lunes, 9 de diciembre de 2013
La venganza de la vaca, Sergio Aguirre.
Esta novela se ha retirado del blog por pedido de la editorial.
Los vecinos mueren en las novelas, Sergio Aguirre.
Esta novela se ha retirado del blog por pedido de la editorial.
jueves, 22 de agosto de 2013
Diagnóstico esperanza, entrevista a César González (Camilo Blajaquis)
JUEVES, 18 DE JULIO DE 2013
CINE › CESAR
GONZALEZ HABLA DE SU DEBUT COMO REALIZADOR, CON DIAGNOSTICO ESPERANZA
“Mi película puede
gustar o no, pero es villera”
Intentando dejar
atrás el mote de “poeta villero” y el seudónimo de Camilo Blajaquis que le dio
fama, González reafirma su identidad con “un ensayo sobre singularidades
atravesadas por la violencia y la marginalidad”.
La “villa” se convirtió en un analizado
objeto de estudio de infinidad de sociólogos, pensadores, productores,
periodistas y “opinólogos” televisivos, radiofónicos y cinematográficos. Para
ciertos medios, la “villa” se transformó en un género en sí mismo, un lugar
atractivo a la mera lógica comercial. Incluso, para cierta clase burguesa, la
“villa” suele ser el “chivo expiatorio” que encuentra para evadir enfrentarse a
sus propias culpas y responsabilidades sobre el funcionamiento de la sociedad
actual. Un relato nunca puede reflejar la realidad. Mucho menos si quien
construye ese relato lo hace desde la comodidad del afuera. Nadie mejor,
entonces, que el mismo protagonista para contar su propia historia. Eso bien lo
sabe César González, conocido hasta hace poco como Camilo Blajaquis, joven
oriundo de la Villa Carlos Gardel que encontró en el arte mucho más que la
posibilidad de salir del infierno: también el medio para pensar la realidad
desde un lugar diferente. Esa es la búsqueda de Diagnóstico esperanza, la ópera
prima escrita y dirigida por González y que hoy se estrena en el renovado cine
Gaumont.
Realizado
íntegramente por “villeros”, el film apela a la ficción para mostrar desde
adentro el propio funcionamiento de un espacio estigmatizado por ojos extraños.
Y también para expresar la mirada que un villero tiene de la sociedad que lo
juzga a cada paso, que lo excluye en cada informe periodístico. “Hay una cámara
que retrata la cotidianidad de la villa y la soledad de la niñez que crecen en
ella, que a los 6 o 7 años ya te tiran a la cancha”, le cuenta a Página/12
González, este veinteañero que encontró en la poesía el camino para soportar
los cinco años tras las rejas. “También hay un mensaje sociológico,
representado en cómo todas las clases sociales están atravesadas por el
consumismo y la lógica perversa del ‘ser es tener’, del ‘consumo algo, luego
existo’, leyes que la sociedad nos obliga a obedecer, en Argentina y en todo el
mundo. Vivimos en un mundo donde todos queremos ganar la carrera, todos queremos
llegar primero, ansiamos brillo, aprobación, un cargo, y así sigue la vida,
pero por el caño de escape de la máquina se sigue escupiendo mucha sangre,
mucha injusticia, mucha desigualdad”, explica el autor de La venganza del
cordero atado (ed. Continente).
Intentando dejar
atrás el mote de “poeta villero” y el seudónimo de Camilo Blajaquis (Camilo por
Cienfuegos, Blajaquis por el militante peronista asesinado en la pizzería La
Real, contado por Rodolfo Walsh en ¿Quién mató a Rosendo?), este joven reafirma
su identidad recuperando su verdadero nombre. Y haciendo Diagnóstico esperanza,
“un ensayo sobre singularidades atravesadas por la violencia y la marginalidad,
vidas sumergidas en la ambición, almohadas que sólo tienen sueños capitalistas,
envidias, soledad, dolor y sobre la marcha un eterno retorno a lo sagrado de
nuestra especie: el arte”.
–Escribió libros de
poesía, condujo un programa de TV (Alegría y dignidad) y dirigió una revista.
¿Qué lo llevó a escribir y dirigir una película para seguir mostrando el mundo
que muchos no ven o niegan?
–Siempre que me mandé
a realizar un trabajo específico dentro de un arte, primero me informé y me
formé. Antes de escribir mi primer libro de poesías leí libros de distintos
géneros. Con el cine emprendí un camino similar, desde que salí me puse a
estudiar todo lo que tiene que ver con los aspectos técnicos (cámara,
fotografía, montaje), y también todo lo relacionado con lo teórico. Vi y
estudié a grandes autores, las distintas corrientes en distintas épocas. No me mandé
a lo kamikaze. Y salí a rodar cuando tuve la confianza para hacerlo. Las
cámaras se han cansado de filmar las villas, hubo miniseries recientes,
películas, cada dos o tres días en la TV pasan periodísticos dedicados a
masacrar a la villa... No soy el primero que filma dentro de una villa. Pero
nunca se ve una mirada villera sobre las problemáticas de la sociedad. Ni está
presente la mirada que tenemos los villeros sobre nuestro hábitat; siempre
están hablando por no-sotros. Como si necesitaríamos un traductor al lado o
alguien que nos escriba los discursos porque no somos capaces de hacerlo. Mi
película puede gustar o no, pero es villera, con una visión villera e
interpretada y realizada por gente de las villas, sin máscaras ni
intermediarios.
–¿Cuál es el sentido
artístico y social de Diagnóstico esperanza?
–Demostrar que de la
villa puede salir un arte de calidad; que podemos, que somos capaces, que no
hace falta que nos traten como monos de circo. Ni como la lauchita corriendo
dentro de la rueda, analizada, estudiada y exhibida por las ciencias sociales y
periodistas amarillistas. También podemos ser grandes artistas: no sólo el
mamarracho humano salvaje y bárbaro como nos pintan casi siempre en la tele y
en el cine. Ojalá la mayor cantidad de chicos y chicas encuentren en el cine y
en la literatura una herramienta que les brinde dignidad real, no sólo un
pasatiempo. Que el arte les brinde un solvento económico y un plano
existencial. Como se reparten los elementos en esta sociedad, un “clase media”
tiene más posibilidades de cumplir un sueño que un pibe de la villa. La
película busca que un villero artista sea algo más normal y no una anomalía.
Salí en busca de poder expresar en imágenes eso que aparece cuando uno escribe
una poesía o una canción, cuando se toca un instrumento (sepa uno tocarlo o
no), eso que sucede cuando uno se enamora perdidamente de alguien o de algo y
llora si pierde su objeto de enamoramiento.
–¿Por qué eligió el
formato de ficción para reflejar esa búsqueda?
–Me apasiona el decir
y crear con imágenes. La película es una ficción, pero está compuesta por
muchos elementos del documental. Todo el tiempo se ven imágenes sueltas de mi
barrio, la Gardel, o del Fuerte Apache. Los grandes directores que me están
marcando son aquellos que usan “locas” formas de hacer ficción, tales como Jim
Jarmusch, Orson Welles, Rossellini, Michel Gondry, los hermanos Dardenne,
Ousmane Sembene o Pasolini, entre otros. La ficción permite recrear y
reinventar un hecho ya acontecido, incorporar el elemento del teatro, que es un
arte hermoso. La actuación es un elemento poético fundamental para denunciar
injusticias e indagar en las profundidades de la especie humana.
–“La villa” ha sido
objeto de numerosos programas de TV, contándola por su valor dramático en términos
narrativos. ¿Cómo hizo usted para escapar a esa forma?
–En la cultura
argentina la villa es siempre utilizada como un instrumento de espectáculo
circense. Los villeros somos como los monitos del circo, las lauchas corriendo
en la rueda y analizada por las ciencias sociales. Para el cine y el teatro
sólo somos bárbaros y salvajes brutos. Y en la política tenemos cientos de
políticos que hablan por nosotros, pero no vivieron lo que vivimos nosotros.
Los villeros debemos expresarnos por nosotros mismos.
–Sin
mediatizaciones...
–Los medios son
grandes hacedores y trabajadores por la injusticia mundial y el dolor eterno.
No tienen ética y siembran y cosechan odio, muerte y manipulación. Pero no creo
que los medios sean entes aislados de la ciudadanía, que gobiernan la opinión
pública desde otro planeta. Los medios reflejan una parte de lo que nosotros
somos como sujetos, reflejan el mundo que sostenemos y que cada nuevo día
volvemos a avalar y reproducir. Como dice el dicho popular: “Sarna con gusto no
pica”. Si la sociedad no consumiera esos medios, esos medios no tendrían razón
de ser. La responsabilidad de la manipulación mediática es compartida por esos
grandes medios y por los ciudadanos comunes, es decir, nosotros. Vivimos
diciendo que los medios estigmatizan, discriminan, fomentan el racismo, pero
después en la calle nosotros, en lo micro, reproducimos esos valores y sentimos
horror y nos invade el terror cuando hay un negro de la villa caminando cerca.
