“Capítulo
primero”, MIGUEL BRIANTE
a
Jorge Cedrón
No había esperanzas: lo dijo mi abuela,
mientras comíamos. Mi tío se limitó a mover la cabeza, en un gesto ambiguo,
casi torpe. El efecto de esas palabras iba a resucitar recién al rato, en un
sollozo de mi tía. intentó disimularlo con otro ruido semejante, que salió de
su nariz; hasta usó el pañuelo. Pero fue inútil: yo advertí que luchaba por no
llevárselo a los ojos. En ese momento hubiera necesitado saber qué pensaban. En
el patio, de pronto, las escenas volvieron, una a una, mientras mi tío, al pasar,
me acariciaba. Traté de apartarlas, retrocediendo hasta el lugar donde se
amontonaba mi rabia. Sobre todo, me enfurecía que no se animaran a decírmelo, y
anduvieran con palabras o gestos raros, como cuando jugaban a las barajas. Tu
papá –había dicho la abuela– está muy mal. Pero nada más. Nadie me decía por
qué ahora pasaba todo el tiempo con ellos. O por qué a cada rato volvían las
escenas: papá que tardaba en llegar; mamá, diciéndome: Vamos a buscar a tu
padre. Pero no, no era así. Dijo: Andá a buscar a tu padre. Era la una de la
tarde, en verano. Nadie, por la calle. El pueblo, a esa hora, estaba siempre
quieto: seguía así hasta las cuatro. Antes, estaba ese pequeño mundo de la
siesta: la payana en el umbral del negocio, los viajes en el carro de Don Juan,
o las charlas en el vagón del ferrocarril sobre la vía muerta. Caminé dos
cuadras: en el bar, tras la vidriera, vi a papá, tumbado sobre una mesa. Entré.
Papá –dije–, vamos. Le toqué el hombro. Más allá de la mesa, no había nadie. El
dueño quería cerrar. Llevátelo de una vez, estaba diciendo, con la mirada.
Vamos, repetí. Entonces, papá levantó la cabeza. Nunca supe cómo, por qué, pero
en los ojos había algo, una especie de señal, o de aviso. Miraban con una
intensidad distinta, tan distinta que yo sentí miedo. No –dijo con voz
decidida, una voz que nunca usaba al hablarme–, no, dejame, no voy. Y me
rechazaba con la mano, con los mismos ojos que volvían a ocultarse, mientras se
derrumbaba sobre la mesa, hundiendo la cara entre las manos.
–Qué tenés –me preguntaron–, nene, qué
tenés. Había vuelto a entrar en la cocina: lavaban los platos. Tuve ganas de
contarles todo: sentí que enrojecía rápidamente, que estaba a punto de llorar.
Salí: caminaba hacia la quinta, mientras recordaba cómo, después de haber
sacudido una vez más a papá, éste había repetido que lo dejara, mientras Don
Pedro decía, saliendo de atrás del mostrador: Está bien, Vicente, es hora de
comer, hacele caso al pibe, andate. Y eso también me había dado rabia: que ese
hombre le volviera a decir Vicente andate, y lo agarrara por los hombros, como
mamá hacía conmigo, y lo arrastrara hasta la puerta. Rabia, que papá no se
parara solo y le dijera que se iba porque quería, que no necesitaban
arrastrarlo. Pero sólo murmuraba palabras incomprensibles. Después, papá, se
dejó resbalar hasta el suelo, apretando la espalda contra la pared. Y yo sentí
un dolor extraño, en algún lugar de mi cuerpo. Pero no el mismo dolor de
siempre, no esa especie de vergüenza que soportaba todos los mediodías, cuando
lo ayudaba a volver a casa. Lo demás –el pueblo, la gente en la ventana– no
existía, se iba borrando hasta quedar nada más que yo, ahí, sobre papá, que era
un ovillo desarmado, en el suelo. Tenía miedo y buscaba, sin saber por qué, sus
ojos.
Y ahora, para colmo, eso: tres días en casa
de la abuela, sin ver a papá. Mamá había venido una sola vez. Además, en la
mesa, todos estaban serios: cuando hablaban, era para decir cosas que nunca
entendí del todo. Y me miraban, todo el tiempo me miraban. Después, mi abuela y
mi tío me hablaban suavemente, me decían: Mañana vas a ir a casa; me decían:
Andá a jugar a la quinta. Pero de papá, nada. Como si no existiera, como si no
me acordara de que tres días antes yo estaba repitiendo: Vamos, papá. Y él
contestaba: No, Pablo, andá a casa, dejame. Andá con mamá, a casa. Y yo decía:
Vos también tenés que venir a casa, la comida está lista y mamá está esperando.
Y lloraba. Como lloraba, también, al volver, solo, y después, cuando veníamos
con mamá y lo vimos, de lejos, acercarse tambaleante, apoyándose en las paredes
y haciéndonos señas con las manos: un ademán grotesco para señalar que lo
esperáramos. Pero seguimos caminando, corriendo cuando lo vimos derrumbarse en
mitad del asfalto, al cruzar la primera calle. Tenía sangre en las manos cuando
lo levantamos. Quise decir algo; mamá tenía la misma cara apagada de siempre,
sólo un temblor en los labios y apenas los ojos un poco más abiertos, un poco
más asustados. Pero no hablaba. En el umbral de casa papá había vuelto a caerse.
