vienen con cascara. Me gusta romper la cascara. Me gusta cuando rompes la cascara y te encentras con tres o cuatro maníes.
Son semillas —dice mi vieja—. ¿Sabías?
No.
Sí. Son semillas los maníes. Te lo digo para que sepas, porque vos tenes una obsesión con las palabras, Pablito, y con lo que las palabras quieren decir. Desde chico fuiste así. Qué quiere decir esto, qué quiere decir lo otro, cómo se escribe tal cosa... Nunca aprendiste a escribir.
Ahora sé.
Ella me mira. Tiene los ojos negros.
Sí, ahora sí—me dice.
Entonces le digo que el viejo está mal y le pregunto si quiere venir conmigo a Buenos Aires, le pregunto si quiere venir a verlo... Ella vuelve a contemplar los patos que dan vueltas por el lago.
Toma un trago de té.
No —me dice—. Perdóname. Ya no puedo.
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La inauguración del cine Avenida es una fiesta. El pibe que labura en un Blockbuster de Barracas tiene dos socios. No sé cómo consiguen las películas. Creo que las alquilan. Hacen una fiesta y está todo el mundo. En el hall pusieron tablones y caballetes cubiertos con manteles de papel. Hay canapés, masas, Coca-Cola y sidra. Yo voy al Palacio Apache y el cine me queda de paso. ¿Sabes qué masas me gustan? Los cañoncitos de dulce de leche. En la función de la tarde, dicen, el cine estaba lleno. Ahora es la fiesta. Después van a pasar de nuevo la película. Trabaja Bruce Willis. El último boy-scout me parece que se llama. Están por allí, tomando sidra, el Chueco, Garmendia, Juana la Loca, el negro Sosa, Anchorena, la gorda Susana, Rosa, el pibe Morales. También, pegados a la mesa, mientras arrasan con los canapés, la Turca, Romina, el Manso, Julián, Periquita, Lomo Angosto y Ricardito hacen chistes y se ríen. Está Isabel, la madre de Guada, que tiene onda y es fanática de Tránsito Cocomarola. La gente la quiere y le dice Isa. Guada no está. Tampoco está Cúper. Ni la Mona Lisa. Ni el Toti. Están los chicos que hacen malabarismo en los semáforos de Figueroa Alcorta. Hay gente del barrio en general, incluso gente que ya no conozco. El Puerto crece. Garmedia me cuenta que el cine tiene noventa butacas. Las butacas son de una sala que cerró y que los pibes consiguieron por chirolas en un depósito de la avenida Castañares, cerca del cementerio de San José de Flores. El local del cine Avenida era un galpón que se iba a usar para la escuela pero después la escuela se hizo en otro lado. Pagan un alquiler, estos tres pibes, en el Palacio Apache y dan películas. Es barato. Dos pesos la entrada, cobran. Sigo viaje.
Si están todos acá el bar del Laguna Roja está vacío, pienso.
Si casi todo el mundo está acá, ¿con quién estará mi viejo?
Capaz que con Guada, pienso.
O capaz que no. Capaz que no hay nadie y que se está muriendo solo como un perro.
Llegué de Rosario hace un rato. Lo primero que hice fue pasar por lo de Maru. Sin avisar. En la portería estaba el pibe Crespo, que me guiñó un ojo y siguió con la vista clavada en la tele chiquita que tiene disimulada en el mostrador.
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Subí. Entré. Maru no estaba, pero siempre deja luces encendidas, un disco repitiéndose eternamente, algo de ropa tirada por ahí, alguna ventana un poco abierta por donde se filtra el aire frío de la noche. Subo al dormitorio. La cama está deshecha, las almohadas en el suelo. Tiro de una punta de la manta y veo manchas en las sábanas blancas. Son manchas inconfundibles. Cubro la cama. Encuentro abierta la caja de seguridad, como siempre. No hay nada nuevo: anillos, un reloj, cadenitas, biyuta, un puñado de billetes de diez dólares, nada importante. Veo también un billete de un dólar hecho un rollito. El folleto de un hotel de cinco estrellas en Punta del Este donde a veces se va cuando el Pájaro no está en Buenos Aires. Sé que no le pregunté, en el bar de la calle Alsina, si es verdad que fue ella la que le cobró a Monti la última transa. Eso es lo que cuenta el Gordo Barragán. Bueno, supongamos que es cierto, que el Gordo Barragán no miente. ¿Qué aclara eso? Me acuerdo que ella me dice en el bar que tiene miedo y que yo veo que es cierto que tiene miedo, que el miedo la convierte en un animal nuevo. Ella me dice que si lo convencen al Pájaro de que ella se quedó con la guita, el Pájaro la mata. Cuando ella me lo cuenta, en el bar, no me llama la atención, pero ahora me avivo de que Maru no tendría por qué tener miedo de una cosa así. Si Maru tiene miedo, en primer lugar, y si el miedo que tiene, en segundo lugar, se lo tiene al Pájaro, no es por la guita que se hizo humo en una cobranza. El Pájaro le cree a Maru lo que sea. Lo único que no le cree es que no curta de vez en cuando con otro tipo. Pero si ella le dice que la luna no existe el Pájaro se muere creyendo que la luna no existe. Maru es convincente. Te hace tragar lo que se le da la gana. Por eso lo que me dice en el bar no cierra. O cierra de otra manera. Si Maru ahora le tiene miedo al Pájaro es por otra cosa.
Yo dejo los diez mil dólares en la caja de seguridad y cierro
la caja. Me sé de memoria el código de cuatro números que hay que marcar antes de apretar la tecla “Lock”. Al principio ella usaba la caja y me enseñó el código. “Abrime la caja, Ratita, y pone esto”, me decía, por ejemplo. Después se cansó. No sólo de mí. También de la caja. Maru siempre se cansa. De casi todas las
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cosas. Necesita emociones fuertes, vicios nuevos. Llega un momento en que uno empieza a sobrarle a Maní. A veces le sobras un poco y a veces le sobras del todo. Por eso yo sigo creyendo que a mí me quiso más. Por eso yo no me lavo las manos. A lo mejor ya no tiene sentido, pero acá estoy.
Me como un par de bombones con almendras en la cocina, tomo un trago de whisky sin hielo, salgo de la casa de Maru y camino un rato a lo largo de los diques. Trato de ver a lo lejos las lucecitas de Puerto Apache entre las grúas, los árboles, las obras en construcción. No se ven. Esta noche no las encuentro. Miro la hilera de docks de ladrillo, las ventanas opacas, las luces en los boliches, los pibes que pasan mendigando.
Una nena, entre el Dique 3 y el Dique 4, hace puntería. Estira una gomera. Tiene unos 12 años la nena. Es oscurita, linda, jugada. La rodean tres o cuatro pibes un poco más grandes que ella. La nena tira y hace añicos con un bulón un vidrio en el primer piso del Dique 3, una oficina, parece, que mira hacia los barquitos. Se van caminando, los pibes. La nena ajusta la gomera. Le dice algo a un chico. El chico se ríe. Y se hunden en una bruma liviana que empieza un poco más allá. Ya lo dije. Yo tengo intuiciones.
No hace falta que nadie me diga lo que soy, lo que parezco, ni el papel que me toca en esta historia.
En el bar del hotel de Juana la Loca primero no hay nadie. Un matón, como siempre, duerme con la cabeza sobre los brazos en una mesa del fondo. La mina que atiende me mira como si yo hubiese llegado para arruinarle el programa. Es una flaca neurasténica de pelo y uñas azules. En una época se dijo que andaba con el negro Sosa, pero desde que el negro Sosa es el tipo de Juana no anda con nadie más. Se supone por otro lado que es cierto, que el negro Sosa no mira ni de lejos a otras minas porque sabe que si a Juana le da un ataque es capaz de cortarlo en rodajas. Todos tenemos un punto de arrugue. El negro Sosa también. Quien lo niegue no conoce la vida o no dice las cosas como son.
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Le pido un gintonic a la flaca de pelo azul.
Prendo un Winston.
Hay momentos en que no se piensa en nada. Son pocos, esos momentos, porque casi siempre uno tiene el balero lleno de cosas. En este momento yo no pienso en nada. Me estiro en la silla, tomo un par de tragos y fumo. Está bueno que detrás de los vidrios se vea la oscuridad. Eso ayuda a no pensar... Un rato más tarde cae Cúper.
Me pone de un saque en el mundo:
¿Lo viste al Toti? —quiere saber.
Ayer.
Si lo viste hoy, te pregunto.
Este es otro que debe estar tomando antioxidantes.
Tranquilo, macho —le digo—. No. Hoy no lo vi. Llegué de Rosario hace un par de horas. Estuve en la fiesta del cine..., y chau. Eso es todo.
La mano viene pesada —me dice Cúper—. En cualquier momento nos caen los morenos esos, los de la otra noche, y parece que van a ser más, un montón, no sé cuántos.
Le digo a Cúper que hay que prepararse y él me dice que sí, que la Primera Junta está organizando las cosas, les dan instrucciones a la gente, se multiplican las guardias, se refuerzan los accesos, se vigila la laguna: a ver si nos meten un desembarco, me dice Cúper, como en Normandía. El que se aviva de que hay que custodiar la laguna es el negro Sosa. No lo para nadie a Sosa. Y Cúper no se anima ni a pensarlo: el negro Sosa como jefe de Puerto Apache.
Se terminó... —le digo.
Y... —me dice Cúper—. Volvamos al principio, que es más de lo mismo: lo están buscando al Toti. Quieren fajarlo de nuevo.
¿Por qué?
Qué sé yo por qué. Pero me enteré de algo más.
Se toma tiempo, Cúper, hace suspenso. Esta noche está lleno de información, de noticias, de rumores.
Contame —le digo.
Tu amigo, el Ombú —dice. Otro silencio. Administra el
136 rigor. Es un capo cuando quiere. Te gasta con cariño, Cúper. Sigue—: Lo plantó al Pájaro. Se fue. Tiene otro business.
No te puedo creer...
Me lo batió en el cementerio una minita de la Mona que es la novia del socio del Ombú, el que se come el tomate de la ensalada.
Tony —le digo.
Tony —repite Cúper—. Tony y el Ombú ahuecaron el ala.
Ahora el silencio es esa baba que pegotea las ideas.
Yo leo los diarios —digo.
Cúper me juna.
¿Y eso qué tiene que ver?
Mira si no voy a saber qué es una necrópolis.
Cúper se calla la boca.
Entonces se oyen las motos, el ruido de las motos. Me levanto y voy hasta una ventana. Son tres. El negro Sosa con su Honda y dos más. Paran los motores y se quedan un rato hablando, sentados en las motos, con las piernas abiertas, los guantes puestos, los dedos de los guantes cortados, las manoplas calzadas, las cadenas en la cintura. El negro Sosa tiene una remera y un chaleco de cuero sin mangas. Parece salido de una película de motoqueros. Botas con tachas, el pelo atado, los bigotes como si fuera Zapata. La luz colorada del cartel del establecimiento de Juana la Loca cae sobre Sosa y sus amigos como la luz que hay en los cuartos oscuros donde los fotógrafos revelan sus rollos. Así que se los ve sin colores a los tres: apenas tonos más claros o más oscuros de ese color que parece una pecera de sangre aguada.
Vuelvo a la mesa, termino el gintonic, me llevo los cigarrillos. No quiero saber más nada. ¿Cuánto tiempo pasó desde que los tres tipos que me mandó el Ombú me encerraron en el galponcito? Parece un siglo. Dos siglos. En realidad fue hace unos días, la misma cantidad de días que llevo sin ver a mis hijos.
¿Sabes algo de mi viejo? —le pregunto a Cúper.
Pasé a la mañana. Estaba igual.
137
Con eso creo que me alcanza.
Yo invito —digo. Dejo un billete sobre la mesa. Le doy una palmada y Cúper mueve la cabeza. Me voy. Mi amigo se queda en el bar. Toma su grapa. No sabe qué hacer. El tipo de seguridad sigue durmiendo en el fondo del local. No hay un alma. No hay trabajo. Es un día raro. La mina de pelo azul sentada en un taburete detrás de la barra tampoco sabe qué hacer.
Quiero volver a mi casa. Son esos impulsos que a veces me agarran. Como intuiciones, me había enseñado Angela, la prima de la vieja, como presagios, como pájaros de mal agüero. Anda a saber por qué mientras camino por una calle desierta en la que se me cruzan un par de perros que pasan trotando con la lengua afuera me acuerdo de Monti, del gordo Monti, del ex diputado de la provincia Walter Monti. Un tipo sudoroso, de saliva espesa y manos húmedas. Tiene el pelo teñido, Monti. Poco pelo, engrasado y teñido. Me acuerdo de las manos de Monti, las manos llenas de fichas, en el casino, las manos toqueteando a la mina que está sentada a su derecha en la mesa de punto y banca, un gato más bien caro. A la izquierda del gordo Walter Monti hay un tipo flaco, de traje gris oscuro y camisa blanca. Usa una corbata de color verde agua el flaco. Usa el pelo muy peinado, tirante, y tiene las uñas arregladas por una manicura, esas uñas impecables, con esmalte, uñas de compadrito que piensa que así es más elegante. Un presumido, el flaco. Y tiene la mirada de hielo.
