jueves, 17 de marzo de 2011

El palacio y la calle, Miguel Bonasso

PRIMERA PARTE

FERNANDO Y EL REGENTE

1
LA CALLE

EL TOBA

“Qué pelotudos son esos chabones”, piensa el Toba, observando los tres misteriosos vehículos que vienen del lado de Constitución y acaban de detenerse, en caravana, en el medio de la Nueve de Julio: una camioneta Ranger de doble cabina, color gris metalizado; un Peugeot 504 blanco y un Fiat Palio bordó. “Justo se van a meter en el quilombo”. El quilombo está alrededor del Obelisco, donde tres camionetas de OCA arden en la tarde de verano. Arde la Plaza de la República y un humo negro cubre hasta el quinto piso los edificios de Sarmiento, de Diagonal, de Lavalle. Mientras cientos de jóvenes manifestantes aguantan los gases lacrimógenos, las balas de goma, las cargas de los motociclistas y la Montada. Ágiles arlequines de torso desnudo y balaclava improvisado con una remera sobre el rostro, estiran las hondas de David, recogen cascotes de la portentosa siembra de piedras que cubre la avenida más ancha del mundo, los arrojan a los hombres de metal y corren hurtando el cuerpo a los gomazos.  En una fracción de segundo entiende que no son chabones, sino algo oscuro y peligroso vinculado a la insidia de estos gases que hacen más daño que aquellos de los setenta. Acaso “porque uno ya no es aquel del setenta”, aunque a los cincuenta conserve el cuerpo ágil y la mente despejada. De los tres vehículos sin identificación policial han bajado nueve hombres de civil. Alguno, de camisa blanca, carga el negro chaleco antibalas de la Policía Federal Argentina.
Los hombres se parapetan, apoyan las Itaka sobre la caja de la camioneta y los capós de los autos. Algunos empuñan la Browning 9 milímetros reglamentaria. Apuntan sus armas en dirección a la plazoleta que separa la Nueve de Julio de Cerrito, donde un puñado de personas —manifestantes, curiosos, camarógrafos— que no pueden llegar a la Plaza de Mayo, observan la batalla campal que se libra en el Obelisco, a ciento cincuenta metros de distancia de donde están, en el arbolado refugio que se extiende entre Sarmiento y Perón.
Uno de los asesinos pone en la mira a ese morocho atlético, que carga una mochila de plástico azul eléctrico y luce un mechón blanco en su pelo renegrido, de indio. El Toba observa al tipo que lo apunta, pega un grito y se tira al suelo antes de que estallen los fogonazos y los estampidos de las “pajeras del doce” suenen “más seco que cuando son postas de goma”. Por el ruido y por su experiencia, sabe que también están disparando con pistolas.
El time-code de una cámara registra la hora de la masacre: 21:40. A tres metros de distancia un hombre mayor, pelado y gordo, que acababa de bajar a la calzada para ver lo que estaba pasando, vuelve sobre sus pasos con automatismo de marioneta, cae de rodillas sobre el césped de la plazoleta y se desploma ensangrentado sobre una de las mujeres que lo acompaña. El Toba, de reojo, lo ve morir. Apenas un vómito de sangre, una bocanada “y se queda tieso”.  El Toba se vuelve y ve caer junto al cordón de la vereda a un joven de unos veinticinco años, que unos minutos antes le ha llamado la atención por su barba renegrida y sus espesas rastas de jamaiquino. El de las rastas había tratado de correr pero fue alcanzado por un balazo “que lo dio vuelta”.
El Toba observa al tipo que lo apunta, pega un grito y se tira al suelo antes de que estallen los fogonazos. Los estampidos de las “pajeras del doce” suenan “más seco que cuando son postas de goma”. Por el ruido y por su experiencia, sabe que también están disparando con pistolas.  Sin pensarlo dos veces se arroja sobre el muchacho, lo pone de cara al cielo y lo cubre con su propio cuerpo. El chico respira y empieza a convulsionarse. El Toba observa que se le ha enroscado la lengua y está por ahogarse. Le desanuda la lengua y sale “un montón de sangre”. Pero no le encuentra la herida. Él piensa que le han dado en el pecho, pero cuando le pasa una mano por la nuca para alzarle la cabeza el dedo se le hunde en un agujero pegajoso: tiene un balazo en la nuca. Al alzarle la cabeza empieza “a sangrar a lo perro”. El Toba, que hizo un curso de primeros auxilios allá en sus tiempos de militante en la Villa de Retiro, le tapona el agujero con su dedo para que no se desangre. Los asesinos siguen disparando sus armas.
