lunes, 28 de mayo de 2012









Jorge Accame

Cumbia




























Editorial Sudamericana Narrativas















































IMPRESO EN LA ARGENTINA

Queda hecho el depósito
que previene la ley 11.723.
© 2003, Editorial Sudamericana S.A.®
Humberto I 531, Buenos Aires.

www.edsudamericana.com.ar

ISBN 950-07-2312-3





Índice
        El ankuto pila..........................................................         5
        Diario de un explorador..............................................         7
        Huaira Cruz.............................................................       13
        Mamá está haciendo tortas fritas................................       20
        Viscoso en la oscuridad.............................................       22
        Esa chica...............................................................       25
        Hongos..................................................................       31
        Mirisini...................................................................       36
        La posesión............................................................       44
        Así es la milonga......................................................       51
        Flores....................................................................       54
        El animal................................................................       56
        El hospicio de Crostide..............................................       63
        Salamanca..............................................................       65
        Quería taparla con algo.............................................       68
        Cumbia..................................................................       73








El ankuto pila

En casi todas las selvas del norte argentino existe un animal que raramente se muestra a los ojos del hombre. Es esquivo y sabe ocultarse con extraña habilidad. La gente lo llama ankuto pila. Se trata de una especie de oso flaco sin pelo (pila significa en quichua precisamente “pelado” o “desnudo”), no mayor que un perro ovejero, con orejas de mono, cuerpo fofo (pero, paradójicamente, provisto de una fuerza descomunal) y pellejo sobrante y suelto que se desdobla abdomen abajo como las olas de un arroyo. Algo parecido al Aye-Aye de Madagascar, aunque de color pardo claro y brillante y sin ojos saltones. Aún nadie ha podido estudiar bien sus características; se cree sin embargo que pertenece a la misma familia del coatí.
Los contados campesinos que han cazado un ankuto (casi siempre cachorros que han perdido a la madre) y lo mantuvieron en cautiverio, pudieron comprobar sus propiedades de rastreador. Este animal sirve para rastrear cualquier cosa, pero su instinto parece conocer una principal obsesión: es un sabueso infalible para hallar víctimas heridas o muertas por grandes felinos.
Hace tiempo, en la provincia de Jujuy, por la zona del Ramal se registró una historia de la que muy pocos supieron.
Me la refirió en San Pedro uno de sus protagonistas, Daniel Naser.
Por los sesenta, Daniel era un hombre joven con fama de picaflor. Las familias de media docena de niñas lo buscaban para cobrarle cuentas de amor pendientes, pero él siempre se las ingeniaba para prorrogar los plazos.
Aquella noche, calurosa y húmeda, había ido con Clara Singh a dar un paseo. Sobre ellos caía la constante nieve negra de la carbonilla. Entre los meses de marzo y octubre, en los campos del Ramal se queman los rastrojos de la caña de azúcar y ascienden al cielo largos y delgados tirabuzones de hollín, que luego bajan mansamente y tiznan de negro todo lo que tocan.
La pareja alcanzó el borde de la plantación y se recostó sobre el pasto.
Naser besó a Clara y luego, al apartarse de ella, descubrió por sobre su hombro la cabeza de un tigre en el cañaveral. Tratando de mantener la calma, le avisó a su amiga y los dos se pusieron de pie lentamente. Se dirigieron a un estanque que cerca de allí formaba la acequia de riego. Con la piel erizada en sus espaldas, caminaron unos pasos, mientras el jaguar se movía tras ellos y hacía crepitar muy suavemente las hojas de las cañas. Daniel Naser nunca supo qué sucedió con Clara. Al llegar al estanque vio a un niño sumergido hasta el cuello y eso lo distrajo un segundo. Cuando se volvió, la chica ya no estaba. Se introdujo en el agua y allí, junto al niño, aguardó sin querer los rugidos y los gritos de terror. Sin embargo, no escuchó nada. Durante los extensos minutos que permaneció en el estanque, sólo pudo percibir el ronroneo de la acequia y el breve oleaje golpeando contra la orilla. O su propio jadeo agitado, cuando las puntas de algún pasto le acariciaban los pelos de la cabeza. O la respiración del niño, que no dejaba de mirarlo desde la oscuridad y a quien recién entonces reconoció como Marcos Singh, el hermano menor de Clara. Daniel supuso que lo había enviado su padre para que los siguiera.
Aunque aquella calma los inquietaba, de golpe y sin decirse nada, decidieron abandonar el refugio y correr a las casas.
Al rato regresaban con familiares y perros horadando la noche.
No encontraron ni rastros de Clara.
El padre de la chica era el único poseedor en el pueblo de un ankuto pila y al amanecer lo sacó de su jaula. Una partida de hombres, entre los que el viejo Singh aceptó a Daniel, salió rumbo al monte. Naser describe al padre de Clara como un campesino de mirada intensa y pocas palabras, temido por sus explosiones de furia inesperadas. Ya anciano, en una pelea, le había cortado el brazo, con un golpe limpio de machete, a un muchachón cargoso que insistía en hablar mal de su mula.


Los hombres caminaron por horas dentro del monte, llevando al ankuto atado con correa y collar. El animal iba andando en cuatro patas, con un trotecito que hacía temblar su cuerpo como una gelatina; de pronto, en un descampado se irguió frente a una gran arboleda. Se paró sobre las patas traseras, abrió grande la boca y pegó un grito. Es curioso, pero los gritos de estos animales cuando hallan lo que buscan tienen algo de madre desesperada, como si supieran en qué condiciones están las víctimas antes de que nadie haya podido verlas. El ankuto miró fijamente hacia un punto entre la espesa muralla de árboles. Con un tirón se soltó y se lanzó a correr. Al principio corría parado, como un mono, pendulando hacia uno y otro lado, de manera que a los hombres se les hacía posible seguirlo a corta distancia. Pero a los pocos metros retomó su posición natural y emprendió una carrera a toda velocidad, desapareciendo en las altísimas matas de pasto.
Lo encontraron a la media hora, entre los quebrachos. Se hallaba sentado en el piso, cubierto de sangre, y parecía abatido; casi ni se movió cuando los hombres se acercaron. A pocos metros había una familia de jaguares, es decir, lo que quedaba de ella. Los cachorros estaban desmembrados; había pedazos esparcidos por todas partes, arrancados por una fuerza no terrestre. La madre de los tigrecitos colgaba blandamente de la rama de un árbol, con los huesos rotos, como un muñeco de trapo.
Los hombres nunca pudieron convencerse totalmente de que el ankuto hubiera sido capaz de semejante matanza. Sin embargo, no había huellas de ningún otro animal y los cuerpos de los jaguares aún estaban calientes.
Inútilmente, revisaron cada palmo de terreno varios quilómetros a la redonda. La muchacha no apareció. Pero sabían que el ankuto no se equivocaba. Clara había sido devorada por los jaguares, aunque jamás pudieran hallar las pruebas. Al día siguiente, regresaron a las casas con el ankuto que se dejó conducir dócilmente sujeto a la correa.
Un último dato: Daniel Naser fue aceptado por el viejo Singh como parte de la familia. Entre ellos no volvió a mencionarse el nombre de Clara.
Daniel se casó a los pocos años con otra de sus hijas.


Diario de un explorador

Hace poco, una señorita que llamaré Elisa Villagarcía, me facilitó un diario que escribió su abuelo (ya muerto) en la selva paraguaya, mientras se desempeñaba como explorador para el ejército boliviano durante la guerra del 32.
He quitado todas las referencias personales. Descontando algunos ajustes literarios que creí convenientes, el texto es sustancialmente el mismo.
Primer día
Soy el teniente primero Ernesto Villagarcía, al frente de un grupo de exploradores encargado de hallar el camino más directo y menos trabajoso hasta C. Mis hombres son: Tobías, un indio mataco esmirriado; Abel Nieve, un gigante de dos metros, corpulento y calvo, parece una enorme rodilla atrapada en un uniforme militar; Agamenón y Teófilo Sánchez, dos mellizos idénticos que hablan a dúo, como si pensaran las mismas cosas exactamente al mismo tiempo; por último, Cancio Cruz, el benjamín del pelotón, ignora su fecha de nacimiento, pero no le doy más de 17 años.
Ayer salimos del campamento militar y nos internamos en la selva.
He visto por lo menos tres pájaros que no conocía hasta el momento. Le pregunté por ellos al mataco, que es nuestro guía; me ha dicho los nombres en su lengua y ya no los recuerdo.
Guardia de anoche: Agamenón Sánchez, sin novedad. Hoy me toca a mí.

Segundo día
Noche serena. Ruidos de animales que no conozco; debo acostumbrarme a ellos.
Por la mañana se nos cruzó en el camino una tortuga. El mataco la partió rápidamente en cruz con dos tajos de machete. Dice que son animales que traen mala suerte. Aunque confieso que me repugnó su ensañamiento, lo he dejado hacer sin comentar nada. No es inteligente ir en contra de sus creencias. Con los indios hay que tener cuidado. Son extremadamente susceptibles y no se subordinan al orden militar o a los valores de nuestra cultura. Si se disgustara, podría abandonarnos en medio de la selva sin remordimientos.
Atravesamos zonas húmedas. Un par de quilómetros atrás empezaron los pequeños esteros.
En las ramas más altas de los árboles, se trenzan los bejucos formando unos nudos enormes y compactos. Desde aquí abajo parecen sólidos; pienso que alguien podría vivir dentro de ellos cómodamente.
Me apena ver a Cancio desesperado por el acoso de los zancudos. Está dejando su rostro de color púrpura, de tanto cachetazo que se pega.
Los Sánchez han pasado la tarde refiriendo anécdotas. Se hace difícil entenderles, porque casi nunca se turnan para hablar. Cuentan todo simultáneamente. Son extraños.
Guardia: Teófilo Sánchez.
Tercer día
Noche serena.
Monte adentro.
Hoy cazamos un chancho. Aunque llevamos provisiones, no estará mal un poco de carne fresca.
No ha sido una cacería común. Íbamos abriéndonos paso a machete por el monte, cuando escuchamos un chillido. Nieve y yo soltamos nuestros equipos y salimos corriendo; los demás quedaron más retrasados. Me sorprende la agilidad de Nieve para sortear escollos en la espesura. Llegamos a un descampado y encontramos al chancho empacado contra la pared de una barranca. Nos miramos sorprendidos, porque nada ni nadie le cortaba el paso. Sin embargo, el animal no se movía de su lugar, como asustado o paralizado por algo. Tanto que yo pensé si no estaría enfermo. Nos acercamos apuntándole con nuestros rifles. Uno, dos, cinco metros. Creo que habríamos podido matarlo desde una distancia aún menor. Aquello no fue una cacería, más bien pareció una ejecución. El chancho no hizo ni siquiera el intento por escapar o atacarnos, sólo aguardó a que disparáramos y se desplomó sobre el suelo.
Mientras lo contemplábamos agonizar, descubrí en el rostro de Abel Nieve una expresión de inquietud. No sé cómo explicarlo, pero yo también he sospechado que aquella presa no era para nosotros.
Los demás no se han enterado y en este momento aguardan con impaciencia que se termine de asar. Desde mi tienda huelo que ya no falta demasiado. Esta noche estará de guardia Cancio.

Cuarto día
Noche tranquila.
Estamos ya bastante lejos de nuestro último campamento militar. A veces, por donde transitamos aparece una pequeña senda. Durante un buen trecho se pierde y vuelve a aparecer. Hacia la tarde, Tobías encontró algo y nos llamó. Era una osamenta, blanca y opaca, de huesos fuertes pero delicados, como de un pájaro grande.
Pregunté al mataco de qué se trataba.
Él respondió que estábamos en el territorio de los pitáyovai y que el esqueleto pertenecía a uno de ellos. Es una raza que no entierra ni quema a sus muertos.
Ya antes había escuchado el nombre de estos indios, pero nunca me he topado con ninguno. Miré a mi tropa.
Tobías dijo que son unos hombrecitos que caen desde los árboles con sus hachas de doble filo talladas en piedra. Matan a la gente y se la comen. Se hizo un silencio intenso. Me habría gustado indagar más, pero me pareció que insistir sobre el tema podía afectarnos y la selva no es buen lugar para ponerse nervioso.
Después de todo, qué puede importar. Hay muchas clases de indios por estos lados: chiriguanos, chorotes, chulupíes, matacos, tobas, casi todos pacíficos.
Me tranquiliza saber que llevamos armas y balas suficientes como para hacer frente a cualquier peligro.
De guardia, Abel Nieve.

Quinto día
La noche estuvo rara, se escuchaban a lo lejos unos aullidos que no pudimos identificar; hoy hemos pasado una jornada infernal. Desde que salió el sol, los hombres estuvieron inquietos. La vigilia destempló el ánimo de Abel Nieve y ha peleado con los mellizos Sánchez, impacientado por sus respuestas a coro. Yo había ido a buscar agua al río con Cancio y Tobías y al regresar me encontré con una batalla campal. Los hermanos se trepaban sobre Abel Nieve como si fuera un cerro. Abel los pillaba del cogote, se los sacaba de encima y los revoleaba por el aire. Tratamos de separarlos, primero a gritos, después a empujones, pero era inútil; caímos también nosotros en la refriega. Al cabo de unos segundos, he logrado abatir a Nieve rompiéndole una gruesa rama contra su espalda (lo he lamentado: aprecio al gigante), y luego he tenido que defender su cuerpo a punta de fusil, porque los dos hermanos querían abalanzarse y matarlo a golpes.
Nos hemos quedado allí quietos, jadeando, mirándonos, hasta que nos calmamos.
Atendimos a Nieve y hacia media mañana estuvimos en condiciones de partir. El gigante aún estaba un poco mareado, pero se repuso durante la marcha.
Por la tarde, cerca de un estero maloliente, encontramos unas pequeñas y raras huellas de pies. No tenían dedos.
Tobías dijo que eran de pitáyovai. Se cree que los pies de los pitáyovai o talón-yovai (yovai significa “al revés”) terminan en un borde redondo, sin dedos; de este modo nunca se sabe hacia dónde se dirigen sus huellas y no se los puede seguir.
A poca distancia de allí, Cancio creyó percibir un sacudón entre las plantas parásitas de un árbol. Abrimos fuego, como locos, vaciando las armas sobre el follaje. Una y otra vez atronamos el monte. De pronto, cesamos de disparar, esperando cualquier indicio del enemigo. Cayó sobre nosotros una lluvia de hojas y ramas destrozadas, mientras se expandía en el aire un silencio espeso que nos aturdía. Quizá fue un mono o un pájaro. O quizá, nuestra imaginación.
Esta noche le toca la guardia a Tobías.


Sexto día
Ignoro qué esté pasando. El mataco nos ha despertado hace una media hora. Son las tres de la mañana y se escuchan unos alaridos desde la espesura. Resbalan entre los árboles y llegan hasta las tiendas. Podrían ser simplemente de algún pájaro nocturno o de alguna fiera, pero en nuestras cabezas late la misma idea. El pulso de las arterias que nos golpea las sienes susurra: pitáyovai, pitáyovai.
¿En qué lugar de nuestras almas se origina el miedo? Nace como un pequeño animal que en pocos minutos crece hasta ocupar cada rincón. Y somos nosotros mismos quienes lo cuidamos, le damos de comer, y lo malcriamos. No tengo deseos de moverme. Creo que estoy aterrado, como todos. Sin embargo, he tomado una decisión que estimo correcta: en instantes más reuniré a mis hombres, nos separaremos en grupos y saldremos a investigar. No podemos seguir así. Tenemos una tarea que cumplir y el miedo nos está entorpeciendo el juicio.
Octavo día
Dios mío, ojalá no lo hubiera hecho. Ojalá nunca hubiéramos abandonado las tiendas. Más valía permanecer en el campamento, aguardando el amanecer. Al menos así habríamos tenido una oportunidad.
Me cuesta relatar esto. No puedo dejar de pensar que no es verdad, que se trata de una pesadilla. En cualquier momento despertaré en mi casa y bajaré las escaleras para tomar el desayuno con mi familia.
La última noche que estuvimos juntos formé tres grupos: Tobías y Abel, los mellizos, Cancio y yo. El plan era avanzar describiendo un amplio círculo que rodeara el sector de donde provenían los gritos y encontrarnos en la playa del río. Nos despedimos, acordando que nos llamaríamos enseguida con un silbido ante cualquier novedad. Los gritos continuaban, ahora sonaban como risas.
Cancio y yo caminamos hasta la playa sin hallar nada. Esperamos un rato, pero nuestros compañeros no aparecieron. Al cabo de una hora, empezamos a preocuparnos. Regresamos a las tiendas, siguiendo el camino que debían tomar los Sánchez. Cada tanto soltábamos un silbido sin recibir respuesta. Los misteriosos gritos habían cesado. Busqué en vano a mis hombres toda la noche.
Entrada la mañana, como a dos quilómetros al este, hemos encontrado a Tobías, parado contra un árbol. No hemos logrado arrancarle palabra durante horas. Hacia el mediodía, nos ha conducido a través del monte hasta un precario campamento deshabitado. No puedo ni quiero describir en detalle lo que vimos, porque excede la fantasía de la mente más perversa. De un tiento atado entre dos árboles, pendían tres pellejos humanos: con terror suponemos que son las pieles de nuestros compañeros. Próximo a los restos de un fogón había un pozo de medio metro de diámetro y poco más de profundidad, lleno de un líquido espeso y negro; era sangre.
He recogido de entre los despojos una pequeña hacha de piedra sin mango y la he guardado en mi morral.
Noveno día
Ninguno de nosotros durmió anoche.
Tobías me ha relatado lo que sabe.
Dice que cuando salimos a investigar los gritos, en cierto momento se apartó de Nieve unos metros porque le pareció escuchar pisadas tras los arbustos. Al regresar, su compañero ya no estaba allí. Esperó unos instantes. Luego probó llamarlo con un cauto silbido, sin éxito. En un claro cercano, bajo la luna, creyó descubrir huellas de botas, entreveradas con huellas de pitáyovai. Con dificultad, anduvo varias horas rastreándolas por el monte, hasta que al amanecer llegó al lugar donde halló los despojos que ya he mencionado. Seguramente, los indios sorprendieron también a los Sánchez y los ejecutaron junto a Nieve.
Según el mataco, los pitáyovai son los únicos demonios vivos, de carne y hueso, que caminan en la selva; capturan víctimas en las noches de luna y guardan la carne como alimento.
Décimo día
He pensado todo el día en el relato del mataco. Obsesionado por el recuerdo de aquel pozo lleno de sangre, le he preguntado qué significa. Me ha dicho lo que otros le han contado: los pitáyovai cortan a sus prisioneros en pedazos, sin matarlos; les extraen la sangre y la juntan en un recipiente o en un pozo. Entonces se sientan a esperar que acudan las almas de los difuntos a beber.
Trato de serenarme para considerar objetivamente esta situación, pero no puedo.
La falta de sueño y las escenas que he presenciado me descalifican para tomar decisiones. ¿Qué debo hacer? ¿Suponer que las pieles y los huesos que enterramos no pertenecen a mis hombres? ¿Que Abel Nieve y los hermanos Sánchez han desertado, puesto que les encomendé una misión y no regresaron? Ojalá así fuera y me los encontrara dentro de unos meses en la ciudad, con otros nombres, ocultándose de las autoridades.
Hoy hemos revisado la zona tímidamente, tan sólo como para asegurar que seguimos buscándolos y justificarnos frente a cualquier acusación.
Undécimo día
Mañana, si Dios quiere, llegaremos al campamento militar. Ayer emprendimos el regreso. Tomé la resolución de no continuar el viaje de reconocimiento. De todas formas, no es un paso aconsejable para nuestro ejército.
Pitáyovai. Cuando hacemos un alto para descansar y cabeceo un breve sueño, aparecen las imágenes de sus huellas sobre el cieno. ¿Será posible que no tengan dedos en los pies? Quizá sea un truco que logran mediante algún instrumento fabricado por ellos.
El mataco Tobías nos abandonó apenas pisamos tierras conocidas.
Cancio y yo somos los únicos sobrevivientes del grupo. En nuestros corazones no existe la menor duda de que los demás han perecido y de que no pudimos hacer nada por ayudarlos. Nadie habría podido. Sin embargo, nos sentimos culpables, como si los hubiéramos abandonado. Debo convencerme: la única culpable es la selva, murieron víctimas de un fenómeno natural. Los pitáyovai son un fenómeno natural en este mundo, tan natural como un terremoto o un huracán.
Mientras toco el bulto del hacha de piedra en mi morral, pienso qué les diré a mis superiores: no me creerían si les cuento lo que ocurrió en realidad. Lo más sensato será referir que fuimos atacados por el enemigo y tuvimos tres bajas. El enemigo es algo simple de comprender durante la guerra. Pensarán sin duda que digo la verdad.


