“LAS HAMACAS
VOLADORAS”, Miguel Briante
Primer punto.
Movió la
palanca y la gente empezó a girar. La cara de una chica. Un hombre gordo. Una
vieja que con una mano se sujetaba el sombrero. Los demás, igual: aferrándose
al borde de los asientos de madera. Los había mirado a todos, uno por uno,
mientras le entregaban el boleto: alguno tenía una lapicera dorada,
sobresaliente del bolsillito del saco, junto al pañuelo blanco; otro, una
mancha en la camisa, junto a la corbata gastada; la vieja, una medalla con
algún santo; acerca del gordo, no podía recordar si llevaba o no cadena; los
ojos de la chica eran marrones y el pelo rubio, suelto. La primera vez que los
miraba así.
Todos se
habrían despertado, esa mañana de domingo, pensando en la tarde, en el momento
feliz de entrar al parque desplegando la sonrisa, la plata, de subir al tren
fantasma, al látigo, a las hamacas voladoras. El, en cambio, se había
despertado pensando:
"hoy va a
ser distinto". Tres días que lo pensaba, tres mañanas eludiendo la cara
del viejo, haciéndole trampas: poner cara de miedo pero burlarse para adentro
de esos ojos terribles, dominantes. Y ahora, como siempre, estaba ahí: con los
dedos de la mano derecha doblados sobre la palanca de hierro.
Dirigía -por
primera vez sintió eso: que dirigía- ese remolino de caras que estaba
envolviéndolo. Era necesario que la gente se acostumbrara de a poco al
movimiento. Se lo había explicado el viejo, la primera vez que le permitió
manejar eso que ellos llamaban la máquina. (Segundo punto, inconscientemente).
Despacio, muy despacio, la palanca avanzaba sobre esa especie de semicírculo
parecido a un engranaje: el trozo de cobre, el contacto, iba entrando
sucesivamente en las ranuras. La máquina aumentaba su velocidad. Lo aprendió
mucho tiempo después de encontrar al viejo. El tenía la espalda amoldada a esos
bancos curvos, las piernas acostumbradas a replegarse en los asientos, cuando
los guardas lo dejaban dormir en los trenes en marcha. Aún se acordaba de
muchas cosas: un policía haciéndolo bajar en Aristóbulo del Valle,
preguntándole dónde vivía. Alguien, diciendo: la culpa la tienen los padres. Y
él había descubierto que sí, que si papá no se hubiese muerto, si mamá.
Después, al poco tiempo, otro agente avanzando hacia él, en Retiro. Y esa
figura encogida, esa cara de viejo apareciendo de atrás, adelantándose al
uniforme y tomándolo de un brazo. Vamos, apúrate que te llevan, había dicho el
viejo. El se dejaba arrastrar. Escapando de las comisarías de las preguntas, de
esos patios traseros que había lavado tantas veces, entre los presos, o de esos
zapatos que había lustrado cayéndose de sueño, entre las risas de los agentes.
Las hamacas volaban bajo. Pero no tan bajo como deberían estar volando, pensó.
Las cadenas
cimbraban levemente. La chica parecía más feliz. El pelo de la vieja, libre de
sombrero, ondulaba. Dentro de un rato va a flotar. El pibe que la seguía iba a
tocarlo; la madre del pibe, atrás, iba a tocarlo a él. Todos despreocupados,
contentos, ninguno había advertido nada: el movimiento brusco sacudiendo la
máquina, al comenzar. Se acostumbraban lentamente -como explicaba siempre el
viejo- a la altura, a la velocidad. Recordaba la cara del viejo (esa cara que
los años iban gastando hacia adentro, ahuecándola como una roca, creándole
nuevas aristas duras, brutales), y su voz diciendo: estúpido, entendés ahora, a
ver, probá. El probó: con una sensación de torpeza, de inseguridad en las
manos. La palanca, demasiado separada, corrió casi todos los puntos de golpe:
las hamacas, vacías, estaban allá arriba, girando a la máxima velocidad.
Entonces el viejo hizo una mueca, una de las manos se apoyó en su cuello, la
otra subió hasta él, golpeándolo.
Tercer golpe.