Anda a saber por qué mientras vuelvo a mi casa, esa noche, por una calle desierta de Puerto Apache, me acuerdo, uno por uno, de los tipos que vienen a fajarme. Me acuerdo de Huesos de Manteca, me acuerdo del Enano, me acuerdo del Lobo. Yo sé que a esos tipos les cambié la película. Por eso el Enano lo mandó a Huesos a preguntar si seguían o la cortaban. O sea, vinieron con una orden clara: me tenían que romper el alma. Y de pronto les entró una duda: ¿cuánto me tenían que romper el alma? ¿Un poco, mucho, un montón? Por eso yo no tengo dudas. Yo sé quién me los mandó. Lo que no entiendo todavía es quién man-
138
do a Tony y a los otros dos a la salida del casino, la otra noche, cuando lo fui a ver al evidente Monti.
Doblo en una esquina.
Ya enfilo para casa.
También me acuerdo ahora que cuando el tipo que se rompió la mano se fue a buscar instrucciones se llevó una moto. Y que yo pensé que era la moto del negro Sosa... Es decir, si el tipo que se fue se llevó la moto de Sosa, ¿cómo hizo Sosa para recuperar su moto?
Tú comprenderás
que estamos viviendo
tiempos modernos.
Canta Gilda.
Ése es el disco favorito de Jenifer.
¿Habrá ido a ver a mi viejo?
Jenifer, digo.
Di/e a esa mujer
con la que te vas
que nos vamos todos.
En la puerta de mi casa está mi silloncito de paja y está todavía la silla que el Toti se trajo ayer al mediodía para charlar conmigo. Ya es tarde. Jenifer no está. Los chicos tampoco. Vuelvo a la calle. No hay mucha luz. Me siento en la silla del Toti. Prendo un cigarrillo. En el sillón, con la cabeza un poco inclinada y los brazos flojos, como durmiendo, hay un tipo muerto.
Tiene tres balazos. Uno en la frente y dos en el pecho.
Es el Ombú.
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u. EL 403
Petrosian hojea una revista. De vez en cuando se para en una página, en una foto, y la contempla largamente. Se olvida de todo, Petrosian, en ese momento, se va del mundo, y lo único que hace, lo único que le ocupa la cabeza es la foto que mira. Estamos en el barcito de López. Hace rato que pasó la medianoche y creo que ya no falta mucho para que empecemos a ver la primera luz pálida del alba.
Petrosian es armenio. Nadie sabe cuántos años tiene. La gorda Susana dice que más de 90. Nadie le cree. Petrosian está viejito, pero no es para tanto. En 1991 era un líder separatista que luchaba para que el Soviet Supremo les diera la independencia. Y Armenia consiguió la independencia. Así que tan, tan viejo no debe ser. Yo no sé nada de Armenia, del Soviet Supremo, de la Unión Soviética, de la cortina de hierro. Cuando era chico me preguntaba todo el tiempo cómo sería la cortina de hierro. Nunca me la pude imaginar. Hoy lo único que sé es que todo eso terminó. Chau. El comunismo c’est fini. Armenia, dice Petrosian, está en el Asia, más o menos por arriba de Irán y de Turquía, cerca del Mar Negro y del Mar Caspio, pero Armenia no da al mar por ningún lado.
Hablo de todo esto porque de algo hay que hablar.
Una cosa era la independencia —dice Petrosian—. Y otra cosa era el comunismo. Yo contra el comunismo nunca tuve nada.
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Petrosian es armenio. Casi nadie lo entiende. Habla bastante bien. Lo que no se entiende es lo que piensa, la manera de considerar las cosas. “Son gente rara, los asiáticos”, dice siempre Garmendia. Pero a veces se me ocurre que Garmendia tiene un tornillo un poco flojo, un cote medio racista, o algo por el estilo. Y encima está enfermo. “Se le terminó el entendimiento”, murmura un día Rosa, la enfermera jubilada del hospital Fernández, cuando Garmendia no quiere ponerse una inyección. Petrosian está solo.
¿Qué le habrá pasado al vivir en un país que no daba al mar? En otra mesa juegan al truco Anchorena, Lomo Angosto y otros dos que conozco de vista. Trabajaban en un frigorífico, creo, los otros dos: después anduvieron tironeando carteras desde una moto, después los molieron a palos en una villa porque le afanaron a la mujer de uno de los capos de la villa, y después se reformaron. Hacen yeso, pintura, cosas así. No les sobra el trabajo, eso está claro. No sé cómo se llaman. A la pareja que arman Anchorena y Lomo Angosto es difícil ganarle. Siempre juegan por la consumisión. Los que pierden garpan. Dicen que hay semanas enteras que comen y chupan gratis los dos gerentes. Yo no podría jugar con Lomo Angosto. Me volvería loco con las señas. Está lleno de tics. Parece un cómico, uno de esos cómicos malos que hacen muecas para que la gente se ría. Pero Anchorena puede, juega con él, y gana. En este momento los cuatro toman un poco más de vino. Le pidieron otra botella, a López, se sirven y toman de a poquito, no sólo para no mamarse sino también para que les dure.
Petrosian pasa hojas y hojas de la revista sin detenerse. De pronto se para y mira una foto. La mira intensamente. Casi siempre son mujeres jóvenes, hombres elásticos, casi desnudos.
Petrosian contempla los cuerpos impecables de las chicas y los
pibes en la publicidad. Los avisos que más le llaman la atención
son los de medias de mujer, los de gimnasia, los de productos
dietéticos, los de jabones, perfumes y desodorantes, todas esas
imágenes donde la juventud es como un depósito a plazo fijo de
la felicidad. Todo ese verso. Pero Petrosian mira detenidamente
las fotos y después vuelve a una foto de Maradona, a una foto de
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Reagan y a una foto de Anita Ekberg que marcó en diferentes páginas de la misma revista. Maradona está lleno de grasa y tiene la mirada vidriosa perdida en cualquier lado. Reagan juega con las piezas de madera de un juego para chicos y muestra un gesto extraviado de los enfermos de Alzheimer. Anita Ekberg no quiere festejar sus 70 años: inmensa como una ballena envuelta en una túnica se le nota en la boca entreabierta que está borracha.
Por suerte llega Cúper. Se da un par de toques con un broncodilatador, pide una grapa y echa un vistazo. Está lleno el barcito de López. Como si haciéndose los boludos todos quisieran estar cerca.
Ayer se murió mi viejo.
En un rincón del bar, con los brazos cruzados y la cabeza sobre el pecho, duerme la gorda Susana. No daba más. Ella organizó el entierro. Ya tenemos un cementerio en Puerto Apache. Todavía es chico. Petrosian sale de la página con las fotos de Anita Ekberg. Junto a la de ahora, la que está con la túnica, hay una de hace más de cuarenta años en la fuente de La dolce vita. Petrosian sale de esas fotos y vuelve a la de una piba semi en bolas que hace fierros no sé dónde. Tiene la piel larga, tensa y bien puesta la chica de esta foto. Petrosian se abisma. Inclina la cabeza. Recorre milímetro a milímetro la imagen de ese cuerpo.
¿Hay algo que no entiende Petrosian? —le pregunto a
Cúper.
No —me dice—. Hay algo que no puede creer.
Los brazos largos, la piel floja, los dedos escuálidos del armenio separatista hacen pasar otra vez las páginas de la revista. Yo estaba dormido, a la mañana, cuando apareció el Chueco. Él me avisó. Se había sentado al lado de la cama y me sacudió despacito. Abrí un ojo. No hizo falta que dijera nada. Lo adiviné.
Hay varias cosas que tengo que aclarar.
Por ejemplo: el tema de Cúper, el tema del Toti y el tema de Mam.
La vida se organiza a veces, sin que uno se dé cuenta, por un camino diferente del que llevaba.
Si pasa eso no se puede estar en Babia. Hay que seguirle el tren de vida a la vida. No es lo mismo que una mujer. Pero es casi lo mismo. La vida de vez en cuando tiene un tren de vida caro. A veces no alcanza la plata ni para los peajes. Pero es así. Son leyes. Puntos a los que se llega. Encrucijadas, diría Ángela, la prima de mi vieja, una mina triste, una buena mina, una mujer sin futuro. No todos los días se conoce a alguien sin futuro. Hay gente para la que ni siquiera la muerte es un futuro. Esto lo aprendí hace poco. Uno cree por ejemplo que un croto no tiene futuro. Cuidado. Por ahí tiene más futuro que vos. No tener futuro es otra cosa. Hay ricos que no tienen futuro. La guita no es el remedio para eso. Lo único que hace, la guita, es disimular el problema. Un punto con guita puede hacerte creer que tiene futuro. A veces parece que el futuro se puede comprar, como una cara nueva, una 4x4, o un viaje a las antípodas.
¿Dónde quedan las antípodas? —me pregunta Cúper.
Por qué le habrán descubierto el soplo en el bobo, por qué no se quedó jugando al fútbol en el Valencia, capaz que hubiera sido compañero del Piojo López, campeón de España, de Europa o del mundo, algo, cualquier cosa que lo hubiera mantenido lejos, distraído, sin la ocasión de hacer las preguntas más boludas del universo.
¿Las antípodas?
El estira los labios como una sonrisita tarada y dice que sí dos veces moviendo la cabeza:
Sí.
Por eso le digo:
En el culo del mundo.
Ah —me dice Cúper.
De Jenifer voy a hablar un poco más adelante.
Empecemos por Cúper.
¿Y la necrópolis? —le digo—. ¿Qué tal?
No contesta. Me agarra al vuelo. Seguro que se le ocurre mandarme un rato al carajo pero después se imagina que no es el mejor momento y se va al mazo.
Me llamó Puente Roto —dice, en cambio—. Parece que sale lo de la granja esa. Lo tengo que pensar.
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¿Qué granja?
Puente Roto compra cosas de granja por el lado de Mercedes y vende en boliches de Capital. Hay una granja nueva que produce de todo, y si la agarra, Puente Roto, va a necesitar una o dos personas más.
¿Repartidores?
Eso.
¿Y vos querés agarrar de repartidor?
López me trae otro imperial. Ya casi no se ve, el imperial. Los bares nuevos no saben qué es. Te tiran balones, chops, jarras, tanques. El imperial es un vaso chico de cerveza. Un vaso así, mira. Yo tomo cerveza. De a poco. Imperiales. El día fue largo. La noche es larga. No sé cuándo voy a volver a dormir. No está mal comer aceitunas y maníes, tomar imperiales, y fumar un cigarrillo de vez en cuando. Ya no me quedan Winston. Esta noche rumo Jockey Club. Es lo que vende López. No hay otra cosa.
No, no quiero agarrar de repartidor.
¿Ponemos un tanguito? —me pregunta Garmendia.
Se va para el fondo del bar, saca de un estante un long-play de Julio Sosa y lo pone en un tocadiscos de otra época. A mí me gusta volver a escuchar el ruido de la púa contra el disco. Le pregunto a Cúper si es verdad que Tony y el Ombú le hicieron una fulería al Pájaro, si es cierto que lo traicionaron o algo así. Cúper me dice que no lo traicionaron: eso no es lo que le cuenta Betina, la novia de Tony. Ella le cuenta a Cúper que ya no trabajaban para el Pájaro. Y para quién trabajan ahora, le pregunto a Cúper, y me parece que no hace falta que le diga que el único que todavía trabaja es Tony. El me dice que Betina no le cuenta para quién trabajan, lo máximo que le suelta es que ahora se fueron con un político. “Lo que pasa”, parece que le dice Tony a la novia, “es que hoy la política está en todas partes, así que para no quedarse afuera hay que entrar en la política”.
Un genio, ese muchacho —le digo a Cúper.
Sí:—me dice Cúper—. A lo mejor por eso come el tomate
de la ensalada. Mira el Ombú...
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Yo lo miré.
No digo nada.
Me hago dos preguntas. La primera: ¿quién mató al Ombú?
La segunda: ¿por qué lo dejaron en la puerta de mi casa? Hay una respuesta: lo mató el Pájaro. Si vos lo traicionas capaz que el Pájaro te mata. Pero el Pájaro no haría personalmente un trabajo así. Ponele que haya dicho “Bueno, se terminó, ese tipo es boleta”. Pero él no lo hizo. Alguien lo puso al Ombú y después me lo plantaron en la puerta de mi casa. Hablo de todo esto porque de algo hay que hablar.
También está el tema del Toti.
Al Ombú lo mataron hace un par de días.
Anoche, a eso de las tres, cuando iba para Godoy Cruz desde un bar en la plaza Campaña del Desierto, lo atropello una pickup al Toti.
Tenía pintura de guerra —me dice Cúper—, ropa de
fiesta, imaginate.
Me imagino.
Yo lo vi un par de veces al Toti en su parada, y no me da vergüenza decirlo: mata.
“Hola, lindo”, dice el Toti cuando se acerca a los autos de los puntos que paran infartados cuando lo ven entre los árboles, “Yo me llamo Toti, tengo 25 años, ¿y vos?”