Está solo. La gente que lo rodeaba en la plazoleta ha salido corriendo. Un amigo del pibe de las rastas brinca la pared de granito del estacionamiento subterráneo, pensando que del otro lado no debe haber más que un metro de altura. Hay seis. Cae como un gato sobre la rampa descendente y sólo sufre el esguince de un tobillo. Una amiga del viejo que vomitaba sangre pide ayuda a los gritos. La esposa no entiende, no acepta lo que está ocurriendo. El Toba también grita pidiendo ayuda. Sigue presionado el agujero de la nuca y liberándolo cada tanto, para que no se vaya en sangre ni se le produzca un coágulo. El muchacho, que podría ser su hijo o él mismo hace veinticinco años, “no se me va a morir”. No se le va a desaparecer como su hermana y su cuñado.
Entonces ocurre algo que el Toba ha visto muchas veces esa tarde:
pese a que los asesinos siguen ahí, la gente regresa. Algunos les gritan:
“hijos de puta”. Y aunque los que vuelven no traen más que sus insultos, los policías (porque son policías) trepan a la camioneta, se meten en los coches. Ahora hay balizas azules sobre el techo de los móviles. Los tipos salen en estampida, con mala conciencia. Doblan por Sarmiento a contramano: la camioneta Ford adelante, el Peugeot detrás y cerrando la marcha, el Palio bordó, que derrapa en la esquina de Carlos Pellegrini y logra enderezarse a duras penas para seguir a sus compinches por Sarmiento. Hacia la Plaza de Mayo, donde irán a reportarse con sus jefes.  En ese momento, una de las múltiples cámaras de video con que cuenta el Canal 4 de la Policía Federal enfoca la veloz retirada de los agresores. Pero antes, a las 19:21:40, ha tenido la suerte o la astucia de no registrar la escena de la masacre. En parte porque se la ocultan las frondosas copas de los árboles; pero sobre todo porque en un vertiginoso e inexplicable paneo ha retrocedido hacia el Obelisco justo cuando empezaban los tiros. Las imágenes secretas se ven en la Sala de Operaciones del Departamento Central de Policía, en tiempo real. Pero también se ven en monitores especiales del Presidente, el ministro del Interior, el secretario de Seguridad, que luego fingirán demencia. El Poder Ejecutivo Nacional y el Gobierno de la Ciudad cuentan con los servicios del Canal 4, generosamente cedidos por el señor jefe de la Policía Federal, Rubén Santos, que para quedar bien con sus jefes políticos ha encendido las iras de los “duros” de la repartición, para quienes el canal policial no se le muestra a nadie.
Pero el Presidente no está mirando Canal 4. Acaba de escribir a mano su renuncia y distrae su frustración con las ceremonias del adiós. El país se incendia y nadie detiene los asesinatos. En la calle, el rumor de que está por dimitir circula vertiginosamente y enciende el júbilo de los manifestantes. El pueblo crece: en pocas horas se ha cargado a Domingo Cavallo, el ministro de Economía de los superpoderes, y ahora parece haberlo logrado con el propio Fernando Séptimo, esta suerte de Borbón republicano que conjuga, en dosis letales, perversidad y estulticia. Pero la alegría no suprime la bronca popular por una represión policial que supera a la de los tiempos de la dictadura militar y lleva ya siete horas sin parar.