Uno para criticar algo debe tener un sustento empírico en su vida. Muchos de
los que dicen que los políticos son todos corruptos tienen un negocio donde
cobran sobreprecios o tienen empleados en negro, o cuando van a comer no dejan
el 10 por ciento de propina al mozo... ¿Los medios son manipuladores? Obvio. Si
lo sabe desde mi hermanito de 8 años hasta mi abuela de 70.
–En la última década
el país tuvo un crecimiento económico, de la mano de un gobierno sensible a la
inclusión social, ¿cómo se tradujo el porvenir de los números macroeconómicos
en las villas?
–La película está
plantada en el aquí y ahora del contexto latinoamericano de progresos y vientos
de izquierda. Aparece retratado todo el tiempo el barrio nuevo de casas del
plan de viviendas federales, por ejemplo. En mi villa, el bie-nestar se materializó
en diversas formas, fundamentalmente en hermosas casas y muy amplias que
recibió cada familia que hasta el año 2009 vivíamos en casillas, donde las
cloacas eran un desastre y se inundaba todo. Hoy, por suerte, el barrio está
relindo y las nuevas generaciones al menos tienen un techo y una cama dignos.
Veo muchas familias que progresaron en lo económico adquiriendo bienes,
familias de obreros y albañiles (puestos laborales innatos casi de la población
villera) que pudieron comprarse su primer auto. Hay más posibilidades de salir
adelante que en la época que atravesó mi generación. Pero sigue estando muy
presente la muerte en la juventud, por pibes que mueren bajo el yugo de una
bala policial, por un embrollo o que matan y arruinan a una familia por robar...
Las causas no tienen que ver con decisiones subjetivas, sino porque los valores
consumistas que gobiernan la sociedad son un monstruo asesino y poderoso como
para ser tan ingenuo de creer que uno solo, con sus dos manitos, puede
derrotarlo. Es ingenuo creer que ese perverso sistema, que cada día
reproducimos, no va a tener consecuencias de violencia y sangre en la sociedad.
–Usted robó, cirujeó,
fue baleado y estuvo preso cinco años. ¿Cómo influye el contexto villero para
que un adolescente?
–Cuando estás preso o vivís en una villa, cuando contás tu vida la gente
de afuera te dice que no te victimices, que todos tienen problemas. Con ese
discurso se trata y maltrata al delincuente que cae preso y entra bajo el
verdugueo atroz del Servicio Penitenciario y del aparato judicial. La
psicología y el trabajo social, cuando estás preso, quieren anular el lugar
donde naciste y creciste. Te quieren convencer de que “vos robaste porque
quisiste”, se alimentan de teorías que sólo difunden una falsa igualdad y en los
hechos obligan al pibe a que se convenza de que uno es igual. El que se come el
garrón es uno, que está preso. Los psicólogos ponen en una hoja que no estás
apto para la sociedad y listo, seguís adentro. Entonces, ellos creen que te
psicologean y los terminás psicologeando vos, porque el preso va a querer su
libertad y siempre le endulza la oreja al psicólogo, para rescatar los informes
de conducta necesario para tomarte el palo a la calle. Un lugar donde esos
psicólogos jamás te van a tirar una soga, ya que afuera si te ven no te
conocen, no sos Fulano de tal, para ellos tan sólo fuiste un número de legajo
del penal tanto. El 95 por ciento de los psicólogos, trabajadores sociales,
abogados, fiscales, jueces, no vivieron ni el dos por ciento de las cosas que
vivió un pibe que cayó preso.
jueves, 15 de agosto de 2013
La metáfora de la casa tomada, José Pablo Feinmann en Página12 /2001/01-07
La metáfora de la casa tomada Por José Pablo Feinmann
|
Toda la historia de nuestro, con frecuencia, incomprensible país puede pensarse por medio de la metáfora de la casa tomada. Los sectores de poder de la Argentina siempre se asumieron como lo Uno. Lo Uno fue (y es) lo esencial, lo primero, lo indivisible y lo bueno. Lo Uno se propuso y se propone el control, el dominio, la exclusión o, sin más, el exterminio de lo Otro. Nunca su inclusión. Lo Uno fue siempre lo Uno: el Poder. Lo Otro tuvo diversas encarnaciones: fueron los gauchos, los negros, los indios, los “insolentes” inmigrantes, la “chusma” yrigoyenista, los “cabecitas negras”, los “subversivos” y (hoy) la “delincuencia” y los nuevos inmigrantes: los bolivianos, chilenos, peruanos y paraguayos. Que parecieran ser los más recientes en eso de tomar la casa.
Al achicarse –con el capitalismo de mercado– el margen de controlable “inclusión” dentro del trabajo, dentro del aparato productivo, al desaparecer, digamos, ese aparato productivo y generar lo que generó (desempleo masivo, miseria, hambre), la violencia de la exclusión se ha instalado entre los excluidos. Los Otros (los que jamás pertenecerán a lo Uno) se aterran ante la posibilidad de perder el espacio mínimo que hoy el Poder les concede. Aquí, la metáfora de la casa tomada se traslada a la del tren tomado. Quienes siempre temieron que les tomaran la casa fueron los poseedores de la casa: los sectores de poder, la perenne burguesía agraria y financiera de la Argentina. No temen que les tomen el tren porque no viajan en tren. Viajan en automóviles o en aviones privados. Los que viajan en tren son los que “aún” tienen trabajo y toman el tren para ir hacia él. Son argentinos, tienen documentos, ganan poco, pero ganan algo y tienen miedo. Temen que los otros (los nuevos otros) se les suban al tren. Los nuevos otros son los nuevos inmigrantes. Esta situación generó un hecho criminal, un asesinato aberrante, en enero del año que corre.
El Movimiento Boliviano por los Derechos Humanos ha distribuido –con fecha 11 de julio– un Manifiesto. En él puede leerse: “La muerte de nuestra compatriota Marcelina Meneses y su hijo Josua Torres, el 10 de enero, al ser lanzados del tren cuando viajaban a una localidad de Buenos Aires, luego de ser agredida verbalmente con insultos xenófobos y racistas por su condición de boliviana y el haber salido a la luz pública recién el 23 de mayo de 2001, fue la gota que rebasó el vaso”. ¿A qué otras gotas se añadió ésta que desbordó el vaso? Dice el Manifiesto Boliviano: “Agresiones de diferente tipo y gravedad empezaron en el período de gobierno del doctor Carlos Menem, que dio un marco oficial a la discriminación del extranjero haciéndolo chivo expiatorio de la escasez de trabajo y actos delictivos. Dicha campaña estigmatizante fue apoyada por medios de comunicación de neto corte xenófobo, como Radio 10, revista La Primera, etc.”. La militante que me ha entregado el Manifiesto dice: “Y a esa radio, además, le dieron un Martín Fierro”. No sé qué decirle. Más aún cuando añade: “Y tiene publicidad oficial”. Otros fragmentos del Manifiesto señalan situaciones canallescas: “Indagaciones policiales injustificadas. Coacción o intimidación (detención por la policía por ‘portación de cara’/ demonización de nuestros rasgos indígenas relacionándolos con ‘delincuencia’”. Este texto revela una realidad abyecta: “demonización de nuestros rasgos indígenas, relacionándolos con ‘delincuencia’”. Sabemos que ningún rasgo debiera ser demonizado, que ningún rasgo, per se, debiera relacionarse con la delincuencia. Pero si algo así ocurriera en este país, esos rasgos se parecerían más a los de los sucesivos equipos económicos desde 1976 en adelante, momento en que se dispara la deuda externa argentina, causa fundamental del sofocamiento del país. Ningún boliviano o peruano o chileno contrajo esa deuda. Son otros entonces los rasgos que debieran demonizarse. Acaso las grandes orejas deMartínez de Hoz. Los modales aterciopelados de los gentlemen del Grupo Perriaux. La papada de Emir Yoma. La negritud pulida, sofisticada, como de tostado Caribe de Erman González. Las piernas de la Alsogaray y también su cara, que es la de su padre, el héroe de la aeroísla. Los pómulos de Amira Yoma. Ahí, exactamente ahí y no en los rasgos indígenas de los sufridos bolivianos (que vienen para la superexplotación, para acabar como esclavos en algún sótano de la infamia infralaboral), es donde está el identikit del delincuente. Pero no. A los que tiran del tren los deshumanizados y aterrorizados argentinos de la flexibilización, del espacio para pocos, de la sociedad del desempleo, son a Marcelina Meneses y a su bebé Josua Torres. “Fuera de aquí, bolivianos de mierda”, gritan los asesinos. “En este tren viajamos nosotros, los argentinos. Este tren no es para ustedes. No vamos a dejar que se suban. Los vamos a tirar a las vías. Los vamos a matar”.