Huaira Cruz

a Víctor Montoya
I

Llegué a Abrapampa de noche, así que no pude conocer el paisaje más que por el silencio que descendía sobre el lomo de los médanos.
Había decidido ir como maestro a la Puna pocos días antes, cuando me sortearon para el servicio y saqué número bajo.
De la ciudad recuerdo los faroles de luz desganada en las esquinas. Me sorprendió que hubiera electricidad.
A la mañana siguiente salí a caminar. Terminaba la callecita a unas cuatro o cinco cuadras y empezaba una inmensa llanura de viento. Para el otro lado lo mismo. Arenales, llanura, y lejos, la montaña. El enorme y árido redondel por el que se llama Abrapampa.
Hacia el mediodía llegó la camioneta a recogerme. Me acomodé en la caja porque la cabina iba llena de gente y mercadería.
La escuela estaba a unos veinticinco quilómetros de allí, en Huaira Cruz.
El camino era como un brochazo seco sobre la llanura de arena; yo veía cómo la ciudad se hacía chiquita y trataba de memorizar cualquier referencia. Tenía que bajar a los tres días a recoger un giro postal que me enviaría mi familia desde San Salvador; como yo era nuevo demoraría dos meses en cobrar el primer sueldo.
Al principio con el camino recto me orientaba fácilmente, después nos internamos en las montañas y dimos tantas vueltas que ya no pude retenerlas.
En Huaira Cruz, junto a la pared de la escuela, nos esperaban unos diez niños de pómulos rojos, tallados por el frío. Miraban recelosos y ninguno sonreía ni hablaba.


II

Benjamina, la cocinera, me prestó su bicicleta para bajar hasta Abrapampa. Era una mujer menuda y flaca, consumida por la certeza de que su hijo de siete años jugaba con un duende.
El hijo de Benjamina venía a clase y era mi alumno. En las horas libres se apartaba del grupo y desaparecía misteriosamente. El día siguiente a mi llegada lo encontré jugando y hablando solo, junto al horno de barro. Cuando le conté a su madre, ella suspiró:
—Es que el duende vive allí.
Benjamina decía que los chicos que mueren sin ser bautizados se convierten en duendes. Los duendes aparecen en forma de hombrecitos, con sombreros aludos, y se llevan a los niños. En algunos casos los retienen por años. Cuando los padres recuperan a sus hijos, los hallan enajenados y son raros los curanderos capaces de sanarlos.


Comencé a pedalear, apretando los frenos con las dos manos, porque la pendiente era fuerte y tenía miedo de desbarrancarme. El camino bajaba a veces a la playa de un río seco y se abría. Un hombre que encontré me dijo que cortara por los atajos, pero yo no distinguía el camino del atajo ni del cauce del río.
Por largos trechos no se veía a nadie. Cada tanto un paisano, o un animal.
Llegué a Abrapampa, alarmado por las cinco horas que había empleado en recorrer veinticinco quilómetros. Fui derecho al correo, cobré el giro y regresé en seguida.
Hice la vuelta prácticamente a pie. La subida era demasiado empinada para la bicicleta.
Para colmo, ya no reconocía el camino.
Durante una de mis muchas vacilaciones, dejé acostada la bicicleta sobre un morro y me puse a considerar la situación.
Cerca de mí, contra un alambrado, había una oveja muerta. No sentí mal olor y me fijé en la carne seca como un cartón. Estaba tan atento a ese cadáver sin moscas, que no vi al hombre que se aproximaba sino cuando ya lo tenía a cien metros. Avanzaba con el cuerpo curvado. Sobre sus espaldas llevaba un cubo enorme.
Vino directamente hacia mí.
—Buenas tardes, señor —dijo.
Descargó su bulto sobre la tierra y se quitó el sudor de la cara con el dorso de su mano.
Pasaron unos minutos y ninguno habló.
Para romper el silencio absurdo de dos hombres que se encuentran en el desierto, comenté la perplejidad que me producía la oveja muerta.
—¿Ve esas huellas? —señaló el hombre hacia mi derecha—. Son de león. Él la mató.
Observé unas pisadas como de perro grande.
—¿Y por qué no la ha comido?
—Mire el vientre —indicó.
Recién entonces vi que la oveja tenía la panza abierta.
—Le ha comido las tripas —dijo el hombre—. Por eso no se pudre. La altura seca la carne.
Refirió cómo los pumas bajaban a devorar los rebaños. Se habían instalado en la cima del Cerro de Cobre: desde allí podían dominar los campos y elegir los mejores animales. Después de cobrar la presa, se retiraban a su guarida.
—¿Y qué hacen los vecinos? —pregunté.
—La gente viene juntando rabia.
Le convidé un cigarro y fumamos juntos. Sin querer, eché una ojeada a su carga. Él reparó en mi curiosidad y, naturalmente, me explicó que venía trasladando un televisor color que había comprado en Bolivia. Había preferido atravesar el campo y los cerros, antes que usar la ruta habitual, por miedo a que se lo quitaran los gendarmes.
—¿Adónde va? —me preguntó.
—A Huaira Cruz.
Estiró su boca en una sonrisa y me dijo que había tomado un camino equivocado.


Llegué a la escuela muy entrada la noche. Benjamina me sirvió un plato de sopa y se puso a ordenar los trastos. El director tomó asiento para acompañarme. No hablamos más que unas pocas palabras, mientras el farol a querosén nos untaba en los rostros un resplandor ocre.
La cocinera abrió un paquete de harina y lo espolvoreó sobre el piso.
—Cada noche, antes de acostarse, hace lo mismo —susurró el director—. Si el duende anda caminando por aquí, dejará sus pies marcados.
Por la mañana, Benjamina se levantaba antes que nadie e iba a investigar, pero sólo lograba barrer un revoltijo de harina con pelusa y huellas de gatos.


III

La escuela de Huaira Cruz era una especie de fuerte de cowboys, con un patio central donde se extendía durante toda la jornada un sol quieto y seco, habitaciones a la vuelta y el mástil en el centro del patio. Tapia en la parte de atrás, dos aulas, un comedor, dos dormitorios, despensa y una cocina.
Yo solía bajar los viernes hasta Abrapampa y subía el lunes temprano, pero una vez decidí quedarme en la escuela y se lo dije a Jonás, el director.
Jonás Puente era un gigante corpulento que enseñaba en Huaira Cruz desde hacía diecisiete años. Gran lector, perdía suavemente su vista cada noche a la luz de la vela. Los anteojos y su carácter solemne le daban un raro aspecto de intelectual del desierto. Tenía un defecto: era miedoso como un conejo. A mí no me habría importado si no hubiéramos estado obligados a compartir las actividades del día. Mientras charlábamos él relataba sus historias y terminaba metiéndome miedo a mí.
Como de costumbre, esa noche prendimos unas tolas en un rincón de la cocina y calentamos la comida que había sobrado del mediodía para cenar. Estábamos sentados en el suelo con una vela.
Entonces él dijo:
—Uy, hermano, te vas a quedar solo.
Lo contemplé sin comprender.
—Una vez yo me quedé —explicó—, y se me apareció un tipo que dijo que él había sido maestro acá y se había suicidado. Yo después consulté el libro de la memoria de la escuela y ahí estaba su nombre.
Llegó el fin de semana y fueron yéndose los chicos. Quedábamos la cocinera, el director y yo. El director se despidió y me miró con pena. Se fue también Benjamina.
Leí un rato tirado en la cama y encendí la radio.
Lentamente empezó a crecerme la fantasía de que algo iba a suceder.
Salí al patio a escuchar a los pájaros, para asegurarme de que el mundo continuaba tan claro y monótono como siempre. Pero aquellos escasos silbos no lograban amarrar el vacío del desierto. El silencio pronto se desató y fue una cosa pesada y descomunal que me aplastaba.
Decidí lavar alguna ropa. Eso significaba caminar hasta la vertiente que estaba frente a la escuela, cien metros más o menos. Junté agua allí y llevé balde tras balde, acompañado por esa sensación agobiadora de caminante lunar que produce la Puna.
Cociné. Comí (a veces dejaba de masticar por unos segundos, sólo para verificar la nada).
Al atardecer, resolví que mi última actividad sería hacerme café. Fui a buscar el colador a la cocina, aprestándome para la noche. La cocina estaba al final de todo. Consistía en una habitación de adobe, con piso de tierra y una sola ventana de maderas torcidas. El camino que debía recorrer para llegar hasta allá me inquietaba. Únicamente pretendía tomar una taza de café caliente, meterme en mi pieza y no salir más. Viajé arrastrado sobre la corriente de aquella polvorienta luz de anochecer y atravesé el patio. Cuando llegué al horno de barro y me di vuelta para enfrentar la puerta de la cocina, saltó sobre mí un gato. Con la electricidad del susto le pegué una patada tan fuerte que lo tiré contra la tapia. Permanecí allí con el corazón sudando entero hasta que pude recuperarme. Entonces entré en la cocina, manoteé el colador y corrí a mi cuarto.
Hice café con el agua que hervía en el calentador desde hacía rato y lo serví en un jarro. Tenía el cuerpo endurecido y me dolía el pecho en cada sorbo.
Me acosté, recordando lo que me había contado Jonás la noche anterior sobre el maestro muerto. Me pregunté qué motivos lo podrían haber llevado a suicidarse en la escuela.
Sonaron unos estallidos en alguna parte. Las chapas, pensé. En la Puna hay mucha dilatación por los cambios de temperatura. Pero por la noche algo nos hace desconfiar de las explicaciones científicas. Más bien, preferí suponer que alguien había entrado y se había llevado las ollas por delante.
Presté atención respirando apenas; el ruido no volvió. Agradecí la tregua y me apacigüé. Tal vez llegué a dormirme, pero a los pocos minutos me incorporé sobresaltado no sé bien por qué. Creí sentir una presencia afuera. Me estremecí y pegué un sacudón para deshacerme del pánico que me pegoteaba el cuerpo. Hasta que escuché un suspiro. Un resuello en la ventana.
Definitivamente desesperado, dije en voz alta:
—Bueno, aquí está Satanás.
Y me quedé petrificado, dispuesto a permanecer así hasta que se decidiera a entrar a la habitación y me llevara de una vez por todas.
Entonces explotó el rebuzno, como si alguien estuviera cortando con fuerza una madera húmeda y el serrucho se empantanara. La idea de que fuera un burro hizo que mi cabeza poco a poco empezara a funcionar de nuevo. Después la tropilla entera comenzó a rebuznar, un burro detrás de otro, sin parar; parecía que trataban de convencerme de que no eran espectros. O que se reían de mí.

IV

Me gusta caminar por la calle cuando el sol raja la tierra. Cierro los ojos y me dejo llevar tambaleando por mis piernas. Sin pensar en nada, sin más sesos que una lagartija.
Una tarde, mi vecino Choquevilca me despertó del letargo:
—Maestro, mañana temprano vamos a cazar león al Cerro de Cobre.
Yo había querido subir al Cerro de Cobre desde que llegué a Huaira Cruz. Parecía un monumento, justo frente a la escuela, con una vasta meseta en la punta.
Choquevilca me invitó a tomar un vino en la despensa. Adentro había ya algunas personas preparando en silencio sus cosas para el día siguiente. Mamaní revisaba la caja de cartuchos 22. La había vaciado sobre el mostrador y examinaba las balas una por una.
—Parece que quiere llover —dijo de repente sin mirarnos, como si viniera al caso.
—Ah —comentó Choquevilca.
Luego no se conversó más.
Por la noche se vieron algunos rayos y el aire más pesado empezó a oprimir las plantas de rica rica. El agua no podía demorarse demasiado.


Salimos a las cinco de la mañana. Íbamos el director de la escuela, las familias Choquevilca, Mamaní, Armella, varios campesinos de ahí que poseían hacienda y también las mujeres, algunos de los chicos que asistían a clase y yo.
Empezamos a subir. El camino es casi piedra, salvo por algunos churquis que se prenden porfiados a las laderas y que a lo lejos parecen las motas de una cabeza gigante. Algunas tolas. Un pájaro de vez en cuando. Y el fuerte perfume de la rica rica expandiéndose por la Puna sobre las olas del viento.
Arriba, uno de los paisanos nos organizó en tres grupos para avanzar en una especie de círculo, bordeando la cresta del Cerro de Cobre. Cada grupo tenía dos armas.
Caminamos hasta mediodía y nos reunimos en el lugar que habíamos definido. Sacamos mote y ají y almorzamos. Algunos comentaron los rastros que habían visto. Así se supo que había varios pumas. Sin embargo se había hecho tarde para seguir; decidimos volver. Yo me sentía bastante cansado y me alegré cuando empezamos a bajar. En el camino de regreso, se me ocurrió una chiquilinada: hacer puntería a la flor de un cactus. Pedí un rifle y disparé y de alguna parte salió un puma. La llanura se erizó con un movimiento repentino que asustó y excitó a todos, y vimos a la distancia la polvareda del animal que se iba. La gente salió corriendo, rápido se dijeron cosas, se distribuyeron para ir a buscarlo. Yo seguía a veces a uno, a veces a otro, torpemente, sin tener una idea clara de lo que debía hacer.
Escuché los estampidos de muchos disparos. Y allí me di cuenta de que no había pensado seriamente en la cacería.
Cuando llegué ya le habían dado cuatro tiros con un 22 y no moría. Los hombres, al principio con cautela, luego más decididos, continuaron la tarea a pedradas y a palos. El puma rugía, frunciendo el hocico, y ya no intentaba huir; había resuelto atacar, aunque por su ferocidad recibiera mayor odio en los golpes. Los hombres y las mujeres lo golpeaban con pasión, creo que ya no en la memoria de sus rebaños diezmados, sino porque la ocasión parecía justificar esa terrible capacidad que tenemos los humanos para matar.
Un rayo vibró retorciéndose a lo lejos, como si por unos pocos segundos se nos hubiera permitido ver el espinazo del cielo. Se extinguió el griterío y todos nos quedamos quietos, mirando el horizonte.
Jonás, el director de la escuela, dijo:
—La ciencia se equivoca. El hombre no desciende del mono, sino de las tormentas.
Cuando bajamos la vista, el puma ya había muerto. Tenía los ojos amarillos y grandes, abiertos de sorpresa, y los dientes rotos.
La gente lo alzó y lo llevó cargando a la casa de una familia. Ahí nos juntamos y se hizo la repartición. El cuero fue para los Choquevilca.
Por la noche, los Mamaní cavaron un pozo en el fondo y metieron dentro la cabeza con unas brasas encendidas para que se cocinara.
Los demás también comieron sus raciones.
A nosotros nos pasaron un par de costillas. Las hicimos esa noche, al fuego. Yo no pude probarlo; el director dijo que era rico, pero duro.
Al día siguiente, el hijo menor de los Mamaní apareció en la escuela con el cráneo del puma.
—Le manda mi papá, maestro —me dijo.
Lo acompañaba el changuito de la cocinera, con un gato en brazos que me miraba receloso.
Les di las gracias y los despaché.
Durante un buen rato, contemplé la cabeza entre mis manos.
Cuando escuché en la galería ese ruido de pava hirviendo, traté de recordar si había puesto algo en el fuego; luego me di cuenta de que era una llovizna blandísima sobre el cinc. Sin querer pensé en el Cerro de Cobre y en los manchones de sangre que habían quedado en la tierra. Y en aquella lenta llovizna lavando la sangre.


Mamá está haciendo tortas fritas


Llevo de la mano a Carlitos, mi hijo menor.
Caminamos los dos medio torcidos, él va unos centímetros más adelante porque el corredor entre los alisos es muy estrecho y no cabemos juntos. José María corta con su machete las ramas que atraviesan. Al fondo se ve una luz intensa y yo pienso en los relatos de esa gente que ha estado muerta durante algunos segundos y luego vuelve a la vida.
Me han dicho que en el Angosto se pesca bien, así que preparé mi caña telescópica y mi reel de doce pesos y le pedí a José María que me acompañe; pero al salir, Carlitos se puso a llorar porque quería venir conmigo.
Ahora estamos los dos, mirando la camisa azul de José María, empapada por la transpiración, que se le pega a la espalda.
José María levanta el machete y lo deja caer. Repite este movimiento una y otra vez, como si fuera su especial manera de existir.
La senda finaliza en un pequeño barranco. Nos lanzamos, hundiendo los pies en la tierra blanda.
Caminamos por las piedras hasta el río y armo el equipo. Carlitos mira cómo se retuerce la unca cuando la ensarto en el anzuelo. Le clavo la punta y sale un jugo pegajoso con olor a barro, la punta asoma y vuelvo a enhebrarla. El niño baja la vista. Ha descubierto algo entre las piedras.
—Miren, sapos —nos dice.
José María y yo nos descalzamos. Carlitos se sube a cococho sobre mi espalda y cruzamos el río en una parte donde el cauce es más ancho y menos profundo. José María junta las cosas y me sigue. Desde aquí al Angosto habrá una hora y media de caminata. Las piedras del fondo están flojas y ruedan sin cesar por la corriente. Un par de veces resbalo y estoy a punto de caer. Pienso cómo debería acomodar el cuerpo para que Carlitos no se lastime y recuerdo al eucalipto de mi jardín que eché abajo el año pasado. Toda la tarde haciendo cálculos para que cayera en los tréboles y con el último golpe se desplomó sobre mi gallinero y rompió el techo del vecino.
Terminamos la travesía en la orilla opuesta; apoyo a Carlitos sobre una piedra y le pido a José María mi caña. Estoy impaciente por probar suerte en un pozo que vengo viendo desde antes de cruzar. Unos minutos, nomás. La línea corre entre la espuma. La dejo hasta que metros abajo se acaba la tanza y el anzuelo aparece corcoveando en la superficie. Recojo y vuelvo a lanzarla.
José María me dice que si quiero llegar al Angosto va a ser mejor que él se lleve a Carlitos a la casa y yo siga caminando. José María tiene los ojos pequeños, separados por una gran nariz de tucán. Detrás de ellos esconde las palabras que no dice. Hace poco que trabaja en nuestra finca; no lo conozco en realidad.
He pensado que tal vez después de todo no vaya al Angosto y me quede en los pozos cercanos, con Carlitos jugando en la arena. Pero Carlitos lo ha escuchado y quiere volver. Me explica que su mamá estaba haciendo tortas fritas para el té y tiene miedo de que sus hermanos se las coman todas. Los chicos viven cambiando de idea. Si no le hubiera pedido a José María que viniera, ahora tendría que acompañar de regreso a Carlitos y habría perdido mi tarde de pesca.
—Está bien —digo—. Vuelvan.
Voy a quedarme un rato más aquí. Me gustan estos pequeños pozos con buenas correntadas. Siempre he pescado bien en ellos. Sólo un rato más. Cruzan el río. José María carga a Carlitos, le pasa el brazo por el estómago y el niño va colgando, doblado en dos. José María tiene los pantalones mojados hasta el muslo y arrastra pesadamente sus piernas en el agua.
Aplasto un tábano sobre mi costado y cuando vuelvo la vista los dos ya están en la otra orilla. José María se calza los zapatos. Carlitos busca algo entre las rocas, los sapitos que me había mostrado antes.
José María levanta el machete que había soltado para calzarse.
Sé que no lo debo pensar pero quizá José María le corte el cuello a mi niño de un sablazo. Tiene el machete en la mano y se le acerca. Carlitos está distraído, en cuatro patas, buscando en las piedras, escarbando con una ramita.
Yo no tengo manera de impedirlo, no puedo saltar el río y aunque lo hiciera no llegaría a tiempo.
Me muerdo los labios y junto las piernas apretando con fuerza las rodillas. Qué podría evitar que José María bajara el machete sobre el cuello de mi hijo y su cabeza rodara por las piedras hasta el agua. Estoy casi seguro de que lo hará. José María me mira y sonríe. Me estremezco. Otro tábano me está picando el hombro. Intento golpearlo con la mano abierta, pero fallo. Escucho el chasquido del planazo sobre mi piel y siento extenderse el ardor hacia la espalda.
Cuando levanto la cabeza y miro, José María estira el brazo para darle la mano a Carlitos y el niño corre hasta él y la toma. No logro oír lo que le dice por el estruendo de la corriente, pero debe de haber sido algo así como: “Vamos para la casa, Carlitos”.
Los tábanos me están matando. Recojo mis cosas para seguir más adelante y vuelvo a mirar. Antes de que desaparezcan en un recodo, creo haber visto el manchón de la camisa azul de José María y las piernitas de mi hijo entre los alisos.