Los tacos altos, las piernas largas, las lolas que se puso el año pasado cuando terminó de juntar la guita de la operación, el pelo rubio... una mina imposible, te lo juro.
Me acuerdo del Toti en Godoy Cruz y pienso que capaz que estoy equivocado: capaz que las piernas más largas de Puerto Apache las tiene el Toti, no Guada...
No estaba en bolas —me dice Cúper—. Se había vestido como una diosa elegante. Quería cobrar una guita que le debía una amiga, otro... Bueno, qué sé yo. Otra mina ¿no? La cuestión es que tenía que pasar un minuto por Godoy Cruz y después se iba a la casa de... ¿cómo se llama?
¿De Juampi?
Sí.
No te puedo creer.
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Sí. El coso ese lo había invitado a comer.
Juampi lo había invitado.
Sí.
No digas entonces “el coso ese”. ¿Qué te da, decime, asco? ¿Tenes prejuicios? Mira Holanda. Se casan en Holanda.
La gorda esa se casa, Máxima.
No es gorda. Es argentina. Y no se casa ella sola. Los homosexuales también se casan en Holanda.
Cúper encoge los hombros y mira una foto de Cúper en la tapa del suplemento deportivo de un diario. Cúper se va del Valencia al fútbol italiano. Cúper ya es el técnico del ínter de Milán. Qué tal. Tiene pinta, Cúper. Traje gris, remera negra, mocasines. Está apoyado en una pared, con las manos en los bolsillos, una pierna recogida y el mocasín también apoyado en la pared. Así se paraban los muchachos de antes. Cúper mira la foto de Cúper y se pasa una mano por la cabeza. No se acostumbra, todavía, o le parece raro, el pelo como lo tiene ahora. ¿Qué piensa Cúper cuando lee que Cúper se va de España a Italia, del Valencia al Internazionale, de un fútbol a otro fútbol? ¿Piensa que él no se va a ningún lado, que se queda acá, que el fútbol, para él, es una cosa anclada, sin futuro, o sin otro destino que las canchitas porteñas para equipos de amigos y campeonatos de veteranos?
Es un poco chico el coso ese —dice Cúper—. El Toti le queda grande, como un traje, ¿viste?
Capaz que no lo quiere para vestirse.
Capaz que no. Se lo llevó a la casa. Le da los remedios.
Hay una empleada que le cocina sopitas, al Toti, una vieja que lo trata al coso ese como si fuera el príncipe de algo. Y va una enfermera a ponerle las inyecciones. Le duele todo el cuerpo. Está lleno de moretones. No se le rompió nada, pero no se puede mover. Y vos lo ves y hace un esfuerzo y se ríe... Quiero decir, como si fuese feliz.
Se lo llevó a la casa, Juampi...
Sí.
Y lo atiende...
Sí.
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Lo cuida...
Y..., sí.
Es feliz, el Toti...
Me avisó ayer a la tarde —me dice Cúper—. Te había llamado a vos primero. Te dejó un mensaje. Lo fui a ver. Vive en Núñez... el otro. Tiene una casa... Qué sé yo, Rata. No se puede creer.
Saco el celular. Escucho los mensajes. Sí. Hay uno del Toti.
Y uno de Maru. Los dos me piden que los llame.
No —digo yo—. No se puede creer.
López me trae otro imperial.
Retengo un poco de cerveza en la boca. Ya no me duelen tanto los labios. El ojo izquierdo se abre bastante bien. En pocos días más lo único que me va a quedar de todo esto es una cicatriz en la ceja.
El tiempo pasa.
Las cosas cambian.
Una vez, apenas llegó a Puerto Apache, el negro Sosa quiso prepearlo al Toti y el Toti le rompió la cara de un cabezazo. Fue cerca de la casa del Turquito, el marido de la Turca, me acuerdo bien. El Turquito vende choripanes en la cancha de Vélez. Hoy se me ocurre que lo mejor para el Toti es cambiar de aire, no dejarse ver por acá, borrarse. Un tiempito, por lo menos. A lo mejor le va bien con su amigo y se pasa una temporada en Núñez. Quién sabe.
Yo estaba dormido, ayer a la mañana, y el Chueco me despertó. Me sacudió un poco, suave, y abrí los ojos. El Chueco estaba sentado al lado de la cama como si llevara un rato ahí. No hizo falta que dijera nada. Lo adiviné. Me vestí, me lavé la cara, y tomamos café con leche.
El Chueco chupaba el filtro de un cigarrillo.
Quedaban pocas cosas en la cocina.
No miré mucho.
No revisé nada.
Pensé que Jenifer se había ido.
Creo que no me importa mucho que Jenifer me deje. No me
lo esperaba. Uno nunca se espera estas cosas, y a lo mejor es jus-
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to. Pero con los chicos es distinto. Yo quiero hablar con Julieta y con Ramiro.
Tengo 29 años y una vida casi legal.
Tengo dos hijos.
Tengo apenas un par de cosas más. No mucho. En estos días a nadie le sobra nada.
Entonces fui con el Chueco al Palacio Apache.
Mi viejo se murió ayer a las siete y cuarto de la mañana. Nadie puede jurarlo pero parece que después de los golpes nunca recuperó del todo la conciencia. Nunca más dijo una palabra. No se sabe incluso si reconocía a la gente, si le dolía el cuerpo, si pensaba algo. Rosa dice que ella no es nadie pero que a falta de otra opinión le parece que la causa de la muerte fue una hemorragia interna.
Cuando vamos para la casa de mi viejo me acuerdo de Monti. El gordo Monti se tiñe el pelo y a veces tiene miedo. En un baño, con los ojos hundidos en alcohol, fumando como un condenado, me dijo que en la última transa que había hecho con Barragán su secretario le había pagado lo que correspondía a una mina y a un grandote. No se me había ocurrido pensar hasta este momento en ese punto. Ahora ya no hace falta que piense. El cuerpo de mi viejo está boca arriba, en la cama. Se le ven el cuello y los hombros porque la sábana y la manta de piqué lo cubren como si estuviera dormido. Tiene la cara blanca, los párpados cerrados, el pelo gris, los labios morados. A un muerto uno le mira los agujeros de la nariz. No sé por qué. Mi viejo tiene algodón en los agujeros de la nariz. Me pregunto si le habrá puesto algodón, Rosa, para que la hemorragia interna no le salga por la nariz. Mejor, creo, sería no pensar boludeces. ¿De quién es ese cuerpo que ya no vive?
Mi viejo, cuando se retiró, se convirtió en otro hombre. Años después costaba juntar la imagen de aquel hombre furioso y violento que me llenaba de miedo cuando yo era chico con la de ese tipo que ya no le levantaba ni la mano ni la voz a nadie, que jugaba al billar y que se había ganado de última la consideración de la gente.
Hoy es raro ver salir el sol sobre la laguna en la Reserva. Es 148 raro pensar que a veces a uno las cosas de la vida se le escapan entre los dedos como un puñado de arena. Es raro saber que la muerte termina con todas las preguntas y abre un montón de misterios. Es raro entender, frente a un muerto, que uno sigue vivo.
Si alguna vez odié a alguien con todas mis fuerzas fue a este hombre. Pero la muerte de mi viejo deja intacto el odio de otro tiempo, la ignorancia de hoy, la falta de sentido de las cosas, y el dolor que a pesar de todo me revuelve el alma.
En el horizonte desparejo, contra un penacho de yuyos y arbolitos, sobre el río que desde acá no se ve, ahora también empieza el amanecer.
Anchorena y Lomo Angosto ganan otro partido con un retruco y los ladrones de carteras convertidos en pintores se los quedan mirando como se mira lo inconcebible. Aguantan los chistes, el gaste, le pagan a López y se van. No quieren seguir jugando, no quieren intentarlo de nuevo, volver a perder, o lo que sea, y se toman el olivo. No es de día, pero le falta poco. Las casas que están más cerca del barcito de López aparecen en esa primera luz colorada y oscura que se ve antes de la salida del sol. Son casas de material, o de ladrillo, o de madera y latas. Según. Tienen terreno, las calles son anchas, no estamos amontonados en Puerto Apache. Por eso se nos están viniendo encima, quieren entrar de cualquier manera, gente de todos lados. Ya no doy más de tanta cerveza. Salgo del bar, doy una vuelta, en la parte de atrás, después del alambrado, hay un bosquecito. Meo entre esos árboles de ramas finitas que parecen de juguete. Vuelvo a escuchar el mensaje que me grabó Maru ayer. En realidad son dos mensajes. Cuando se le terminó el tiempo del primero volvió a llamar. Una vez más. Y me quedó casi todo claro.
El mensaje de Maru es una despedida.
La voz de Maru dice:
“Ratita..., me voy.”
Así empieza.
Vuelvo al barcito, me siento a la mesa donde Cúper sigue dándole vueltas a su vaso de grapa, y veo que López trae del fon-149 do un par de bidones. Carga uno en cada mano. Parece un hombre fuerte. Los deja cerca de la puerta.
Hace tres horas, más o menos, Guada se fue a dormir. Se la llevó a la madre, que estaba charlando con Garmendia y que no quería irse.
Vamos, mamá. Es tarde —le dijo—. Vos mañana trabajas.
Así que Isa se levantó, de mala gana, saludó a todos y se fue con Guada. La casita de ellas queda ahí nomás. Guada se metió las manos en los bolsillos de la campera y apretó los labios. A pesar de todo era una sonrisa. Otra manera de decir adiós.
Antes me había dicho:
Qué tipo, tu viejo.
Llegó a eso de la una, ella, cuando López vendía las últimas empanadas, no quedaba nada más, el fuego de la cocinita estaba apagado. Hay bebidas: vino, ginebra, grapa, Coca-Cola. Nada más. La madre de Guada me había dicho que la hija se había tirado un ratito y se había quedado dormida. “Está cansada, pobre, triste, vos sabes”, me dijo Isa como si tuviera que explicarme algo. Yo no sé, pero le dije que sí: “Sí, yo sé”. Isa enfiló para la mesa de Garmendia, el Chueco, Rosa y otros notables. Al rato les estaba hablando de Tránsito Cocomarola. “Yo lo conocí”, les contaba Isa, “No me voy a olvidar nunca”.
Por eso Guada llega más tarde. Se sienta con nosotros, con Cúper y conmigo, y le pide a López una Coca-Cola. Yo me pongo una camisa blanca, una corbata que tengo, y un saco azul. Me miro en el espejo para hacerme el nudo. Quiero que me quede bien. “Vos sos un compadrito”, me decía mi vieja, “como tu padre”.
Vamos al cementerio.
El cura Cisneros, acusado de progre, tercermundista, lacayo del comunismo y otras imbecilidades por el estilo, lee una oración. Como en las películas, pienso. A mi padre le gustaba ver películas. A mi madre, ahora, también. El cementerio chiquito de Puerto Apache está al lado de la laguna. Por eso se ve una formación de patos que pasa volando. Por eso el viento, esta tar-150 de, nos despeina un poco. Como si estuviéramos muy peinados, todos nosotros. Me miro los zapatos. Son unos borcegos viejos que están un poco sucios, pero sanos. Pensé, mientras me vestía, si me ponía los mocasines norteamericanos que le afané al Pájaro. No. Me puse estos borcegos. Son más cómodos. Se puede pisar la tierra húmeda, un poco de barro, el lugar donde uno vive. El lugar donde uno muere. Parece mentira, pero oigo la oración que lee el cura, le veo el pelo rubio sacudido por el viento, miro a los hombres, a las mujeres que lloran, a todos los que me dijeron o me dirán palabras inolvidables, y no siento nada. No me conmuevo.
Ánimo, pibe.
Fuerza, Ratita.
Aguante, varón.
Me da tanta pena, querido.
Cosas así.
Pésames.
Voces de aliento.
Palabras de los amigos.
Y a mí no me dicen nada. Yo no siento nada. No estoy emocionado. No me mata el dolor. Parado junto al cura, de frente a la laguna, muevo lentamente la cabeza y contemplo a la gente. Parece que lo querían, a mi viejo. Se me ocurre, también, que los primeros muertos de un lugar nuevo tienen que ser como un vendaval que te deja a la intemperie. Las cosas, quiero decir, terminan.
Y yo ahí, consciente de la corbata que me ajusta el cuello, de que no sé qué hacer con las manos, de la suela de goma de los borcegos que imperceptiblemente se hunden bajo mi peso en la tierra mojada, miro la cruz de piedra blanca que le vamos a poner a la tumba de mi padre y me parece que no sé quiénes somos ni qué hacemos. Por eso pienso que es como ver una película. Pero uno está adentro de la película. Ya te pasó todo lo que tenía que pasarte. Ahora estás adentro de la película. Y no sentís nada. Es como ser el protagonista de una historia de otro. Lo único que sabes es que a pesar de todo no te vas a olvidar de este momento. Y lo único que querés es que haya algo mejor.
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Las botamangas de los jeans también están salpicadas de barro.