La furia de los subempleados de hoy continúa una dilatada tradición nacional. Parte esencial del estilo de vida argentino (de esa “esencia nacional” en la que gustaron bucear los ideólogos del liberalismo aristocratizante) radica en la expulsión del diferente. Miguel Cané, que nace en 1851, en Montevideo, como exiliado del rosismo, que fue gentleman del 80, que habría de redactar una ley de residencia “contra los agitadores laborales extranjeros” (esa indeseada expresión de lo Otro que trajo la política inmigratoria), escribió en sus textos de viajes una página transparente sobre el asco de lo Uno por lo Otro, de los dueños de la patria hacia quienes venían con la pretensión imposible de integrarse a ella y compartirla con sus dueños. Ese texto es un clásico ya que David Viñas lo recoge extensamente en Literatura argentina y realidad política. Aquí, Cané, patrón, patricio y patriarca, se alarma por la invasión de los nuevos burgueses. Del inmigrante que se enriquece y pretende entrar en los salones de la oligarquía. Tomar la casa. La visión de Cané se centra en las mujeres de la casa. Porque los bárbaros enriquecidos no sólo habrán de “tomar la casa”, sino que hay otro peligro mayor, acaso más humillante, más intolerable: que “tomen” las mujeres. Así, Cané les pide más “sociabilidad”, traducida como educación, buen gusto, mesura. Y continúa: “Más respeto a las mujeres, más reserva al hablar de ellas”. Porque hay que evitar que “el primer guarango democrático enriquecido en el comercio de suelas se crea a su vez con derecho a echar su mano de tenorio en un salón al que entra tropezando con los muebles”. Porque “eso” ha permitido la democracia: que los guarangos se enriquezcan. Toscamente, claro, por medio del “comercio de suelas”. No obstante, ya logran entrar en los “salones”. Torpes, rústicos, primitivos, tropiezan con los muebles, ya que desconocen los modales, los rituales patricios. Sin embargo, han entrado. Y, obscenos, se lanzan sobre las mujeres. Dice Cané a su interlocutor epistolar: “No tienes idea de la irritación sórdida que me invade cuando veo a una criatura delicada, fina, de casta, cuya madre fue amiga de la mía, atacada por un grosero ingénito, cepillado por un sastre, cuando observo sus ojos clavados bestialmente en el cuerpo virginal que se entrega en su inocencia (...) Cada día, los argentinos disminuimos. Salvemos nuestro predominio legítimo (...) colocando a nuestras mujeres, por la veneración, a una altura a que no lleguen las bajas aspiraciones de la turba. Entre ellas encontraremos nuestras compañeras, entre ellas las encontrarán nuestros hijos. Cerremos el círculo y velemos sobre él”. El delirio sexual de Cané lleva a sus extremos la metáfora de la casa tomada. En el final, el temor máximo es que el Otro se apodere de las vírgenes, que no sólo se apodere de la casa sino que además “posea” a las mujeres. Ahí, entonces, estalla la consigna de guerra: “Cerremos el círculo y velemos sobre él”. El círculo es el círculo de la pureza, del poder, de la patria y de sus naturales, legítimos poseedores. Siempre, en la Argentina, el círculo se ha cerrado, y siempre que el Otro quiso entrar en él tronóel escarmiento. En el final de “Cabecita negra” (el cuento de Germán Rozenmacher que resignifica “Casa tomada” de Cortázar), el protagonista, el señor Lanari, dice: “Hay que aplastarlos, aplastarlos. La fuerza pública, tenemos toda la fuerza pública y el ejército”. Hasta 1983 hicieron eso: llamar al ejército. La pregunta es: qué harán ahora. Porque la verdadera solución, la democrática, la de incluir al Otro, al diferente, les está vedada. Por convicciones ideológicas y por una avaricia sin fin que los corroe desde el origen de los tiempos.
Al achicarse –con el capitalismo de mercado– el margen de controlable “inclusión” dentro del trabajo, dentro del aparato productivo, al desaparecer, digamos, ese aparato productivo y generar lo que generó (desempleo masivo, miseria, hambre), la violencia de la exclusión se ha instalado entre los excluidos. Los Otros (los que jamás pertenecerán a lo Uno) se aterran ante la posibilidad de perder el espacio mínimo que hoy el Poder les concede. Aquí, la metáfora de la casa tomada se traslada a la del tren tomado. Quienes siempre temieron que les tomaran la casa fueron los poseedores de la casa: los sectores de poder, la perenne burguesía agraria y financiera de la Argentina. No temen que les tomen el tren porque no viajan en tren. Viajan en automóviles o en aviones privados. Los que viajan en tren son los que “aún” tienen trabajo y toman el tren para ir hacia él. Son argentinos, tienen documentos, ganan poco, pero ganan algo y tienen miedo. Temen que los otros (los nuevos otros) se les suban al tren. Los nuevos otros son los nuevos inmigrantes. Esta situación generó un hecho criminal, un asesinato aberrante, en enero del año que corre.
El Movimiento Boliviano por los Derechos Humanos ha distribuido –con fecha 11 de julio– un Manifiesto. En él puede leerse: “La muerte de nuestra compatriota Marcelina Meneses y su hijo Josua Torres, el 10 de enero, al ser lanzados del tren cuando viajaban a una localidad de Buenos Aires, luego de ser agredida verbalmente con insultos xenófobos y racistas por su condición de boliviana y el haber salido a la luz pública recién el 23 de mayo de 2001, fue la gota que rebasó el vaso”. ¿A qué otras gotas se añadió ésta que desbordó el vaso? Dice el Manifiesto Boliviano: “Agresiones de diferente tipo y gravedad empezaron en el período de gobierno del doctor Carlos Menem, que dio un marco oficial a la discriminación del extranjero haciéndolo chivo expiatorio de la escasez de trabajo y actos delictivos. Dicha campaña estigmatizante fue apoyada por medios de comunicación de neto corte xenófobo, como Radio 10, revista La Primera, etc.”. La militante que me ha entregado el Manifiesto dice: “Y a esa radio, además, le dieron un Martín Fierro”. No sé qué decirle. Más aún cuando añade: “Y tiene publicidad oficial”. Otros fragmentos del Manifiesto señalan situaciones canallescas: “Indagaciones policiales injustificadas. Coacción o intimidación (detención por la policía por ‘portación de cara’/ demonización de nuestros rasgos indígenas relacionándolos con ‘delincuencia’”. Este texto revela una realidad abyecta: “demonización de nuestros rasgos indígenas, relacionándolos con ‘delincuencia’”. Sabemos que ningún rasgo debiera ser demonizado, que ningún rasgo, per se, debiera relacionarse con la delincuencia. Pero si algo así ocurriera en este país, esos rasgos se parecerían más a los de los sucesivos equipos económicos desde 1976 en adelante, momento en que se dispara la deuda externa argentina, causa fundamental del sofocamiento del país. Ningún boliviano o peruano o chileno contrajo esa deuda. Son otros entonces los rasgos que debieran demonizarse. Acaso las grandes orejas deMartínez de Hoz. Los modales aterciopelados de los gentlemen del Grupo Perriaux. La papada de Emir Yoma. La negritud pulida, sofisticada, como de tostado Caribe de Erman González. Las piernas de la Alsogaray y también su cara, que es la de su padre, el héroe de la aeroísla. Los pómulos de Amira Yoma. Ahí, exactamente ahí y no en los rasgos indígenas de los sufridos bolivianos (que vienen para la superexplotación, para acabar como esclavos en algún sótano de la infamia infralaboral), es donde está el identikit del delincuente. Pero no. A los que tiran del tren los deshumanizados y aterrorizados argentinos de la flexibilización, del espacio para pocos, de la sociedad del desempleo, son a Marcelina Meneses y a su bebé Josua Torres. “Fuera de aquí, bolivianos de mierda”, gritan los asesinos. “En este tren viajamos nosotros, los argentinos. Este tren no es para ustedes. No vamos a dejar que se suban. Los vamos a tirar a las vías. Los vamos a matar”.