Se quedó ahí: hablando. Al bajar los ojos, encontré los de mamá: sus dos
rostros unidos, casi debajo mío, tenían una mueca parecida, casi idéntica. El
mismo gesto: volvía a tener miedo y ese dolor inexplicable, en algún lugar de
mi cuerpo. La mirada de papá era la misma que había visto antes, en el bar. Y
ahí estaba, otra vez, esa sensación extraña.
Caminaba por la quinta. Tenía ganas de
contarle todo eso a alguien, en voz alta. Decirle que mamá me mandó a comer: la
mesa estaba detrás del negocio, oculta por un tabique. La comida se había
enfriado y el ruido de los cubiertos, cada vez más lento, más apagado por mi
propia angustia, tenía algo de triste: como a la noche, cuando sonaban las
campanas de la iglesia. Lentamente, todo iba achatándose, reduciéndose al
silencio. Las cosas habían resuelto inventar una nueva calma. Me sentí flotar,
envuelto en una capa transparente que no dejaba pasar ningún ruido, como en los
sueños. Y de pronto sucedió eso: mamá dijo –y su voz fue repentina, como un
latigazo sólo atenuado por la distancia–: Vicente, por qué tomás. Y enseguida,
como si comprendiese que era demasiado dura, agregó en tono dulce otras
palabras. Pero ya estaba hecho: papá había estallado y pude adivinar que
intentaba pararse. Mientras, gritaba que lo dejara tranquilo y yo sentía,
detrás del tabique, cómo ella trataba de calmarlo; imaginaba la lucha que
estaban entablando en la puerta del negocio, mientras los gritos crecían, los
insultos roncos, las voces que no hubiese querido escuchar. Y presionaba sobre
mis orejas con los dedos, continuamente, hasta que llegó un ruido más fuerte
que los otros. Cuando aparecí, papá estaba en el suelo: en el primer recuadro
de la puerta, por sobre su cabeza, había un hueco y sangre, deslizándose por el
vidrio astillado. Mamá le sostenía el brazo: en el brazo, bajando desde el puño
apretado, también había sangre. Y él decía que lo perdonara. Ella decía sí,
está bien, Vicente, ahora vamos, tenés que dormir. Y él decía eso:
–Perdoname.
Sentado sobre el pasto, veía moverse las
cañas, lentamente; aleteaba un viento silencioso en la siesta. De pronto, una
calma conocida, anterior, había ido rodeándome. Sentí ganas de llorar y lo hice
silenciosamente, hundiendo la cara entre las manos, esperando que alguien viniera
y me encontrar así. Pero no pasó nada: ya no podía esperar explicaciones de
nadie. No me vieron cruzar el patio, abrir la puerta de alambre. Cuando pasé
frente a una ventana, oí hablar a mi tío. Me quedé quieto, con peligro de que
volvieran a encerrarme. Sí, decía, está peor que otras veces. Y volvió a
repetir que ya no había esperanzas. Después, las voces se alejaron, hacia el
interior de la casa. Seguí caminando: había barro, en la calle; había un rostro
de mujer asomado a una ventana del colegio de monjas. Pero, también, estaban
ahí las escenas, mostrándome cómo papá volvía a levantarse trabajosamente,
mientras lo ayudábamos. Y después, la siesta. Yo trataba de simular que dormía;
papá, vestido, estaba tirado en la cama grande. Como en sueños oí entrar a
mamá. Abrí los ojos: ella me miraba, silenciosa y triste, como si quisiera
decirme algo. Vino hasta mi cama y cuando abrió la boca comprendí que había
ocurrido algo extraño –una especie de trampa–, porque dijo que me vistiera, que
me iba a llevar a casa de la abuela.
Ahora volvía. La abuela, mis tíos, todo
estaba atrás: faltaba poco y nadie me había detenido. Al llegar a la cuadra de
casa vi el carro de Don Juan, avanzando lerdamente, como si viniera a mi
encuentro. Después, un grupo de gente, rodeando algo, frente a casa. En el
mismo instante en que empezaba a correr sentí el ruido de un coche que se ponía
en marcha. Recordé, de golpe, las palabras de mi tío, los ojos de papá. Seguí
corriendo y me metí entre la gente. Un coche blanco, alargado, tal vez el mismo
que yo viera muchas veces, frente al hospital, había llegado a la esquina,
doblaba, perdiéndose de vista. Entonces vi a mamá: estaba en medio de la calle,
con los brazos apretados al cuerpo. Avanzó hacia mí y me puso la mano en el
hombro. Sobre el ruido del motor, que se alejaba, el sonido de la sirena,
vertiginoso, comenzó a crecer en la distancia.
"Capítulo
primero" de Miguel Briante (1962). Publicado en "Ley de Juego".
© 1983
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