Viscoso en la oscuridad

Juan Seguer prometió que nos contaría todo tal cual como se lo había referido en su momento al comisario, cuando fue a exponer la denuncia.
Los había contratado la viuda de Ortiz, a él y a Mario Guitián, para que sacaran algo que se le había metido en el galpón. Por los datos que les dio, pensaron que era un animal. Una comadreja, quizá.
Ellos no solían efectuar trabajos de esa clase, pero la viuda pagaba bien. Según les explicó, el animal se había instalado allí hacía muchos años, poco después de morir el marido.
Don Ortiz era un pan de bondadoso, pero jamás tuvo habilidad para manejar el ingenio. Y desde que él falleció, a la viuda empezaron a irle bien las cosas. Ahora era una de las personas más ricas de la zona.
La mujer relató que al principio el bicho se escondía cada vez que alguien subía, pero con el tiempo fue tomando confianza y permanecía quieto en medio del galpón mirando con curiosidad a las personas. Más tarde la mirada se hizo desafiante. La última vez que la hija menor fue allá con sus amiguitas para jugar, el animal les gruñó. Las niñas bajaron asustadas y le contaron a la madre. La señora entonces decidió hacerlo sacar.
Seguer y Guitián subieron de noche, por no contradecir a la viuda, porque ella decía que sería más fácil si lo sorprendían dormido.
Llevaron linternas, sogas para enlazarlo, una jaulita de medio metro de largo, y dos cuchillos y un revólver por si se retobaba. Aunque como la mujer les rogaba que le tuvieran paciencia y trataran de no lastimarlo, estaban dispuestos a no usar las armas. Ella se conformaba con que lo soltaran lejos, en el monte, porque estaba fastidiada de tenerlo frente a la casa.
Los hombres treparon por la escalera con cuidado de no hacer ruido. Juan Seguer iba adelante. Apoyó las cosas en la primera superficie plana que encontró y, haciendo fuerza con sus brazos, subió de un salto. Luego ayudó a Mario Guitián. Arriba había un olor caliente y nauseabundo, como a carne podrida, y apenas se podía respirar.
Prendieron las linternas y comenzaron la búsqueda. Guitián fue hacia el fondo y Seguer hacia el frente. Habían quedado de acuerdo en que si lo veían, se avisarían sin hablar, sólo iluminando el techo.
Seguer caminó despacio sobre los tablones del piso. No siempre podía evitar que crujieran. Pocos metros atrás de él, escuchaba también las pisadas de Mario. Llegó hasta las aberturas que daban al exterior. Lo sorprendió hallarlas clausuradas con unas tremendas vigas clavadas a los marcos. Afuera graznó un zorro del agua. Se sentó en un fardo de pasto y recorrió con la linterna todos los rincones. Vio algunas herramientas en desorden y una rata enorme, pero ningún indicio del animal. Decididamente no estaba en el sector que le había tocado revisar.
De pronto, el techo se iluminó. Mario Guitián lo había localizado. Fue hasta allá lo más rápido que pudo y en el trayecto tropezó con algo y cayó haciendo bastante ruido. Señaló con la linterna para ver. Primero no comprendió bien qué era lo que estaba en el piso: parecían pedazos de género desflecado, endurecidos por el polvo. Luego aquel olor asqueroso golpeó más fuerte su nariz y acomodó mejor las imágenes: se trataba de huesos, grandes huesos con pedazos de carne adheridos. Investigó un poco más allá y vio una cabeza. Era un cráneo humano.
Tuvo un presentimiento: iluminó alrededor y descubrió más huesos y cabezas. Aquello era un cementerio.
A los tumbos, alcanzó una de las paredes. Alguien tocó su hombro y se sobresaltó.
Iba a gritar, pero una mano le tapó la boca.
—Soy yo —susurró Mario Guitián.
Seguer asintió y el otro lo soltó.
—Lo encontré —dijo Guitián.
Tartamudeando, Seguer intentó contarle lo que había visto.
—Calmate —murmuró Mario sin prestarle atención, y enfocó con su linterna una pila de leña—. Mirá.
El redondel de luz bajó y mostró una parte del animal, la cola o algo; el resto estaba oculto tras la leña. Era como una serpiente del grosor de un árbol adulto, anillado y cubierto de pelos. De vez en cuando se retorcía muy lentamente.
—Mejor vamos —le dijo Seguer.

Pero Guitián quería ganar aquel dinero como fuera. Sacó el revólver, le quitó el seguro y avanzó hacia la leña. Juan Seguer confiesa que no sabe qué sucedió entonces. Ya a esa altura no tenía ideas. Se había convertido en una porquería que temblaba muerta de miedo. Él cree que la montaña de troncos cayó sobre ellos, mejor dicho, que aquella cosa la empujó para que los aplastara.
Juan Seguer y Guitián rodaron y terminaron en sitios distintos. Las linternas volaron por el aire y se apagaron al golpear contra el piso.
—Mario —llamó Seguer.
—Aquí estoy —respondió él unos metros atrás.
Seguer iba a levantarse para caminar hasta su compañero, pero algo se movió a su izquierda, muy cerca. Sintió una respiración pesada y sostenida. El terror lo congeló, no dijo más nada; si hubiera podido, habría detenido el corazón para hacer menos ruido. El ser permaneció a su lado unos segundos y luego por algún motivo se alejó. Seguer lo escuchó deslizarse, viscoso, en la oscuridad.
Por un rato todo pareció calmo y se incorporó.
Entonces sonaron dos disparos y escuchó que Mario hablaba en voz alta unas palabras. Insultos, primero. Después gritó y le pidió ayuda. Aquello lo había atrapado y lo arrastraba. Juan Seguer podía oír cómo se lo llevaba, haciendo rebotar su cuerpo entre los tablones. Mario chillaba desesperadamente y él tanteaba por todas partes buscando la linterna.
De pronto se hizo el silencio. Seguer se quedó rígido otra vez. Hubo un último grito de Mario Guitián y empezaron los chasquidos. Era como si una boca muy grande estuviera masticando.
Juan Seguer se puso de pie y corrió hacia la escalera. Quiso bajar; las piernas no le respondieron y se precipitó desde cinco metros de altura. Se rompió un brazo y varias costillas. Pero aun así logró huir.


A la mañana siguiente, la policía fue a investigar al galpón y no encontró nada.
El comisario pensó que Seguer se había emborrachado en algún almacén y se había imaginado la historia.
Sin embargo, el hombre insistía en que la señora Ortiz había limpiado todo y ocultado al bicho en otra parte. Suplicaba que revisaran los sótanos del ingenio.
La viuda aseguraba que, al rato de que él escapara corriendo, Mario Guitián bajó con una comadreja en la jaula, cobró el dinero y se fue tranquilamente.
Sollozando por la angustia, Juan intentaba hacerles entender que Guitián estaba muerto, que lo había devorado el demonio, y que el plan consistía en que los comiera a los dos. Que no estaba previsto que él sobreviviera.


Esa chica

Cada vez que lo tocaba con la rama seca, el animalito movía sus patas alocadamente y se desplazaba en el charco que había dejado la bajamar. Gruvi lo perdió de vista mientras cruzaba el reflejo del sol y lo alcanzó de un salto en la otra orilla.
—Papi, mami, vengan a ver una estrella de mar que baila.
El matrimonio Arcaréndola se acercó arrastrando las bolsas llenas de almejas que empezaban a sacar sus tubos como periscopios y reconocían el nuevo domicilio.
—Cierto —dijo el hombre—. ¿Será comestible?
La señora le apretó con los dedos el rollo principal que colgaba del pantalón de baño.
—Es suficiente con las almejas, Ruben.
—Nunca es suficiente —dijo el hombre mirando hacia el horizonte, y fingiendo solemnidad sentenció:
—El mar esconde delicias desconocidas y no pienso irme sin probarlas todas.
—¿Qué hace Marito? —preguntó la mujer.
—En la combi.
—¿Con este sol? Ese muchacho es demente. Gruvi, andá a llamarlo. Que venga a bañarse.
—Uh, mamá —gimoteó el chico—. Seguro que está escuchando música y si lo molesto se la va a agarrar conmigo.
—Está bien, Gruvi, no vayas —dijo el padre—. Dejalo, Marta, sólo quiere escuchar música. No tiene nada de malo.
—Se pasa todo el día pensando en la chiquilina esa.
—¿Qué chiquilina?
—No te hagas el idiota, Ruben. Esa que conoció en la playa el otro día. Te fijaste en ella vos también.
La señora Arcaréndola miró alrededor buscando una sombra.
—Allá, abajo de aquel médano.
Se dirigieron hasta el lugar lentamente, entorpecidos por los bultos que cargaban. Hamacándose hacia ambos lados, parecían una familia de elefantes equipada con sus arneses de safari. El señor Arcaréndola llevaba su botín de almejas y la sombrilla. Establecieron el pequeño campamento cerca de unos arbustos. La señora sacó el bronceador del bolso y comenzó a untarse los brazos.
—No hay nadie en esta playa. ¿Será privada?
—¿Acaso no querías eso, Marta? Dijiste que estabas harta de la gente.
—Es cierto. Pero no tanto. Gruvi no encontrará amigos para jugar.
El señor Arcaréndola echó una ojeada a las bolsas de almejas.
—El dueño del camping dijo que pueden comerse crudas. Con un chorro de limón.
—Por favor, Ruben. La primera vez que venimos al mar y querés comerte todo.
El hombre se puso un gorro y se alzó. Respiró profundamente, hinchó de aire su pecho y comprobó la playa desierta.
—Qué bárbaro es este país, Marta.
La señora Arcaréndola observó el ancho torso que tenía delante. Estaba sudado y rojo. Los rollos caían hacia abajo dando tumbos.
—Has engordado, Ruben.
—¿Vas a dejarme tranquilo, Marta? Estoy de vacaciones. Cuando regresemos a Buenos Aires voy a empezar un régimen.
—Deberías cuidarte. Siempre has sido un poco excedido de peso.
—¿Y qué tiene que ver? Vos sos rellena. Los chicos también. Estamos sanos ¿no? Es lo que importa.
—Esa chica no va a tomarse en serio a Marito. Sólo quiere divertirse.
Unas gaviotas pasaron graznando y el señor Arcaréndola no pudo entender a su esposa.
—¿Qué dijiste, Marta? Vení, vamos a bañarnos.
—Hablaba de esa chica.
—¿Qué chica?
—No soporto que te hagas el idiota, Ruben.
—Ah, ésa. Bueno, ¿vamos?
—Andá vos. Yo prefiero quedarme.
De pasada, el señor Arcaréndola invitó a Gruvi que estaba haciendo un pozo algunos metros más allá. El chico aceptó y jugaron una carrera hasta la orilla. El hombre empujó a Gruvi haciéndolo caer sentado en el agua, el niño salpicó al padre. Con los ojos entornados, mientras tomaba sol, la señora Arcaréndola escuchaba los gritos y las risas desde su refugio al pie del médano. Se había bajado los breteles del traje de baño; el elástico le apretaba la naciente de los pechos y le dibujaba una franja roja y fruncida. Su marido y su hijo eran dos hombrecitos de juguete en el límite entre el agua y la arena. Se hallarían a cien o ciento cincuenta metros de ella.
Giró la cabeza y vio en el camino la combi y la colosal silueta del hijo mayor sentada al volante. Lo imaginó soñando con aquella chica, escuchando una canción romántica. Era una hermosa chica moderna y se dijo que habría preferido que Marito se fijara en otra clase de muchacha. Posó sin pensar una rápida mirada sobre sus piernas rosadas y vastas y volvió a los dos que seguían bañándose.
Las voces llegaban de a pedazos, palabras incompletas entre el sol de mediodía y el permanente y manso rugido del mar. Apoyó la cabeza en la toalla y cerró los ojos.
La despertaron unas gotas heladas sobre la cara y el cuerpo. Eran el señor Arcaréndola y Gruvi que sacudían los cabellos encima de ella y reían a carcajadas viendo su expresión de sorpresa.
—El agua está fantástica —dijo su marido sentándose al lado—. Es una pena que no hayas venido.
Ella se incorporó sosteniéndose sobre sus codos.
—Soñé que Marito se suicidaba por esa chica.
El señor Arcaréndola la miró como si estuviera en presencia del evento más incomprensible del universo.
—¿Querés acabarla? No es el primero que se enamora. ¿Dónde están los sándwiches? Vamos a almorzar. ¡Gruvi! Vení. Mamá hizo unos sándwiches especiales.
—No querés entender. Esa chica no le va a dar ni la hora.
—¿Y? No va a suicidarse por eso.
—Ruben ¿la has visto bien? Es muy moderna. Bailaba con todos. Puede tener al que le dé la gana.
—Por favor, Marta, a esta carne le falta sal.
La señora Arcaréndola se echó a llorar.
—Marta, mujer, qué te pasa. Por Dios, cómo es posible que te pongás así por una pavada.
Gruvi se acercó.
—¿Por qué llora mamá?
—No llora, le entró arena en los ojos. Andá a la combi y traeme el bidón con agua.
Cuando Gruvi se fue, el señor Arcaréndola abrazó a su esposa.
—No llores, Marta. Si querés, esta tarde, voy a pedirle a Marito que me ayude a pescar con esa red nueva que compramos. Una actividad en familia, como dicen ahora —le guiñó un ojo—. Así lo podré vigilar de cerca.
La mujer asintió y fue calmándose; esbozó una pequeña sonrisa cuando su marido le ofreció un poco de su sándwich.


El señor Arcaréndola entró al agua con un extremo de la red en la mano, dando saltitos.
—Ahora sí está congelada. Marito, vení vos también. Pero no te me acerqués mucho. El vendedor dijo que hay que dar un rodeo y volver a la playa.
Marito sostenía su parte de red como si le repugnara.
—Papá, no tengo ganas de pescar.
El hombre señaló el cielo.
—¿Ves esas nubes? Va a llover enseguida. Si nos apuramos, podemos atrapar unos cuantos pescados para llenar la heladera. Me dijeron que a veces salen langostinos.
—Papá ¿puedo volver a la combi?
El señor Arcaréndola se metió más adentro y el agua le apretó la cintura, Marito lo siguió chillando de frío.
Hicieron un corto recorrido y regresaron.
Gruvi y la madre los esperaban impacientes en la orilla. Entre todos extendieron la red y recogieron los pescaditos plateados que saltaban arqueando sus cuerpos.
—¿Qué es esto? —preguntó el señor Arcaréndola, descubriendo una especie de araña enredada en los hilos.
—Es horrible —dijo la mujer—. Gruvi, alejate.
—Bueno, sáquenlo y volvamos al agua —dijo el hombre.
—Ya está bien, papá —bufó Marito.
—No hemos pescado ni un langostino. Te dije que había que meterse más.
Algunas gotas mojaron sus hombros. Marta y Gruvi comenzaron a acarrear los bultos hasta el vehículo, mientras la centolla estiraba sus patas rumbo al mar y el señor Arcaréndola y Marito se metían otra vez con la red, hundiendo sus piernas en las primeras olas.
El mar se había picado un poco; se veían los rayos de la lluvia sobre algunos barcos lejanos. El horizonte se hallaba casi esfumado por una nebulosa gris. El señor Arcaréndola aferró su mano en la red y se acercó a Marito.
—Tu madre está preocupada.
—¿Qué?
—Por la chica.
Avanzaron más. El agua les daba en el pecho. El hombre miró a su hijo.
—Atorrante, te gusta la chica.
—¿Qué?
El señor Arcaréndola salpicó a Marito que protestó riendo.
—Yo también me enamoré cuando era joven —dijo el hombre—, pero ya ves, luego me casé con tu madre.
Marito rió de nuevo.
—¿Ya habrá langostinos por acá? —preguntó.
El hombre escudriñó el lugar con aire experto y dijo:
—Probemos.
Dio unas brazadas y se detuvo, buscando apoyarse en el fondo.
—Marito —llamó—. Aquí no hago pie.
—¿Qué?
—Voy a correrme hacia la izquierda.
Con las últimas palabras el señor Arcaréndola tragó un poco de agua.
—No hago pie —repitió.
El muchacho comenzó a volver a la orilla arrastrando la red. Estaba pesadísima y tiraba con todas sus fuerzas.
—Me parece que hemos pescado algo grande, papá —gritó sin mirar atrás.
La malla se tensó. Luego se aflojó de golpe y Marito prosiguió su regreso ya sin resistencia.
Gruvi y su madre aguardaban en la playa.
Marito llegó exhausto y empezó a recoger la red.
—¿Y papá? —preguntó Gruvi.
La señora Arcaréndola se asomó a las olas, mojándose los tobillos.
Aturdido, Marito continuó tirando de la red hasta que apareció la otra punta, blanda y dócil serpenteando en la arena mojada.
La mujer se estiró e intentó ver más lejos.
—Ay, Dios mío.
—¿Dónde está? —preguntó Gruvi.
Marito sostenía la red abrazándola y miraba el extremo que pendulaba en el aire.
—Venía conmigo.
Con una mano, la mujer se quitó los cabellos del rostro.
—Ruben, Ruben —llamó tanteando, como si estuviera lista la cena y ella no supiera en qué habitación de la casa se hallara su marido.
Corrió a lo largo de la orilla unos metros y se metió al agua de nuevo. Salió y volvió a correr. Gruvi la acompañaba en la carrera y gritaba:
—Papá, papi.
Las voces se superponían y terminaban en los graznidos de las gaviotas.
La señora Arcaréndola se dejó caer en la arena. Sus hijos la ayudaron a levantarse, tomándola de los brazos. Sin soltarla, permanecieron así juntos, respirando brevemente, mientras la espuma les bañaba los pies.
—A lo mejor lo alzó alguno de esos barcos —dijo Marito.
—¿Qué barcos?
—Ahora no se ven con la niebla. Pero estaban por allá.
Un vapor pesado y denso avanzaba hacia ellos.
—Volvamos a la ciudad a preguntar —dijo finalmente la mujer.
Caminaron hasta la calle con asfalto. Lloviznaba. La señora Arcaréndola y Marito subieron a la combi. Gruvi contempló unos instantes la superficie del mar que se despeinaba con las ráfagas del viento. Después entró también. Sólo se escuchaban los limpiaparabrisas contra el vidrio gris; chirriaban apenas al barrer el agua que se escurría hacia abajo. Ahora la llovizna era un poco más fuerte.