La furia de los subempleados de hoy continúa una dilatada tradición nacional. Parte esencial del estilo de vida argentino (de esa “esencia nacional” en la que gustaron bucear los ideólogos del liberalismo aristocratizante) radica en la expulsión del diferente. Miguel Cané, que nace en 1851, en Montevideo, como exiliado del rosismo, que fue gentleman del 80, que habría de redactar una ley de residencia “contra los agitadores laborales extranjeros” (esa indeseada expresión de lo Otro que trajo la política inmigratoria), escribió en sus textos de viajes una página transparente sobre el asco de lo Uno por lo Otro, de los dueños de la patria hacia quienes venían con la pretensión imposible de integrarse a ella y compartirla con sus dueños. Ese texto es un clásico ya que David Viñas lo recoge extensamente en Literatura argentina y realidad política. Aquí, Cané, patrón, patricio y patriarca, se alarma por la invasión de los nuevos burgueses. Del inmigrante que se enriquece y pretende entrar en los salones de la oligarquía. Tomar la casa. La visión de Cané se centra en las mujeres de la casa. Porque los bárbaros enriquecidos no sólo habrán de “tomar la casa”, sino que hay otro peligro mayor, acaso más humillante, más intolerable: que “tomen” las mujeres. Así, Cané les pide más “sociabilidad”, traducida como educación, buen gusto, mesura. Y continúa: “Más respeto a las mujeres, más reserva al hablar de ellas”. Porque hay que evitar que “el primer guarango democrático enriquecido en el comercio de suelas se crea a su vez con derecho a echar su mano de tenorio en un salón al que entra tropezando con los muebles”. Porque “eso” ha permitido la democracia: que los guarangos se enriquezcan. Toscamente, claro, por medio del “comercio de suelas”. No obstante, ya logran entrar en los “salones”. Torpes, rústicos, primitivos, tropiezan con los muebles, ya que desconocen los modales, los rituales patricios. Sin embargo, han entrado. Y, obscenos, se lanzan sobre las mujeres. Dice Cané a su interlocutor epistolar: “No tienes idea de la irritación sórdida que me invade cuando veo a una criatura delicada, fina, de casta, cuya madre fue amiga de la mía, atacada por un grosero ingénito, cepillado por un sastre, cuando observo sus ojos clavados bestialmente en el cuerpo virginal que se entrega en su inocencia (...) Cada día, los argentinos disminuimos. Salvemos nuestro predominio legítimo (...) colocando a nuestras mujeres, por la veneración, a una altura a que no lleguen las bajas aspiraciones de la turba. Entre ellas encontraremos nuestras compañeras, entre ellas las encontrarán nuestros hijos. Cerremos el círculo y velemos sobre él”. El delirio sexual de Cané lleva a sus extremos la metáfora de la casa tomada. En el final, el temor máximo es que el Otro se apodere de las vírgenes, que no sólo se apodere de la casa sino que además “posea” a las mujeres. Ahí, entonces, estalla la consigna de guerra: “Cerremos el círculo y velemos sobre él”. El círculo es el círculo de la pureza, del poder, de la patria y de sus naturales, legítimos poseedores. Siempre, en la Argentina, el círculo se ha cerrado, y siempre que el Otro quiso entrar en él tronóel escarmiento. En el final de “Cabecita negra” (el cuento de Germán Rozenmacher que resignifica “Casa tomada” de Cortázar), el protagonista, el señor Lanari, dice: “Hay que aplastarlos, aplastarlos. La fuerza pública, tenemos toda la fuerza pública y el ejército”. Hasta 1983 hicieron eso: llamar al ejército. La pregunta es: qué harán ahora. Porque la verdadera solución, la democrática, la de incluir al Otro, al diferente, les está vedada. Por convicciones ideológicas y por una avaricia sin fin que los corroe desde el origen de los tiempos.
sábado, 29 de junio de 2013
"UÑAS CONTRA EL
ACERO DEL MAUSER", Miguel Briante.
—Como a las siete ya había pasado el teniente
con la camioneta y se fueron a buscar las minas -dijo Caminos, el Cordobés, que
ya no paraba de hablar de eso.
-A las siete
-dije, por decir algo.
-O cloc -dijo, mirándome,
la boca agrandada y los dientes desparejos, blancos.
Se había
acostumbrado a decir eso. Se lo había escuchado a Raquel, un día de visita. Yo
le había prometido a Raquel escaparme, esa noche, y le estaba diciendo la hora.
Más allá los ojos de Caminos se clavaban en su cuerpo. Después de cruzar la
puerta, a los diez metros, antes de subir al coche ella se había dado vuelta y
lo había dicho, imitando las voces de las series norteamericanas.
-O cloc, che
porteño -repetía Caminos-. A las siete o cloc.
El patio de
tierra de la guardia era una mancha oscura, con el agujero de las brasas en el
medio, como un pozo. Vigilábamos el asado, asomados a ese pozo, y el fuego nos
pegaba en las caras que el sol de febrero había hecho parejas, casi iguales. A
las siete, pensé. Y fue como sentir de nuevo ese empujón, ese golpe en el
brazo; el rebote cauteloso, lento, de la rabia en el cuerpo. Esa voz, el día
anterior, a las siete, apenas un susurro saltando treinta centímetros, un
susurro a la medida de la baldosa que nos separaba, tan justito, una rajadura
rompiendo el borde cerca de mi pie derecho, y el cigarrillo en el medio. El
cigarrillo largo, recién encendido, en el suelo, cada vez más gris.
-¿Qué le pasa,
soldado, no le gusta que le peguen?
Mi voz:
-No me pasa
nada, voluntario Ramírez.
-Porque si no le
gusta puede quejarse al comodoro, soldado.
Mi propia voz:
-Entendido,
voluntario. ¿Me puedo retirar, voluntario?
-Marche,
soldado.
Otra vez mi voz:
-Voy a marchar,
voluntario.
Y mis tacos, las
caras de los otros enfrentándome en silencio. Las caras de dos o tres porteños,
las caras de los cordobeses, más tercas, menos moldeadas por el sol de febrero
y marzo, oscuras desde antes. Como la cara del cordobés Caminos que ahora, en el
patio de la guardia, también se acordaba de algo que había pasado el día
anterior, a las siete, y todos lo mirábamos acordarse.
-Unas yeguas, se
trajieron -decía- unas ancas así -decía-, una rubia y otra más morocha con el
pelo hasta acá -decía.
-¿Estaban bien?
-dijo Quinteros, un porteño.
Caminos pareció
no oírlo. Desenvainó el sable bayoneta y pinchó un poco de carne. Lo dio
vuelta; la grasa contra el carbón. Sonaron tres o cuatro gotas. Un cordobés
dijo.
-Tanto cuidar el
asado, y se lo van a comer los zumbos.
-Yo siempre
rasco un poquito de todo -dijo Caminos-, igual que anoche en el casino. Ademai
dicen que esto en la punta tiene como un veneno, por la grasa de la vaina.
-Entonces dale
un pedazo a Laporta -dijo Quinteros.
La cara de
Caminos se endureció; a la piel le daba el lento castigo del fuego y era blanda
como la de todos; pero los huesos crecían, abajo. Prendí un cigarrillo y pensé
en Raquel; esperaría hasta quedarse dormida, tibia, nerviosa, en la pieza de la
calle Medrano. Bastaba cruzar la tranquera del fondo, avisar a los del puesto
número tres que iba a volver a las cinco, que no me dieran el alto. Cruzar el
campo, esperar el colectivo en la autopista. Di una pitada larga, sin soplar el
fósforo. Vino el viento y el frío volvió con la voz de Caminos.
-Mirai al
porteño -dijo-, tai pensativo. Esa mina te dio algo, che. Quinteros me sacó el
cigarrillo. Pitó fuerte; dos bichos redondos, brillosos, se clavaron en el
vidrio de sus lentes. Habló como para ayudarme.
-¿Así que el
teniente Laporta te la dio, Cordobés?
Los ojos de
Caminos se corrieron de golpe a la derecha, volvieron a recorrernos a todos,
quedaron fijos en Quinteros como si hubiera sido el mismo teniente.
-Ya las paga
-dijo-. El suficial me preguntó en qué se había ido tanta cosa, anoche. Y el
comodoro se va a enterar. Por las mimas -dijo, y me miró- ¿viste, porteño?
Quinteros me
alcanzó el cigarrillo.
-Qué saben estos
negros -murmuró.
-Habla bajo -le
dije a Caminos-, que hoy está de turno. Y decime, a qué hora empezó la joda,
che.
-No sé bien,
porque yo estaba de guardia. Me llevaron porque no había otro del casino. De
no, eligen un porteño, que son más vivos, dicen los fiches. Más cabritas, digo
yo.
Un cordobés me
sacó el pucho de las manos. El viento volvió, rasante, y pareció clavarse en
las brasas, que nos incendiaron las caras. Caminos explicaba que si no lo
hubieran sacado de la guardia no estaría ahí esa noche.
-Justo hoy, que
es sábado.
-No te quejes,
Unquillo -dijo el que pitaba-, a lo menos le viste el culo a una mina, y encima
comiste bien.
-Así, eran -dijo
Caminos, describiendo un círculo con las manos-, y eso de la comida también.
Ayer noche no comíamos ni los cordobeses. Así que vos, porteño, habrás largado
los chanchos.
Me miraron.
-No sé -dije-,
anoche no comí.
-Arrastresé.
Lo miró fijo,
despacio. Tenía una cara lisita, que se adelgazaba hacia abajo, donde crecía
una pelusa rubia, nueva. El estaba firme; jadeaba, apretaba las palmas de las
manos contra las piernas. Oía su propia respiración, por encima del susurro de
los otros, por encima del choque de doscientas cucharas contra el plato, por
encima del ruido de doscientas bocas. Todos miraban de costado, seguían el
movimiento de su pecho, acompañaban el ritmo del soldado Aldazábal con el ritmo
de sus cucharas. Cuando había entrado, saltando, en cuclillas y saltando con
las manos en la nuca, habían marcado sus saltos. Algunos se reían.
-Arrastrarse
carajo -decía la voz.
Y el ruido era
su propio cuerpo, chocando en el suelo. Ahora le veía los borceguíes, a dos
centímetros de sus ojos. Respiró hondo; sintió la tierra del piso entrando
lenta por nariz, como un humo.