Por Sarmiento, por la misma calle que han usado los asesinos de civil para huir, avanza ahora la Guardia de Infantería, uniformada y reprimiendo.  Es evidente que le han cubierto la retirada a sus compañeros. El Toba los observa y compara: “Estos turros están muy bien organizados; en cambio, los muchachos tienen huevos pero no saben qué hacer. Ni siquiera los paran con barricadas, desvían el tránsito. Estos pibes están regalados”.  Vuelve rápidamente la vista al muchacho de las rastas y descubre con alarma que se ha puesto morado. “Entró en paro”, piensa mientras actúa.  Le aplica respiración boca a boca y lo masajea hasta resucitarlo. Ya lo rodea un mar de zapatillas. Otros muchachos, en jeans o bermudas, que quieren colaborar. Por momentos tiene que decirles “salgan, salgan”, porque la solidaridad también puede dejarte sin aire.  Entonces emerge un nuevo peligro: a unos quince metros, sobre la Nueve de Julio desierta, se detiene un patrullero y baja un policía que comienza a dispararles con Itaka. Por suerte, esta vez, con balas de goma.  A él también. El “muy hijo de puta” ve que está asistiendo a un herido pero igual le dispara dos andanadas. Una rebota en la mochila, la otra le pintará una flor de puntos rojos en el trasero. El Toba lo reputea, apoyado por los muchachos que rodean enfurecidos el móvil. Se da cuenta de que el patrullero ha venido a llevarse al chico de las rastas. Y él no quiere que se lo lleven, “porque lo levantan, lo tiran por ahí y chau”.  A quien ya se han llevado, con buenas intenciones, es al señor mayor que sigue manando sangre de la boca. Para el Toba, ya está muerto. El dueño de un Fiat Duna rojo le hace caso a los que agitan pañuelos y remeras y detiene la marcha. Cuesta meterlo en el auto porque es muy robusto y al final lo bajan y lo cargan en una ambulancia del SAME. Ya hay varios heridos de bala en la zona; algunos testigos recogen vainas servidas y las exhiben ante los camarógrafos. Una joven fotógrafa se salva de milagro: un proyectil de plomo le ha penetrado por la espalda, pero otro, que hubiera podido perforarle un pulmón o el corazón, se ha estrellado contra el walkman que carga en su mochila.
El chico de las rastas sigue respirando y al Toba le parece que está consciente a pesar de ese ominoso agujero de la nuca que sigue tapando y destapando con su dedo. Junto al Toba está el amigo que se arrojó al vacío y renguea por el tobillo inflamado. Hacen señas a los autos para trasladarlo al hospital, pero nadie se detiene. Hasta que un taxista, que zigzaguea entre los pedazos de mampostería y los neumáticos incinerados, se anima a cargarlos.
Es un provinciano humilde, silencioso, que está aterrado pero no puede dejar que el muchacho se muera y vuela hacia el Argerich. El amigo del herido, que trae el pie muy dolorido, se acomoda como puede en el asiento delantero. El Toba se ubica atrás, sin soltar al muchacho de las rastas, que camino al hospital hace un nuevo paro. Empecinado, el Toba le da una trompada feroz en el pecho, un golpe tan duro que le fisura la clavícula al moribundo, pero lo trae de vuelta a la vida.  Cuando llegan al Argerich, el Toba observa en la guardia dos mujeres que sollozan. La calle tiene razón: hay varios muertos. ¿Cuántos?  Allí también están ellos. Patoteando a los familiares que preguntan.
Mirando sin piedad las rastas ensangrentadas.



2
EL PALACIO

LA CAÍDA

¿Sacaste las cosas del baño? —preguntó Fernando de la Rúa, con un imperceptible temblor en su voz aguardentosa— ¿No te olvidaste nada?
No, señor Presidente. Está todo —aseguró, entre lágrimas, Ana Cernusco, la fiel secretaria de todos los tiempos.  Anochecía precipitadamente tras los ventanales que daban al Río. Y anochecía la cara enrojecida del hombre de 64 años que se despedía a la vez de la presidencia y la vida política. Los escasos testigos de la escena observaban en silencio la maldición de otro mandatario radical que debía dejar el poder en forma anticipada.