Hongos

Parece haberse confirmado que los hongos no son plantas, ni pertenecen a ninguno de los reinos conocidos. Sólo son hongos.
Tienen distintas formas. Si uno va caminando por el campo y ve a lo lejos algo como un platillo blanco suspendido en el aire al ras del piso, comienza a sospechar que puede ser un champignon abierto.
En mi familia se han juntado hongos desde tiempos inmemoriales. Es de las primeras cosas que nos enseñan. Cuando entre los nuestros nace un niño, se espera impacientemente que empiece a caminar, para sacarlo al campo a buscar champignones o porcinos. Todos nosotros conocemos bien cuáles son comestibles y cuáles son venenosos. En qué épocas crecen. Después de qué lluvias conviene acecharlos. Mi abuelo se ha enterado en la peluquería de que nos dicen “los expertos en aca”, porque los hongos crecen cerca de las bostas de animales, que con la combustión ayudan a su desarrollo. Pero no nos molesta. Al contrario: pensamos que es un buen nombre para entrar en la historia de la región.
Vivimos en un pueblo cerca del trópico, con lluvias más o menos organizadas. Desde el último mes de primavera y durante el verano suele llover toda la mañana y por la tarde tenemos sol. Eso facilita un poco las cosas. Se pueden planear mejor las salidas. Lo que no resulta tan predecible es el comportamiento de los hongos. He escuchado muchísimas teorías sobre el momento justo para buscarlos. Papá dice que salen después de la tercera lluvia fuerte, cuando el suelo tiene la misma humedad que una playa en bajamar y está sometido a un sol de fuego lento por uno o dos días. El abuelo prefiere echar una ojeada a los micelios desde la segunda lluvia, porque siempre recuerda que en la década del cuarenta hubo por lo menos cinco primaveras de hongos prematuros. La bisabuela, que ya casi no baja de su habitación y sólo recoge los que salen en nuestro jardín cuando sus huesos se lo permiten, afirma que no importa en realidad en qué lluvia se los busque. Pero que se debe ser discreto, caminar despacio, fingiendo que uno pasea distraídamente, porque si el hongo percibe al buscador puede demorarse semanas.
Mamá opina en cambio que el hongo crece cuando a él se le da la gana y que es inútil reglamentarlo con supuestas leyes. Eso sí, una vez que empiezan a salir hay que juntarlos sin pausa hasta que la tierra se anega y queda exhausta de fabricarlos.
Un año, durante la tercera lluvia de noviembre, mi padre miró por la ventana y dijo:
—Mañana cuando escampe vamos a ir al zanjón. Desde el lunes que una tropilla de mulas pasta por ahí.
Mamá sacó los frascos vacíos para conserva, buscó el vinagre aromado con estragón, peló cuatro cabezas de ajo y desenterró de entre el polvo de la despensa las botellas de aceite de oliva. Mi hermana trajo del fondo dos ramas de laurel y seis de eneldo chorreando agua.
Esa noche no dormí. Nunca duermo la noche previa a la primera salida de la temporada. La ansiedad me roe en cuerpo y alma. Me imagino todos esos hongos que cubren los campos, esperando por mi familia, y me desvelo durante horas.
Pero la lluvia no paró esa mañana ni por la tarde ni en los días siguientes. Siguió cayendo con la misma mansedumbre de un animal doméstico al que le ordenan hacer un trabajo.
Al quinto día, me apoyé en el marco de la ventana y aspiré con resignación esa luz lavada que nos entristece y nos va quitando poco a poco las fuerzas. Recuerdo a papá que se acercó y me dijo que no me preocupara. Aseguró que en uno o dos días más dejaría de llover. Después me quedé dormido. Soñé con nuestro campo lleno de unos hongos que la gente llama falsas trufas. Son unas papas gordas, casi siempre blancas y resplandecientes. Aunque también existe una clase con la piel gruesa y aureolada, de un ocre intenso, como si las hubieran forrado con cuero de tigre. Hay que verificar si están frescas: conviene cortarlas por la mitad; si en su interior son blancas y su carne se desgrana como un queso de cabra, pueden recogerse; si están amarilleando o negras quiere decir que se han pasado y se las deja para que esporen.
Permanecí parado frente a ese campo mirando las papas hasta que me desperté con dolor de garganta, a causa de un chiflete que entraba por un agujero de la ventana. Entonces lo supe: la lluvia había traído el frío y el frío no permitiría que los hongos crecieran.
Sin embargo, una tarde, cuando ya se había cumplido la semana entera de mal tiempo, caminé unos pasos con mi madre por el jardín. Aislado, en el borde del barranco, se alzaba un amanita phalloides, con su ponzoña de serpiente dormida en la ingenua redondez de su cabeza. El hongo de la muerte es, en sus primeras horas, visualmente idéntico al champignon. Por ese motivo, pocos se arriesgan a recoger los champignones mientras no está desplegado el sombrero. Nosotros los reconocemos por el aroma. El champignon nuevo tiene perfume a manteca fresca y el phalloides es nauseabundo desde que nace hasta que lo resecan los vientos.
Si distraídamente alguien mete un solo hongo venenoso en una canasta colmada de hongos comestibles, todos se echan a perder. Un tatarabuelo mío falleció por comer hongos buenos recogidos cerca de otros tóxicos. Los hongos se contagian, absorben el veneno igual que esponjas.
Lo arranqué con la punta de mi bota y lo pateé lejos, como si eso pudiera ahuyentar su poder.


En ese momento mi hermana gritó. Cuando llegamos a su habitación la encontramos llorando, desnuda. Le preguntamos qué le sucedía pero no podía hablar por la desesperación. Sólo se frotaba con fuerza la pierna derecha. Mi padre levantó la toalla con la que ella se había secado después del baño y la sacudió. Al piso cayó un alacrán, con su cola curvada hacia adelante. Cecilia tenía la pantorrilla levemente hinchada y mamá le aplicó en seguida una bolsa con hielo. Las picaduras de alacranes rubios no son demasiado graves. Apenas más dolorosas que las de una avispa común y mucho menos que las de guancoiro.
Encontramos el segundo alacrán en mi cama, al destender las sábanas para acostarme.
—Siempre han sido bichos cameros —dijo papá.
—Es la lluvia —comentó mi abuelo—. Entran a la casa para no ahogarse.
Desde entonces, los alacranes empezaron a llegar en oleadas migratorias. Los veíamos por todas partes. Adentro del canasto de la ropa sucia, o caminando por las paredes, arriba de nuestras cabezas. Eran como pequeñas máquinas de guerra, articuladas y resistentes.
Se convirtió en una costumbre aplastarlos con la suela de los zapatos y dejarlos olvidados, hasta que el tiempo los deshacía y esparcía sus cuerpos por los pisos de las habitaciones.
Nuestra casa parecía una cripta, húmeda y oscura, sitiada por aquella lluvia incesante.
Todos sucumbíamos ahogados en el sopor del agua obsesiva que nos obligaba a infinitas partidas de ajedrez y dominó, que luego repetíamos por las noches en nuestros sueños.
Los chicos casi no salíamos y los mayores sólo cumplían con las obligaciones de trabajo que no podían postergar.
Una noche mi abuelo regresó con tres champignones hallados en la zona sur.
Los champignones aparecen a los buscadores en distintas formas: cuando emergen del suelo son iguales a las papas: redondos, blancos, turgentes. A veces les quedan unos pastitos pegados sobre las cabezas porque al surgir están frescos y húmedos como un recién nacido. A medida que se abren sueltan las esporas, hasta que adquieren posición de sombrilla. A menudo se estiran tanto por la fuerza del sol que el paraguas se curva a contraviento. Con el transcurso de las horas o los días, según la intemperie, sus laminillas suavemente rosadas se oscurecen hasta ponerse negras.
Mi abuelo abría su gran mano y nos mostraba los tres hongos, que estaban pasados y no podían comerse.
Como si respondieran al orden de un génesis doméstico, las ranas llegaron dos días después de los alacranes. Eran pequeñas, albinas, con ventosas en los dedos. Se lanzaban al vacío desde las paredes del baño y cuando golpeaban contra las cosas quedaban colgando de una pata, con aire de franca confusión. Sin querer, solían chocar con el cuerpo de quien estuviera tomando una ducha. Los varones de la casa soportábamos la sorpresa disimuladamente, pero mamá y Cecilia emitían aterrados chillidos de murciélago cada vez que aquellos pequeños cuerpos fríos aterrizaban en sus pieles desnudas y brumosas por el vapor. Sin embargo, las ranas sobrevivieron sin que nadie las atacara. Aun cuando eran decenas y se amontonaban sobre los azulejos, se las respetaba como animales sagrados, quizá porque por las noches cantaban en un coro tan sólido que nos permitía olvidar la lluvia sobre el cinc.
Una mañana, después de dos semanas de temporal, papá me despertó temprano para avisarme que había salido el sol. Un sol marino, lavado por el agua de la tormenta, con un cielo frío detrás de los árboles. Cuando nos asomamos al jardín sentimos, entre los flecos de la brisa, un fuerte olor a pescado muerto que nos llegaba del monte.
—El perfume del mar es algo raro, aquí en los cerros —dijo mi padre.
Mi abuelo se llenó los pulmones de luz seca.
—Sólo que uno lo haya soñado durante la noche —agregó.

Pero hacia mediodía volvió a nublarse y a la una de la tarde estaba lloviendo otra vez.
Sabíamos que era improbable que aquel parpadeo solar hubiese calentado la tierra; igualmente, después de la siesta, salí con papá a recorrer la finca y nos internamos en los terrenos forestados con pinos patula y elliotis. Íbamos cubiertos por unos capotes impermeables. Las gotas caían sobre nosotros, rápidas y mullidas, y hacían un ruido lejano de máquina de escribir. Caminamos por los sitios en los que habíamos hallado boletus otros veranos.
Los boletus sardous, también llamados hongos de pino, son una de las tantas clases de porcinos que hay en nuestros bosques. Gordos, de una carne casi animal, cubiertos por un tegumento anaranjado y pegajoso. El cabo es fibroso y duro y bajo la cabeza tienen una esponja húmeda y amarilla, de poros dilatados.
Mi padre y yo buscábamos entre las densas parvas de agujas de pino; pero sólo salían lombrices o arañas.
Nos deslizamos hacia una cañada de maleza tan cerrada como un género. Sacamos los machetes. Nos abríamos paso a golpes (yo recordaba al príncipe de La Bella Durmiente embistiendo las espinas que guardaban el castillo). Tras una hora de caminata, rompimos una ventana en la espesura y salimos a una planicie pelada y gris como el cielo de esos días. Al pie de un tronco podrido encontramos algunos hongos inusuales en la región. No sé su nombre; pero parecen burbujas azules. Nos pusimos en cuclillas y los contemplamos un buen rato.
—¿Son venenosos? —pregunté.
—No creo —respondió papá—. La verdad, no los conozco.
Nos incorporamos para seguir viaje y descubrimos una colonia de boletus, a menos de tres metros de allí. Nos miramos y sin hablar nos lanzamos sobre ellos. Habíamos esperado demasiado por una cosecha y no queríamos arruinar todo diciendo algo inoportuno.
Llenamos dos bolsas y regresamos. Cada segundo que transcurría yo iba perdiendo más y más el entusiasmo por nuestro hallazgo.
Cuando llegamos a casa, mamá y Cecilia nos recibieron con gritos de alegría. Mi abuelo abrió la bolsa y los observó.
—Es una hermosa cosecha —dijo—. No creo que muchos hayan tenido tanta suerte esta temporada.
Fui a la sala y encendí el televisor. Junto a una de las patas del sillón, cientos de hormigas iban y venían desmontando, pieza por pieza, el cadáver de un alacrán que yacía en el piso como un juguete a cuerda descompuesto. Mis padres se quedaron en la cocina, limpiando los boletus. Podía oír lo que decían entre el tintineo de la vajilla y el chorro que salía del caño y resbalaba en la pileta.
—Había unos hongos azules cerca.
Escuché a mi bisabuela, caminando en el piso de arriba, y a la lluvia, que seguía tejiendo tras los vidrios empañados del ventanal que daba al jardín.
—Nunca los había visto antes —agregó al rato papá.
Me distraje con una película cómica que estaban pasando. Después vino Cecilia y se sentó a mi lado.


Mamá trajo la fuente a la mesa. Había derramado la salsa de hongos de pino encima de unos panes tostados. El humo avanzaba desde ellos como la neblina del monte. Nos sirvió raciones abundantes. Todos sonreíamos. No hablábamos, sólo mirábamos los platos, pendientes de aquel manjar que nuestra familia consume ritualmente desde hace siglos.
Mordí con cuidado mi primer hongo y el placer me estremeció. Esa imprecisa consistencia de molusco expatriado. Era el mismo sabor de siempre, quizá apenas más agrio. Comí otro. Mi padre dijo algo. No comprendí bien qué, porque las ranas que habitaban en el comedor habían empezado a croar y sofocaron sus palabras. Supuse que elogiaba a mamá por la cena. Sentí un mareo y una suave opresión en el pecho que me impedía respirar profundamente, como yo habría deseado. Pero al inicio de la temporada los hongos suelen provocar algunos síntomas raros e inofensivos en los organismos desacostumbrados.
Cecilia ya casi había terminado su plato, y la bisabuela pedía otro. No había de qué preocuparse. Al menos eso quise pensar, mientras preparaba en la cuchara mi tercer bocado.


Mirisini

Nicanor
Llegué a Arsénico antes de la madrugada. Ya hacía varias horas que perseguía a Mirisini.
Lo había conocido en un sueño: mi mujer y yo nos habíamos mudado a la nueva casa de campo pocos días atrás y esa mañana encontramos, enfrente de nuestro lote, una camioneta azul con dos tipos adentro. Uno me pareció conocido; pero no logré distinguir claramente su rostro.
El chofer era terrible: alto, corpulento, usaba bigotes, oscilaría entre los cuarenta y los sesenta años; en fin, no era eso lo importante, sino que de él irradiaba una fuerza horrible y homicida. La mañana estaba hermosa como pocas y la sola presencia de aquel fenómeno era suficiente para convertir los suaves charcos de sol en ambiente de pesadilla. Por un momento, me aterroricé pensando que serían los propietarios de ese terreno y que los tendríamos como vecinos en un futuro relativamente cercano. Luego me tranquilicé: parecían viajeros.
Salimos. Mi mujer cerró la puerta con llave. Al aproximarnos a ellos, los miré para estudiar sus intenciones de contestar un saludo.
—Buen día —me arriesgué.
El acompañante respondió más o menos educadamente, el otro hizo un gesto sin odio —cosa que me extrañó— y más bien con indiferencia. No entiendo por qué no nos aborreció en ese momento como seguramente sabría hacerlo. Daba la sensación de que cuando desataba sus sentimientos (sus únicos sentimientos podrían ser de odio, y no se necesitaría mucho para que los manifestara), era tan natural como un volcán o una fiera.
Hice el camino hacia la parada del colectivo, temeroso, igual que un perro que ha reconocido al jefe de la jauría. Mi mujer algo presintió y yo me avergoncé. No me consoló el argumento racional de que las jerarquías menores hacen pareja en todas las especies. Me consideré indigno de ella, porque sabía que frente al horror que acababa de conocer no podría defenderla ni dos minutos. Aquel monstruo me arrojaría a varios metros con la sola mirada y yo, paralizado, me dejaría golpear como un chico.
Pero qué digo monstruo. Ojalá lo hubiera sido. Habría hecho que me sintiera más tranquilo. Lo trágico consistía en su humanidad.
Si frente a mi mujer me humillaba, con mi hijo recuperaba algo de mi fuerza. No de valor, pero sí de practicidad. Para salvar de aquel salvaje a mi chiquito era capaz, al menos, de correr con él en brazos. Tal vez estaba tan seguro de eso porque intuía que ese hombre jamás se interesaría en dañarlo.
Como fuera, este pensamiento me ayudó a serenarme y pude hablar con Milena de algunas vaguedades, hasta que llegó el colectivo y lo tomé.
Al regresar del negocio aquella noche, la camioneta y sus dos ocupantes habían desaparecido. Milena me contó que se habían marchado hacia mediodía.
—¿Hubo algún problema?
Respondió que no, sin embargo, detecté una de sus expresiones más sombrías.
—¿Pero nada o algo, por poco que sea?
Entendí. Los visitantes habían ocasionado problemas, pero de los que no pueden ser relatados a causa de su inexistencia física. Una mirada no es un cuerpo, no hace brotar sangre como un cuchillazo; pero puede ser un problema y hasta un delito. Y aunque nadie va a la cárcel por mirar, la mirada es el indicio que tenemos para saber si una persona vive en el infierno.
Di vueltas durante toda la noche, sin sueño. Tomé agua en la cocina, fui al baño, me hice un café e intenté leer un poco. Al fin, acabé en la habitación de mi hijo. Me quedé contemplándolo en medio de la penumbra. Así sobre la cama, destapado y casi desnudo, parecía un gusano de tierra, pálido, concentrado, blando.
Las luces que se filtraban por la persiana desde la calle producían un resplandor en torno a su silueta y conferían algo sagrado a la escena. Tuve la impresión de que en aquel momento no importaba que entrara el hombre que me había inquietado el día anterior; aunque abriera la puerta, haciéndola rebotar contra la pared, igual que un huracán con cuerpo humano, mis colmillos brillarían y yo me convertiría en un lobo furioso. Esto me dio un poco de coraje y casi me entusiasmó. Luego pensé, ¿qué podía hacer un lobo contra un huracán? ¿Era en realidad más fuerte yo, al contemplar a mi hijo? ¿Podría oponer algo más que valor al demonio o sería revoleado como un gato recién nacido en la primera batalla?
Otra vez desalentado, bajé la cabeza.
Antes de que se perdieran las imágenes, forcé la vista para que aparecieran lentamente unas letras. Sólo por un segundo leí: Mirisini. Era el nombre del fenómeno.