Vio moverse el
pie derecho, levantarse apenas, y alcanzó a esquivar la patada en el hombro. El
pie le rozó el brazo y al mismo tiempo sintió un dolor agudo, sintió la pata de
una mesa incrustándose en su brazo izquierdo. Abrió los labios y los apoyó en
el piso, apretándolos hasta que el jadeo se confundió con ese fresco sucio de
las baldosas.
-Arrastrarse con
el voluntario Molina -gritaba el voluntario Ramírez.
Aldazábal lo
sentía, de atrás. Golpeaba la suela de sus borceguíes con alguno de sus pies,
cada vez más fuerte. Alzó la vista sin sacar los labios del piso; en la puerta
del comedor, a quince metros, reconoció los botines lustrosos de Molina. Empezó
a arrastrarse, despacio. En la otra punta del comedor gritaba Molina.
Pero mire cómo
se arrastra el soldadito. Pero dónde se cree que está el soldadito, ¿en un
liceo de señoritas? -afinando la voz y después gritando-. Conmigo arrastrarse
mar, carajo.
Aldazábal clavó
los codos en el piso y miró hacia atrás. Ramírez, encima de él, miraba a
Molina, sonriendo. Tenía los dientes sucios, desparejos; el uniforme verde le
quedaba grande, parecía un globo mal inflado. Empezó a mover los codos, a oír
el ruido de sus propios borceguíes rayando las baldosas; un pucho aplastado le
rozó la cara. Molina se había acercado y escupía el piso, medio metro adelante.
Por encima del murmullo del comedor -allá, muy arriba, donde estaba también ese
olor agrio de la sopa, las caras borrosas- se oía el ruido de la garganta de
Molina y el chasquido, seco.
-Ahí está, decía
Ramírez, sobre su espalda casi, mientras pateaba sus borceguíes-, que el
soldadito limpie eso.
-Bien limpio,
carajo -dijo Molina, y afectaba la voz-, como el piso de una facultad.
Se oyeron dos
chasquidos, un poco más lejos.
Sin mirar las
manchas, a las que se acercaba despacio, Aldazábal empezó a moverse. Mira por
debajo de las mesas, calculando los puntos distantes. Un montón de tierra, un
poco de comida volcada.
Mientras sentía
el primer contacto de su pecho con esa humedad pegajosa que su cuerpo iba
alisando, borrando del piso, oyó la voz de Ramírez, que ya estaba cerca de
Molina, delante de él, en la punta de la primera mesa.
-Ahora vamos a
hacer un concurso -decía-. El que escupa menos se queda sin salida mañana -y le
tocaba el hombro al primero de la fila-. Sentados, nomás, sentados. Se dan
vuelta y escupen. Empiece usted.
Aldazábal cerró
los ojos. Antes había medido el largo del comedor, había contado las veces que
tendría que hacer ese largo, ida y vuelta en cada mesa, en zig-zag. Oyó el
primer chasquido en el piso. Clavó los codos, aplastó la cara y empezó a
arrastrarse más lentamente que antes, para darle tiempo a los demás soldados, a
los doscientos chasquidos en el piso que iba a tener que escuchar.
-Te salvaste
porque llegó el capitán -dijo Lindón, un riojano.
-De la última
mesa -dije-. Che Córdoba, una seca es una seca. No te fumes todo el pucho.
-Toma -dijo
Caminos-. ¿Qué te pasa? La mina no te trajo cigarros hoy.
Eran las once,
tal vez las doce. La oscuridad nos aplastaba los hombros; nos mirábamos en las
brasas, como en un espejo. Caminos y otros más se hamacaban en un banco. En ese
mismo banco habíamos estado juntos -Raquel y yo- unas horas antes, a unos
metros de la guardia. Había sido como siempre: los silencios que estirábamos,
mirándonos, para no gastar demasiado pronto la tarde; las manos juntas, los
nervios de sentirnos vigilados, cada vez que un cabo detenía la vista en
Raquel, en las piernas de Raquel. Cuando se fue, el sol se enfriaba en su pelo
rubio. La noche, esta noche que ahora nos invadía, crepitando en el fuego,
había empezado cuando el bulto de su cuerpo llegaba a la autopista, lejos.
-No -decía
Caminos-, si es como yo digo. A lo primero te traen todo por lástima. Después
se acostumbran, se visten, andan por la calle dele moverse -movía las manos
abiertas en círculo-, piensan mi cocoíto está haciendo la concrición, mi
cocoíto que se encule, pero yo...
-Callate -dije-,
¿vos qué sabes de las minas, payuca? Meta torear y después venís a que te
escriba las cartas.
Por encima del
fuego, me miró. La luz le daba en los labios húmedos, apretados; los huesos
volvían a endurecérsele, a tensarse, como saliendo por su cuenta de la sombra
que manchaba su cara. La cabeza le nacía de los hombros, clavada de un golpe en
el cuerpo.
-Allá -dijo, y
cantaba como todos los cordobeses, como el voluntario Ramírez- por lo menos son
nuevitas. Frescas. Acá son todas viejas, como anoche. A mí no me gusta la carne
cocida. Me gusta cocinármela yo.
Había sacado un
cigarrillo arrugado, de alguna parte. Lo prendió con una brasa, que sostenía
tranquilamente en las manos.
-Y por lo de las
cartas ya podei callarte, le voy a pedir a otro.
-A un porteño,
¿no, Cogote? -le pregunté-, y eso que les tenés rabia.
-A Carnelutti,
que es bien cordobés y estudia en la de medicina.
-Por eso -dije-,
es como si fuera porteño. Es rubio y hasta va a la facultad. Se oyeron voces en
el puesto número uno, a veinte metros. El soldado de guardia se presentaba al
oficial de turno. Oímos, clarita, la voz de Laporta, preguntándole la consigna.
-Ahí está tu
amigo -dijo Quinteros-. Pero contá, che Córdoba, cómo siguió lo de ayer.
Caminos nos miró
fija, duramente. Sus manos hacían girar el cigarro; una linterna chiquita en
los dedos. Cuando no pitaba la luz se perdía, gris. Miró a los demás, como si
no hablara para nosotros.
-Se me para
nomás de contarlo. Comieron en la pieza del teniente y cuando se fueron los
demás se metieron en el comedor.
-El otro...
-Era el capitán
Saravia. Se le caía la baba cuando la rubia le puso las manos encima.
Bastaba llegar a
la ruta y esperar el colectivo. En un rato Ezeiza quedaría atrás. En Liniers
las luces se adelantarían con la tibieza de Raquel, esperando casi al final de
la calle Rivadavia. Tendría los ojos pesados pero ya no dormiría. Podría estar
dos horas con ella si se animaba a salir. Al próximo cambio de guardia,
avisarle a los de la tranquera.
Se lo dijo a
Quinteros, mientras Caminos hablaba.
-¿Y si te llaman
-dijo-, si salta algún tapón o hay un cortocircuito?
-Me juego.
-O si viene
Ramírez -agregó.
Dije que no
venía, pero. Si lo dejaban adentro, me iba a buscar.
-Che, Caminos
-dice-, ¿cuál cargó con la mejor?
-Ese culiao de
Laporta. A los dos minutos estaban en bolas y empezaron soldao de acá y soldao
de aya.
-Vos -dijo
Quinteros- andarías tropezándote con los calzones -me miró-. No sabía que los
milicos se sabían divertir a lo bacán.
-Con negras
-dije.
Raquel podía
estar bostezando, nerviosa; tal vez miraba el reloj. Sus piernas lisas. En la
guardia el viento se arrugaba, se hacía áspero; nada más que las brasas,
crujiendo, y el ruido de Caminos, siempre hablando.
-Oílo al negro
-dijo Quinteros-, está como para llevarlo a la facultad.
-A Filosofía, a
ver las lolas de primer año -dije-. Che negro, ¿sabes lo que es una lolita,
vos?
Caminos no
escuchaba. Ahora se estaba acordando de Laporta, con la mujer encima. Se le
crispaban los dedos; la rabia iba subiéndole por la piel oscura mientas
enumeraba las botellas de whisky, los grititos, los discos que le hacían poner
para que las mujeres bailaran sobre las mesas, vistiéndose y desnudándose.
Laporta le había ordenado el firme, en una de ésas. El ya no sabía para dónde
agarrar, porque también había probado el whisky en la cocina. Tambaleando, se
cuadró. Laporta se le había acercado, y llamó a una de las mujeres. Descalza
-nada más que con los calzones-, la mina se acercó y el teniente dijo que lo
tanteara.
-Tantéalo
-dijo-. Si está al palo, negro, no salís hasta marzo.
El se esquivó.
Laporta le ordenó abrirse el uniforme. Se lo abrió la mujer, despacio. Cuando
la rubia llegó a tocarlo él se tiró para atrás.
-Y le dije que
no me gustaban las viejas, que las dejaba para ellos.
Fue cuando
Laporta le pegó.
-En plena cara,
el culiao. Y le dije a la mano: quietita, porque se me iba sola al sable.
Tiró unas
maderas al fuego. Nos miró a todos.
-Pero ya las
paga. Le dije al suficial y dijo que el comodoro lo va a arreglar.