Chrystian Colombo, el voluminoso y barbado jefe de Gabinete, mantenía el rostro de vikingo en duelo que imponían las circunstancias; para adentro se preguntaba —no sin cierta socarronería— qué elemento estratégico podía ocultarse, entre desodorantes, peines y colonias, para merecer el cuidado obsesivo del político que debía abandonar el gobierno en el día 740, cuando aún le faltaban dos años redondos para cumplir su mandato. Era una retirada mucho más ominosa que la padecida por todos sus antecesores: porque no se iba como Hipólito Yrigoyen y Arturo Illia, empujados por un golpe militar. Ni anticipaba su salida pocos meses, como su odiado Raúl Alfonsín, para dejar el gobierno en manos de un presidente elegido por el voto popular, como lo era en aquel remoto 1989 Carlos Menem.
Colombo observaba a ese presidente que en mayo lo había humillado, con sus ojos azules más saltones y brillantes que nunca por la 9 vigilia de negociaciones con los justicialistas. Trataba de explicarse las razones profundas de la hecatombe. No pensaba, como la calle, que De la Rúa había sido barrido por la explosión social que sacudía al país desde la víspera, aunque la gigantesca, temible pueblada, hubiera jugado un papel importante.
Tampoco compartía la visión conspirativa del renunciado ministro de Economía, que más de una vez lo había llamado a las cuatro de la mañana acusándolo tácitamente de colaborar —por acción u omisión— con el “complot” que según él organizaba Alfonsín, junto con “su secuaz” Leopoldo Moreau y otros dirigentes del radicalismo y la Alianza. “Lo que pasa es que vos querés ser ministro de Economía”, le había cacareado Domingo Cavallo la última vez, con esa voz sarcástica que solía preludiar sus ataques de histeria.
Para el pragmático Jefe de Gabinete, que además era banquero, De la Rúa había forjado su perdición al unir su destino a los errores estratégicos del Mingo, a quien Colombo detestaba. La porfía de Fernando en defender al ministro y sus marchas y contramarchas, lo habían dejado sin base de sustentación. La oposición peronista no quería asegurarle más la gobernabilidad y el propio partido radical le había bajado el dedo. Colombo, que le reconocía a De la Rúa dotes de “intelectual” y de “orador”, pensaba también que ningún presidente había gozado de tanto apoyo y lo había dilapidado generando el vacío bajo sus pies.  Un calor pegajoso acentuaba la incomodidad del momento: por el problema de pulmón que Fernando había padecido tiempo atrás, en las oficinas del Presidente no se encendían los aparatos de aire acondicionado.  Colombo sudaba la gota gorda, sentía que la barriga hinchada por el cansancio le expulsaba la camisa afuera y que las perneras del pantalón estaban algo arrugadas para el momento histórico que se estaba viviendo.  Espiaba al Presidente y lo veía absolutamente lejano, indescifrable, como corroborando la fama de autista que le había hecho el programa de Marcelo Tinelli y antes que “Videomatch” el ingenio anónimo de la calle, 10 que lo había bautizado “Luis XXXII”, “porque Luis XVI era medio boludo”. Se dijo que tras esa máscara de goma, de la nariz carnosa, prominente y los labios resbaladizos, la mirada perdida del príncipe en desgracia debía proteger un vacío atroz, una autoestima dinamitada, la conciencia de que la historia lo consideraría, por los tiempos de los tiempos, un inepto.
En verdad, De la Rúa quería huir hacia el sueño. Por sus problemas vasculares, por perniciosas alquimias digestivas, por angustias y furias mal domadas, por la magnitud de las decisiones que había debido enfrentar desde los primeros días del gobierno de la Alianza —que debutó con la masacre del puente de Corrientes— era proclive a dormir mucho, en tiempos cada vez más cortos. El chiste que hacía Jorge Lanata al cerrar su programa televisivo, cuando se acomodaba sobre una almohada y simulaba dormir con una sonrisa beatífica, no tenía nada de gracioso para la servidumbre de palacio, que debía hacerle la cama al Señor cada dos horas. Con sábanas primorosamente limpias y planchadas cada vez, para no encender las iras del político que sonreía con dulzura en los comerciales de campaña del norteamericano Dick Morris, pero que en la intimidad solía ser despótico con los subordinados, hasta engendrar un espeso resentimiento en buena parte de los empleados de la Presidencia.  En aquellas horas finales del 20 de diciembre deambuló solitario por la multitud de salones y despachos del primer piso que había convertido en área exclusiva del Presidente. Minuto a minuto le llegaban las malas noticias, confirmándole que la maldición que pesaba sobre los mandatarios radicales estaba por cumplirse una vez más. En otros ámbitos del Palacio, muchos de sus colaboradores habían olfateado, aun antes que él, la inminencia del naufragio y se entregaban con frenesí a poner a salvo sus pertenencias.