Cuando desperté a la mañana siguiente, los datos del sueño no coincidían exactamente con los de la realidad. Yo estaba casado, pero no con Milena sino con una tal Silvia. Tenía hijos y también nietos. Lo más importante de todo: no conocía a Mirisini. Jamás lo había visto ni había escuchado su absurdo nombre. Tampoco vivía en el campo; era dueño de un quinto piso en pleno centro de la ciudad y, a juzgar por lo que veía, no estaba en mala posición.
Molesto a causa del sueño, deseaba despejarme pero al mismo tiempo permanecer dentro de aquella atmósfera turbadora. Salí al balcón y escuché que Silvia gritaba que me pusiera la bata. Me costaba recordar mi vida real. Apoyado en la baranda, miraba pasar los autos sin lograr sacarme de la cabeza a Mirisini. No quería que Silvia se diera cuenta. Supuse que alguna ocupación tendría, así que dije en voz alta hacia la habitación:
—Ya me visto para ir a trabajar. Haceme el café.
Escuché una risa y a los pocos segundos ella vino hasta mí. Era muy hermosa. No la recordaba así. Había una gran diferencia de edad entre nosotros y me asusté. Pensé que después de enviudar no debí haberme casado otra vez y menos con alguien tan joven. Me miré instintivamente la panza y traté de meterla para adentro.
—¿Adónde vas a ir a trabajar? ¿No te habías jubilado hace dos meses?
Dije que sí —aunque no habría podido asegurarlo— y le di un beso. Entré a ducharme por escapar de ella, mientras me repetía el nombre del tipo del sueño: Mirisini. ¿Qué era eso? ¿Un apellido? ¿Tendría significado en alguna jerga onírica? Probé darlo vuelta: sinimiri. Cambiarle las vocales: marasana, sanamara, meresene, senemere. No le encontraba ningún sentido.
Ya había leído que soñar con una banana podía querer decir no más que haber soñado con una banana. Era inexacto adjudicar a la banana simbolismos ulteriores.
Acaso Mirisini no fuera más que eso: una sucesión arbitraria de sonidos asociada a la figura horrible que ya he descripto.
Intenté recomponer mi vida del quinto piso: llamé a Silvia para que me alcanzara una toalla.
Se me aclararon ya algunas cosas. El teléfono se hallaba en la cocina, mis camisas eran marca Molly y estaban guardadas en el primer cajón de la cómoda. Percibía anticipadamente el perfume conocido de la toalla que me traería Silvia.
Estos recuerdos me hicieron sentir bien. Estaba estableciéndome otra vez en mi casa. Un poco más y todo retornaría a la normalidad. Silvia abrió la puerta del baño y con una sonrisa me dio la toalla.
Entre el vapor y las gotas que golpeaban mi cuerpo, le agradecí y respiré el perfume esperado. No quise darme cuenta en seguida: el olor no era el mismo. Silvia vio la expresión de mi cara y me preguntó si me pasaba algo malo. Le respondí que no, que me dejara solo por un rato. En cuanto cerró la puerta aspiré de nuevo, pegando mi nariz a la toalla. No tenía ya ninguna duda. El aroma imaginado minutos antes no era el de las toallas de mi quinto piso, sino el de las que —¿me?— alcanzaba Milena en el baño de la casa de campo. El baño que tenía una ventanita, a través de la cual se veía perfectamente el lote vecino donde se había estacionado, en mi sueño, la camioneta de Mirisini.


Había reflexionado durante todo el día posterior al sueño acerca de su relación con mi vida real.
Supuse con mis escasos conocimientos de psicología que Mirisini podía personificar angustias y miedos, y que no era factible que semejante horror existiera separado de los aspectos medianamente buenos que posee todo individuo.
Recordé haber visto en la playa a un hombre joven de proporciones parecidas a las de Mirisini; más que el tamaño, en realidad, asocié la actitud prepotente. Ese gesto de poder, de saberse indestructibles, de no importarles los daños que ocasionarían al prójimo si tan sólo les daba la gana.
Reviví la sensación de terror que me causó aquel muchacho y consideré que Mirisini tenía grandes posibilidades de existir. Había en sus bigotes agresión descontrolada, una necesidad de conquistar y someter violentamente a cada ser del planeta.
Sobre todo, brillaba en él la ostentación del poder. Tal vez, el nombre Mirisini proviniera de alguna lengua antigua impregnada en mis genes, como la azteca o la hitita. Yo había escuchado que los hititas habían sido una raza temible por su crueldad y tuve el impulso de ir a algún museo a consultar a un especialista. Luego deseché la idea, ¿qué podía decirle?
—Mire, doctor, he soñado con Mirisini, ¿sabe usted qué significa?
Intuí que debía buscar una solución personal. Los sueños son personales. Para empezar, Mirisini había aterrorizado a los habitantes de una casa de campo. Esa casa quedaba en un lugar que se llamaba Arsénico o algo parecido —lo recordaba ahora, rescatándolo de entre la niebla espesa en que ya se había convertido mi sueño—. En segundo término, a juzgar por los efectos producidos en el esposo de Milena —¿Ricardo? Le diré Ricardo aunque no esté seguro de su nombre—, la chica estaba por sufrir un mal irreparable. Sin embargo, una cosa no se me presentaba clara: ¿era ella la amenazada? ¿O más bien, el marido, mi otro yo en el sueño, que no podía impedir el holocausto que se cernía sobre su hogar?
De cualquier modo, había que localizar a la familia y advertirle, si todavía estaba a tiempo (tal vez, fatalmente, los hechos habían continuado durante mi vigilia y ya el desastre habría sucedido).
Alguien se preguntará por qué le daba importancia a un sueño. Es que no podía evitarlo. Muchas veces había considerado que lo único que otorga a la realidad nuestra mayor atención en la vida no es el sentido, la coherencia de los acontecimientos, sino la continuidad. Seguramente, si nuestros sueños continuaran noche a noche, no sería fácil distinguir las fronteras entre éstos y la vigilia.
Silvia me puso delante un plato de sopa.
—Debe de ser hambre —dijo—; comé, que en seguida se va a pasar el dolor de cabeza.
Decidí partir esa noche, con una excusa cualquiera. No me pareció inconveniente ignorar hacia dónde ir. Desconocía Arsénico, pero el mundo real poseía en aquellos momentos la certeza y determinación de los sueños. Llegaría allá, sin duda.
—¿De veras, no querés café? —preguntó Silvia alejándose hacia la cocina.
¿Qué podía hacerle Mirisini a aquella pareja y a su hijo que ya no le hubiera hecho? ¿Qué hay más terrible que estar dominado por el pánico? ¿Buscaba matarlos, además? Entonces debía de haber planeado una muerte tan abominable que yo no era capaz de imaginar.
Pensé en qué otra cosa podía ayudarlos, que no fuera avisarles del peligro. ¿Pelearía con Mirisini si era necesario? Sonaba absurdo. El joven marido de Milena no tenía la más remota oportunidad contra él. ¿Qué resistencia iba a ofrecer yo? Me haría derrumbar sobre mis huesos al primer golpe.
—Pero Nicanor —se quejó Silvia—, ¿por qué tenés que salir justo esta noche?
Era la primera vez que escuchaba mi nombre ese día. Por un instante, creí tener la clave de mi pesadilla. Una clave emocional, ilógica.
Nada detendría a Mirisini. Sólo la huida, quizá. Si aquella familia escapaba a tiempo de Arsénico —¿o era Arte Escénico?— el monstruo no podría descargar sobre ella su flagelo. ¿Pero acaso no lo había descargado ya? ¿No era peor que el crimen consumado, el saber que Mirisini existía? Aunque se hallara al otro lado del mundo, siempre latía la amenaza de su irrupción en cualquier momento.
Hasta sospeché que quizá lo mejor fuera que Mirisini aniquilara a todos de una vez y reparara el verdadero daño que les había ocasionado: el de infundirles un miedo tan detestable que les hacía vergonzoso seguir viviendo.
—No te acordaste de que hoy viene tu hija con los chicos —insistió Silvia—. Voy a llamarla para decirle que postergamos la cena. ¿Tan importante es lo que tenés que hacer?
Una vez en mi automóvil, noté que algo me guiaba compulsivamente hacia una ruta que llevaba al norte. Me dejé conducir porque sabía que era el modo de localizar Arsénico. Ya en las afueras de la ciudad, después de cruzar un puente, tomé un acceso que no tenía señales y me hallé de pronto sobre la carretera ancha y despejada. Apreté el acelerador a fondo.
Consideré de nuevo la situación:
Había dejado plantada a mi familia por buscar un pueblo o sitio imaginado en un sueño. Sin embargo, no me arrepentía —¿Arsénico había sido soñado o deducido luego en la vigilia?
Mirisini no me daba tanto miedo como a Ricardo. El orgullo de su juventud lo debilitaba. En cambio, yo, ¿qué tenía que perder? Si me revolcaba, si rebotaba contra su pecho, no habría conquistado una gran victoria. Sólo habría aplastado a un pobre viejo.
El auto se detuvo. Recordé que no había llenado el tanque antes de salir. Era inútil que me insultara o maldijera la suerte; de todas maneras iba a llegar a destino. Bajé y di unos pasos por la banquina haciendo dedo. Uno, dos, tres vehículos pasaron encandilándome y zumbando. El aire que desplazaban me hacía trastabillar.
Al fin, el cuarto paró. Abrí la puerta y dije:
—Voy a Arsénico.
El chofer me hizo un gesto de afirmación; subí y me acomodé en el asiento.
Por educación, intenté iniciar un diálogo, pero el tipo no parecía muy dispuesto. Además, la cabina estaba oscura y apenas lo veía. No iba a insistir. Tenía mucho que pensar hasta Arsénico.
De pronto, descubrí lo que podía ser la punta del ovillo: las sílabas iniciales de Milena, Ricardo, Silvia y Nicanor forman, si se juntan, la palabra Mirisini. ¿Se trataba entonces de algo que emanaba de nosotros cuatro? ¿O sería pura casualidad y Mirisini tenía existencia propia, independiente?
Aún había una alternativa más descabellada: que lleváramos estos nombres para hacer posible la combinación Mirisini; en otras palabras, que hubiéramos nacido y estuviéramos viviendo gracias a él. Quizá alguien, oculto en la trama de todo ese embrollo, nos hubiera creado para justificar a Mirisini.


Después de viajar unas horas, el hombre se aproximó a la orilla de la ruta y tornó por un camino de ripio. Los faros iluminaban estrechas veredas y árboles altos, tal vez eucaliptos, que se levantaban a los costados, inmóviles. Distinguí también siluetas y sombras de follaje tupido. Parecía que nos internábamos en un monte.
—Oiga —dije—. ¿Adónde estamos yendo?
No terminé mi pregunta que el tipo estacionó.
Reparé en que no podíamos haber recorrido ni una cuadra desde el asfalto; pero mi ansiedad frente a un trayecto desconocido me lo había hecho eterno.
—Me aparté de la ruta para que no nos molestaran las luces de los vehículos. Es tarde y quiero dormir un poco. Mañana temprano seguimos viaje.
No tenía calculada aquella demora. Aunque sabía que era imposible oponerme (la voluntad de los otros es tan irrevocable e impredecible como un sueño), me sentí contrariado y tuve ganas de bajarme y volver a la carretera para hacer dedo nuevamente.
Recapacité: cualquier cosa que hiciera me conduciría a Arsénico. Si me quedaba o me iba no tenía importancia; siempre llegaría.
Miré hacia mi compañero. Ya se había acomodado sobre el volante, con la cabeza apoyada en su campera doblada en cuatro.
Un descanso no me vendría mal. Busqué con la nuca el respaldo del asiento y me quedé dormido también, con la imagen de algunas estrellas y casas entre los párpados.



Ricardo
En el sueño apareció una figura, sentada en una habitación amplia. La mujer, joven, se fue aclarando como a través de una lente. Reconocí a Silvia.
Yo estaba ausente; sólo había un retrato mío sobre la mesa. Escuché que ella me llamaba Nicanor; por el tono de su voz se percibía miedo y me inundó un presentimiento desagradable.
Se hallaba en el departamento de la ciudad. Las cortinas blancas se inflaban con el viento que entraba por las ventanas abiertas. Era de noche o quizá amanecía. Había una presencia extraña en el ambiente.
Sonó el teléfono y Silvia fue a atender. Levantó el tubo y dijo “Hola, hola”, pero no contestaron. Insistió; al otro lado sólo se escuchaba un ruido. Aquello conducía a una deducción escalofriante: nadie había llamado. En ese instante Silvia gritó. Soltó el tubo del teléfono y corrió al living.
Mi mujer yace de pronto en el piso y un hombre monstruoso se inclina sobre ella. Se da vuelta. Tiene una sonrisa irónica bajo los enormes bigotes. Desde el retrato, mis ojos lo contemplan fuera de las órbitas: es Mirisini.


Con las primeras luces, se disipó el sueño y me encontré repentinamente sentado, dolorido por alguna mala posición adoptada durante la noche. Miré a mi lado y vi el lugar vacío.
Traté de pensar en Milena. Fue imposible: Silvia, la muchacha del sueño, ocupaba toda mi atención. Me sentía culpable, como un traidor, pero no podía evitarlo: Silvia se había transformado en la mujer de mi vida. Sólo con ella sería feliz. Sabía también que aquel sentimiento duraría poco: la mañana, a lo sumo todo el día. Sin embargo, necesitaba dedicarle mi tiempo e imaginación.
Y Mirisini. ¿Qué o quién era el famoso Mirisini? Parecía un apellido. Comencé a jugar con las letras: Marasana, Morosono. No descifraba la clave, si es que había una.
Saqué un cigarrillo y lo encendí, considerando lo placentero que resultaría darme una ducha. Me incorporé definitivamente y salté de la cama.
Luego de desperezarme abrí la puerta del baño, siempre con la imagen de Silvia en la cabeza.
Me puse a entonar una melodía vieja, de mi época de bailes; mientras hacía girar las llaves de la ducha. Primero la caliente, luego la fría para graduar la temperatura.
Entré a la bañadera. Sólo perturbaba mi bienestar el nombre Mirisini. Me pregunté si podrían existir tipos así en la realidad. Las gotas se hundían en mis cabellos y resbalaban por el cuerpo. La vida, por fin, iba volviendo a su verdadera dimensión; me sentía ya más afirmado en mi personalidad: mi pequeño hijo, la casa de campo, el trabajo de vendedor, aparecieron claros, tangibles.
Al salir de la ducha, me di cuenta de que había olvidado traer la toalla y llamé a Milena para que me alcanzara una. Escuché varios pasos antes de que llegara. Estaba en la cocina, pensé.
La vi asomarse por el marco y estirar la mano. Recogí la toalla; le agradecí tirándole un beso.
Ella desapareció y empecé a secarme. Algo me trajo de nuevo el recuerdo de Silvia. Algo en el perfume de la toalla.
Me acerqué al vidrio de la ventanita que estaba encima de la bañadera y pasé mi palma para limpiarlo. Miré hacia el jardín.


Creo que imaginé la escena antes de verla. En el baldío de enfrente, había una camioneta azul estacionada. El asiento del acompañante lo ocupaba un hombre maduro de rostro conocido, que me contemplaba a su vez, estupefacto. Era el hombre del retrato, Nicanor; el marido de Silvia en el sueño.
Simultáneamente, los dos buscamos al conductor. Y al no encontrar a nadie en su lugar, sospecho que comprendimos: había sido Mirisini quien trajo a Nicanor hasta Arsénico y ahora ya estaría lejos, fuera de nuestro alcance, aproximándose a su mujer.


La posesión

Los cuatro volvíamos de un baile de carnaval. Íbamos cantando a los gritos por la ruta.
Serían las tres de la madrugada, pero el pueblo todavía andaba por las calles.
En el cruce, Osvaldo y Juan se detuvieron.
Había una mezcla de músicas y albahaca en el aire.
—Bueno, aquí los dejamos —me dijo Osvaldo guiñándome un ojo.
—Nos vemos mañana —respondí.
No pregunté adónde iban, porque quería estar un rato a solas con Estela. Si por mí hubiera sido, me habría separado de ellos mucho antes.
—Pórtense bien —dijo Juan.
Los dos me dieron la mano tres o cuatro veces y saludaron a Estela con un beso.
—Adiós —balbuceó Osvaldo.
Juan eructó.
Tenían una linda macha.
Los empujé con suavidad.
—Váyanse —dije.
—Adiós.
Bajaron hacia las casas. Me quedé viendo cómo se alejaban y doblaban una esquina.
Miré el cielo. Suspiré.
Abracé a Estela y le pregunté si me amaba.
Me contestó con voz de hombre. Yo también estaba medio borracho pero me di cuenta de que había contestado con voz de hombre. Después soltó una carcajada que me encrespó el espinazo. La contemplé estupefacto, sin reaccionar. Me pegó un sopapo que me hizo doler el cuello por la violencia con que me dobló la cabeza.
—¿Qué te pasa a vos? —desafió y volvió a reírse.
Me asusté. El mareo de la cerveza que había tomado desapareció en segundos.
La sacudí y la llamé por su nombre, pero se deshizo de mí y me empujó a un costado de la ruta.
—Yo te puedo —dijo burlándose, y me insul­tó masticando repulsivamente unas palabras que no comprendí.
Dio media vuelta y empezó a alejarse del pue­blo. La alcancé, la agarré del brazo y la tironeé. Ella giró la cabeza y se rió.
—Qué me vas a poder a mí —dijo, y me arrastró unos metros.
Vi cerca cuatro o cinco niños y sentí miedo.
—Shh. Vienen chicos.
Sorpresivamente se tranquilizó, el rostro se le acomodó en los rasgos que yo le conocía y pare­ció debilitarse. Tuve que sujetarla para que no cayera al suelo.
Los chicos pasaron riendo. Iban tirándose harina y papel picado. Nos saludaron y prosiguieron rumbo al pueblo. Con Estela entre mis brazos, los vi perderse en una de las primeras calles. Era una noche brumosa por el polvo que se levantaba permanentemente a causa de los bailes. Cuando bajé la vista, me encontré con los ojos abiertos de mi novia fijos en mí.
—¿Estás bien? —le pregunté con temor.
Ella sólo me observaba, en silencio. La acari­cié. Estuvimos así unos segundos. Después la boca se le empezó a deformar y le reventó en una carcajada.
Se incorporó.
—Yo te puedo a vos —dijo con voz gruesa.
Caminó un trecho en cuatro patas. Después se puso de pie. Me arrojé encima y la abracé por la espalda. Ella se revolvió como loca para zafarse, pero yo había atenazado mis manos sobre su estómago. Aunque su fuerza era brutal, no pudo desprenderse.
—Quedate quieta —le ordené.
—Soltame que te mato.
—Si te quedás quieta, te suelto.
Yo la sentía jadear agitada; algo pegajoso me mojó las manos. De repente volteó la cabeza y noté que de su boca salía una baba oscura. La apreté más. Hizo un último esfuerzo y tensó los músculos. La aguanté. Después de algunos segundos se aflojó y cayó desmayada. Deposité su cuerpo relajado sobre la arena.
Permanecí a su lado un rato para verificar que no fingía y fui corriendo al pueblo a buscar a doña Sara, una vieja rezadora.