Guada prende un cigarrillo, me apoya la cabeza en un hombro, se mira la punta de las botas y me dice:
Era loco tu viejo...
Cúper se para y da una vuelta. Se cortó el pelo. Ahora lo tiene cortito, como Cúper. Se queda mirando el segundo chico de otro partido de truco. Anchorena y Lomo Angosto van perdiendo. O se están dejando ganar. Hay que tener cuidado con los gerontes. Los ex ladrones de carteras se agrandan. Van por el desfiladero rumbo a la emboscada que le prepararon los apaches...
Con esa facha —sigue Guada—, durito, al principio. Ni una sonrisa. Pero se miraba en el espejo, se daba palmaditas en la cara, y me guiñaba un ojo. Yo nunca había visto un tipo así. No sé si Guada habla para ella o para mí.
Tampoco tiene importancia.
Guada dice:
Era algo. Daba la impresión de estar en otra cosa. Pero yo te puedo asegurar que tu viejo sabía un montón de las mujeres. Guada fuma. Veo el rouge que marca el filtro de su cigarrillo. Veo sus dedos largos, las uñas bien cortadas, la ropa cara que tiene puesta, casual, sport, como si no tuviera nada del otro mundo. Ella también es rara, poco común, algo inesperado. Una negrita correntina sin mucho lustre, pedigré cero, neuronas dudosas, podría pensarse, y que de pronto te dejar ver que sos un boludo porque de pronto ves que esa mina tiene tablero, cancha, horas de vuelo, estilo. Es un gato. Pero en este momento descubro que está lastimada. Y esto ya lo dije: ojo con los gatos malheridos.
Me acuerdo de las fotos.
En la última foto de Guada que se ve en Internet ella se bajó las tiritas de la tanga. Se apoya con las manos y con la rodilla izquierda en un sofá blanco. El pie derecho en el suelo, la rodilla flexionada, y el pelo le cae por delante de los hombros. Está de espaldas, por así decirlo, y no se le ve la cara. Pero es ella. La 152 pared del fondo parece de ladrillos y el piso de madera. En la pared se alcanza a ver el borde inferior de un marco. No se puede saber qué hay en ese cuadro. La oferta que se hace de Guada es visiblemente trasera. Reconozco que algo se me movía entre las piernas cuando miraba las fotos con Cúper y con Morales, el pibe que labura en Constitución. Nunca más volvimos a ver esas fotos. Ya ni siquiera hablamos de eso. Como si nos hubiésemos arrepentido o como si se tratara de una cuestión de respeto. Pero entonces, ¿quién imponía el respeto? ¿Ella? ¿Mi viejo? ¿Los dos? No se sabe.
¿Sabes? —me dice Guada—. Ya no estoy más en
Internet.
Es inevitable.
Yo me acuerdo de las fotos.
¿Por? —le pregunto.
No es un negocio para mí.
Me imagino.
¿Qué te imaginas? —me pregunta y se ríe.
Tiene onda, Guada.
No sé —le digo—. Nada. Qué sé yo...
Ella me apoya otra vez la cabeza en el hombro y me dice:
Era un campeón, tu viejo.
Después se va. La despega a su madre de la mesa de
Garmendia, el Chueco, Rosa y otros notables, y se la lleva. Isa no se quiere ir. “Podría pasarme toda la noche”, dijo, “hablando de esto”. Pero Guada se la llevó.
Con la primera luz del día el bar de López se va despoblando. Ahora, a eso de las ocho —no quiero ni mirar la hora—, apenas quedamos un puñado. El pibe Morales bosteza. Lomo Angosto se quedó dormido sobre la mesa que lo vio terminar invicto. La gorda Susana también apoliya: en un rincón, con los brazos cruzados, parece que no quisiera despertarse nunca más. Los pibes del cine se despidieron hace un rato. Juana la Loca y el negro Sosa no hicieron acto de presencia.
Yo me acuerdo del mensaje de Maru.
Por eso busco la billetera y saco su Toto de atrás de la foto de
Ramiro. Es la foto que me llevé de su casa. Ella está en el balcón
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con un vestido blanco de breteles finitos. Sopla un poco de viento y con una mano en la nuca se sostiene el pelo. Yo miro la boca de Maní.
Entonces López vuelve a los bidones que trajo hace un rato desde el fondo. Los levanta del suelo, uno en cada mano, sale, camina por el descampado que hay delante del bar y llega al Peugeot 403 blanco, descascarado, y con una rueda pinchada. Deja un bidón en el suelo y con el otro empieza a rociar el auto.
Hace un buen trabajo, López. Sigue después con el segundo bidón.
Desde acá siento el olor a nafta. Lo veo y no lo creo.
Fisuró, López —me dice Cúper.
Yo no sé qué decir.
Así que prendo el último Jockey y soplo el humo que se queda flotando en el aire húmedo de la mañana. Cuando termina de empapar con nafta el 403 López se da vuelta y me pregunta si tengo fósforos.
Por eso me levanto, voy hasta el 403, y le doy a López una cajita de fósforos de madera.
Mira —me dice.
Yo miro.
El fuego empieza con llamas bajas que avanzan como el viento devorándose la nafta. Después las llamas crecen. Las tres ruedas que todavía tienen un poco de aire explotan.
El tapizado crepita.
Los vidrios primero se quiebran y después se rompen.
En cinco minutos el 403 está envuelto en una bola de fuego. No se puede sacar los ojos de una cosa así. Es un imán, un lenguaje secreto, un espejo de la nada. López retrocede.
Algo hay que hacer —dice.
Yo tiro al fuego la foto de Maru. Las cuatro puntas se doblan hacia el centro. El papel se carboniza. Se desintegra. Los restos vuelan entre las llamas como cachitos de hollín. Se terminó. Yo también vuelvo atrás.
Sí —le digo a López—. Algo para recordar.
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12. EL PÁJARO
De Jenifer voy a hablar un poco más adelante.
Cuando tenga tiempo.
A lo mejor le escribo algo.
Hoy es domingo. Llueve a cántaros. A duras penas consigo que el Renault del Chueco no se quede en el barro y salgo de Puerto Apache. Sin apuro pero con esa obstinación que me agarra cuando no entiendo qué busco subo por Libertador, entro en la ciudad desde su borde pegado al río, y dejo que el tráfico desnutrido me lleve como uno más en una tropilla de caballos cansados. Ya sé dos cosas del auto del Chueco: el tanque está casi vacío y el limpiaparabrisas de la derecha no funciona. En un semáforo descubro la tercera: tiene los frenos a la miseria. Por eso paro en ia primera estación de servicio que encuentro. Con veinte pesos me alcanza para diez litros de nafta común, un café con leche con medialunas en el bar y dos paquetes de Marlboro.
“Ratita..., me voy”, dice su voz.
El mensaje de despedida de Maru es un montón de palabras inútiles a veces salpicadas de silencios o de dudas. No me interesan los silencios ni las dudas. El mensaje, sacándole lo que sobra, tiene algunos puntos fuertes. Uno está al principio, otro al final, otro por el medio, y otro... no sé dónde.
La voz de Maru, antes de cortar, dice “Llámame”. No hace
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falta ser un genio para darse cuenta de que no hay por qué llamarla.
Pero antes de eso dice: “Vos no me vas a creer. Perdóname.
Yo te quiero, nene.”
Conmovedor, ¿no?
Bueno. Escuchen. Antes, más o menos por el medio de la grabación, también dice: “Ahora que ya no importa te voy a decir una cosa. Siempre tuviste razón: fue el Pájaro el que le dijo al Ombú que te mandara dos o tres tipos. Estaba loco de celos. Ahora no importa, Ratita. Podes olvidarlo. Yo sé lo que te digo.”
Meto la medialuna en el café con leche.
Siempre lo hice.
Desde que era chico.
Repito el mensaje. Quiero escucharlo una vez más. Lo juro:
una vez más. Después lo borro. Y a la mierda.
Por eso escucho una vez más:
“Ratita..., me voy.”
Lo que viene ahora no estaba en ningún lado. Quiero decir, vos podías escuchar mil veces el mensaje y no estaba en ningún lado. Y a pesar de todo, juntando todo, a mí me quedaba claro. Para saber qué pasó con la guita que faltó, con la guita que no le llegó al Pájaro en la última transa de Monti, había que preguntarle a ella. Sí, a ella.
Eso no estaba en el mensaje. Pero se podía escuchar. Se podía deducir. Hay cosas que no hace falta decirlas para que queden claras.
“Perdóname.”
Cuando vuelvo al auto y pongo nuevamente el motor en marcha no me siento como nuevo pero a lo mejor me parezco más a lo que soy: una especie de galán sin platea con ínfulas de guapo o de matón. Cosas de la vida. Retomo Libertador y llueve más fuerte. Poco después el cielo se hace de noche y en seguida caen piedras. Oigo el granizo repiqueteando en el techo del Renault. Lo hace bolsa, pienso. Y pienso: ya está hecho bolsa. Así que sigo. No se ve nada. La tropilla se pierde en la tormenta. Llego a Dorrego y doblo a la izquierda. Un resplandor electriza las nubes, retumba un trueno, y un rayo cae en el Hipódromo como la furia de Dios.
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Diez minutos después estaciono el auto a cuarenta metros del restaurante del Pájaro en Las Cañitas. Es una casa en una esquina. La entrada al boliche, cerrado los domingos al mediodía, está en la ochava. La entrada a la vieja casa reciclada donde el Pájaro se ha hecho su nido y su guarida sigue en su lugar, un poco más allá de la última ventana del restaurante. Me cierro la campera de cuero, bajo del auto, cruzo la calle, la lluvia cae a baldazos, la vereda está llena de charcos y baldosas flojas. Me paro frente a la puerta de la casa, contemplo el portero eléctrico con varios botones, miro para todos lados, en la calle no hay un alma, saco el revólver, sé que un timbre del portero suena en la cocina de la casa, otro en el local, otro en un pasillo del primer piso, a cuatro pasos del dormitorio del Pájaro. Apoyo la mano izquierda en el antiguo picaporte de bronce, un chiche de esos que Maru buscó durante más de dos semanas, hace tres años, para regalarle al patrón algo original. La escena tiene algo de ridículo porque parece una de esas escenas ridiculas de las películas policiales: un tipo hecho sopa y sin vocación descubre que no todas las guaridas están cerradas con siete llaves. O sea: muevo el picaporte, llego al tope, empujo con toda la suavidad posible la puerta y la puerta se abre...
El corazón me late a rail.
La respiración se me corta.
Me acuerdo de mi hijo. Un día le regalé una pelota. Nos pusimos a jugar. Él pateaba mal como todos los chicos que patean por primera vez una pelota. Yo le decía: “Derechito, papá”, y Ramiro se reía. Era un pibito. Sigue siendo un pibito. Yo no me voy a morir.
Me pongo a un costado de la puerta, casi de espaldas a la pared. Veo el agua estrellarse en globitos contra los charcos de la vereda.
Levanto el 38 corto.
Empujo la puerta con la mano izquierda.
La puerta se abre.
Asomo apenas el ojo sano, el ojo derecho.
No se ve nada.
Mejor dicho: no se ve a nadie.
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Está la fuente, en el patio, sobre la medianera del sureste, con una boca de mármol que escupe agua. Yo sé que parece mentira pero me puse a pensar a quién se le habría ocurrido que un angelote medio maricón y lleno de rulos de mármol tiene que escupir un chorrito de agua que cae en una bandeja siempre rebalsada de modo que el agua sigue cayendo en la fuente, que no se rebalsa, y en la que flotan plantas y flores amarillas. No se me ocurre ninguna respuesta, quizá porque no me pongo a pensarlo a fondo, el tema.
Entonces me voy asomando, poco a poco, al patio de la casa.
Veo la pérgola, la mesa de granito, los bancos de madera. En esa mesa comí no sé cuántos asados con el Pájaro, con el Ombú, con Tony. El Ombú no comía el tomate de las ensaladas. Eran otros tiempos.
La lluvia cae en el patio con la música enferma de una tormenta sin fin.
Dos puertas que dan al patio, a la izquierda de la pérgola, están abiertas. Yo sé que una de esas puertas entra en una sala y que la otra es la puerta de una habitación de servicio. Ya estoy en medio del patio.
Con el brazo derecho en alto, extendido, apunto al frente, siempre al frente o a ese frente que cambia todo el tiempo porque el frente es el punto que miro. Yo miro el patio, las puertas, las ventanas, los canteros de tierra y césped, los caminitos de pedregullo, el suelo de mosaicos, acá y allá, punto por punto. Y creo que sin darme cuenta voy dando una vuelta completa alrededor de mí mismo, en el centro del patio, contemplando punto por punto todos los rincones como si estuviese parado en medio de un círculo y yo fuese un compás. Algo así. Una figura que se me aparece en medio del agua, de la incomprensión y del miedo. Algo clavado a la tierra, como se clavaba una de las puntas del compás en el tablero de dibujo para que la otra pudiese trazar una circunferencia perfecta. Eso soy. O sea, nada.