Por los pasillos, incluso por la galería que en épocas opulentas Roque Sáenz Peña había engalanado con genuinos vitrales art nouveau, circulaban presurosos carritos de supermercado cargados de biblioratos y carpetas. Por las escaleras descendían funcionarios apresurados cargando papeles en bolsas de consorcio. En los salones semidesiertos, mientras un televisor que nadie miraba mostraba las cargas de la Montada contra periodistas y manifestantes, ajetreados empleados de camisa arremangada se llevaban las computadoras. Más que la sede del gobierno, el Palacio parecía el cuartel general de un ejército en fuga. Abajo, en el Salón de los Bustos, donde solían hacer declaraciones los visitantes ilustres, la alfombra roja había sido enrollada, como mudo testimonio de que nadie importante ingresaría ese día a la Casa Rosada. Sólo faltaba, pastando en el Patio de las Palmeras, la vaca que García Márquez encontró en el otoño de su Patriarca.
En uno de los despachos nuevos, Fernando de la Rúa escribió de pie el último discurso de su Presidencia, donde convocaba “al justicialismo, que triunfó en las elecciones del 14 de octubre y tiene mayoría en ambas cámaras, a que participe en un gobierno de unidad nacional”. Lo leyó en la sala de prensa, a las cuatro y diez de la tarde. Condenado a los gags tragicómicos, el Presidente anunció que esperaría unos minutos, a que llegaran “los ministros”. Pero sólo fue acompañado en la tarima por dos hombres que no eran del famoso “entorno”, Colombo y el vocero Juan Pablo Baylac, y por dos viejos colaboradores que a veces tenían roces con el núcleo más íntimo, el que rodeaba a su hijo Antonio: el canciller Adalberto Rodríguez Giavarini y el secretario general de la Presidencia, Nicolás Gallo. Los otros miembros del gabinete no aparecieron. La ausencia más notoria fue la del ministro del Interior, Ramón Mestre, que estaba furioso con De la Rúa y para esas horas aseguraba a los periodistas que había renunciado. Principalmente, para no hacerse cargo de la represión policial y los muertos.
De regreso a su despacho, el Presidente se cruzó con el ministro de Salud, Héctor Lombardo, amigo íntimo y según el pérfido de Alfonsín, un importante “cajero del delarruismo”, que sin embargo, lo había hundido ante los periodistas el día que tuvo que hacerse la angioplastia, al revelar que padecía arteriosclerosis. “Che, dicen que hay muertos. ¿Por qué no averiguás?” “Voy a llamar al SAME”, respondió Lombardo. Y nadie sabrá nunca si lo hizo, porque De la Rúa declararía después ante la justicia que no tuvo información oficial de las muertes hasta cerca de la medianoche.  El justicialismo estaba muy lejos, política y físicamente de la tardía convocatoria a un gobierno de unidad nacional. La corporación de los gobernadores peronistas se había dado cita desde una semana antes en la localidad de Merlo, en la provincia de San Luis, donde el dueño de casa, Adolfo Rodríguez Saá, inauguraba un aeropuerto y renovaba su apetencia de llegar al sillón que estaba dejando De la Rúa.  Hacia San Luis se dirigió poco después Ramón Puerta, el ex gobernador justicialista de Misiones, que presidía el Senado tras el triunfo electoral de octubre. Un poderoso empresario yerbatero, que permanecía soltero a los cincuenta años (“porque me gustan las mujeres y no porque sea puto”, como él mismo suele aclarar sin abusar de los eufemismos). Un playboy, que se luce en las revistas del corazón con una chica que fue reina de la belleza de su provincia y tiene, entre otras singularidades, un departamento en el XVIème. arrondisement de París. A De la Rúa le gustaba su cortesía y sus modales campechanos, pero lo sometía —como a todos, por otra parte— a su implacable desconfianza. Colombo lo conocía bien, porque había sido director del Banco Macro cuando Puerta gobernaba Misiones y privatizó el banco provincial, otorgándoselo a la entidad que gerenciaba el Jefe de Gabinete. Ahora Puerta era —gracias a la renuncia de Chacho Álvarez— el Número Dos en la línea de sucesión.  De la Rúa, que ese día fatigó los teléfonos llamando —entre otros políticos— a sus antiguos rivales y actuales aliados, Carlos y Eduardo Menem, habló ansioso con el virtual sucesor, antes de que éste se embarcara en un Cessna Citation rumbo a San Luis.