La mujer me atendió medio dormida asomando su cabeza de tortuga por la puerta entornada.
—¿Qué hay? —preguntó.
Le expliqué lo que sucedía, pero con la agitación no podía hablar con claridad.
Al fin, le hice entender que Estela estaba mal y me dijo que la aguardara.
Doña Sara salió en seguida, cubierta con una manta.
Fuimos a paso rápido, mientras yo intentaba darle más detalles del extraño comportamiento de mi novia.
Desde lejos, antes de que llegáramos, vi que Estela no estaba en el sitio donde la había dejado. Busqué a lo largo de la ruta. La descubrí deambulando más allá del cruce. Parecía un espectro, con su traje de carnaval. Era un disfraz de viuda, negro y largo, y las luces de los vehículos que pasaban lo hacían relampaguear.
La alcanzamos y empezamos a corretearla por el campo, porque no quería detenerse a escucharnos.
Con doña Sara la agarramos y la tironeamos hacia el pueblo.
—Déjenme, mierdas —gritaba Estela y se reía. Rugía, nos pateaba. A veces lograba arrastrarnos un trecho, pero en seguida se cansaba y volvíamos a empujarla hacia las casas.
La vieja sacó desde abajo de la manta un frasco con agua bendita y comenzó a rezar entre los ronquidos de burla de Estela, que desfallecía contrayéndose como una lombriz en la sal. Luego se recuperaba, se alejaba unos pasos y de inmediato volvía y enfrentaba a doña Sara con insultos rarísimos y asquerosos.
Alguna gente había acudido y nos contemplaba.
La vieja recogió un poco de agua del frasco entre los dedos y empezó a rociarla con apuro; sentí que algunas gotas me salpicaban en la cara, pero Estela no se mojaba. Le tiró directamente con la boca del frasco.  El agua bendita no la tocó, la atravesó y cayó manchando la tierra.
Vino más gente. En la confusión reconocí a Osvaldo y a Juan.
De pronto, Estela se lanzó sobre doña Sara e intentó morderla, le horadaba con sus dedos el cuerpo para desgarrarla. La vieja trataba de mantenerla alejada a manotazos. Entre varios las separamos y sujetamos a Estela, pero ella nos despidió lejos, como un tornado. Su fuerza era terrible; sin embargo, como ya le había sucedido otras veces durante esa noche, de repente se extenuó y pudimos controlarla.
La llevamos hasta la iglesia. Parecía una potra cansada. Osvaldo, Juan y yo la metimos adentro y cerramos las puertas. En cuanto la soltamos, Estela pegó un salto y se trepó a una de las paredes. Empezó a caminar hacia el techo como una mosca.
Se detuvo a unos tres metros de altura, quedó allí con los dedos crispados como garras en las salientes de los adobes. Así petrificada estuvo unos minutos; nosotros la mirábamos desde abajo como opas, sin saber qué hacer.
Muy lentamente fue cerrando los ojos y cayó al piso, desmayada. Apenas hicimos a tiempo para atajarla.
Doña Sara nos dijo que la acostáramos junto al altar y que rezáramos con ella. Luego de cada frase le arrojaba agua bendita. Estela corcoveaba y se retorcía como si quisiera liberarse de algo. Con los muchachos tratábamos de sujetarle las piernas y los brazos, pero ella despedía un sudor resbaloso y se nos escurría como un pez.
Hacia el amanecer su cuerpo se sosegó.
Estábamos todos agotados. Nadie hablaba.
A eso de las ocho de la mañana, Estela despertó quejándose suavemente. Le dolía la cabeza y preguntaba qué le pasaba.
La ayudamos a incorporarse y la sacamos de la iglesia, casi cargándola. Nos abrimos paso hasta la calle, eludiendo las miradas de la gente que nos aguardaba afuera. El aire pareció reanimarla y nos pidió que la soltáramos.
—Quiero ir a casa a dormir —dijo, apoyando su cabeza en mi hombro.
Rodeé su cintura y la besé en el pelo.
Alguien había traído un auto para llevarla, pero ella dijo que prefería caminar. Insistí en que subiera, porque la veía muy cansada.
Retrocedió un paso con el cuerpo electrizado. El cabello se le embraveció.
—Te voy a romper la cara —dijo con voz gruesa. Sus labios habían adquirido un color violeta y mostraba los dientes amarillos al reír.
—La llevemos con don Carmen —dijo Sara, como apelando a una última esperanza.
Don Carmen era un curandero que vivía en un rancho detrás de la vía.
La cercamos entre varios y la agarramos. Ella pataleaba y nos tiraba mordiscones que tratábamos de evitar desesperadamente. Creo que todos temíamos que nos pudiera contagiar.
Fue un viaje penoso, la arrastramos en el límite de nuestras fuerzas. Atravesamos un campo a pleno sol por un sendero solitario. Los árboles tenían formas terribles, parecían llamaradas del infierno ondulando en el viento.
Al llegar a la casa de don Carmen, uno de los muchachos la soltó un segundo para llamar. Estela aprovechó el descuido y con un cabeceo de víbora me mordió en el hombro. Fue como si me hubieran quemado con un hierro de marcar hacienda.
Don Carmen salió y nos indicó que la metiéramos adentro.
Pasamos entre un catre con frazadas viejas y trastos de cocina mal apilados sobre una mesada. Arrojamos a Estela en un rincón y nos apartamos. Ella se incorporó mostrando los dientes como un perro.
El viejo se aproximó, rezando con mucha tranquilidad. Sacó un crucifijo largo y se lo mostró. Ella retrocedió insultando y haciendo gestos hasta que chocó con la pared. Se puso en cuclillas y se achicharró.
Salí al patio y revisé mi hombro: me había arrancado un pedazo. La herida no era profunda, pero tenía los bordes negros y despedía un olor dulzón a carne chamuscada.
Doña Sara mezcló en una botella el agua bendita que le quedaba con un poco de alcohol. Embebió un trapo y me fregó.
Pegué un grito.


Mis amigos y yo permanecimos en el rancho. Doña Sara se fue esa misma tarde y no volvimos a verla. Tal vez reconocía la autoridad de don Carmen y no quería interferir.
Por la noche el viejo estuvo un rato largo tirándole a Estela con agua bendita sin mojarla. Después nos encargó a nosotros que la rociáramos y él salió al patio con un cinto de cuero. Lo escuchamos pelear con alguien entre los arbustos, mientras adentro las puertas y las ventanas batían sin cesar y Estela gemía y balbuceaba frases en un idioma desconocido. Don Carmen volvió sudando, empapado.
—El diablo está ahí, en la maleza —nos dijo.
Tres días estuvimos así, sujetando a Estela cuando las pesadillas la sometían y ayudando al viejo con sus conjuros. Casi no dormíamos.
El cuarto día, ni bien amaneció, don Carmen dijo que además del traje de carnaval que llevaba puesto, Estela debía de tener otro escondido. Me pidió que fuera a buscarlo y que se lo llevara.
Corrí a su casa. Sabía que la familia había viajado, pero me colé por una ventana que no cerraba bien y que usaba para entrar sin que los padres se enteraran.
Subí a su habitación y revolví en los cajones y en el ropero. Por fin, colgado de una percha lo encontré. Era un traje rojo de diabla que yo no conocía. Me pregunté en qué momento lo habría usado. Yo estaba de novio con Estela desde hacía dos años y jamás se lo había visto puesto. Lo alcé y partí al rancho de don Carmen.
Cuando llegué Estela yacía dormida en el patio.
Mis amigos avivaban un fuego que habían encendido. Osvaldo le ponía ramitas secas y Juan lo apantallaba con una tapa carcomida de lavarropas. Don Carmen observó el disfraz de diabla.
—Éste es —dijo—. Sujeten a la chica.
Los muchachos y yo nos arrodillamos junto a Estela y la agarramos de los brazos y las piernas.
El viejo se acercó a la hoguera, dobló el traje en cuatro y lo acomodó sobre el fuego. Las llamas lo envolvieron inmediatamente como si se hundiera en el agua y empezó a pegar reventones. Don Carmen tuvo que alejarse para que no lo alcanzaran los chispazos.
Estela abrió los ojos y gritó. Empezó a corcovear. Nos sacudía como a un trapo, pero no la soltamos.
—El fuego llama a este traje —dijo don Carmen—, porque los dos tienen la misma naturaleza.
Y agregó:
—Si mañana la muchacha no amanece curada, está perdida.
Cuando el disfraz se redujo a un puñado de ceniza tornasolada sobre las brasas, Estela quedó exánime.
Don Carmen habló con Juan y Osvaldo. Les pidió que se retiraran y volvieran al otro día.
Esa noche la velé, atontado por los continuos golpes de las ventanas que batían como alas monstruosas. Estela canturreaba, soñaba con los ojos abiertos una música terrorífica. Alguien pulsaba su alma desgarrándola con arcos filosos y antiguos.
Hacia las tres de la madrugada, las paredes empezaron a temblar. Don Carmen, que había permanecido algo apartado, en cuclillas, alzó la cabeza y me miró.
—El demonio arremete —dijo—. No quiere dejarla.
Algunos revoques se desprendieron de la juntura entre el techo y la pared y cayeron sobre nosotros.
Don Carmen, cubierto de polvo, se puso en pie y empezó a golpear el aire con su cinto de cuero.
Fue una noche pavorosa, de formas desconocidas. Otro mundo abría sus puertas. El diablo se estremecía y nos hacía escuchar sus rugidos. A veces, la voz gruesa con que Estela había estado hablando esos días sonaba fuera de su cuerpo, en el patio o en algún rincón de la casa.
Como a las cinco de la mañana, súbitamente, las garras de todo aquel aire demente que nos oprimía se aflojaron. Fueron absorbidas desde una abertura que no logré localizar.
Creo que el golpe de vacío, la ausencia de lo demoníaco, la atmósfera sorpresivamente fresca, fue lo que nos desmayó y nos precipitó al sueño por unas horas.


Los primeros chispazos del alba me hicieron abrir los ojos. Me vi tirado en el piso, junto a la cama de mi novia. No quise ni mirarla siquiera.
Gateé hasta don Carmen, que dormía ovillado, y lo desperté.
La habitación empezó a llenarse de silbos de pájaros y luz blanca.
El viejo se levantó y caminó hasta donde se hallaba Estela. Lo seguí, pero me quedé unos pasos más atrás.
—¿Cómo está? —pregunté.
—Está despierta —dijo él.
Me asomé por el hombro de don Carmen y encontré a una Estela que ya casi tenía olvidada, con el rostro sereno y limpio, aunque exhausto por el trajín de los días pasados.
Extendió su mano para alcanzar la mía. Me aproximé y se la tomé.
Ella murmuró algo que no pude entender; me contempló dulcemente un rato. Después ya no recuerdo.
Don Carmen y Estela cuentan que yo empecé a hablar con una voz gruesa que no era mía.


Así es la milonga

En el cabaruti la joda estaba más o menos. Después las pibas vinieron a morfar con nosotros al camión. Cebaron mate y nos cagamos de la risa. A mí me tocó una macanuda. Meta chupa y baile. A la final, terminamos llorando abrazados, sabé qué cosa, yo le conté de mi mujer y mi hija, de lo que las extraño. Porque te juro, hermano, si hay algo que me revienta del mionca es que no puedo estar más tiempo con ellas. La mina también tenía lo suyo. El viejo que la mataba a golpe y se rajó de la casa con un punto, que a la final la recagó y la dejó pagando en un cuartucho de lo peor. Sin guita para el alquiler ni pa’ el morfi, tuvo que salir a yirar. Uno llega a hacer cada cosas. No te imaginás. Una piba fenómena, fijate. Lo único que había querido en su vida era un compañero y muchos hijos, una casita en las afueras con un gallinero en el fondo. Y mirá cómo terminó. Sí, no me mirés así, es cierto, me lo contó ella. Ahí donde vo está sentado ahora, me pasó un mate y me dijo: “Tu mujer sí que tiene suerte. Debe ser una gran tipa. Me gustaría ser su amiga”. En el cabaré ese, trabaja desde hace dos años, no le va mal. Lo viste. Ese que está sobre la ruta, un quilómetro antes del boliche donde te levanté. Te confieso que al principio no sabía si llevarte o no. Los mochileros nunca me gustaron mucho. En serio. A un chabón amigo que subió a uno de ustede, lo enterraron hace un mes con un buraco en el marote. No, ya sé que no son todo iguales. A vo te vi con esa cara, con lo pelo chorreando, debajo de la lluvia, que pensé, este tipo no puede ser malo. Bah, no mucho, por lo menos. Y qué vacé, así é la milonga. Querés que prenda la radio. A mí me da lo mismo. Estoy acostumbrado a manejar con cualquier cosa. El muchacho que va adelante —hace años que viajamos juntos— dice que yo tengo pasta de camionero. Que pareciera como que, no sé, yo hubiera nacido pa’ esto. Y qué querés que te diga, no es por mandarme la parte, pero tiene razón. Cuando me subo a un camión me trasformo. Soy otro. Siento como que nada me puede parar, como que esto es un camino que no termina y yo me largo con todo como si fuera un tobogán hasta el horizonte y a la final no hay nada. Solamente camino, pibe. Camino, camino y meta camino. A vos te debe parecer una locura. Y sí, un poco pirado estoy; igual que todos, bah. Debe ser por eso que estoy seguro que algún día voy a tener mi propio mionca. Juntando los mangos, en dos o tres años... quién te dice. El muchacho que va adelante me dijo: “Pibe, vos podés tener tu mionca. ¿Sabés por qué? Porque naciste para esto”.
¿Viste a mi familia? Acá tengo una foto. Mirá la nena. Dicen que es igualita a mí, pobrecita. Dió no lo permita. Yo soy más fulero. Aunque así como ves, las minas me dan bastante bola. Un brillo en los ojos me ha dicho alguna. Yo qué sé. Para mí que todos, todos los puntos, hasta el más jodido, tiene su pinta. ¿Cuántos años me das? ¿Cuarenta? No, tengo veintinueve. La panza, puede ser. En el camión es difícil mantenerse. Antes hice de todo. Un tiempo trabajé de fletero. Le llevaba los instrumentos a una orquesta. El que la dirigía era un tano. Macanudo, el tipo. No me acuerdo del nombre. Los iba a buscar a eso de las siete y los llevaba al boliche donde tenían que tocar. Ahí esperaba hasta que terminaran. Tres, cuatro, cinco de la mañana. Un día lo fui a ver al tano y no estaba. Me atendió la mujer. Así, en camisón. Se le veía todo debajo. Le dije que iba a volver, porque era para arreglar la hora del sábado. Me dijo que no, que pasara, que iba a llegar en seguida. Mirá, no sé cómo fue, pero al rato estábamos bailando juntos, bien apretados. El tano no vino; andaba por Bahía Blanca. Yo dormí esa noche con la mina en su casa. Te juro que sentí no sé qué, una especie de culpa. A la final, era la mujer de otro. El tano no tenía idea de nada, el tipo vivía para la música. Cómo tocaba el hijo de, no sabé, tocaba todo y con cualquier instrumento. Era un capo. Le daba a esa especie de trompeta con forma rara que tiene teclas. Sexo, saxo, cómo es. Yo me quedaba igual que un tonto escuchándolo. Ése te sacaba música de las piedras. Te juro, hermano, yo lo quería al tano pero le voltiaba la jermu.

Si yo fui mujeriego al mango. Con la que es ahora mi esposa, estuve diez años de novio. No me decidía, qué querés. Me gustaba de alma el tango, el rioba, que la vieja me cebara mate los domingos. ¿Te embola que te cuente? Si no hablo me duermo, y si te dormís en esta vida, te das la torta con otro mionca. Sabé la de tipos que he visto sacar de cabinas reventadas. Parecían pajaritos adentro de una jaula desarmada, atravesados por lo barrote.
Ahora que te veo al lado mío, me hacés acordar al Luisito, un muchacho que era ¿cómo se llaman esos que tienen los brazos medios duros acá? Estáticos, no, hepáticos, no, tampoco, espásticos, eso; pero éste además tenía los brazos más cortos y las manitos así, que casi le salían de los hombros. No, no lo tomés mal. Me hiciste acordar porque viajó de lechuza conmigo mucho tiempo. Lechuza, acompañante, ceba mate al que maneja, ayuda, qué sé yo. Era un pibe del rioba, no conseguía laburo y me dio no sé qué. Le dije que se viniera, como lechuza. Resultó bárbaro, a la final le tomé cariño, qué querés. Un día lo llevé al cabaruti, ahí yo conocía a todas las minas. Agarré una, la mejor, la más gamba, le di un toco de guita y le dije : “Al pibe me lo tratás bien. Pero bien bien, nada de una cosa así nomás. Le hacés la francesa, la completa, el 69, lo que él quiera. Te lo dejo. Yo vengo a buscarlo más tarde”. A la noche , cuando volví, Luisito estaba frapé frapé, enloquecido. La mina vino a verme y me reconoció: “La verdá, que el pibe se pasó, es un fenómeno. Hicimos de todo”.
Después, Luisito la quería seguir. Vamo a otro cabaré, decía. No estaba cansado, el loco. Todavía me acuerdo, con las manitos así, como alita. Era un espetáculo.
Ahora está metido con un puto, un homosesual. El tipo le garpa todo. Una vez lo llevó a Mendoza, le pagó alojamiento, comida, todo. Y el viaje en avión. Y allá, vos sabé, se peliaron. Y Luisito que le decía que le diera para el pasaje de vuelta, que se quería volver. El coso estaba desesperado. A la final se arreglaron. Que espetáculo. En qué andará ahora. Sé que sigue con el homosesual que lo mantiene, pero de vez en cuando, se voltea una mina.
Quevasacé. En la vida tenés que hacer cosa que a lo mejor no te gustan. No todo sale como esperás. Así como me ves, a mí también... Qué, te dormiste. Eh, muchacho... Como un tronco. Y bueno, mejor que no escuchés lo que iba a contar. La naturaleza es sabia, porque si no... Yo también me he metido en cada una.
En fin, qué vida esta. No sabés cuándo volvés a tu casa. Ahora en Palpalá, por ahí engancho otro viaje y después de ése, otro y otro. Y ya que estás, te conviene agarrar; pero yo igual, por adentro estoy deseando que no se dé nada, así vuelvo y veo la flía. La última vez, el único que salió a recibirme fue el perro. Y qué querés, nadie me esperaba; hacía dos meses que no me veían el pelo. No reconocieron ni el motor del mionca. Me quedé ahí como media hora en la puerta, acariciando al perro, pensando cómo encontraría todo. Me daba vergüenza entrar, no sabía qué decir. Dos meses es un toco, hermano. Y yo que no escribo mucho. Capaz que había otro punto que ocupaba mi lugar. Sabía que no podía ser, pero pensaba que me lo habría merecido. Igual hubiera armado un escándalo de la samputa. Me veía, che, como si estuviera pasando, sacudiéndole un roscazo a mi mujer, y acogotándolo al punto mientras la nena lloraba a grito pelado. Por suerte, nada que ver. Vos sabé, abrí la puerta y entré. Estaban las dos solitas mirando televisión. Ni bien me vieron corrieron como locas a recibirme. Papi papito, gritaba la gorda. Nos quedamos los tres ahí abrazados, qué sé yo cuánto tiempo, llorando a moco tendido como infelice. Estaba tan embalado que les prometí por todo lo santo que había sido mi último viaje, que los mango que traía poníamos un almacén en el cuarto de adelante y a otra cosa. Después qué querés, se enfrió todo, me hice el sota y no se habló más del asunto. La verdá, que yo no puedo vivir sin el mionca. A mí me hacés quedar en la casa y me muero. No sé ni arreglar un enchufe. A mí me gusta esto, aunque a vece chille. Soy más piantado... ¿Sabé por lo que se me da? Te vas a reír, pero cuando estoy solo me trasformo. Te juro, soy un mostro. Entonces meto la pata a fondo, y me importa un carajo la carga o el camión. Lo único que necesito es camino. Camino hasta el horizonte y que cuando se termina el mundo, no haya nada. Un precipicio sin fondo.
Es tan rara la vida. Qué vacé. Ah, te despertás. Muy bonito. Yo te levanto para conversar un rato y vos te dormís como un marmota. Pero no importa, la naturaleza es sabia. A veces hablo por de más. ¿Te animás a calentar agua para hacer unos mates? Por lo menos, voy a tener un lechuza hasta que te bajés, como cuando me acompañaba Luisito. Total, vos vas hasta Palpalá; después, sabe Dió. Capaz que me subo otro lechuza para charlar. Qué vacé. Así es la milonga.