Así que doy un paso hacia el costado izquierdo pero siempre de frente a las puertas abiertas que veo de este lado de la
pérgola. Y después doy un paso más. Llueve a cántaros y no hay
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viento. Por eso nada se mueve. El movimiento es el agua. La lluvia que cae. El chorrito que escupe el muñequito de mármol en lo alto de la fuente. El agua que me cae por la cara desde la cabeza como una catarata. La lluvia que me pone frente a los ojos una cortina de agua. Veo las cosas a través de esa cortina y a veces parece que las cosas se mueven. Pero no son las cosas. Es el agua. El agua que cae. La lluvia. El ruido de la lluvia que resuena en este patio como si estuviésemos en la Garganta del Diablo. Y ahora sí.
Ahora veo la puerta. La puerta de madera y vidrio que estaba abierta y que da, cuando uno entra en la casa por ahí, a una sala, primero, y después a un corredor que circula por el interior de toda la casa. La puerta propiamente dicha. No es la sombra que vi antes, el hueco de la puerta que estaba abierta, porque ahora veo la puerta propiamente dicha y veo que tiene los vidrios hechos añicos y que la madera de la puerta está acribillada. Entonces quedan a la vista, más allá del barniz oscuro de la superficie, el corazón blancuzco de la madera, racimos de maderas y de astillas que están en el suelo mojado de baldosas de cerámica o que todavía cuelgan de la puerta destrozada... Me muevo un metro más, y otro, y ahora también veo, del otro lado de la fuente, las piernas de un hombre que salen del agua de la fuente, la flexión de las rodillas en el borde de piedra, los pies desnudos que no llegan al suelo, y el agua roja de la fuente, entre las plantas y las flores amarillas, una superficie que no es verde, que no es transparente, como es a veces el agua de las fuentes, una superficie de agua roja donde la lluvia cae también sin aclarar ni una gota el color del agua mezclada con sangre.
El cuerpo está hundido en la fuente desde la cintura. Una mano sale del agua ensangrentada. Ni siquiera flota. Está sobre el agua, a pocos centímetros de la superficie, como si el codo de ese brazo hubiese quedado apoyado en el fondo de la fuente y la mano sobresaliese del agua. Es una mano abierta. No está crispada. Es una mano izquierda. Es la mano de un muerto.
Ahora veo del otro lado el rosetón de piedra en cuyo centro
se asoma la cabeza de mármol y veo que también está acribillado
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a balazos. Veo que la cara del ángel recibió, de ese lado, un par de impactos y que en el mármol quedaron pozos, huecos, pequeños orificios sin salida: apenas lo suficiente para mostrar también qué hay adentro del mármol: qué cosa blancuzca, indiferente y concreta es el mármol adentro del mármol.
La boca del pibe, también desde el otro lado, escupe agua como si nada hubiese pasado, como si no tuviera la cara ni los cañitos internos de hidrobronce lastimados.
No hay nada que adivinar.
Fue una ametralladora. O dos. Casi seguro dos. Reventaron la puerta, y cuando la puerta se abrió o saltó de sus bisagras barrieron el hueco de la puerta, el patio, la medianera, con descargas de fuego cruzado.
El hombre muerto, con medio cuerpo adentro de la fuente, con la cabeza hundida en el agua y en su propia sangre —no hace falta verlo—, el hombre cocido a balazos, liquidado probablemente antes de que cayese de espaldas en la fuente, fue mi patrón y fue el novio de mi novia.
El hombre muerto es el Pájaro.
De repente se me ocurre que si el Ombú y Tony lo habían traicionado lo más probable es que el Pájaro haya mandado a matar al Ombú. Y se me ocurre entonces que también es probable, si fue así, que ahora hayan matado al Pájaro para demostrarle que hay cosas que no se hacen. Que hay cosas que ni siquiera él podía hacer.
Por eso me pregunto quién mató o mandó a matar al Pájaro.
Y creo que ya lo sé.
Vuelvo a mirar las dos puertas abiertas, el ángel baleado, el cuerpo semihundido en la fuente y corrijo. Las cosas fueron así: el Pájaro no salió desde la sala al patio. Cuando descubrió que había unos tipos en el patio, el Pájaro apareció por la puerta de servicio. Apareció, me imagino, como una tromba, descalzo y calzado, corrió para el lado de la fuente, capaz que tiró al montón, dos, tres, cuatro veces. Y que cuando llegó a la altura de la otra puerta lo cruzaron, lo barrieron: dos ráfagas de ametralladora se encontraron y lo hicieron bolsa. Entonces el Pájaro, herido 160 de muerte, o ya muerto, dio dos o tres pasos más, por inercia, y cayó de espaldas.
Alguien tendría que encontrar ahora el fierro del Pájaro en el fondo de la fuente.
Las cosas fueron así. ¿Para qué aprendí a leer?
Antes de irme le saco el anillo que tiene en la mano izquierda.
En la calle no hay un alma, ya lo dije.
Seguro que acá nadie vio nada, nadie escuchó nada, nadie encontrará nada. Nadie tiene nada que decir.
Acá no pasó nada.
En el semáforo de Santa Fe y Pueyrredón consigo parar el auto al lado de la alcantarilla. Un torrente que baja desde Ecuador se zambulle entre las rejas en busca de un destino que siga fluyendo. Hace borbotones, el agua mugrienta, y en los borbotones flotan latas de cerveza, bolsas de plástico y basura en general. Pero el agua corre, se zambulle, cae por la garganta profunda de la alcantarilla.
Miro el anillo que saqué de la mano que se asomaba en la fuente.
Maru tenía uno igual.
Tiro el anillo en la alcantarilla.
Chau, Pájaro.
El puente para cruzar a la Costanera entre Dársena Norte y el Dique 4 está cortado por la policía. Hacen controles. Unos pasan y otros no. Prendo un Marlboro. El motor del cacharro del Chueco ratea. Este auto es una calamidad. Tengo que pensar algo. Hay un charquito de agua en la alfombra de goma hecha percha. Los pedales del Renault están lisos. Yo estoy empapado. Afuera sigue el diluvio. Los muchachos de la Pe Efe tienen capotes, armas, patrulleros... En la espalda de los capotes, con letras amarillas, dice Pe Efe A. Yo fumo. Le echo un vistazo, a la izquierda, al edificio de Telecom. No se me ocurre nada. Pero la fila, de a poco, avanza. Unos siguen y otros se vuelven. Es un quilombo de autos atravesados bajo la lluvia y canas de mal hu-161 mor. Me miro en el espejo retrovisor. Ya casi no se nota la biaba que me dieron. O se nota poco. Me acuerdo del enano, ese hijo de puta con una camisa que le quedaba chica y unos jeans que le quedaban grandes, un turro que quiere ser otra cosa en la vida, olvidarse de que es un enano, un gordo de mierda, un lameculos de otro lameculos, y agarrar un cacho de poder, a lo mejor ni siquiera mucho: un poco, nada más, para escrachar con saña a los pobres diablos que se le crucen por el camino. Como si eso fuera soñar con un destino mejor... Yo vi el mundo desde la altura de las suelas de goma de sus borcegos, yo sentí el olor a mierda del mundo cuando el cretino me refregaba las suelas de sus zapatos inmundos por la boca...
El oficial que me toca cuando me llega el turno parece cansado. Desde la visera de la gorra le cae agua en la cara. Hoy no se afeitó. Tiene mal aliento. Y si pudiera me aplastaría con un dedo como a una pulga. A mí y a todos los boludos que un domingo a esa hora queremos cruzar ese puto puente. Hace quince segundos tiré el cigarrillo. No hay que fumar cuando tenes que hablar con uno de estos muchachos. No les cae bien. Me pregunta adonde voy. Le digo que al Yacht Club. Lo pronuncio así: “lót Club”. El tipo me mira. Ni se me ocurre hacerle creer que soy socio. Le digo que trabajo ahí. Me pide la credencial. Le digo que soy ayudante de limpieza y que a los ayudantes de limpieza no nos dan credenciales. Me pregunta si limpio los baños. Le digo que sí: los baños, la cocina, los salones, todo. Me pregunta si limpio los inodoros, si tengo que rasquetear la mierda seca de los ricos. Le digo que sí. Entonces me pide el DNI. Se lo doy. Me lo devuelve sin mirarlo. “Pasa”, me dice. Y paso. Me olvido enseguida de él porque del otro lado del puente hay otro control para los que quieren salir. Yo sigo de largo. Pero me gustaría saber qué está haciendo esta gente acá, en medio de la lluvia, un domingo tan choto como éste.
Nos están cuidando, pienso. No van a permitir que los tránsfugas que quieren entrar a Puerto Apache hagan lo que se les dé la gana. A continuación, lógico, pienso que soy un boludo. Mira si la Pe Efe va a estar cuidándonos el culo justamente a nosotros. Si los muchachos están acá por algo que tiene que ver 162 con Puerto Apache puede ser por dos cosas: o porque los tránsfugas ya entraron o porque cualquiera sea la situación lo que están controlando es la seguridad de Puerto Madero. Ellos también tienen que mantener limpios los inodoros de los ricos. Los pibes que vigilan la entrada tienen palos, fierros, pasamontañas, camperas impermeables y fuego. Señalo las cubiertas que se queman y les pregunto de qué se trata. Me dicen que se trata de aguantar el frío. Entro en el Puerto dando tumbos por las calles de tierra enchastradas y cuando dejo el auto vuelvo a mirar la columna de humo que se levanta desde el fuego de la entrada. El país está lleno de columnas de humo. Jenifer no volvió. El Toti tampoco. De Guada no se sabe nada. La Primera Junta está reunida en el Palacio Apache con el negro Sosa. El negro Sosa les ofreció a Garmendia y al Chueco organizar la defensa de Puerto Apache. Le pido a la gorda Susana que me averigüe dónde están Jenifer y los chicos. Alguien tiene que saberlo. La Mona Lisa, por ejemplo. Pero la Mona Lisa no me lo va a decir a mí. Busco la lata de mis ahorros en el ropero. No queda un peso. La chica se llevó todo lo que quiso. No sé por qué dejó los discos de Gilda. Es un misterio. Hay muchas cosas en la vida que no se entienden. Todavía tengo una reserva en una caja de herramientas que hay en el armario de la piecita de atrás. Me saco la ropa mojada. Me doy una ducha. En mi casa todavía hay agua caliente. Está un poco turbia, el agua. Como siempre. Los ingenieros no consiguen limpiarla más. Pero hay agua. Es un milagro. La ropa seca me parece tibia. Todavía queda un poco de café. Me siento en la cocina mientras hierve el agua. Fumo un Marlboro. Miro, sobre la mesa, el 38 corto y la caja de balas. Cuento la plata que me queda. 411 pesos. No es mucho. Pero tampoco se me ocurre en qué me los voy a gastar entre hoy y mañana. Por eso me quedo tranquilo. Vuelvo a llamar a Cúper. No contesta nadie. Sé perfectamente lo que quiero hacer. Me acuerdo del Ombú sentado en mi sillón de paja, muerto. Me acuerdo de mi vieja, en Rosario. Está enferma, sale poco, mira películas en televisión. Me acuerdo de Angela, en Rosario, la prima que la cuida y que enseña a leer. Me acuerdo de mi hija. Julieta es medio rubia, como la madre. Tiene tres 163 años. Sigo pensando cosas así. La tarde va pasando. De vez en cuando me fumo un cigarrillo. Después suena el celular. Es Cúper. Recién llegó a su casa. La Mona Lisa se quedó en la Recoleta. Tenía una reunión con el sobrino. Cuestiones del business de Belgrano. Le pregunto a Cúper si él está con el auto. Me dice que sí. Le pregunto qué tiene que hacer. Me dice que nada. Le cuento que yo sí tengo que hacer un par de cosas y que necesito que me acompañe. Por eso media hora más tarde Cúper me pasa a buscar. Nos vamos. Cruzar el puente para salir no es más fácil que para entrar. Ya no llueve. Sopla viento frío del oeste. Hay una larga cola de autos. El control de la Pe Efe no afloja.
En la Dársena Norte no está la fragata Libertad.
No es un palpito. Es información confusa o incompleta. Subimos por Córdoba, llegamos hasta Esmeralda y volvemos por Santa Fe. Cúper está de buen humor. No sé por qué. Pero así todo va un poco mejor. No hay dónde estacionar y arreglamos que él da unas vueltas y que nos encontramos en la esquina de Florida y el pasaje Rojas. Por eso yo me bajo y Cúper sigue. Los árboles de la plaza San Martín son buenos para sentarse a la sombra, en verano, y fichar a las minas. Está llena de turistas, en verano, esa zona.