Me paré. El
campo ni se veía; a dos kilómetros, por la autopista, de vez en cuando cruzaba
una luz. Aquella grande podía ser la de un colectivo; iba para el aeropuerto y
no tardaría en volver. Pregunté si alguno tenía un capote de guardia que
pareciese nuevo, de salida. Me estiraron uno. Me acerqué a Caminos. Le puse una
mano en el hombro. -Vos sos muy machito, negro -le dije-. Así cualquiera se las
arregla. Alcahueteando a todos nos iría bien.
Alguien, tal vez
Lindón, desde lo oscuro, me miró.
Aldazábal,
arrastrándose, escuchó el "atencioiooooón" y los tacos del capitán en
la puerta ya lejana del comedor. Iba a pararse, pero el borceguí de Ramírez, en
su espalda, volvió a empujarlo contra el piso pegajoso, contra su propio overoll
empapado en esa frialdad viscosa que también sentía en el cuello, en las manos.
Por medio metro más -hasta que los pasos del capitán se alejaron hacia el
detall- siguió limpiando la saliva de los otros. Ramírez le ordenó algo.
-Párate, porteño
-le ordenó.
Lo enfrentó,
tratando de limpiarse los ojos.
-Firme -dijo
Ramírez, mirándolo de punta a punta-. Ahora está bien sucio. Vaya, dígale que
yo lo hice arrestar. Vaya.
Tratando de
borrar la mueca de asco que le deformaba la boca, Aldazábal se fijó en Ramírez.
Diecisiete, pensó, dieciocho años. La pelusa rubia, tierna, asomando en la
cara. Tenés miedo, cordobesito de mierda.
-A quién,
voluntario -preguntó-, a quién quiere que le cuente.
-Firme, carajo
-dijo Ramírez-. Cuéntele al que quiera. A cualquiera que me pueda bajar la
caña. Al comodoro si quiere.
Los que estaban
más cerca escuchaban. Era como un círculo de silencio; el movimiento de los
tenedores se veía más allá, casi lejano. Aldazábal se pasó la mano por la cara,
apenas tocándosela, sin limpiarse.
-O al capitán,
dijo.
-Sí -dijo
Ramírez, y su voz era otra vez un susurro saltando la distancia justa entre los
dos-, a Martínez.
Aldazábal alzó
la voz:
-Al señor jefe
de compañía, el capitán Martínez, querrá usted decir, voluntario.
Las manos de
Ramírez se abrieron y cerraron, dos veces. Una lámpara se duplicaba, perdida,
en sus ojos. Golpeó dos veces el sable bayoneta, que sonó seco, en la pierna.
El suboficial de semana había entrado al comedor; Aldazábal vio su figura en el
vidrio de una ventana. Debía estar mirándolos. Ramírez lo agarró del hombro.
-Salto de rana
-gritó-, salto de rana mar con el voluntario Molina.
Aldazábal se dio
vuelta y quedó agachado. En una punta el cabo; en la otra, Molina. Empezó a
saltar, lento.
-Carrera mar
-cuerpo a tierra-, gritó Ramírez.
El cabo lo
miraba. Aldazábal se paró y caminó hasta Molina.
-Dije cuerpo a
tierra, soldado -gritaba Ramírez detrás de él.
Aldazábal siguió
caminando. El cabo entró hacia el detall. Ramírez se había acercado.
-No oye lo que
dije, soldado. Cuerpo a tierra, dije. O piensa ir a contarle al capitán que le
hice ensuciar la ropita.
Ahora Aldazábal
estaba entre los dos voluntarios. Los demás habían dejado de comer. Todos
escuchaban.
-No, voluntario
-dijo en voz bien alta-; yo no necesito contarle a nadie. Yo me las aguanto
solo.
La risa de
Molina. Ramírez con la cara encendida, el cuerpo tenso. Tenía los platos de
Aldazábal en las manos.
-Conmigo -dijo,
y salió a la galería.
El viento golpeó
la cara de Aldazábal, aplastó la humedad de la ropa contra su piel. Seguía a
Ramírez. Llegaron frente a los soldados que no tenían platos, y esperaban turno
para comer. Ramírez lo miro.
-Salto de rana.
Aldazábal se
agachó desganadamente. Sentía el jadeo subiéndole otra vez a la boca. Saltaba
sobre la punta de sus pies rítmica, pausadamente. Ramírez enfrentó a los otros
y mostró los platos de Aldazábal envueltos en la servilleta.
-A ver -dijo-,
uno que no haiga comido. Ramírez de dio vuelta, como luz.
-¿Qué dijo?
Aldazábal
sonrió, contando sus saltos.
Ramírez
temblaba. Trataba de hablar y era como si se le atrancaran los labios.
-Pero
-tartamudeó, al fin- pero usté soldado, ¿va a corregir a un superior?
Aldazábal había
dejado de saltar. Seguía agachado; un calor raro, agradable, subía por sus
piernas dobladas.
-De ningún modo,
voluntario. Pero precisamente por eso, porque es un superior, debe hablar bien.
Si no, estos cordobeses brutos cómo van a aprender a hablar.
Ramírez pateó el
piso, una vez sola. Aldazábal sentía el viento en la cara; veía el campo y
sabía que le iba a ordenar carrera hacia ese lado. El pie izquierdo de Ramírez
empezaba a levantarse y se preparó para esquivar la patada. Llegó la voz del
cabo: Ramírez se cuadró. El saludo, violento, le hizo caer el birrete. Desde
ahí escuchó la orden del cabo: ese soldado, al detall.
-Entendido,
suboficial de semana -dijo Ramírez.
-La verdad -dijo
Aldazábal, mientras se iba-, la verdad. A estos negros de afuera hay que
enseñarles a hablar.
Y todavía se
estaba escuchando cuando tuvo que cuadrarse ante el capitán.
-¿Qué le pasa,
soldado? -dijo Martínez, haciendo señas de que los demás, incluido el cabo,
salieran del detall. -Nada, señor -dijo Aldazábal.
Y se corrió para
atrás: la luz del escritorio le dio en la cara sucia, en la ropa pegajosa, y
dijo:
-Saliva, señor.
Antes de que el
capitán terminara de preguntar qué tenía en la ropa, en la cara, encajando esas
dos palabras como una cuña, entre la pregunta y las palabras que el capitán
dijo enseguida, universitario soldado Aldazábal, no uno de esos negros brutos soldado
Aldazábal, el mismo cabo se extrañó y me dijo soldado Aldazábal, le daban
órdenes y usted no las cumplía -con las charreteras brillantes y los pasos
cortos y firmes recorriendo el detall-, si no supiera que hay algún problema yo
mismo lo milongueaba hasta matarlo, raro usted tan correcto soldado Aldazábal
-qué problema tiene con los voluntarios, descanso.
Aldazábal estiró
el pie izquierdo, dejó las manos flojas. Y el capitán se iba poniendo rígido,
la cara parecía tallada a martillazos por la luz que rebotaba en los botones
dorados, en las alas desplegadas con el escudo en el medio, mientras Aldazábal
se detenía en los salivazos del comedor, aclarando que él sabía que tenía que
obedecer, pero que
-Que le contara
a quién -dijo Martínez.
Estaba firme; su
sombra iba por el piso, subía desde la cintura por la pared, como un recorte de
cartón doblado.
-No sé, señor.
Me dijo eso. Que ahora que estaba bien sucio le contara a usted o al comodoro.
Me dijo: vaya a contarle a Martínez, si se le da la gana.
-Sí -le dije a
Quinteros-, lo llamó. Y cuando salió del detall estaba hecho una furia.
Olvidate de las salidas por un tiempo, me dijo. Que él se iba a encargar.
-Macanas -dijo
Quinteros-, Martínez sabe tratar a estos negros. Vos viste que son los peores,
cuanto más bajo el grado. Los oficiales son otra cosa. Ahí tenés a Martínez,
cualquiera se da cuenta de que es un tipo bien.
-Por lo menos no
dice "haiga" -me reí-. Los suboficiales son la resaca. Qué querés con
tipos que empiezan una carrera sabiendo que nunca van a pasar de subalternos y
que cualquier alférez de veintidós años los puede joder. Caminábamos hacia la
tranquera. Le había tocado el puesto a él, y como el cabo de guardia no estaba
lo mandaban solo para el relevo, sin las ceremonias de siempre. Hasta ese
momento no me había preguntado quién sería el cabo de guardia. Cuando Quinteros
estaba de enfermero de turno -y su turno coincidía con el mío, de electricista-
dormíamos en la sala destinada a los enfermos, casi siempre vacía después del
primer mes. Lejos del ruido de la cuadra, de las corridas al baño y al pie de
la cama, de los saltos de rana y los cuerpo a tierra antes de acostarse -a
veces había que volver al baño, allá en la cuadra, aun después del silencio;
entonces éramos doscientos tipos saltando en un rectángulo de seis por tres,
amontonados, pisándonos cada vez que tocábamos el piso, cayendo uno sobre otro
en cada cuerpo a tierra, doscientos muñecos que movidos por una voz caían y se
levantaban, sudando, oliendo y jadeando hasta que los espejos se empañaban del
todo, y alguno, el cabo o los voluntarios, escribía las siglas de la compañía,
escribía C.I.P.R.A. en los espejos y había que saltar de nuevo, tirarse y hacer
salto de rana y jadear hasta que las letras no se distinguieran más, borrar las
letras, empañar los espejos una vez y otra vez-, lejos de eso, hablábamos. A
veces, hasta tarde. De la facultad, de coches, de mujeres. Ahora la noche se
había amansado alrededor; quieta, llegaba como un eco desde los árboles y desde
el campo. Parecía un sacrilegio hablar de esas cosas -el capitán, el negro-;
mejor hablarle de Raquel, o irme.