Presidente, no se apure, espere el resultado de la reunión. —Le dijo el misionero con su estilo cachazudo. Y agregó:— Quédese tranquilo, que va a haber un fuerte apoyo a las instituciones.  De la Rúa, que en otras circunstancias hubiera sido más cauto, dejó traslucir su ansiedad:
¿A qué hora me van a dar el apoyo?
Bueno, mire, primero tiene que hacerse la reunión.
¿Y a qué hora es la reunión?
Está citada a las siete de la tarde, pero usted sabe que en política siempre se empieza una hora más tarde. Yo, antes de las diez de la noche, le tengo noticias.
El Presidente protestó:
¡Ah, no! A las diez ya va a ser de noche.
El Número Dos largó la carcajada.
Y sí, que a las diez va a ser de noche se lo puedo asegurar. Es más, es lo único que le puedo garantizar en este momento.  A partir de ese diálogo, todo se derrumbó.
El vocero Baylac, que no es graduado en diplomacia, fue a la sala de periodistas y confesó:
Si el peronismo dice que no, De la Rúa renuncia.
El Presidente lo vio por TV, se indignó, lo mandó llamar y le dijo de todo. De inmediato envió al ingeniero Gallo, que tampoco era un as de la retórica, a desmentir al portavoz. Gallo ingresó en la sala de periodistas haciendo honor a su apellido: como su amigo Fernando, pensaba que los medios eran grandes responsables de todo lo que estaba pasando.
Ese mismo 20, al mediodía, habían citado a Gustavo López, director del Comité Federal de Radiodifusión (COMFER) a la Secretaría Legal y Técnica de la Presidencia. Allí Gallo y el secretario legal y técnico, Virgilio Loiácono, le informaron que habían redactado un decreto, basado en el estado de sitio implantado pocas horas antes, para censurar algunas imágenes en los canales de televisión. Pero que luego, pensándolo mejor, habían decidido cambiar el decreto por una resolución administrativa del COMFER. Gustavo López se negó rotundamente y dijo algo que no debió caerle bien a los amigos del Presidente, pero especialmente a Loiácono:
“La última vez que se hizo algo así fue durante la guerra de Malvinas y lo hizo el general Galtieri”.
Loiácono, un hombre bajo, morrudo y canchero, que ama los sacos de tweed y las expresiones fuertes, debió mirarlo con inquina. Un cuarto de siglo antes había sido funcionario de la dictadura militar, en la misma Secretaría Legal y Técnica que ahora comandaba.  Una vez enfrentado a los medios, el ingeniero Gallo informó que el Presidente iba a esperar el resultado del cónclave justicialista de San Luis.  Uno de los periodistas quiso saber si esa espera no podía resultar fatal, dada la violencia de la represión que llevaba siete horas sin parar. Gallo soltó una frase reveladora:
Hablemos de cosas lindas.
A las 18:19, el periodista de Canal 13, Gustavo Silvestre, adelantó que el bloque de diputados justicialistas estaba por pedir el juicio político al Presidente. Cinco minutos más tarde, el mismo Silvestre le dio la puntilla al anunciar que el titular del bloque radical de senadores, Carlos Maestro, “le habría pedido al Presidente que renuncie porque están agotadas las negociaciones con el justicialismo”. El diálogo había existido. Y no sólo con Maestro, sino con Horacio Pernasetti, el jefe de la bancada radical de Diputados. Ambos le habían dicho también que detuviese la represión porque la televisión ya hablaba de cinco muertos en la Capital Federal y de diecisiete en todo el país. En realidad eran seis en la ciudad de Buenos Aires y treinta y tres en todo el territorio nacional. De la Rúa lo rechazó airado:
No es así, son cuentos.