El dato es de Betina. Ella trabaja con la Mona Lisa en la Recoleta y es la novia de Tony. A él le gusta el tomate de la ensalada. No se olviden de esto porque tiene su importancia:
Tony y el Ombú eran los guardaespaldas del Pájaro. Después lo traicionaron, levantaron la carpa y la armaron en otro lado. Betina dijo que los había contratado un político. Nunca se sabe qué quiere decir eso. Pero algo quiere decir. El Ombú apareció muerto frente a mi casa, en Puerto Apache. Ahora el que aparece muerto es el Pájaro. No hay que ser un genio para darse cuenta de que es un intercambio de facturas. Son las leyes de estos negocios. Le que todavía no se entiende forma parte de lo mismo. Hay que poner los pensamientos un poco más adelante. Si te quedas en lo que se ve casi nunca descubrís el secreto de las cosas. Así que me olvido de todo y entro en el hotel Plaza. El 164 dato es de la mina de Tony. Ella dice que cada dos por tres él tiene que salir zumbando para al hotel donde vive su jefe. “Un hotel bacán”, le dice Betina a Cúper, “que no está muy lejos de acá”. Pero no sabe, ella, exactamente dónde está. Ni cómo se llama. Entonces, ya que al salir de Puerto Apache aparecemos en Retiro, pasamos primero por el Plaza.
En pocos minutos me doy cuenta de que no es ahí. Estoy otra vez en la calle. Camino un poco. Espero en la esquina. Enseguida aparece el Fiat de Cúper. Seguimos. El siguiente queda enfrente.
Miro la Torre de los Ingleses. Tiene algo esa Torre. Los porteños no saben si la odian o la quieren. En general, nadie sabe bien esas cosas.
En el Sheraton es más fácil. Cúper puede aguantar con el auto sin yirar. El Sheraton es un hotel más grande. Tiene un edificio viejo y uno nuevo. Hay convenciones, salas de espectáculos, varios restaurantes y bares, demasiado movimiento. Sería un buen lugar. Pero no. No está acá. Me iría casi sin preguntar. Obvio: voy y pregunto.
Me subo al auto.
No es acá —le digo a Cúper. Prendo un cigarrillo. Apago la radio. Me estrujo el balero. Cúper no abre la boca. Sigue de buen humor. Creo que él también ya tiene un par de cosas claras. Capaz que no sabe qué hacer de ahora en adelante con su vida. Pero se está sacando o se va a sacar lastre de encima. Es una intuición que tengo.
¿Entonces? —me pregunta, y lo que yo le diga le da igual.
Está dispuesto a llevarme adonde se me ocurra. Lo único que quiere, me parece, es que no le pregunte nada. Como si él no tuviera ideas sobre este asunto. O como si sus ideas estuviesen trabajando en otro tema. Un poco así.
Vamos al Alvear —le digo.
Así que embocamos Libertador, entramos a Figueroa Alcorta, y en la rotonda de Pueyrredón enganchamos la avenida que nace ahí abajo, frente a la feria de artesanos, y que 200 metros más arriba nos va a dejar en la puerta del tercer intento. El tercer intento parece una fiesta de disfraces sin disfraces.
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El Sheraton es un hotel para ejecutivos de empresas de otro mundo.
El Plaza cambió los dandys y las chicas glamorosas por turistas ricos.
El Alvear es otra cosa. Tiene la pinta de un palacio con barandas de oro, arañas de cristal y escaleras de mármol. Tiene la pinta de un banquete o de una fiesta de disfraces. Pero no hay antifaces, acá.
Uno de los pibes que atiende en la recepción me dice que el “doctor” no se encuentra en el hotel en estos días. Yo le acabo de preguntar por Monti. Por el señor Monti. Es una manera de decir. El pibe, apenas despectivo, sin mirar la pantalla de su compiladora, me dice que el “doctor” está ausente. Le pregunto hasta cuándo. El pibe parpadea. Parpadea como una secretaria ofendida. Me dice que “eso” no lo sabe. Yo insisto. Entonces el pibe me dice que pregunte dentro de una semana. Me da la espalda y revisa papeles que hay en otro lado. Da golpecitos con un lápiz. Mueve la cabeza, me mira por arriba del hombro —lógico—, y remata: Mejor en dos.
Así me dice, mira:
Mejor pregunta en dos semanas.
Tengo otras cosas que hacer, no sé cómo explicárselo. Tengo objetivos superiores. Causas más urgentes en mi vida. Gracias a dios. Porque si no le retorcería el cuello y le pediría que me lo repita. “No te escuché bien, cosita. Repetímelo”. No hay nada que le haga mejor al espíritu que ver cómo se pone violeta la cara de un ortiva que te quiere gastar.
Pero hay otra evidencia que ahora se me viene encima.
El Toti me lo dijo la semana pasada.
No le di bola.
En este momento se me hace palpable como si de pronto uno pudiera ver las tripas de la humillación, la entraña del enemigo, la forma oscura de la derrota. Es un momento en el que uno está dispuesto a rendirse.
Llevo no sé cuántos días atrás de una historia que no entiendo o a la que llego siempre tarde. Por poco me matan a palos una noche y después resulta que fue una confusión o un exceso de con-166 fianza de los muchachos que vinieron a sacudirme. Fui a ver al Pájaro, a Barragán y a Monti pensando que estaban llenos de secretos y me contaron su vida antes de que les hiciera la primera pregunta. Siempre con mi 38, yo. Un fierro como la gente. Pero si tengo que ser sincero es necesario aclarar que las dos o tres veces que empuñé una pistola o una navaja los puntos se fueron al mazo. Todos. Lo cual no quiere decir que no me haya encontrado con algunas sorpresas. La cosa es así. Yo voy por los bordes o un poco por atrás de la historia y de pronto me llevo por delante un fiambre. Es la regla de este juego. Ahora lo veo con absoluta claridad.
Y para confirmarlo me vuelve a pasar lo mismo. Es fácil llegar a la conclusión de que el pibe de la recepción del hotel Alvear es un cero a la izquierda. Por eso me bajo de la bronca, doy media vuelta y enfilo para las puertas. Hay puertas normales, que se abren y se cierran como todas las puertas, y hay puertas giratorias. Todas de vidrio. De madera y de vidrio. Así se ve la calle desde adentro. Y viceversa. Es lo que puede esperarse de un lugar como éste. No se me ocurre cuál debería ser el cuarto intento en la búsqueda inútil del evidente Walter Monti. Yo hubiera jurado que al gordo lo iba a encontrar acá. Bueno. A lo mejor ya lo encontré. Y lo único que pasa es que no está. Es más: ¿encontré o no encontré una noche al Ombú y un mediodía al Pájaro? Muertos, pero los encontré. Por eso no me sorprende toparme, antes de salir, con el Lobito. Ya ni siquiera me parece un tipo con boca de lobo. No. Un cachorro inofensivo, me parece. Si fuese hembra, dentro de un par de años podría darle de mamar a un par de hermanitos huérfanos. Sería una buena loba. Una madre fuera de serie. El Lobito hace ir de un lado al otro de la boca un escarbadientes como si hubiese terminado de masticar un poco de carroña y se estuviese hurgando los restos. Es uno de los lugares más inesperados del mundo para que un tarado como éste se pavonee con un escarbadientes entre los labios. Pero mejor encontrármelo acá y no en un callejón sin salida. Le veo las marcas que a él también le quedaron en la cara. No le digo nada. Él sí.
El secretario quiere hablar con vos —me dice. Y me hace una seña con la cabeza—. En el roof-garden.
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Es inevitable: me pregunto cómo hace el flaco para acordarse de una expresión así. Por ahora se me ocurre una sola respuesta: nunca la vio escrita. La escuchó nomás: ruf-garden. Y capaz que no sabe ni siquiera lo que significa. Es el problema de colarse en las fiestas ajenas.
Entonces lo sigo al Lobito por un corredor ancho cubierto de alfombras azules. Pasamos en medio de legiones de recepcionistas y de mozos: chicas primorosas con trajes negros y pibes enfundados en chaquetillas rojas. En el roof-garden se ve el cielo, entra un poco de sol, o un reflejo del sol del atardecer, las mesas tienen manteles blancos y en el aire flotan grandes heléchos impecables.
Un hombre se para cuando me ve entrar. Tiene un saco azul, un pantalón gris, una camisa celeste y una corbata verde oscuro que salieron de la tintorería hace media hora. No le miro los zapatos. Tengo miedo de que el brillo me deje ciego. Me da la mano, el hombre.
Hoy me gustaría saber su nombre.
Pero él se presenta así:
Soy el secretario del doctor Monti.
El Lobo desaparece.
Nos sentamos. No tengo dudas. Es el tipo que estaba con el gordo en el casino. Un poco más adelante voy a preguntarme sin que me interese qué habrá sido de la mujer que se dejaba tocar por el evidente Monti en la mesa de punto y banca. Con ella, seguro, no se casó.
Pido nada más que un café.
En el roof-garden no se fuma.
No hace falta que nadie me lo diga. Es evidente. Me gustaría encender un cigarrillo y cuando alguien me lea mis derechos apagarlo en el mantel. Me encantaría sentir el olor a quemado del mantel de esa mesa del roof-garden del Alvear. Pero eso es influencia del cine.
Yo no quiero que parezca que soy un resentido.
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13. C’EST FINÍ
El secretario termina una taza de té y desde ese momento sólo toma un poco de agua mineral. Tiene frente a él una copa y de vez en cuando se la lleva lentamente a los labios. Se trata, en realidad, casi sólo de un gesto. Algo que hacer. Una forma de llamar mi atención hacia otra cosa mientras él arma su discurso con una maestría un poco de hojalata.
El secretario es un hombre alto, flaco, de piel oscura y pelo negro con algunas canas. Si no fuese secretario podría ser piquetero trucho, violador o el amante sádico de un homosexual enamorado. Merquea, el secretario. Me juego el alma.
En los puños de la camisa tiene un par de esos gemelos de seda que hacen juego con el color de la corbata. A veces uno se da cuenta de que hay un detalle de más en algo y que ese detalle es el que deschava lo que aparentemente no se ve. En el caso del secretario, el detalle son los gemelos.
Habla bastante bien el tipo. La voz lenta, baja, me va explicando condiciones de la realidad que hacen que las cosas sean como son. Como si hablara de política, el secretario. Supongo que por eso de pronto me encuentro escuchando un discurso que primero no entiendo y que después entiendo demasiado bien.
Al principio da la impresión de que el tipo habla de política, de economía, de concentraciones de capitales, de pérdidas o ga-
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nancias, de las medidas adecuadas para enfrentar una situación concreta. Da la impresión, al principio —para entendernos—, que el secretario habla de los problemas del país. Dice cosas, por ejemplo, como que la distribución minorista está comprometida hoy más que nunca por la hegemonía monopólica, que la rentabilidad de los negocios tiene fórmulas muy complejas, que la seguridad no debe ser un problema sino la condición indispensable para las operaciones del mercado. Y una larga sarta de cuestiones más o menos por el estilo.
Quiero fumar un cigarrillo.
No se puede.
Pido otro café.
Lo que más me gusta es la mina que lo sirve.
Una pura sonrisa.
Me pregunto hasta cuándo le dura la sonrisa, detrás de qué puerta, a qué hora, en qué momento exacto su turno termina y se saca los zapatos, el saco del traje negro, la boca se le cierra, los dientes desaparecen y en un espejo cualquiera la chica se mira la cara, las ojeras, el malhumor que le cruza la piel como una finísima red de cansancio o de hartazgo. Hay trabajos inhumanos. Ser lo que no se es viene a ser uno. Ser lo que los otros creen que alguien es viene a ser otro. Es más o menos lo mismo. Después, cuando termino el café ya frío, estoy sacudido por las últimas palabras, por el último acto del secretario. Me levanto de la mesa y me voy. Cerca de las puertas, antes de salir a la calle, veo al Lobito apoltronado en un sillón. El rencor, en sus ojos, es lo más parecido a un sentimiento que consigo imaginarme en ese cuerpo sin sentimientos.
Tengo que caminar una cuadra y media. En Quintana entre Callao y Ayacucho encuentro a Cúper. Ya oscureció. Tiro un cigarrillo y enciendo otro. Me puso nervioso el coso ese. No sólo uno tiene la sensación de que un tipo así te lee el cerebro: quedas convencido, además, de que descubrió en el fondo de tus ideas el más secreto de todos tus secretos, eso que da tanta vergüenza que nunca se puede confesar, eso que es lo más parecido a vivir atado a un fracaso.
En el auto de Cúper hay todavía un poco de olor a nuevo.
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Poco. Apenas. Pero hay. Le miro el perfil. Cúper se ríe.
Tardé un montón —le digo.
Mudo —me dice—. Me quedo mudo.
No seas boludo.
Soy muy boludo.
Entonces le cuento. Le digo que lo que el secretario de Monti me quiso decir es que el gordo Monti y el gordo Barragán decidieron quedarse con el negocio del Pájaro. Monti tiene más guita, o la consigue, y está seguro de que puede multiplicar las ventas. Multiplicarlas mucho. Por eso se llevó al Ombú y a Tony, por eso le mexicanearon no sé cuántas entregas de merca en el norte, por eso lo empezaron a dejar sin provisiones, sin guita, sin negocio. El Pájaro, al final, tenía que quedarse con una cascara vacía que le iba a alcanzar apenas para el chiquitaje. Mientras deja la copa sobre la mesa después de un traguito de agua, el tipo me dice que al principio la idea no era deshacerse del Pájaro sino asociarlo con un porcentaje a su medida, con una parte que tuviera que ver con la parte del negocio que él podía seguir aportando. Pero las cosas se complicaron. El Pájaro, me dijo el tipo, las complicó. Tenía tres problemas. Era un hombre muerto de celos, era un hombre desconfiado, y era un hombre peligroso. No se puede hacer negocios en serio con gente sin equilibrio.