Me abroché el
capote.
-Qué me decís
del negro Caminos -dije-, está loco con lo de anoche. Le relumbran los ojitos
al pajuerano. Hoy me volvió con lo de siempre; que lo lleve conmigo y le
presente algunas amigas tuyas -se reía-. Ya me veo al negro en La Biela, ¿con
qué cara lo llevas?
Imaginé la
escena.
-O en cualquier
lugar más o menos -dije.
El colectivo
estaría saliendo del aeropuerto. La luz cálida, íntima, de los colectivos
vacíos a la una de la mañana; la ciudad, al rato, Raquel. Revisé los botones
del capote; los pantalones tapaban bien los borceguíes. Estaba por decir que me
iba cuando oímos ruido entre los árboles -ya habíamos llegado a la tranquera- y
Quinteros dio el alto. Ahí nomás, estaba el reflector. Lo encendí: tres cabezas
salieron disparadas hacia atrás, enormes contra los eucaliptos. La luz
destrozaba las caras, las diluía como una lluvia. Pero la voz eludía la luz, la
cruzaba, áspera y clara. Conocida.
-Se te acabó
-había dicho Quinteros, por lo bajo, antes de dar por segunda vez el alto.
-Cabo de
guardia, rondín, soldado -cantaba Ramírez, allá atrás.
Aldazábal se
despertó con la mano de Quinteros en el hombro. Preguntó si ya eran las siete.
-Las cuatro.
-A que es el
negro -dijo Aldazábal.
-Te llama, dice
que vayas a ver la luz del puesto número uno.
Salieron juntos.
La noche parecía un brazo apretado, muy fuerte, contra ellos; violenta y fría y
tramposa, con el verano escondido muy abajo, olvidado. Una luz, en la
autopista, se perdía tras el bulto de la confitería El Mangrullo, emergía de
nuevo hacia el aeropuerto. El viento, una chapa de acero, de frente; los
borceguíes, un redoble en el asfalto. Lejos, relinchó uno de los caballos del
Mangrullo; lo miraron levantarse, neblinoso, informe en ese socavón del campo
donde ya alentaba cierta claridad. Daban ganas de gritar fuerte, o de orinar en
silencio, por el solo gusto de sentir algo caliente, vivo.
-Un mate -pensó
Aldazábal en voz alta-, una taza de café.
-El negro -dijo
Quinteros-, pedíselo a él.
Quinteros
buscaba un cigarrillo.
-Anoche de nuevo
-dijo- gran festichola en el casino. Terminó hace un rato. Esta vez fue el
comodoro el que le hizo pierna a Laporta. Y el negro? Y Caminos, ¿se enteró?
Quinteros no
encontraba el cigarrillo.
-Seguro, le tocó
dos veces, cuando entraron y cuando salieron. Puesto tres.
Aldazábal oyó
sus propios pasos, alejándolo de Quinteros. Oyó el chasquido del fósforo, a su
espalda; se tanteó los tobillos y puteó despacio, como si pitara; dejó salir el
vapor de su boca, con los labios apretados.
Se acercaba al
puesto uno. Más allá, en el dos, Caminos le daba el alto a alguien. Se lo
dieron a él.
-Electricista
-dijo.
-Entendido,
señor -dijo Caminos-, cincuenta metros más allá.
Ramírez lo
esperaba en la casilla a oscuras. Se le veían los ojos fijos como buscando algo
en Aldazábal, en su ropa. Una excusa, pensó Aldazábal, y se miró las botamangas
del overol que colgaban sobre los borceguíes.
-A ver ingeniero
si arregla de una vez esta luz -dijo Ramírez.
-Entendido,
voluntario -dijo Aldazábal.
-Cuerpo a tierra
-gritó el teniente Laporta, cincuenta metros más allá.
Y Aldazábal
prendió la linterna, en el puesto dos el máuser de Caminos se estrelló contra
el piso; el teniente volvió a gritar, Aldazábal descubrió que el cortocircuito
lo había provocado Ramírez con un destornillador, el máuser de Caminos volvió a
chocar allá lejos. Trabajó sosteniendo la linterna entre el mentón y el pecho,
mientras el negro lo miraba. De vez en cuando se le caía una herramienta y
desde abajo podía ver los ojos del voluntario fijos en él, esperando cualquier
cosa. También llegaba la voz de Laporta, azuzando a Caminos, allá en el dos, y
por los ruidos él sabía que Caminos estaba saltando, encorvado, dolorido,
mirando al teniente de la misma manera en que él debiera estar mirando al
voluntario Ramírez, con los ojos brillantes de rabia, sin sentir el dolor,
mirar a ese negro de mierda demostrándole que no tengo miedo, haciéndole
recordar lo de ayer, lo del capitán, las dos semanas adentro que se va a tragar
por joderme, mientras veía venirse el amanecer, afuera, y sus dedos dejaban de
agarrotarse, empezaban a trabajar automáticamente con los cables, la voz del
teniente Laporta, los borceguíes del cordobés Caminos se acercaban, la luz se
acercaba, ponía la caja en los tapones, el negro decía que podía ir saliendo y
una vez afuera le ordenaba salto de rana mar.
Lo miró.
Ramírez, el voluntario, se reía. Aldazábal se agachó despacio, como el día
anterior.
Está bien -dijo
Ramírez-, no vaya a ser que vaya a contar.
-Saltá, negro de
mierda -decía Laporta.
Y por un momento
él, el soldado Aldazábal, y el otro, el voluntario Ramírez, se quedaron mirando
al teniente y al soldado, ya bien de cerca. El cordobés miraba al teniente, de
abajo hacia arriba. Se estaría fijando en los zapatos perfectamente lustrados,
en la cartuchera reluciente, en la cara joven recién afeitada, mientras se
acordaba del día anterior, en el casino, y él, Aldazábal, sabía cómo iba la
rabia creciendo en el cuerpo de Caminos, amontonándose, rebotando en sus huesos
hasta morderle la cara.
Lo vieron pararse,
mientras el teniente se echaba a un lado. Lo vieron mirarlo de frente,
despacio, como si lo golpeara con golpes muy cortos, una y otra vez. El
teniente estaba quieto pero era como si saltara, como si rebotara en el piso a
las órdenes inaudibles de Caminos. Por fin, vieron al teniente darse vuelta,
mirar una vez más al negro, girar la cabeza, caminar sin prisa hacia la
guardia. Y en el silencio se oían los tacos del teniente y el jadeo del
cordobés parado, con los ojos volviendo lentamente a su cauce y los pies
apisonando lentamente la tierra para que la sangre corriera con normalidad y
las manos desarmando suavemente el apretón contra el fusil -el apretón, la
presión ésa, tan cerca-, el dedo índice separándose despacio del arco del
gatillo, despacio, costosamente, como si las uñas se hubiesen clavado en el
acero del máuser.
El voluntario
Ramírez encendió un cigarrillo. De la tierra subía un humo tranquilo, empezaban
los primeros ruidos. Ramírez dejó caer el cigarrillo recién prendido al piso,
justo en la mitad de los treinta centímetros que los separaban. Lo miró a la
cara.
-¿Qué espera,
soldado Aldazábal? -dijo.
Caminos se iba
despacio, hacia su puesto, con la cabeza enterrada más que nunca en los
hombros, el fusil colgando de su hombro por la correa. Su cuerpo cabía entero
entre las piernas de Ramírez, cuando yo me agaché.
“Capítulo
primero”, MIGUEL BRIANTE
a
Jorge Cedrón
No había esperanzas: lo dijo mi abuela,
mientras comíamos. Mi tío se limitó a mover la cabeza, en un gesto ambiguo,
casi torpe. El efecto de esas palabras iba a resucitar recién al rato, en un
sollozo de mi tía. intentó disimularlo con otro ruido semejante, que salió de
su nariz; hasta usó el pañuelo. Pero fue inútil: yo advertí que luchaba por no
llevárselo a los ojos. En ese momento hubiera necesitado saber qué pensaban. En
el patio, de pronto, las escenas volvieron, una a una, mientras mi tío, al pasar,
me acariciaba. Traté de apartarlas, retrocediendo hasta el lugar donde se
amontonaba mi rabia. Sobre todo, me enfurecía que no se animaran a decírmelo, y
anduvieran con palabras o gestos raros, como cuando jugaban a las barajas. Tu
papá –había dicho la abuela– está muy mal. Pero nada más. Nadie me decía por
qué ahora pasaba todo el tiempo con ellos. O por qué a cada rato volvían las
escenas: papá que tardaba en llegar; mamá, diciéndome: Vamos a buscar a tu
padre. Pero no, no era así. Dijo: Andá a buscar a tu padre. Era la una de la
tarde, en verano. Nadie, por la calle. El pueblo, a esa hora, estaba siempre
quieto: seguía así hasta las cuatro. Antes, estaba ese pequeño mundo de la
siesta: la payana en el umbral del negocio, los viajes en el carro de Don Juan,
o las charlas en el vagón del ferrocarril sobre la vía muerta. Caminé dos
cuadras: en el bar, tras la vidriera, vi a papá, tumbado sobre una mesa. Entré.