Lo dio con
rabia. El viejo dio ese tercer golpe, y el cuarto, y los demás, con una rabia
casi increíble. Pero yo sí debía creerla. Porque desde hace mucho tiempo esa
rabia, esos golpes, eran reales, cotidianos, para él. Me ha pegado mucho, me ha
pegado demasiadas veces. Desde la vez en que lo llevó al parque y le dijo: vos,
por ahora, tenés que limpiar. Y él, con el trapo en la mano, pensaba: poder
estar allá arriba, poder subir. Mientras limpiaba los engranajes, aceitaba las
ruedas, arreglaba los asientos que la gente rompía. Las caras pasando
constantemente, recortándose felices contra el cielo. Los boletos desplegándose
en sus manos, durante unos segundos. El viejo en la boletería. Las manos
blancas. Las manos grandes de los hombres oscuros o de los marineros. Los
sombreros de las viejas. El pelo rubio y el rostro de las chicas, flotando.
Dando vueltas. Vueltas. Poder estar allá arriba. Y recordaba esa mañana en que
el viejo le había dicho: subí, vamos a probar cómo anda. Porque algo estaba
roto y había que tener seguridad. Eso: seguridad. Me estaba usando para hacer
las pruebas. Y él había subido. Después de tantos años era hermoso -aunque
nunca supo decir qué era, en realidad- sentir esa detenida felicidad de estar
subiendo. Se ajustó, lentamente, el cinturón. Acomodó las manos sobre la
madera. Yo tenía diez años, o más. El viejo movió la palanca. El movía la
palanca para que subiera yo. La máquina arrancó. Las hamacas tomaron velocidad
lentamente. Mucho más lentamente que ahora: en forma normal. Girar. Subir.
Girarsubir en un apuro envolvente hasta que el parque estuvo abajo. Primero -a
pedazos, tratando de ver por entre los hierros de la montaña rusa, imaginando
lo que ocultaban los edificios del parque- se preocupó de la Torre de los
Ingleses, de los relojes de Retiro que pasaban hacia atrás en círculo, después
la avenida y la plaza San Martín, y después la ciudad y después el puerto con
los barcos que parecían navegar rápidamente mientras él daba vueltas, feliz,
hasta que miró hacia abajo, hacia el parque, y lo vio desierto, largamente
vacío, silencioso, sin rostros, sin luces, muerto mientras la velocidad
decrecía (movió la palanca: arriba, la velocidad aumentaba) y él, al bajar, se
encontraba con el viejo, con los trapos sucios que durante años iban a ser su
único trabajo. Y hasta después de cumplir los quince años (aunque nunca supo
exactamente su edad) siguió pensando lo mismo que había pensado aquella vez:
cómo será de noche, cuando las luces y los rostros. Sobre todo desde aquella
vez en que el viejo le dio la orden: Bueno, ahora tenés que manejar vos; yo voy
afuera, a los boletos. Cada vez que ponía en marcha la máquina pensaba eso.
Poder estar allá arriba, entre la gente, pensó.
Cinco.
Cinco veces
había subido, a lo largo de todos esos años. Cada vez que se rompían las
hamacas. Primero las arreglaba el viejo: él las probaba. Pero hace poco el
viejo le dio las herramientas: vos tenés que arreglarlas, a ver cómo te portás.
Y se fue. Durante toda la mañana trabajó, con esa pequeña molestia de la grasa;
una costumbre, en sus manos. La palanca estaba desenganchada. Manejó los
tornillos, mientras pensaba en el viejo. (El viejo en la boletería, la gente
arriba volando; el viejo a la noche, haciéndole limpiar los asientos y las
correas y la máquina. El viejo, después, en la piecita, despertándolo temprano
para que fuese a arreglar la máquina, cuando él hubiera querido permanecer ahí,
dentro del sueño, en ese lugar donde la cara del viejo no era tan terrible y a
veces ni siquiera existía.) Miró hacia arriba: los rostros. Un solo rostro
circular y sonriente que lo rodeaba cada vez más rápido, una cara que ahora, al
mover la palanca, cuando él pasara al sexto punto cambiaría de gesto, pensó
mientras todos cambiaban de gesto; se mareaban, seguramente, porque ya las
hamacas han salido de lo que antes era velocidad máxima, y nadie sabe que antes
sólo al pensar diez -cuando la palanca, sobre los contactos, ya no podía
avanzar más- las hamacas llegaban a la máxima velocidad. Todo va a ser
distinto. Y recordaba la escena: su sonrisa al terminar de probar las hamacas;
el viejo, después, preguntando si ya andaban bien. Ya vas a ver qué bien andan,
pensó, y dijo que sí, que andaban muy bien. Su cuerpo tapaba la palanca
mientras miraba cómo las hamacas, vacías, empezaban a funcionar. Ahora, está
pensando lo mismo: Ya vas a ver qué bien andan. Ya van a ver. El gesto de la
gente -aunque, en realidad, no podía verlo- no habría cambiado mucho. Ningún
grito, hasta ahora.
