sábado, 27 de agosto de 2011

“El ataque a Villa Celina”, en Villa Celina de Juan Diego Incardona, 2005.

“El ataque a Villa Celina”, en Villa Celina de Juan Diego Incardona, 2005.

Dedicado a los pibes de San Pedrito y Giribone

El 5 de noviembre de 1992, tres años y casi cuatro meses después de la asunción de Carlos Saúl Menem a la Presidencia de la Nación, exactamente tres años antes del atentado a la Fábrica Militar de Río Tercero, diecinueve meses después de que se sancionara la Ley de Convertibilidad del Austral, cincuenta y tres días antes de la privatización de Gas del Estado, se llevó a cabo un plan siniestro que hasta hoy se mantiene impune y oculto a la opinión pública: un sabotaje, un atentado al barrio más pintoresco del sector sudoeste del conurbano.
 El 6 de noviembre, un día después del ataque, “La voz de San Justo”, único diario que dio cuenta del hecho, fue rápidamente censurado y con él la noticia, que ya no se divulgó en ningún medio de comunicación, pese a las marchas vecinales y los incidentes que, a lo largo de esa semana, alteraron la paz que suele reinar en las callecitas y en los barrios proletarios donde crecí y me eduqué junto a mis amigos, siempre bajo la protección de los piratas del asfalto y los pungas ambulantes. El matutino había titulado:

           Casi desaparece un barrio del conurbano bonarense 

Pero mejor vayamos por partes y volvamos atrás: era jueves y estábamos con los pibes bastante aplacados en la esquina de San Pedrito y Giribone. Eran tipo las cuatro de la tarde y el calor se zarpaba.
 Un rato antes, habíamos interrumpido el truco y la birra, porque Tito y los bolivianos nos pidieron una mano para descargar los cajones que acababan de traer del Mercado Central. A cambio, cada uno se llevaba naranjas y bananas. Cuando terminamos, de una que fundimos biela y nos echamos panza arriba en la sombra. No teníamos ni siquiera fuerza para hablar de las boludeces de siempre, que si José se transó a Laurita, que si Pachuli se había agarrado a piñas con Rober, que si Tino le había roto la gamba al Amadito, nada de nada, al contrario, en silencio la barra contemplaba el pasto dorado, crecido, del potrero de enfrente, ese paraíso de las liebres, los cuises, las perdices y los pendejos.
En un momento pasó caminando Wilmer, que no me había visto entre los pibes tirados. Cuando se dio cuenta, se puso blanco. Resulta que un tiempito atrás, mientras jugábamos al Estanciero en la vereda de José, yo lo bardeé y él se re calentó. La cosa es que nos agarramos a piñas y él estaba cobrando, pero pará que en un momento este guacho agarra un pedazo de ladrillo tirado y me lo parte en la cabeza. Ahí se terminó la pelea. Me fui rajando a casa con la cara chorreando sangre. Igual no fue para tanto: en la salita de Urquiza me dieron sólo dos puntos. En los meses siguientes, Wilmer no pintó más por la esquina. Parece que estaba cagado y no quería cruzarme. Pero ahora no había escapatoria, lo tenía al alcance. Enseguida Wilmer se acercó adonde yo estaba sentado y me ofreció la mano. Yo lo miré un rato a los ojos sin hacer nada, mientras los demás contemplaban fascinados la situación. Finalmente, le di la mano. La verdad yo no estaba tan enojado con él. Lo nuestro había sido en el marco de una pelea y ahí se quedaba. En fin, estábamos en plena reconciliación cuando de golpe oímos un estruendo terrible que nos dejó sordos. "¿Y eso?" Nos pusimos todos de pie. La gente empezaba a salir de las casas. Al rato se escucha otro igual de fuerte, pero esta vez con una estela de ruido a vidrio roto. "¡A la mieeerda!, eeeehhhh, ¿qué está pasando?"
 En Giribone ya estaban todos en la calle. Pasaron tres o cuatro minutos. Ahora no volaba ni una mosca. Las explosiones se habían transformado en un eco de tenso silencio, potenciado por las caras mudas y expectantes de los vecinos. Y entonces empezó.
 ¡Pluuummm!, ¡Pluuuummm! ¡Pluuuummm!, una tras otra las detonaciones se sucedían, cada vez más fuertes. Nos tiramos todos al piso; parecía una guerra. El desconcierto era generalizado y no se escuchaba otra cosa que no fueran las explosiones, que se tragaban todos los sonidos posibles, hasta que de repente se escuchó un grito claro en el medio del quilombo. Era Rosa, la mamá de Claudio, asomada a la ventana, que anunciaba:
 —¡Están explotando los calefones!
 Empezaron las corridas. En la esquina de Ugarte apareció mi viejo, que me estaba buscando, y me llamó a los gritos. Pegué un pique hasta él. Me dijo que la cocina había explotado. Resulta que mi mamá estaba haciendo pizzas para la noche y tenía el horno prendido. Se salvó porque estaba mirando la novela en el comedor.
 La Juanita salió enloquecida a la calle:
 -¡Yoanino, Yoanino, Juanegriego, acqua per il fuoco!
 Su caso fue el termotanque, que había pegado una llamarada; ahora se le estaba quemando el techo. Entramos con el cabezón Adrián, pero por suerte Tino –el hijo de la Juanita- ya había resuelto todo con un buen baldazo. Uno de sus gatos corría por la terraza con la cola humeante. El cabezón y yo nos empezamos a cagar de la risa, pero eso duró poco, porque apenas salimos a la calle otra vez, vimos que la cosa estaba re jevi, que Ugarte, posta, era un escenario apocalíptico. Algunos pedían ayuda; otros socorrían a las víctimas. Había mucho desorden, pero gracias a mi viejo, que empezó a organizar a la gente, enseguida armamos una cadena de baldes. El primer objetivo fue apagar un principio de incendio en el kiosko de la Pichi, que estaba desesperada. Mangueras, baldes, ollas, fuentes, palanganas y otros recipientes parecidos circularon con una eficiencia increíble, hasta que el foco pareció controlado. Sin embargo, el fuego renació de pronto, sorprendiendo a todos. Esto provocó la explosión de una garrafa que le quemó el brazo al padre de Julio. Lo llevaron corriendo a la salita.
 Por fin apagamos el incendio en el kioskito de la Pichi, que no paraba de gritar: "¡Me indigna, me indigna!". Estaba en esa historia cuando viene mi hermana María Cecilia para avisarme que la tía Nerea había llamado por teléfono: en el edificio 7 se estaban quemando dos departamentos y los bomberos no llegaban. También me contó que Fabián había llamado porque necesitaban ayuda en las casitas que están camino al barrio Urquiza, que si podíamos ir con los pibes para allá. Pero nosotros teníamos nuestros propios problemas, así que nos quedamos. En fin, la cosa es que todo Celina era un desastre. Al otro día nos enteramos bien la magnitud que tuvo eso. Lo peor, según me contaron, pasó en los Edificios Estrellas sobre la Richieri, donde hubo muchos heridos.
 Después de la Pichi, tuvimos que socorrer a la Antonia, que también estaba en problemas. A esa altura de los acontecimientos, por supuesto, ya todos nos habíamos dado cuenta de que el problema era el gas, que había subido la presión a niveles altísimos. Todo el mundo gritaba:
 -¡Cierren la llave del gas!
Poco a poco, las explosiones disminuyeron.
Se oyeron las primeras sirenas. Los bomberos voluntarios de Tapiales fueron clave para detener la catástrofe. Gracias a ellos los incendios cesaron definitivamente, cuando consiguieron cortar el suministro de gas a todo el barrio, después de romper a hachazos las puertas alambradas de la Estación de Gas que estaba en San Pedrito, entre Caaguazú y Olavarría.
Había sido un sabotaje.
Al otro día, en la calle Chilavert, hubo una manifestación de protesta multitudinaria, que no levantó ningún medio de prensa, y que terminó en una gresca callejera como pocas veces vi, entre facciones justicialistas antagónicas. A los militantes del Peronismo Auténtico, que tenían como sede la Unidad Básica "Eva Perón" sobre la calle Blanco Encalada, los agredieron en la vereda del Banco Provincia. Entre los heridos hubo dos amigos nuestros: el uruguayo, herido de bala en un brazo, y el gordo Gabriel, a quien asistimos en casa entre mi vieja y yo, por las heridas profundas que le produjeron los cuchillazos en las piernas.
Con el tiempo, las protestas se apaciguaron, a la par de la entrega de los nuevos electrodomésticos del uno a uno, que podían ser retirados por todos los vecinos afectados en el galpón de la Municipalidad que está en la esquina de Ugarte y Caaguazú. Qué ironía, al mes siguiente, en la noche del 31 de diciembre, ese galpón se prendió fuego, supuestamente por una cañita voladora. Nadie movió un dedo para apagarlo, aunque todos estuvimos allí, contemplando las llamas hasta que al fin se extinguieron, solitas, con el año.


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