A las siete de la tarde dijo “esto se acabó” y escribió su renuncia de puño y letra. También le pidió al fotógrafo oficial de la Casa Rosada, Víctor Bugge, que le sacara la última foto. Traje oscuro, camisa celeste grisácea, corbata de rayas negras y rojas y una pose que pretende no ser pose: el Presidente hace como que trabaja revisando los papeles de su escritorio.
Sin embargo, en esas horas trabajó a un ritmo más febril que de costumbre. Los sucesores pronto dirían a quien quisiera escucharlos que De la Rúa no firmaba más de un decreto por día. La numeración correlativa muestra que, en este punto al menos, sus críticas no eran del todo fundadas. El tema, en cualquier caso, no es cuantitativo. La caída tenía que ver con muchas medidas de gobierno que no debieron tomarse nunca.
Virgilio Loiácono, que era un experto en decretos para legalizar hechos consumados, le había acercado esa mañana el que llevaba el número 1681/01, por el cual se aceptaba la renuncia del ministro de Economía, Domingo Cavallo. La dimisión más deseada de la Argentina había sido anunciada por el empresario periodístico Daniel Hadad a la medianoche, en su programa televisivo “Después de hora”, y causó un júbilo generalizado.
Excepto al propio Cavallo, que no había renunciado. Cuando empezó a reponerse de la sorpresa, atribuyó la falsa renuncia a una maniobra de su archienemigo: el Jefe de Gabinete.  Entre los antecedentes del dúo De la Rúa-Loiácono figuraba un sonado escándalo: el 14 de julio del año 2000, el secretario legal y técnico había redactado un decreto “reservado” (el 564) por el cual se le otorgaban 30 millones de pesos adicionales a la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE), en manos del banquero Fernando de Santibañes, íntimo amigo del Presidente. El 5 de octubre, “blanqueaba” el “reservado”, con el 881 que era “público”. Una maniobra para demostrar “transparencia”, cuando todas las miradas se dirigían a la SIDE por el escándalo de los sobornos en el Senado.
Ahora, en la despedida, Loiácono había preparado el decreto 1682/01, por el cual se ponía “a disposición del Poder Ejecutivo Nacional” a 29 personas detenidas por la mañana y algunas ya liberadas por la acción de los jueces. La mayoría de las detenciones se había practicado de manera ilegal y salvaje, como ocurrió con el Defensor Adjunto del Pueblo de la ciudad de Buenos Aires, Gustavo Lesbegueris, a quien la policía había golpeado y arrastrado por los cabellos para meterlo en el camión celular. Como la jueza María Romilda Servini de Cubría había anunciado que impediría la salida del país del Presidente, el ministro del Interior, el secretario de Seguridad y el jefe de la Policía Federal, investigados por la represión, no estaba de más emprolijar esos virtuales secuestros. Para otorgarle aún mayor calidad institucional a los dos decretos, figuraba la firma al pie del ministro del Interior, Ramón Mestre, el hombre que aseguraba a la prensa haber renunciado un día antes.  A las 19:52 un helicóptero despegó de la terraza de la Casa Rosada.  Algo que no ocurría desde que Raúl Alfonsín viajó a Campo de Mayo a negociar con Aldo Rico y sus carapintadas. Pero la mayoría, al ver la escena, pensó en Isabel Martínez de Perón, llevada con engaños de mal teatro a la base militar del Aeroparque.
Pero el sexagenario perplejo y despeinado, que logró trepar al helicóptero más pequeño de la presidencia, auxiliado por el teniente coronel Gustavo Giacosa (que ese día debutaba como edecán), no había sido derribado por ningún golpe militar, ni por la exclusiva conjura de su correligionario-enemigo Raúl Alfonsín y su ex rival Eduardo Duhalde, como el derrocado comenzaba a repetirse a modo de consuelo, sino por una compleja amalgama de circunstancias que se correspondían con la magnitud y trascendencia de la mayor crisis de la historia argentina.  Compleja amalgama que no excluye, por cierto, la existencia de una conspiración.

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