Flores

Yo era profesor de Castellano en la Escuela Normal y a mediados del ochenta, en el segundo año A del bachillerato, tomé una prueba escrita de análisis sintáctico. Al devolver las hojas corregidas sobró una. Los alumnos me dijeron que ese nombre no correspondía al grupo. La evaluación, que había sido reprobada, llevaba la firma de un confuso Juan o José Flores. La guardé dentro de mi portafolios.
Por las dudas, en los días sucesivos pregunté en otros cursos: todos ignoraban su origen. Repasé las listas; en vano. Nadie apareció con ese apellido.
No me sorprendí demasiado. Un escrito aplazado era quizá eludido hasta por su propio dueño. Probablemente abusando de mi ignorancia acerca de los integrantes de cada grupo, alguien había firmado con seudónimo previendo el resultado fatal.
Hacia septiembre, volví a examinar al segundo año. Corregí los trabajos y me encontré —creo que lo esperaba— con otra hoja firmada por Flores. Tampoco esta vez había aprobado.
No llevé a cabo más pesquisas. Ahora estaba seguro de que Flores pertenecía al segundo A. Haber encontrado dos veces un trabajo suyo entre las evaluaciones de ese grupo lo confirmaba. Sospeché que se trataba del nombre apócrifo de algún bromista que había hecho dos pruebas. Una, firmada con su verdadero apellido para obtener un concepto real; la otra, que debía atribuirse a una sombra —Flores—, y que era entregada con el solo propósito de perturbarme.
Durante un recreo, mencioné el episodio en el buffet del colegio, delante de mis colegas. En ese momento el comentario no produjo ningún efecto. Nunca se escucha realmente lo que dice el otro, salvo que el discurso sea por mera casualidad el que uno mismo está por decir.
Cuando ya iba a entrar al aula, sentí que me aferraban del brazo para detenerme. Era una preceptora.
Se la veía nerviosa.
—Sin querer —murmuró— he oído lo que relató en el bar.
Le dije para tranquilizarla que no tenía la menor importancia.
Ni siquiera intentó escucharme y empezó a hablar:
—Había hace tiempo, en segundo A, un chico Flores que nunca aprobó Castellano. Era voluntarioso y estudiaba mucho, pero sus deficiencias —mala escuela primaria o falta de cabeza, se ve— le impidieron eximirse. Una tarde cuando venía hacia aquí a rendir examen por quinta o sexta vez, lo atropelló una camioneta y murió. Fue la única materia que quedó debiendo para siempre.
La narración era algo melodramática. Sin embargo, la mezcla de ambigüedad y precisión entre aquellas coincidencias me inquietó por varias semanas.
Ese verano, tomé la evaluación final en segundo A. Busqué la de Flores y la aprobé sin leerla. Al día siguiente, la dejé sobre el pupitre de un aula vacía.
Ya no volví a saber de mi inexistente alumno. Deliberadamente, deseché una última explicación posible: la intervención de algún familiar o amigo íntimo del difunto, que cursara en la escuela y hubiera prometido cumplir póstuma y simbólicamente su voluntad truncada.
Para mí (y para la sombra) había una sola realidad; Flores, ese año, se eximió en la materia que lo había fatigado.


El animal

Miro el flaco arroyo que atraviesa mi propiedad y rueda hasta el camino. El agua se empoza en los remansos solitarios revolcando espuma. No queda ni una de las truchas que sembré. Estoy arruinado.
Hasta hace algunos meses, yo me perfilaba como un promisorio hombre urbano, habituado a realizar civilizadas llamadas telefónicas desde una oficina y a dejarlo ganar a mi jefe en el squash todos los sábados a las nueve de la mañana. Esto último resultaba arduo porque jugaba muy mal y me costaba perder sin que se diera cuenta. Creo que él algo sospechaba, porque después de los partidos se ponía desagradable.

—Hoy tenés almuerzo de trabajo —me dijo, sacudiéndose el pelo mojado al salir de la ducha.
Yo odiaba esos almuerzos y él lo sabía. Cuando comía me gustaba pensar en la comida y no en el trabajo.
—¿Hoy? —repetí.
—Con el gerente de la sucursal 19 —agregó envolviéndose en su toalla.
No me gustaba el gerente de la sucursal 19. Además ya había hecho planes con una amiga.
—¿Cómo terminó el partido? —inquirió luego mi jefe con aire distraído, echándose desodorante.
Él se acordaba perfectamente, pero yo igual le informé que me había vencido por siete puntos.
—Vas a tener que entrenar más —concluyó.
Supongo que, en el curso de varios años, fui llenando un gran tacho de basura con situaciones similares; hasta que un acontecimiento fortuito me reveló que aquella vida me tenía harto. Recuerdo la imagen exacta que finalmente me decidió, como si la hubiera filmado y la observara en mi televisor todas las noches antes de acostarme. Esa mañana, mientras me dirigía a la sucursal 19 a recoger al gerente, se produjo un embotellamiento y quedé atrapado con mi auto. Avanzábamos a razón de treinta metros por hora, hasta que nos detuvimos definitivamente.
Salí y miré la avenida a la distancia. Los te­chos de los vehículos parecían las escamas de una serpiente interminable.
Al rato nos hallábamos todos afuera, conjeturando cuál sería el problema.
Un hombre atrás de mí dijo que los obreros de la compañía de teléfonos estaban abriendo la calle.
Después de cuarenta minutos de espera, cerré mi coche y caminé hasta un parque.
Descubrí a unas muchachas jugando al hockey; me senté en un morro a observar. En realidad no atendía al partido sino a las piernas. Había una chica muy hermosa, con su pantalón corto blanco y el cabello largo recogido por dos delgadas trenzas laterales. Yo la seguía por donde se moviera. De pronto, robó una pelota en el medio campo y empezó a correr hacia el arco contrario. Sé que no va a sonar razonable, pero cuando hizo aquel amague para esquivar a una jugadora rival, yo tomé la resolución de irme de la ciudad. Es que ella torció el cuerpo y se apoyó totalmente sobre una sola pierna. Y en el muslo radiante y en la rodilla se le marcó una tensión de animal libre y salvaje. Me pareció terrible mi destino de mutante pálido entre los edificios, comprendiendo por casualidad y gracias a una rodilla que yo también era un animal. No lo pensé más. Al día siguiente renuncié a mi trabajo y me vine al monte, confiado en que podría subsistir y sería feliz con cualquier cosa que hiciera.

La inversión inicial fue mala: adquirí treinta hectáreas de cerro con árboles frutales viejos y exhaustos. Había ya una casita de dos habitaciones y un baño, que yo acondicioné para acomodarme. Cambié el auto por una camioneta y empecé a ocuparme de mis árboles. Era agosto; las plantas dormían y comenzaba la época de poda.
Contraté a Severo, un hombre que vivía a dos cuadras con su familia. Compré las herramientas que él me indicó y cortamos las ramas inútiles de los frutales de toda la plantación.
A los tres días se vino el norte, un viento seco que sopla cerca del trópico en precordillera y que eleva la temperatura hasta los treinta grados en pleno invierno.
Bajó por la barranca, hizo bramar las chapas de mi casa durante una noche entera y dejó el cielo de un azul encerado. Yo me admiraba viendo los pequeños pimpollos estallando sin cesar. En menos de una semana todos los durazneros y los ciruelos estaban florecidos.
—Mire, mire —le decía a Severo, señalando los manchones rosas y blancos—. ¿No es una maravilla?
—No crea —comentaba—. El invierno no terminó.
El norte duró casi catorce días. Luego aparecieron algunas nubes sobre los cerros del sur. En una tarde se nubló todo y los colores del invierno cayeron de nuevo sobre las cosas.
El frío achicharró las flores como telas viejas.
—¿Y esto? —le pregunté a Severo, bastante inquieto.
—No vamos a tener fruta este año —dijo él.
La cosecha se había arruinado.


Una noche volvía en mi camioneta cargando unos postes para alambrar la parte de arriba, porque las vacas y los caballos vecinos entraban a pastar y rompían unas plantas de recambio que habíamos puesto. Al bajarme para abrir el portón, descubrí a un hombre recostado contra el sauce de la entrada.
Vino hacia mí y se presentó como el ingeniero González. Dijo que vivía más abajo.
No pude verlo bien, pero por el volumen de su cuerpo y la forma de desplazarse, me pareció una persona mayor.
—Severo me contó que andaba preocupado por la fruta —dijo—. Se me ocurrió que podía pasar y sugerirle una idea.
Lo invité a entrar a la casa.
—Tal vez en otra oportunidad —se excusó.
Sacó un paquete de cigarros y me ofreció uno.
—La fruta ya no tiene remedio —explicó—. Es poco lo que se va a salvar. Pero en estos terrenos se pueden hacer muchas cosas. Es zona de vertientes, especial para criar truchas. Hay una con buen caudal que pasa justo en medio de su propiedad.
Hablaba de un arroyito con aguas claras y frías que nacía en la parte oeste de mi campo.
Yo estaba ya bastante vapuleado por el viento norte, así que González no necesitó demasiados argumentos para convencerme. Más, por cómo lo planteaba él; era cuestión de fabricar unos piletones de piedra y cemento, meter los alevinos y sentarse a esperar algo menos de un año, hasta que adquirieran los veintidós centímetros de largo aproximadamente, es decir, un “tamaño comercial apropiado” (me gustó esa expresión).
A la mañana siguiente, después de no dormir esa noche haciendo cálculos, bajé al pueblo y busqué todo el material disponible acerca de la cría de truchas.
Salvo algunas pequeñas imprecisiones, los datos que me había dado González eran correctos.
Hablé con Severo y nos pusimos a trabajar. Elegimos uno de los pocos sitios parejos del campo para armar tres piletones escalonados. El agua caería al primero, lo llenaría y antes de alcanzar el nivel máximo se volcaría por un caño al segundo, y mediante el mismo mecanismo, al tercero.
Empleamos un mes en la obra. Hubo también que desviar hasta allí el arroyo con un canal de veinte metros más o menos.
Todas las noches, mientras duró la construcción, me acostaba rendido, descubriendo en mi cuerpo músculos desconocidos que se hinchaban de golpe con gran dolor.
Debo confesar que me gustaba aquello: llegar al límite de las fuerzas, sentir la piel mojada, tomar un respiro entre balde y balde de portland y mirar hacia el monte, que chorreaba colores y luz.
Cuando largamos el agua y todo funcionó a la perfección, no pude contener un grito de alegría.
Compré dos mil alevinos en la estación de piscicultura y los llevé hasta mis piletas, en cuatro grandes bolsas de plástico, parecidas a las que dan en los acuarios para los peces domésticos.
Vi a mis minúsculas truchas desaparecer en los piletones. Ése fue uno de los raros contactos que tuve con ellas.
La trucha es un pez arisco, voraz, con una forma especial para lograr velocidad y músculos terribles que remontan una corriente vertical de miles de litros por segundo. Parece un animal preparado por expertos en un laboratorio secreto; el prototipo fórmula uno de los peces. La única condición que pide para sobrevivir es agua limpia y oxigenada. Si el agua donde vive se enturbia, emigra. Si no puede emigrar, muere.
Pero yo no debía temer. Mi rebaño estaba dispuesto en partes iguales dentro de las tres piletas. El manantial tenía un caudal más que suficiente para darles la oxigenación necesaria; el agua nunca desbordaba, se derramaba por un caño (tapado por una red de alambre para que no escaparan) y así alimentaba sucesivamente todas las piletas, hasta que quedaba libre y se despeñaba por el barranco.
Llegó el verano y empezaron las lluvias. Con Severo pasábamos lentas tardes en la galería de mi casa, esperando una tregua de las tormentas. Cuando escampaba, corríamos como locos con nuestros machetes a desmalezar el cerro. Diez, quince minutos trabajábamos con fiebre de máquinas y otra vez se largaba una lluvia torrencial que nos obligaba a volver.
Las piletas se hallaban a unos cien metros de la casa; al alba yo les llevaba de comer a las truchas. A veces permanecía horas completas bajo la llovizna, contemplando cómo hacían hervir a borbollones la superficie cuando les arrojaba la comida. En las orillas crecían unas begonias que daban flores de nácar y selvas de helechos culandrillos, con hojas como manchas de acuarela suspendidas en el aire. Del arroyo emanaba una luz lánguida y dulce que me provocaba adicción y me dejaba doliendo el pecho largo rato.
Aquel día, preparé un balde lleno con lombrices y lacatos y otro con alimento balanceado y caminé hasta el criadero. Lo primero que noté fue un cambio en la topografía. Faltaba algo. Conté los árboles y me pareció que estaban todos. Entonces descubrí justo sobre la primera pileta una extensión de más o menos treinta metros cuadrados completamente pelada. No había ni un yuyo. Como si alguien hubiera herido al cerro, dejándolo sangrar toda esa arcilla roja. Durante la noche se había desmoronado parte de la ladera y el aluvión había caído justo encima de mis truchas, que agonizaban. Eso no fue todo: el volumen de agua había superado las posibilidades de contención de los recipientes y el cemento cedió. En los tres piletones se abrieron enormes rajaduras y el nivel bajaba minuto a minuto. Esa tarde las truchas que aún seguían vivas chapoteaban en los pequeños charcos marrones.
Sentí ganas de llorar.


Por la tarde fui a ver a mi vecino ingeniero. Le conté la desgracia, creo que con cierto tono de reproche. Él escuchó mi relato y después se hizo un pesado silencio.
—Quiero vender el campo —anuncié. Lo dije como exigiéndole ayuda.
González chupó el último humo del cigarro y lo dejó salir tranquilamente por la nariz y por la boca.
—Va a ser difícil —dijo.
—¿Por qué? —la voz se me quebró por los nervios—. Usted mismo decía hace unos meses que no hay mejor lugar que mi barranca para la cría de truchas.
—Y es cierto —concedió—. Pero hay que buscar quien necesite criar truchas. ¿Usted conoce?
—No —suspiré y miré los cerros—. No conozco.
González me palmeó la espalda.
—El dinero es una cosa y la tierra es otra. Con el dinero usted elige y compra lo que se le da la gana. La tierra hay que trabajarla y no siempre rinde. Qué va a hacer. Este país es así. Por eso pocos se desprenden de la plata.
—Sí —dije yo.
—¿Por qué no hace algo, mientras no aparece comprador? Ponga los peces que quedan vivos en la parte del arroyo que no está sucia. Ciérreles el paso con una rejilla, arriba y abajo. Eso no cuesta mucho.
Decidí hacerle caso.
Fuimos con Severo a los piletones y trasladamos a puñados las truchas que ya se estaban asfixiando. Lo más rápido que pude, soldé dos pedazos de alambre tejido a unos marcos de hierro y los coloqué en ambos extremos de mi propiedad, sujetos entre unas rocas del arroyo.
En los días siguientes me pareció que no quedaban demasiadas, aunque no podría asegurarlo porque sus siluetas alargadas se confunden fácilmente con las sombras del fondo. A veces alguna se asustaba y relampagueaba contra la corriente. Entonces me invadía un entusiasmo nuevo y fresco, que se iba desvaneciendo a medida que subía y bajaba por la vertiente y no lograba verificar más de tres o cuatro.
Trataba de consolarme pensando que en la ciudad, por cada rata que uno ve hay nueve escondidas. Con suerte, la misma proporción valía también para las truchas.
Para tranquilizarme un poco, hice un pequeño dique de piedras y, en varias jornadas de trabajo y porrazos, logré arrearlas hasta allí y les vedé las salidas. Había cerca de cuarenta.
Sin embargo los problemas no acabaron.
Una tarde de febrero, mientras cebaba mate y contemplaba una bandada de tucanes que visitaba mi finca, me llamó la atención que Severo recorriera insistentemente el estanque con expresión afligida. Me acerqué.
—Es raro —me dijo—. Han desaparecido por lo menos quince truchas.
Consideré la posibilidad de pescadores furtivos, pero la deseché en seguida. Yo apenas me movía de casa para hacer las compras y los habría visto o escuchado.
Eso fue un domingo. El martes faltaban otras diez. El jueves quedaban cinco. El viernes, sólo una. No podíamos entender qué sucedía. Vigilábamos permanentemente, pero ellas se desvanecían así como así, sin dejar rastros. No hallamos ni una sola trucha muerta.
El sábado, con las primeras luces, fuimos a ver y el dique estaba vacío. Me parecieron las aguas del fin del mundo, deshabitadas y frías. No sé si un amor perdido pueda producir mayor tristeza que un criadero de truchas sin truchas.
Pero encontramos finalmente una pista. Algo así como la firma que revelaba el misterio: el ladrón había dejado sus huellas en una parte arenosa de la orilla. Según Severo, se trataba de un mayuato, un animalito de medio metro de largo, similar a la comadreja, muy hábil con las patas delanteras. Él había pescado a manotazos todas las truchas. Nunca he visto personalmente un mayuato, pero me lo imaginé haciendo una siesta panza arriba, aprovechando la sombra de algún cochucho. Me pregunté por qué injusticia de la naturaleza se habrían extinguido el tigre dientes de sable, el megaterio y el gliptodonte y no el mayuato.
Hice mentalmente unas cuentas: al llegar tenía doce mil pesos. Seis mil había costado el campo. Mil quinientos se me habían ido en construir los piletones, que ya no servían. Quinientos, en desviar el arroyo; doscientos en los alevinos; otros doscientos en alimento; setecientos en el trabajo de Severo. Dos mil en materiales y en gastos para mantenerme. Me quedaban más o menos mil, para atrincherarme cobardemente en mi casa y resistir tres o cuatro meses.
Severo comentó:
—El ingeniero González dice que unas colmenas abajo de los frutales andarían muy bien. Por las flores.
Empuñé con rabia el machete y empecé a dar golpes contra las plantas.
Las hojas húmedas por el vapor del arroyo volaban unos centímetros y caían sobre nosotros.
—¡Qué colmenas ni mierda! —grité—. Voy a mandar todo al diablo y se acabó.
Severo me contempló con pena. Aguardó a que me serenara y dijo:
—Venga.
Me condujo más allá de los piletones, cerca de un bosquecito de nogales.
—La otra tarde —explicó—, cuando usted había ido al pueblo para comprar mercadería, se agarraron un león y un tigre. El león venía escapándose, y el tigre por atrás. Lo alcanzó justo allí —señaló unas cortaderas—, y empezó a zarandearlo del cogote, hasta que lo mató.
Miré el sitio donde las fieras se habían revolcado estragando el monte. Había arbustos destrozados por todas partes, troncos de dos y hasta tres pulgadas de espesor partidos en varios pedazos, como si en el lugar hubiera caído una bomba. Pregunté a Severo por qué habían peleado.
—Es que si el bicho no encuentra qué comer caza cualquier cosa, hasta leones.
El bicho es el nombre que le da la gente al jaguar.
A través de las hojas de unas ramas rotas, vi los huesos del puma que brillaban con una blancura pegajosa. Cuando los pájaros no cantaban, el denso zumbido de las moscas me hacía temblar las orejas.
Me parecía increíble: esos dos animales peleándose para sobrevivir, a escasos metros de la casa.
Imaginé sus músculos, los cuerpos estirándose en cada salto, y recordé a aquella chica en el campo de hockey, con la rodilla acumulando fuerza en sus hermosos tendones. Pensé en volver a la ciudad (sólo por unos días), buscarla y proponerle matrimonio. Y lo dije en voz alta.
—¿Cómo? —preguntó Severo.
Me agaché y arranqué una hoja de menta. La desmenucé entre mis dedos. Después arranqué otra y mordí un pedazo. La mastiqué. No estaba nada mal el gusto de la menta silvestre en mi boca.
En silencio, miré a Severo durante unos segundos. Por fin le pregunté:
—Exactamente, ¿qué dijo el ingeniero sobre las abejas?