Habla del Pájaro como si lo hubieran liquidado un mes antes.
Mira —le digo a Cúper—. Se tocaba los gemelos así.
Le digo y le muestro.
Cúper entiende.
El secretario me dijo que después de que mandó a matar al Ombú el Pájaro quedó afuera de todas las posibilidades. Un sujeto inestable, me dijo el secretario, prisionero de sus emociones, no puede ver claro ni actuar con sangre fría. Las grandes empresas las dirigen muchas veces hombres invisibles. No era el caso de ese muchacho. Ya me había hecho fajar a mí, desliza el tipo, cuando no tenía ningún sentido meterse con usted. Al contrario, era un objetivo equivocado. Porque hay algo que yo no sabía: el negro Sosa estaba trabajando para el Pájaro. Quería armar una
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red baja, el Pájaro, una red para los alrededores, y Sosa la estaba armando en Puerto Apache. Por eso le encarga a Sosa que liquide al Ombú. Y Sosa lo liquida y lo deja en la puerta de mi casa. El mensaje era doble: para el nuevo patrón del Ombú, de parte del Pájaro, y para mí, de parte de Sosa. El nuevo patrón del Ombú, a esta altura del partido, ya era también el nuevo patrón de Sosa, o sea el gordo Monti. Así que Sosa seguía armando la red baja para Monti, un objetivo correcto. Entonces Monti no se sorprendió. Sacrificó al Ombú y consiguió el motivo que le faltaba para borrar del mapa al Pájaro. Otra cosa que usted no sabe, me dijo el secretario, es que el Pájaro no sólo se estaba quedando sin negocio: también se estaba quedando sin su novia. Maru —él no dijo Maru— había transado con Monti y estaba a punto de largar al Pájaro, pero no quería que lo mataran. Por eso el doctor necesitaba un motivo. Y ese pobre idiota se lo sirvió en bandeja. La muerte del Ombú demostró una vez más que era imprevisible, violento, apresurado. Un pibe peligroso. Entonces... —el secretario se rozó suavemente los dedos como si se estuviese sacudiendo partículas inexistentes de azúcar impalpable—. Bueno, entonces se terminó el Pájaro.
Yo tengo el estómago revuelto.
Hay cosas que no me caen bien.
Y sabía que no había escuchado lo peor.
Por eso hice un movimiento, un ademán que era el primer paso para hacerle saber al secretario de Walter Monti que okay, ya estaba, suficiente por hoy, macho, muchas gracias, nos vemos. O no. Es igual. Yo me voy.
Fue ahí cuando el tipo me paró.
Y yo me di cuenta de que tenía que prepararme para que me cayera encima, como un balde de agua fría, la otra cara de la verdad. Si la verdad existe. Y si no existe uno tiene que darse cuenta de que el secreto de la historia es lo que en el fondo nadie quiere descubrir.
Fue ahí cuando el secretario me dijo que estaba claro que el
doctor no veía en mí un obstáculo, supongo que me entiende,
dijo, y agregó que no estaba en el país, el doctor, ni la señora,
por supuesto. A continuación, como hablando de política, dijo
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que la transición de una instancia a otra ya era un hecho, que Barragán había viajado con el objetivo de blindar en una reunión internacional los precios y el abastecimiento para los próximos meses. Además, me dijo, tengo algo para usted:
La señora me pidió que le devolviera esto.
No sé, pero creo que sin darme cuenta yo había cerrado los ojos. El secretario sacó un sobre del saco azul y me lo dio. El sobre quedó en el aire.
Pensé que no tenía que dejarlo ahí.
Era el atardecer de un domingo raro y sin estruendo en el roof-garden del Alvear. Afuera estaban los muertos, Puerto Apache, las putas en la calle. Una de las chicas que atendía las mesas me miraba desde su puesto de guardia en un lateral del salón. Tenía un traje negro, como todas, pero no era una recepcionista. Era otra idea equivocada, como todas.
¿La señora? —pregunté.
Sí, claro. La señora y el doctor se habían casado en México.
Hace dos días —me dijo el secretario del evidente
Monti—. El viernes, para ser exactos.
Me levanto de la mesa y me voy.
Salgo del hotel.
Prendo un cigarrillo. Camino una cuadra y media. Encuentro el auto de Cúper en Quintana entre Callao y Ayacucho. Entonces le cuento todo a Cúper. Todo menos lo del sobre.
Cruzar los cordones de seguridad de la policía es como pasar
de un sistema a otro con la idea de que ninguno de los dos
te arregla las cuentas pendientes. En Puerto Apache la guardia
está reforzada. Hay más hombres, más palos, más piedras, más
pasamontañas, más bronca, más fuego, más humo. No muy lejos,
un poco más allá, gris de hollín y medio desmantelado por
el viento, se lee todavía el cartel que pusimos a principios de
año:
Somos un problema del siglo XXI
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Cúper no quiere ni pensar en la Mona Lisa. El desapareció con el auto toda la tarde y encima ahora tiene que decirle que no va a trabajar con ella ni con el sobrino de ella en el cementerio. Un auténtico garrón. La Mona se saca enseguida, se pone de los nervios, a veces me dan ganas de surtirla... A veces me da lástima, dice Cúper: está un poco loquita, ¿sabes?
Sí, sé.
Me bajo del auto en la puerta de mí casa. Obvio: las luces están apagadas. Antes de entrar pelo el celular y lo llamo al Toti. Camino por la calle hasta la esquina y vuelvo. Tarda en atender. Pero atiende. Me dice “Ah, sos vos. Por fin. No encontraba este teléfono de mierda en la cartera. ¿Cómo estás?” Me río. Me hace reír el Toti. El sigue bien, allá, en Núñez, con su amigo. “Estoy chocho”, me dice. Y eso me parece una buena noticia.
Veo las luces también apagadas en la casa del Toti, dos pibes que fuman, en la otra esquina, y me dan ganas de meterme en el cuerpo un trago fuerte, una dosis de algo que me afloje las ideas, los pensamientos que parecen músculos contracturados. Así que enfilo para el barcito de López antes de hacer lo que vengo a hacer.
Anchorena y Lomo Angosto engrupen al jujeño que laburaba en Vialidad y a Julián, el mago de los limpiaparabrisas, a quienes acaban de bautizar: Jota-Jota, dos pendejos desprevenidos que creen que al truco gana el que más liga.
Le pido a López un gintonic mitad y mitad.
Después me siento con el pibe Morales y otros muchachos que siguen alternativamente los pormenores del primer chico del segundo partido de los gerentes con Jota-Jota; los detalles del suceso del día, que se produjo, me cuentan, sorpresivamente; y un programa de noticias en la televisión por cable.
Por eso veo en la pantalla un acto de gente que reclama la
erradicación de Puerto Apache. No son muchos. Capaz que no
llegan a 150. Pero se juntan con bombos y platillos frente al cordón
policial que controla el ingreso a la Costanera por avenida
Belgrano y arman quilombo, está el periodismo, hacen su business
diez docenas de linyeras disfrazados de ecologistas. Un gor-
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do con una nenita en brazos dice que se llama Jaime, que tiene 35 años, que es casado, con dos hijos, y vecino de Lugano. Dice el gordo que hay que recuperar para toda la gente la Reserva, que él venía siempre a pasear por acá con la familia, que es una vergüenza, que los okupas hoy tomaron treinta manzanas pero que vamos a terminar quedándonos con todo... La nenita, en los brazos del gordo, llora y patalea, se limpia los mocos como puede, el gordo está en otra: roba cámara, obvio.
El programa de noticias va a un corte pero sigue. Garmendia se toca los dientes enfermos, los ojos enfermos, y escribe en un libro de actas que la gorda Susana trajo del Borda los reglamentos de las nuevas medidas de seguridad, las cosas que arreglaron el Chueco y él con el negro Sosa y con Juana la Loca: la política de resistencia y abastecimiento, la defensa, la segundad, la representación de Puerto Apache ante las autoridades y la prensa. Con estas palabras, dice Garmendia, tengo que escribir los acuerdos adoptados. Habla como un libro antiguo, Garmendia. Te dan ganas de decirle que no sea tan pelotudo. Enseguida entendés que la culpa no es de él. Que la gente no sabe qué hacer. Que el Chueco tiene un par de ideas simpáticas en el balero pero que de conducción no sabe un carajo. Por eso la gente se acuerda de mi viejo: él sabía, se oye, cómo tratar estos asuntos. Tarde, pienso. Ya es tarde. ¿Para qué sirve llorar sobre la leche derramada?
Con un real envido ganado más dos puntos del rabón Jota-Jota entran encabezando el tanteador al segundo chico. Estos triunfos pasajeros son los que marean a los giles. Con Anchorena y Lomo Angosto nadie se lleva cinco puntos de arriba en una sola mano. Ahora se agrandan, los chicos, se descuidan, y los gerontes empiezan a remontar de a poco, casi siempre sin cartas, y cuando los tengan nerviosos, contra las cuerdas, peleándose entre ellos, les van a ganar una falta con las manos vacías. Entonces, en la televisión, aparece el negro Sosa.
No se puede creer.
Pienso que nadie lo puede creer porque se produce un silencio y las palabras de Sosa van entrando en los baleros de todos como la comunicación de un golpe de estado.
175
J
Es una provocación, dice Sosa, que a este lugar se lo llame Puerto Apache. Es una provocación sostener que ocupamos treinta manzanas de la Reserva. Es una provocación tratarnos de okupas y de depredadores. Acá vive gente decente, dice Sosa, y no vamos a permitir intrusiones, no vamos a permitir que se haga política con un problema social, no vamos a permitir que nos traten como a delincuentes. Nuestro asentamiento tiene apenas diez manzanas, se diga lo que se diga, y esto se puede demostrar. Todo se puede demostrar, dice Sosa, señor periodista. Yo lo invito a entrar conmigo y a recorrer nuestro barrio, el barrio que levantamos con nuestro único esfuerzo y sin la ayuda de nadie. Y usted va a ver, y todo el país va a ver, que vivimos en un barrio modelo, limpio, seguro y decente. Nosotros estamos dispuestos a dialogar, dice Sosa, con las personas correspondientes. No con las fuerzas de seguridad. Las fuerzas de seguridad tienen una misión que cumplir y nosotros tenemos que respetar a las fuerzas de seguridad. Pero no es con un comisario con quien nos tenemos que sentar a dialogar, dice Sosa. O sea, Sosa dice que el que se va a sentar a dialogar es él.
No sé si te queda claro.
Capaz que no, porque después de escuchar al negro Sosa en la televisión no sabemos ni cómo nos llamamos. Estas declaraciones, me entero en el barcito de López, Sosa las hizo unas horas antes del suceso del día.
Yo miro la remera del Negro, el chaleco de cuero sin mangas, los bigotes que le bajan por los costados de la boca. Detrás de Sosa y del periodismo, los linyeras ecologistas se acomodan las vinchas y levantan otra vez las pancartas. La Pe Efe cierra el cordón. Atrás, Puerto Madero duerme la resaca de otro domingo de otoño después de una mañana tormentosa. Uno se distrae y la vida pasa.
Por ejemplo, el suceso del día me deja con la boca abierta.
El avance del negro Sosa es espeluznante. Pero estaba cantado.
El suceso del día no. Eso no se lo esperaba nadie. Me acuerdo de que cuando volví de la casa del Pájaro, cerca del mediodía, pregunté por ella. Y me acuerdo de que alguien me dijo que no sabía nada. Por eso pensé que estaría durmiendo.
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Y a lo mejor estaba. ¿Por qué no? Era temprano, todavía. El suceso del día iba a producirse un poco más tarde: a esa hora Cúper y yo ya estábamos dando vueltas por los hoteles. Es así. Uno anda por un lado y la realidad por otro.
Lo que más me impresiona es lo que dice Rosa:
Nunca vi nada igual —dice—. Tanta sangre suelta...
El Chueco dice que el suelo de toda la pieza estaba lleno de sangre.
Sí, dice Garmendia: era un charco de sangre que iba de pared a pared. Y el olor... El olor parecía...
Se queda callado, Garmendia. Y a nadie se le ocurre olor a qué tenía la muerte. Entonces Rosa repite:
Nunca vi tanta sangre suelta.