Trató de
distinguir a la vieja, a la chica rubia, al gordo. Todo era un círculo veloz.
Recién en el séptimo golpe iban a darse cuenta. Pero nadie iba a detenerlo. La
palanca la tengo yo. Durante un instante sintió ese mismo placer de subir por
primera vez a las hamacas. El silencio, como aquel día, era una cara aislante
creciendo en sus oídos, más acá del círculo rápido de las hamacas que giraban a
su alrededor. El viejo estaba en la boletería, ocupado en contar la plata, en
atender a los que después pasaban a formar cola para la próxima vuelta. La
próxima vuelta. Ninguno había advertido nada. Ellos están arriba, yo abajo:
puedo decidir. Las caras unificándose; tapando, incluso, la del viejo, haciendo
que esa cara esté ahí abajo, y gire, como si hubiese entendido algo, hacia él.
Ese viejo bruto lo ha mirado como presintiendo algo. Ahora, avanza hacia las
hamacas. El sabe que la velocidad ha sobrepasado lo normal. Pero van a ir más
arriba. Acércate viejo. Y la palanca saltó hacia el séptimo punto y la gente,
el viejo, todos, pudieron oír el crujido no muy fuerte, pero perfectamente
transmitido a través del poste central, hacia abajo, desde las cadenas. No
había gritos, pero se empezaban a inquietar. El viejo avanzaba hacia él,
enderezando justo al centro del amplio círculo, por la pieza, mientras él se
acurrucaba y el viejo sacudía el cinturón. En ese lugar, muchas veces había
subido los brazos, primero pidiendo perdón, inútilmente; después, atajándose
los golpes, el movimiento de esas tiras de cuero traídas del parque, para
arreglar. La hebilla estaba siempre para el lado de su cuerpo. El rostro del
viejo, ahora, viniendo hacia las hamacas. La gente, sin gritar mucho todavía,
arriba. La hebilla bajando sobre su cuerpo, abriendo surcos, subiendo llena de
sangre para volver a bajar y subir girando allí arriba con sonidos secos,
crujidos que bajaban y subían, giraba con el rostro de la chica rubia el pelo
el tipo gordo de pronto asustado seguramente la mujer tratando de aferrar con
una pirueta el sombrero que trataría de escaparse el viejo avanzando con la
máquina de los boletos en la mano cerrada sobre la cinta de cuero que se
balancea mientras él siente la palanca redondeada en su mano. Yo soy el que
puede decidir ahora, viejo. Tu ruina, todo. Los de arriba ya no van a reírse
porque cuando dé el octavo golpe las hamacas dan un salto, las cadenas giran
casi horizontales y ahora sí, el miedo. Vos también tenés miedo, viejo. Estás
por entender.
El rostro del
viejo era una mueca terrible: ya no tengo miedo. El viejo decía que la máquina
estaba descompuesta, que la parara. Y que después, en la pieza -eso creyó
oírlo, como todo, entre ruido- iba a ver. Eso: en la pieza. La hebilla manchada
de sangre bajando a desgarrarle la cara haciendo de su cara esa cosa horrible
que había visto cada mañana, en el espejito de la pieza, viendo también la cara
del viejo, atrás, más allá, del círculo. Y su mano, fuertemente apretada a la
palanca se mueve hasta el noveno punto y siente saltar las hamacas. Sin mirar
hacia arriba oye los gritos, confusamente perdidos. Después, ve la gente borroneada
formando una sola cara, la del viejo, allá arriba, girando, amenazándolo
mientras el viejo, abajo, quiere cruzar y no se anima. El silencio era algo más
real, como una bruma que dejaba pasar los gritos, algún ruido, y a través de la
cual veía amontonarse la gente, abajo, la gente que señalaba para arriba,
mientras él sólo podía oír ese crujido creciente, ahora, ese jadeo del motor
que estaba a punto de quebrarse, de reventar como van a reventar todos, como
vas a reventar vos, viejo, y ya no vas a poder volver a pegarme, pensaba,
mientras el viejo, entre la gente, encerraba la cabeza entre los brazos,
grotesco, y gritaba. La cara del viejo volvía a estar allá arriba, gritando un
grito enorme, girando, las cadenas se entrechocaban. Oyó un ruido más fuerte. Le
pareció que un bulto oscuro cruzaba el aire. Los gritos crecieron también
abajo, subieron, uniéndose a los de ese rostro único, al de ese maldito viejo
que estaba arriba. La gente corría. Vio uniformes. Pensó: vengan. Gritó: vení,
viejo de mierda, que no van a pararme. Gritó: vengan, gran puta.
Gritó: Me
queda, todavía, un punto más.
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