Papá –dije–, vamos. Le toqué el hombro. Más allá de la mesa, no había nadie. El
dueño quería cerrar. Llevátelo de una vez, estaba diciendo, con la mirada.
Vamos, repetí. Entonces, papá levantó la cabeza. Nunca supe cómo, por qué, pero
en los ojos había algo, una especie de señal, o de aviso. Miraban con una
intensidad distinta, tan distinta que yo sentí miedo. No –dijo con voz
decidida, una voz que nunca usaba al hablarme–, no, dejame, no voy. Y me
rechazaba con la mano, con los mismos ojos que volvían a ocultarse, mientras se
derrumbaba sobre la mesa, hundiendo la cara entre las manos.
–Qué tenés –me preguntaron–, nene, qué
tenés. Había vuelto a entrar en la cocina: lavaban los platos. Tuve ganas de
contarles todo: sentí que enrojecía rápidamente, que estaba a punto de llorar.
Salí: caminaba hacia la quinta, mientras recordaba cómo, después de haber
sacudido una vez más a papá, éste había repetido que lo dejara, mientras Don
Pedro decía, saliendo de atrás del mostrador: Está bien, Vicente, es hora de
comer, hacele caso al pibe, andate. Y eso también me había dado rabia: que ese
hombre le volviera a decir Vicente andate, y lo agarrara por los hombros, como
mamá hacía conmigo, y lo arrastrara hasta la puerta. Rabia, que papá no se
parara solo y le dijera que se iba porque quería, que no necesitaban
arrastrarlo. Pero sólo murmuraba palabras incomprensibles. Después, papá, se
dejó resbalar hasta el suelo, apretando la espalda contra la pared. Y yo sentí
un dolor extraño, en algún lugar de mi cuerpo. Pero no el mismo dolor de
siempre, no esa especie de vergüenza que soportaba todos los mediodías, cuando
lo ayudaba a volver a casa. Lo demás –el pueblo, la gente en la ventana– no
existía, se iba borrando hasta quedar nada más que yo, ahí, sobre papá, que era
un ovillo desarmado, en el suelo. Tenía miedo y buscaba, sin saber por qué, sus
ojos.
Y ahora, para colmo, eso: tres días en casa
de la abuela, sin ver a papá. Mamá había venido una sola vez. Además, en la
mesa, todos estaban serios: cuando hablaban, era para decir cosas que nunca
entendí del todo. Y me miraban, todo el tiempo me miraban. Después, mi abuela y
mi tío me hablaban suavemente, me decían: Mañana vas a ir a casa; me decían:
Andá a jugar a la quinta. Pero de papá, nada. Como si no existiera, como si no
me acordara de que tres días antes yo estaba repitiendo: Vamos, papá. Y él
contestaba: No, Pablo, andá a casa, dejame. Andá con mamá, a casa. Y yo decía:
Vos también tenés que venir a casa, la comida está lista y mamá está esperando.
Y lloraba. Como lloraba, también, al volver, solo, y después, cuando veníamos
con mamá y lo vimos, de lejos, acercarse tambaleante, apoyándose en las paredes
y haciéndonos señas con las manos: un ademán grotesco para señalar que lo
esperáramos. Pero seguimos caminando, corriendo cuando lo vimos derrumbarse en
mitad del asfalto, al cruzar la primera calle. Tenía sangre en las manos cuando
lo levantamos. Quise decir algo; mamá tenía la misma cara apagada de siempre,
sólo un temblor en los labios y apenas los ojos un poco más abiertos, un poco
más asustados. Pero no hablaba. En el umbral de casa papá había vuelto a caerse.
Se quedó ahí: hablando. Al bajar los ojos, encontré los de mamá: sus dos
rostros unidos, casi debajo mío, tenían una mueca parecida, casi idéntica. El
mismo gesto: volvía a tener miedo y ese dolor inexplicable, en algún lugar de
mi cuerpo. La mirada de papá era la misma que había visto antes, en el bar. Y
ahí estaba, otra vez, esa sensación extraña.
Caminaba por la quinta. Tenía ganas de
contarle todo eso a alguien, en voz alta. Decirle que mamá me mandó a comer: la
mesa estaba detrás del negocio, oculta por un tabique. La comida se había
enfriado y el ruido de los cubiertos, cada vez más lento, más apagado por mi
propia angustia, tenía algo de triste: como a la noche, cuando sonaban las
campanas de la iglesia. Lentamente, todo iba achatándose, reduciéndose al
silencio. Las cosas habían resuelto inventar una nueva calma. Me sentí flotar,
envuelto en una capa transparente que no dejaba pasar ningún ruido, como en los
sueños. Y de pronto sucedió eso: mamá dijo –y su voz fue repentina, como un
latigazo sólo atenuado por la distancia–: Vicente, por qué tomás. Y enseguida,
como si comprendiese que era demasiado dura, agregó en tono dulce otras
palabras. Pero ya estaba hecho: papá había estallado y pude adivinar que
intentaba pararse. Mientras, gritaba que lo dejara tranquilo y yo sentía,
detrás del tabique, cómo ella trataba de calmarlo; imaginaba la lucha que
estaban entablando en la puerta del negocio, mientras los gritos crecían, los
insultos roncos, las voces que no hubiese querido escuchar. Y presionaba sobre
mis orejas con los dedos, continuamente, hasta que llegó un ruido más fuerte
que los otros. Cuando aparecí, papá estaba en el suelo: en el primer recuadro
de la puerta, por sobre su cabeza, había un hueco y sangre, deslizándose por el
vidrio astillado. Mamá le sostenía el brazo: en el brazo, bajando desde el puño
apretado, también había sangre. Y él decía que lo perdonara. Ella decía sí,
está bien, Vicente, ahora vamos, tenés que dormir. Y él decía eso:
–Perdoname.
Sentado sobre el pasto, veía moverse las
cañas, lentamente; aleteaba un viento silencioso en la siesta. De pronto, una
calma conocida, anterior, había ido rodeándome. Sentí ganas de llorar y lo hice
silenciosamente, hundiendo la cara entre las manos, esperando que alguien viniera
y me encontrar así. Pero no pasó nada: ya no podía esperar explicaciones de
nadie. No me vieron cruzar el patio, abrir la puerta de alambre. Cuando pasé
frente a una ventana, oí hablar a mi tío. Me quedé quieto, con peligro de que
volvieran a encerrarme. Sí, decía, está peor que otras veces. Y volvió a
repetir que ya no había esperanzas. Después, las voces se alejaron, hacia el
interior de la casa. Seguí caminando: había barro, en la calle; había un rostro
de mujer asomado a una ventana del colegio de monjas. Pero, también, estaban
ahí las escenas, mostrándome cómo papá volvía a levantarse trabajosamente,
mientras lo ayudábamos. Y después, la siesta. Yo trataba de simular que dormía;
papá, vestido, estaba tirado en la cama grande. Como en sueños oí entrar a
mamá. Abrí los ojos: ella me miraba, silenciosa y triste, como si quisiera
decirme algo. Vino hasta mi cama y cuando abrió la boca comprendí que había
ocurrido algo extraño –una especie de trampa–, porque dijo que me vistiera, que
me iba a llevar a casa de la abuela.
Ahora volvía. La abuela, mis tíos, todo
estaba atrás: faltaba poco y nadie me había detenido. Al llegar a la cuadra de
casa vi el carro de Don Juan, avanzando lerdamente, como si viniera a mi
encuentro. Después, un grupo de gente, rodeando algo, frente a casa. En el
mismo instante en que empezaba a correr sentí el ruido de un coche que se ponía
en marcha. Recordé, de golpe, las palabras de mi tío, los ojos de papá. Seguí
corriendo y me metí entre la gente. Un coche blanco, alargado, tal vez el mismo
que yo viera muchas veces, frente al hospital, había llegado a la esquina,
doblaba, perdiéndose de vista. Entonces vi a mamá: estaba en medio de la calle,
con los brazos apretados al cuerpo. Avanzó hacia mí y me puso la mano en el
hombro. Sobre el ruido del motor, que se alejaba, el sonido de la sirena,
vertiginoso, comenzó a crecer en la distancia.
"Capítulo
primero" de Miguel Briante (1962). Publicado en "Ley de Juego".
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