El muerto es Mano de Manteca, ¿te acordás? El tarado que se rompió los huesos al principio, cuando me estaba pegando. De Mano de Manteca nunca más se supo nada. Pensé, incluso, que lo habían rajado. Un matón no puede ir por la vida rompiéndose los huesos cada vez que tiene que darle un par de pinas a alguien. Pero no. La moto de Rocha quedó en la puerta. Dicen que se llamaba Rocha, y que trabajaba para Sosa. Hoy todos son tipos de Sosa: Tony, el Enano, el Lobito, los muchachos de las motos... Tipos de Monti, de Barragán, de Sosa... Bueno. Esa tarde reaparece, Rocha. El asunto parece que siguió estos pasos: la gorda Susana cuenta que una prima suya le dijo que Juana la Loca quería incorporar una atracción fuerte al Laguna Roja. Por eso le dice al negro Sosa que está pensando en Guada. El negro Sosa lo procesa y también se queda pensando en Guada. Entonces hoy a la tarde le dice a Rocha que vaya a buscar a Guada porque quiere hablar con ella. Y Rocha fue. Dejó la moto en la puerta, golpeó, le abrió Isa y él se metió en la casa. Parece que cuando entró a la pieza y la vio a Guada que se había despertado sin entender nada perdió los pedales y se le fue encima, la empezó a tocar, le dijo que tenía que ir con él, que Sosa la llamaba, pero que antes le iba a hacer un favor. Así que Isa se metió en el medio, lo quiso echar a Mano de Manteca, y él le pegó un revés con el yeso y la sacó de la pieza. De dónde salió el estoque nadie tiene la menor idea.
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Pero la cuestión es que cuando Rocha se le acercó de nuevo a Guada y le puso la mano sana encima ella le acertó con un estoque un puntazo en la femoral y el tipo se desangró. Se supone que después de la primera se comió dos o tres heridas más, en el vientre. Pero lo mató la primera. Y ahí quedó, en medio de su propia sangre.
De Guada y de Isa no se sabe más nada.
Las cosas fueron así porque se cuentan así. Una mina del hotel de Juana la Loca le contó a una prima de la gorda Susana lo que a ella le había contado otra mina del hotel de Juana la Loca que lo conocía de vista a Rocha. Pero a la gorda Susana no hay dónde encontrarla. Y a la prima tampoco. Lo cual es una lástima, porque por mucho que le haya contado la mina del hotel a la prima —y la prima a la gorda— no le puede haber contado lo que no vio ni escuchó. Por eso se supone que con la prima o sin la prima la gorda Susana las vio, a Guada y a la madre, y que habló con ellas. O con una de ellas, por lo menos. Quién sabe. La cuestión es que Guada desapareció de Puerto Apache. Abro el segundo paquete de cigarrillos que compré a la mañana y prendo uno.
Hay que tener cuidado con los animales heridos. Una ley dice que cuando tus amigos ya no pueden vivir donde viven vos tampoco. No la inventó el Indio Solari. La inventé yo. Pero es real.
Por eso vuelvo a mi casa poniendo un poco en orden las ideas. Eso no quiere decir nada más que eso. No entiendo bien las cosas. O no quiero entenderlas. Me lleno de premoniciones: un hormigueo en todo el cuerpo que me dice sin lugar a dudas que llegó el momento, que es ahora, y que ya no queda mucho tiempo: hay que saltar. Como saltan las ratas, los desesperados, los que quieren seguir viviendo. No sé qué hay que hacer. Pero sé que tengo que salir volando.
El sillón de paja, en la puerta de casa, sigue en su lugar.
Las luces están apagadas.
Me acuerdo de Jenifer.
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Me acuerdo de Julieta y de Ramiro.
Mañana o pasado les voy a escribir una carta.
Por algún lado hay que empezar.
Veo un pibe, en la otra esquina, fumando un cigarrillo. Cuando abro la puerta de mi casa me doy cuenta de que el pibe no está fumando un cigarrillo. Escucho el silbido fuerte y me avivo de que acabo de pisar el palito. Me freno. Miro en la oscuridad. Paro las orejas. Huelo el aire. Siento el golpeteo del corazón atolondrado. Muevo la mano derecha en busca del 38 que llevo atrás, en la cintura. De todas maneras sé que estoy clavado en la puerta y que contra el resplandor de afuera soy un blanco fácil si alguien me ve desde adentro. Mi mano llega al revólver. No pasa nada. Si hay alguien en mi casa no está en esta pieza que es el comedor, la sala y la cocina, todo junto. Así que entro, me pego a la pared, espero que los ojos se acostumbren a las sombras. No se oye nada. Ni adentro ni afuera. Pero esto es una trampa.
Las cosas se aclaran cuando quiero entrar al dormitorio. Empujo la puerta con la punta del borcego derecho. Espero. Y apenas me asomo un tipo se me viene encima. Es un bloque de piedra. Una furia desatada que empieza a surtirme como una máquina de pegar. Por suerte no se ve nada y un montón de golpes siguen de largo. De todas maneras me da un par de veces en el estómago y se me corta el aire. No sé cómo consigo engancharlo por el cuello desde atrás con los dos brazos. Así que trato de estrangularlo un poco mientras recupero la respiración. Siento que tengo el puño derecho contra la oreja izquierda del tipo. Le refriego el 38 contra la oreja y entonces descubro la primera señal del miedo del otro. Es un sudor tibio. Tiene sudor de miedo en la cara. Pero no afloja. Es como estar abrazado a una columna de piedra. Si lo dejo reaccionar me liquida. Perdido por perdido me juego. Lo suelto de. golpe, lo empujo, y cuando se está yendo de boca le sacudo un culatazo en la nuca con alma y vida.
Se oye un crujido.
El tipo de piedra gime.
Y se cae.
Entonces le llueven una docena de patadas que tiro al bulto.
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Algunas le pegan en las costillas y en la espalda. Se hace un ovillo, el tipo, y rueda por el suelo. Se para un poco más allá, cerca de la pared donde Jenifer tenía la foto de su madre. Entonces soy yo el que se zambulle contra él. No se recuperó y no me espera. Así que le doy con la cabeza en el pecho. Es un buen impacto.
La pared de tablas de madera no es nada gruesa y la tiramos abajo. Caigo sobre el hombre de piedra. Y le cruzo la cara con puñetazos de ida y vuelta, puñetazos con la mano llena por la culata del 38. Creo que me salpica algo de sangre. Supongo que le rompí un poco la boca o la nariz. No estoy seguro.
Éste es mi turno para matar a alguien.
Prendo la luz. Hecho un guiñapo, en el patio de atrás de la casa, entre los restos de la parecita de madera, está Tony. En los asados de los domingos al mediodía con el Pájaro y con el Ombú había ensaladas de lechuga, tomate y cebolla. Tony comía el tomate de la ensalada. El Ombú no.
Es el momento de saldar las deudas chicas.
La última transa —le digo—, cuando faltó guita...
Tony se sigue cubriendo la cara con los brazos y me mira con los ojos perdidos de un toro acorralado.
Sí —me dice.
No sé por qué. Supongo que quiere decirme que entiende de qué le hablo. Lo tengo encañonado con el 38.
Los encargados de cobrarle a Monti eran vos y Maru —le digo.
Sí —me dice.
Ahora le encuentro más lógica a la respuesta.
Pero nunca cobraron ni dejaron de cobrar —le digo.
No.
Quiere decirme que nunca cobraron ni dejaron de cobrar. Ni él ni Maru. Hay que entender, entonces, que nunca faltó guita en ninguna cobranza. Hay que entender, entonces, que para saber lo que pasaba había que estar ya del otro lado de la historia. No había sido mi caso.
Ya trabajabas para Monti —le digo.
Sí —me dice.
No voy a matarlo.
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Por eso tampoco le voy a dar el gusto de preguntarle si Maru también ya trabajaba para Monti. O si ya curtía con Monti.
Tómatelas —le digo.
Sí —me dice.
Raja. Desaparece. Ahórcate.
Se arrastra por el suelo. Sale por el fondo. Se pierde más allá de lo que se alcanza a ver desde acá.
Prendo más luces.
En el ropero, en la cómoda, en los muebles del dormitorio que Jenifer compró una tarde en un supermercado, Tony me plantó unos cuantos ravioles. En la pieza de los chicos también. Si en este momento me cae la yuta voy en cana como por un tubo. No me preguntan quién soy, qué hago, cuándo pienso morirme. Entierran directamente mis huesos en el más oscuro y perdido de todos los calabozos. Hay gente que sale de la cárcel antes de entrar. Y hay gente que pierde su destino. Son cosas que pasan. Todo depende de quién te pide la captura. Por eso me siento en una silla y enciendo un cigarrillo. Es el mismo lugar en el que estaba sentado la noche que vinieron a buscarme los matones que me mandó el Ombú. Me acuerdo que miraba un gol de tiro libre que había hecho la Brujita Verón y que entonces el Lazio ganaba 3 a 0.
Escucho por última vez un disco de Gilda.
Dice:
Dime qué te pasa,
pedacito del alma.
Dime qué te pasa,
pero dímelo ya.
Dímelo,
¿qué te está pasando?
Cuéntame,
¿qué estás ocultando?
En un viaje que hicimos a Bariloche hace cuatro años, ya lo
dije, me quedé con una bombachita blanca de Maru. De vez en
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cuando me gustaba tocar esa bombachita, olería, sentir el perfume de Maru entre las piernas. Ahora hay merca en la bombachita. Hay papeles en la remera que ella me trajo de Miami, en las dos o tres camisas que me quedan, en un bolsillo del saco azul que me puse el otro día para ir al cementerio... Por eso ya no quiero hacer lo que vine a hacer.
Nada.
No quiero nada.
Miro la hora.
Es como una timba.
Cada minuto que pasa pone más cerca el preciso momento en que la Pe Efe va a caer en esta casa como si en esta casa estuviera atrincherada una banda de una docena de tipos armados hasta los dientes.
Antes de irme abro el sobre que me dio el secretario de parte de la señora. Encuentro, por supuesto, plata. Dólares. Billetes nuevos. Legales. Billetes de cien. Dos paquetitos prolijos con sus fajas de papel selladas por un banco.
No hay diez mil dólares.
Hay más.
Apago el cigarrillo en el suelo. Me paro. Me guardo el sobre. Me calzo el 38 atrás, en la cintura. Me miro en el espejo del botiquín del baño. La columna de piedra, aunque parezca mentira, no logró tocarme la cara. Estoy casi sano. En cualquier momento voy a cumplir 30 años, pienso. La vida pasa. No hay derecho. Así que me voy.
No me llevo nada.
Camino rumbo a la salida.
En el aire se huele el aire dulce de la laguna. Es una noche clara. Después de la tormenta de la mañana el día se fue arreglando y ahora salió una luna amarilla que dibuja en el horizonte el perfil bajo de Puerto Apache. Los muchachos que están de guardia me abren la puerta y salgo a la Costanera. No tengo dudas. Voy a cruzar por el puente que hay entre el Dique 4 y la Dársena Norte. Como siempre. Voy a cruzar el cordón de los muchachos de la policía. Voy a entrar en la ciudad, un domingo a la noche, sin saber qué hacer.
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Lo más probable es que de pronto me dé cuenta de que tengo hambre.
Entonces oigo que atrás los muchachos abren otra vez la puerta. Me doy vuelta. Y lo veo venir a Cúper. Viene corriendo. Espérame, dice. Me alcanza. No sólo no va a trabajar en el cementerio.
Tampoco quiere distribuir la verdura de Puente Roto. Antes me caso con una mina de guita, dice. Una de esas minas de los bares de la calle Corrientes que a él lo vuelven loco. Así que nos vamos juntos.
Cruzamos el puente. Caminamos por Leandro Alem para la plaza San Martín. Hace un poco de frío.
¿Qué pasó? —me pregunta Cúper.
A él le gusta que yo le cuente historias.
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ÍNDICE
Capítulo 1 Cúper 9
Capítulo 2 Maru 23
Capítulo 3 Palacio Apache 36
Capítulo 4 El Ombú 49
Capítulo 5 Televisión 61
Capítulo 6 La batalla 73
Capítulo 7 Un paraíso argentino 86
Capítulo 8 El almacén 99
Capítulo 9 Gilda 114
Capítulo 10 La Mona Lisa 127
Capítulo 11 E1403 140
Capítulo 12 El Pájaro 155
Capítulo 13 C’estfini 169
185
i
PUERTO APACHE Juan Martini
Puerto Apache, síntesis de una realidad transformada. La ciudad como plano de los cambios inmediatos: cartografía clandestina definida más por incidencias sociales que por accidentes geográficos. Muy pocas páginas le alcanzan a Juan Martini para presentar a los personajes y crear la atmósfera de esta novela: la delincuencia, el hampa de suburbio, la nueva lujuria y la nueva pobreza de la ciudad de Buenos Aires, y un lenguaje que es capaz de transmitir lo inmediato con una frescura y una intensidad poco frecuentes en nuestras letras. A partir de peripecias urbanas despojadas de cualquier aspecto moralizador, los lectores entramos, accedemos a Puerto Apache. Y la superficie que descubrimos en su interior refleja, como ha hecho siempre la mejor narrativa,.un mundo imaginario cuya conexión con el mundo presuntamente real ilumina los bordes menos visibles que la experiencia reconoce. Con una escritura austera, ceñida e imaginativa, con una percepción extraordinaria, el autor de libros como La máquina de escribir y El autor intelectual nos convoca, nos obsesiona y nos subyuga. Un tema de actualidad, que proyecta la hondura del presente en la proyección del futuro, en los carriles sabios y perdurables de la literatura.
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