El hospicio de Crostide

X era un poeta famoso (especialmente después de publicar El hospicio de Crostide). Yo acababa de llegar a la ciudad y me recibió en su casa, gracias a un pariente que teníamos en común.
Alguien me había advertido que estaba loco. No le di mayor importancia, considerando que los escritores por una cosa u otra son raros para casi toda la gente. Sin embargo, confieso que su aspecto me impresionó.
Estaba sentado en un sofá, ovillado como un feto dentro del útero, consumido y tembloroso.
Nos presentaron y tuve que recoger su mano fría y huesuda de entre sus piernas, porque no tenía fuerzas siquiera para levantarla hasta la mía.
Me senté enfrente y quedé en silencio. Pensé que no había notado mi presencia, pero me equivoqué. Cuando su hija se fue a preparar el té a la cocina, X, aún sin mirarme, dijo:
—Así que usted escribe.
Un poco torpemente asentí y agregué que había leído sus obras y que lo admiraba mucho.
Él creo que rió o tosió:
—Con toda seguridad, El hospicio de Crostide le parecerá mi mejor poema.
Otra vez afirmé, pero como percibí cierta ironía en el tono de voz, hice un comentario cauteloso:
—Siempre lo he asociado con el Kubla Khan, de Coleridge.
Permaneció callado por un rato. Temí que se hubiera molestado y estaba a punto de cambiar el tema, cuando escuché:
—Es curioso; antes nadie lo había observado.
Le pregunté a qué se refería.
—Kubla Khan fue un sueño; El hospicio de Crostide, también. Sólo que nunca quise revelarlo.
Lo que contó a continuación (tal vez porque presentía el final) figura entre las historias más increíbles que haya oído hasta hoy:


Hace tiempo, soñé un poema. Palabras más o menos, era lo que después se conoció como El hospicio de Crostide, con mi firma. Desperté y lo escribí de un tirón: a diferencia de Coleridge (afortunada o desafortunadamente), yo no sufrí interrupciones y pude recordar casi todo.
Algunos meses más tarde (ya había aparecido el poema en varias revistas) volví a soñar otro texto. Decía: “Cite la fuente”.
Reflexioné sobre el significado del mensaje, pero no llegué a ninguna conclusión.
Durante dos semanas soñé lo mismo, en papel negro y letras blancas: “Cite la fuente”, repetía. La última noche, se añadió: “Usted no es el autor de El hospicio de Crostide”.
Entonces comprendí, sólo que no podía creerlo. Alguien o algo me exigía que reconociera públicamente el verdadero origen del poema.
Recordé que cuando lo leí por primera vez, abajo aparecían tres palabras que podían haber sido una firma. En aquel momento, no les presté atención porque carecían de sentido. Es cierto que El hospicio de Crostide está lleno de versos extraños cuyo significado desconozco y que memoricé perfectamente sin dificultad; pero quizá se haya debido a que el ritmo o una fuerza interna y misteriosa los hacía necesarios.
En cambio, esas tres palabras que le digo no tenían que ver con el todo de la composición, y presumo que por ese motivo las separé involuntariamente de ella*.
Hubiera podido admitir que El hospicio de Crostide había sido un sueño y hasta que estaba firmado por un nombre que olvidé. Eso no habría quitado mérito a “mi” obra; más bien la habría dotado de una atmósfera muy adecuada. Además, creo que quienes pedían del otro lado que citara la fuente, se habrían conformado.
Sin embargo, no lo hice.
Razoné que lo soñado no podía ser sino parte de mí. Era ridículo suponer un mundo onírico autónomo. De cualquier manera, el poema me pertenecía e igualmente los reclamos posteriores.
Tuve, claro, algunas dudas sobre la seguridad de mi lógica y un poco de remordimiento. Si existía realmente el sueño como dimensión distinta y El hospicio de Crostide provenía de ella, yo estaba cometiendo una injusticia. Pero, ¿qué podía hacer si no afirmarme en la vigilia?
Hubo también, confieso, una vanidad caprichosa en mi decisión. Me molestaba que un sector subordinado se rebelara y planteara exigencias. No me lamento (el capricho es lo que decide el destino de los hombres); pero esa actitud ocasionó mi perdición.
Pocos días después, en otro sueño, recibí el último mensaje: “Se le suspenderán los servicios, hasta que se lo juzgue y se resuelva su caso”.
Usted ríe y es comprensible. Tampoco yo lo creería si no lo estuviera viviendo. Voy a ser breve para que mi relato no produzca una situación embarazosa entre nosotros.
Desde entonces se cumplió lo que me habían informado: no volví a soñar.
Hace dos o tres noches, apareció en breves y claras imágenes (como siempre, papel negro y letras blancas) un texto que creo definitivo. Decía así. “Ha sido encontrado culpable de falsía y sentenciado. Prepare sus cosas. Iremos a buscarlo próximamente”.


Aquella tarde, X no habló más. Bebí el té que nos sirvió su hija y conversé con ella sobre asuntos cotidianos.
El anciano, que no había abandonado su posición fetal, pareció dormirse con los ojos abiertos. Se detuvo por completo el temblor de su cuerpo; con la mandíbula caída, empezó a emitir ronquidos lentos y largos.
—Discúlpelo —dijo la muchacha—. Está muy enfermo.
Consideré ése un buen momento para retirarme y me excusé pretextando que era recién llegado a la ciudad y debía hacer algunas diligencias.
Salí con la sensación de haber sido víctima de una broma literaria; pero esa noche algo sucedió.
Como de costumbre, calenté agua en el cuarto de la pensión y preparé unos mates. Luego de tomar tres o cuatro, puse la alarma del despertador y me acosté. Tardé en dormirme; tanto, que me extrañó cuando comencé a soñar con X.
Apareció rodeado de unas figuras vivientes e imprecisas. Marchaba con ellas hacia un lugar oscuro. Una caverna o alguna profundidad similar. De pronto, se desprendió de sus guardianes y vino hasta mí. Acercó su cara, susurrándome: “Me llevan para que pague mi culpa”. Algo parecido a un remolino lo absorbió y las imágenes se diluyeron.
Me desperté muy agitado, empapado por el sudor.
A la mañana siguiente, la noticia consternó a la población: X había muerto de un paro cardíaco.
En el velorio, mientras contemplaba sus ojos que no habían podido cerrar, sentí un escalofrío. Pensé en Macbeth, que había asesinado el sueño, y en Coleridge, quien había admitido a tiempo la procedencia del Kubla Khan, para que se le perdonara el haber escrito sobre lo desconocido.



Salamanca

Los dos hombres llegaron a la parada del colectivo.
El refugio era como muchos otros: un cuartito de ladrillos sin revocar y techo de cinc. Adentro, había un viejo que gesticulaba y parecía hablar con un compañero invisible.
Se miraron y sonrieron.
El más joven pensó que tenía tiempo antes de que pasara el ómnibus y, sorteando los arbustos espinosos, se dirigió atrás de la casilla para orinar.
Apoyó una mano en la pared y con la otra se desabrochó el pantalón. Concentrado en el charco que iba creciendo a sus pies, apenas percibió las risas y la música: de pronto alzó su cabeza y se vio en medio de la fiesta.
Volvió la vista hacia abajo y comprobó que la tierra mojada del suelo se había convertido en piso embaldosado.
Algunas parejas habían dejado de bailar y lo observaban divertidas. El muchacho reparó en su incómoda posición y, venciendo el asombro que lo paralizaba, acomodó sus ropas. Hizo una mueca como disculpándose y se metió entre los invitados. Necesitaba encontrar un sitio tranquilo para reflexionar sobre lo que había sucedido.
Sentado en un sillón, mientras miraba la fiesta, intuyó que la explicación de aquel fenómeno no estaba a su alcance. Por el momento, se hallaba en una especie de bolichón lleno de gente que se movía al ritmo de cumbias.
Distinguió, entre los huecos de una pareja que iba y venía por la pista, algo que acabó de confundirlo: el viejo que había visto en la parada hablando solo. Continuaba haciendo los mismos gestos, con igual expresión de seriedad. Un grupo de personas tapaba a su posible interlocutor. Se inclinó un poco y asomándose logró una mejor perspectiva.
Conversando con él, vio a un individuo de edad indefinida, quien al descubrirlo en esa postura singular, lo saludó correctamente. Perturbado, el muchacho tornó a sentarse como antes.
Aquel hombre tenía algún rasgo que lo ponía nervioso. La sonrisa, el mentón; los cuernos, quizá. Mientras confirmaba con terror su identidad, el diablo se apersonó ante él y lo saludó de nuevo.
No le quedó otra alternativa que responderle.
—Permítame. Voy a presentarme. Soy el dueño de casa.
—Mucho gusto —dijo el muchacho sin atreverse a mirarlo a la cara.
—Espero que no le haya molestado el modo de invitarlo. Lo vi ahí tan solo... ¿Puedo sentarme?
El otro le hizo lugar.
—Está linda la fiesta, ¿no?
—Sí, señor.
—¿Usted no baila? Puedo relacionarlo con alguna señorita, si quiere.
—No, no; gracias. Después.
—Es sólo una fiesta familiar —dijo el diablo—. Diviértase.
Y levantándose, desapareció de golpe.
El muchacho, al verse libre, preguntó dónde estaba el baño y le indicaron un pasillo, escaleras y una pieza al final.
Sin pensar, fue hasta allá; entró y decidió terminar lo que había empezado rato antes. Cerrando los ojos con fuerza, escuchó el chorro contra el agua estancada. Se sintió aliviado. Cuando abrió los ojos otra vez, vio el muro de ladrillos y el charco que iba absorbiendo la tierra seca. Alcanzó a oír los últimos sonidos de su nombre en la voz del compañero que lo llamaba. Cerca tronaba el colectivo. Componiéndose, corrió hacia la parada a los tropezones.
El vehículo frenó y los dos pasajeros subieron.
Ya en el interior, acomodado en un asiento, el muchacho contempló a través de la ventanilla al viejo que seguía hablando solo.
El coche se puso en movimiento y su amigo hizo un comentario gracioso acerca de aquel loco, que él no festejó.


Quería taparla con algo

a Gabriel Aramburu
En otra ocasión no lo hubiera hecho, pero aquel día se me mezclaba de todo un poco en la boca. Desde hacía tiempo había querido parar con los amargos de la mañana que me dejaban un gusto seco y áspero las veinticuatro horas, y no tenía voluntad. A las diez, donde me agarrara, dejaba el laburo, en la tuerca que fuese y me iba hasta el calentador en el cuarto de atrás y ponía la pava. Me pellizcaba los brazos por flojo, mientras se calentaba el agua, y prometía que al otro día dejaría por lo menos durante un mes. Eso por un lado. Además, la idea que me agarró con unos huevos fritos que había morfado la noche anterior y el frío que chupé en la cama, porque yo duermo en calzones y medio destapado y en el bajo hace un tornillo que mejor no hablar. Después que la mañana estaba así, bien cargada de nubarrones, como de tormenta que no se decide y hacía mucho que no llovía y yo esas mariconadas del tiempo no las aguanto, esos días me ponen medio loco, no sé por qué será.
Bueno, al grano; era invierno y ya se sabe lo que es eso. En la canilla del depósito el agua no sale, se hace hielo dentro del caño.
A las ocho, yo estaba parado frente a una de las máquinas rotas que habían traído, con las manos en los bolsillos, y escuché los gritos que venían de las duchas. Me pareció raro, quién iba a estar bañándose a esa hora. No tenía ni medio de ganas de moverme, pero fui a ver.
A medida que me acercaba, escuchaba más fuerte las voces que retumbaban en el galpón. Entré y vi al Pescado y a la Espiroqueta completamente desnudos, aullando y cagándose de risa bajo el agua helada de las duchas. El polvillo que levantaban los chorros al golpear contra el alisado era tanto, que no se veía un carajo; pero por los gritos supe que no estaban solos. Cerca del desagüe descubrí otro par de piernas.
Ni se habían avivado de mi presencia, tan entusiasmados que estaban salpicándose y diciendo huevadas.
Me di vuelta para irme y al girar el zapallo, noté algo raro. Me frené, miré bien y la vi. Una mina, joven, apoyada en la pared, con cara de susto, pero no por estar allí, era un susto que traía de antes; le venía de adentro. Estaba en pelotas, las manos a los costados dobladas y duras de frío, igual que los pies; me impresionó su blancura y las tetas chatas. Nunca había visto unas tetas así, era como si ella no se diera cuenta de que las tenía, ni de que era mujer. No te puede calentar una mina que parece estar en otra parte. Las tetas, el culo, la concha, estaban bajo el agua; pero ella no, vaya a saber qué bicho le picaba, con esos ojos como dos de oro.
De reojo calé a la Espiroqueta y al Pescado que cantaban abrazados un tango y disimuladamente agarré a la mina del brazo y la tironié hacia afuera, yo qué sé, para taparla con algo y después veremos.


Yo estaba saliendo con la mina de la mano. Tengo patente la imagen de las huellas mojadas de mis botas y de sus pies desnudos sobre el alisado y di un sobresalto al sentir un puño como tenaza alrededor de mi muñeca.
—¿Dónde va, Tucán?
Era el Rinoceronte, el dueño de las piernas que sobraban, en pelotas también y chorreando agua. Me había jodido.
—Suelte —le dije, llevando la otra mano al bolsillo del overol, donde guardaba la francesa.
—Que yo sepa, no es su turno.
Cuando uno entraba a trabajar a los talleres del ferrocarril, no se salvaba de que le midieran la verga. Venían dos o tres comisionados con un centímetro y se fijaban el largo y el grosor. Según eso, el nuevo ocupaba un lugar en la lista del personal que se seguía religiosamente en el caso de que se consiguiera una mina.
—No es el turno de nadie —dije—. Esta mujer se escapó del loquero.
Estábamos hablando fuerte y el Pescado y la Espiroqueta aparecieron en el umbral.
 —¿Qué pasa? —preguntó uno.
—Que el Tucán se quiere llevar la mina —dijo el Rinoceronte.
El Pescado se vino al humo. Puso su jeta frente a la mía y me puteó. Era una cara rara, tenía párpados sin pestañas, como si alguien hubiera hecho dos tajos en una piel de pato húmeda.
—Anda volando por ahí una piña que se te va asentar en seguida —le dije retorciéndole un cachete.
Yo no quería pelear; para mejor en ese momento eran tres contra uno, pero qué remedio quedaba sino hacerme el macho. En una de ésas se iban al mazo.
Pescado hizo el amague de golpearme. Rinoceronte lo detuvo.
—Pará, pará —le dijo—. No armemos bolonqui ahora. Estamos en bolas y falta poco para que el jefe empiece la ronda.
—Y entonces. Vas a dejar que se vaya con la mina —gritó Pescado.
Rinoceronte le dio vuelta el marulo de un soplamoco.
—No me levantés la voz —y volviéndose a mí, dijo:
—Yo lo entiendo. El jovato se reblandeció y quiere salvar a la princesa.
Me acarició los pocos pelos grises que tengo en la azotea.
—¿Querés salvarla? Después del laburo, en cuanto suene la campana, roña de viejos. Si ganás, te la llevás de vuelta al loquero. Si perdés, la pinchamos todos.
Agarré a la chica del brazo.
—Voy a taparla con algo.
La mano de Rinoceronte se me apoyó en el hombro.
—Si perdés —repitió— la pinchamos todos. Y vos también. ¿Estamos?
Miré aquella nariz chata y bestial, con los poros eternamente negros de grasa y los dos ojos brillantes, chiquitos como bolillas de rulemanes que me seguían desde el fondo de su enorme cabeza. Asentí y llevé a la muchacha hasta el rincón del depósito por donde pasan los caños de la caldera.

La Tortuga me alcanzó un mate.
—¿Pensás que vas a ganar? —preguntó.
Miré a la chica. La habíamos vestido con camisas, un overol viejo y dos botas de distinto número que encontramos entre las porquerías del sótano. Yo le había pasado mis medias. Estaba sentada sobre un motor arruinado, inclinada hacia adelante; había dejado de temblequear, pero seguía con esa expresión paralizada de asombro.
—Capaz que digo una barbaridad —tartamudeó Tortuga— pero yo me imagino que ésa es la expresión que deben tener las santas o la propia virgen.
—No sabe ni dónde está.
—Mejor para ella. La Cabra es jodido, como no baja de la Siberia vive con bronca. Además aguanta bien el trago.
La Cabra, mi rival, era un coso flaco y duro y había pasado las cincuenta peleas en roñas de viejos. Tendría más o menos mi edad, pero yo no había peleado nunca. Laburaba en la Siberia, un sector grande y vacío del galpón, donde se hace la parte eléctrica de los motores. Las puertas de los dos costados están siempre abiertas. Los que han trabajado allá dicen que lo peor es oír todo el día el ruido del viento. A la Siberia los trompas lo mandan a uno cuando quieren aislarlo de los demás. Por picapleitos o porque jode mucho con el sindicato.

Todavía siento el olor del cuartito, repleto de tipos que nos miraban, con las paredes sucias de grasa y hollín. Uno podía ponerse a escarbar con el dedo y no paraba más de sacar mugre. No tenía fondo. La salamandra bramaba llena de estopa embebida en gasoil. Las llamas salían por la puertita como lenguas y lamían el techo.
El humo y el eco de los gritos apostando se enroscaban alrededor de la única bombita que colgaba en el medio.
Miré a la Cabra en frente mío. Recuerdo que pensé por qué no estaré jugando a la baraja, rateándome como de costumbre de mi turno de guardia, con un mate y bizcochitos.
Nos alcanzaron las botellas de tinto y empezamos a chupar. Mientras inclinaba la mía y escuchaba el ruido que hacíamos al tragar, iba reconociendo sin querer a los presentes. El Pescado fue el primero que vi, con su máscara de piel de pato; la Rata, a su lado sonreía y hacía movimientos rápidos y bruscos buscando más apostadores; el Carancho, mirando a todos de perfil. La Espiroqueta, con su cara de guacho, dañino como él solo. Rinoceronte, siempre serio, como si no se hubiera enterado de que en el mundo en algún momento se había inventado la risa, clavándome los ojitos metálicos que se perdían en su cabezota.
Antes de acabar el litro yo estaba bastante mareado. Me fijé en la Cabra: como si tal cosa.
Entre las sombras distinguí otros conocidos que chiflaban y puteaban. La Jirafa, encorvado, con el pucho colgando, apenas apretado en los labios; Piraña, la Grulla, el Chelco, siempre roñoso; creo que estaban casi todos los compañeros. Yo me sentía tan aturdido por el griterío y el alcohol que ya no sé si me alentaban o insultaban para que perdiera.
A la mina la habían sentado en un banquito y allí permanecía quietita, obediente, sin enterarse del despelote que había alrededor. Me pregunté si valía la pena hacerme humillar por ella, total tanto le daba estar cagada de frío bajo la ducha, bajo el puente La Noria, o tirada en el arenero con treinta tipos que se la fifaran uno tras otro. Pero qué se va a hacer, ya estaba en el baile, había que bailar.
Nos sacamos los pantalones y los calzoncillos. En cada uno de los rincones había una lata con grasa verde. Comenzamos a untarnos con ella las piernas y las nalgas.
Cuando sonó la campana fuimos los dos al centro del cuarto. Llovía sobre nosotros toda clase de basura. La pelea era a tres rounds, ganaba el primero que se la apoyaba al otro por un mínimo de diez segundos.
Girábamos sin cesar. Pegué un par de manotazos a las piernas de la Cabra, pero no pude agarrarlo. En un descuido, me barrió con el empeine y caí sentado. Las risotadas de mis compañeros me quemaron la cara como llamaradas y me puse de pie en seguida, pero resbalé con la grasa que yo mismo había dejado en el piso y volví a caer, esta vez panza abajo. La Cabra no perdió un instante y se me subió encima. Corcovié a lo loco y me deshice de él; salió patinando hasta que chocó contra el Rinoceronte. Está bien que yo tenía un lindo pedo, pero me pareció que había algo raro en los movimientos de la Cabra: yo lo había visto en varias roñas y cuando se agarraba atrás, no había quien se lo sacara de encima.
Tocaron la campana y volvimos a los rincones. Me miré las rodillas, en alguna de las caídas me había hecho dos tremendas peladuras contra el piso de durmientes y sangraba que daba gusto. Tomamos otro litro de vino.
Cuando salí al segundo round, no la veía ni cuadrada. Las carcajadas, los gritos, los puchos que volaban sobre nosotros, todos esos cosos agitando los brazos se habían convertido en algo sólido, como una piedra dentro de mi cabeza.
Me fui contra el Pescado, entre varios me empujaron de nuevo al ring. La Cabra me hacía gestos para que lo atacara. Me le tiré encima y lo abracé con fuerza. El me apretó el zapallo con sus manos. Escuché que me decía:
—Tranquilo. Ahora me voy a resbalar y vos me montás. ¿Capito?
Entonces, ante la sorpresa de todos, la Cabra se dejó caer. Torpemente me trepé y busqué sus nalgas.
Miré a la mina que esperaba sentada en su banquito y pensé que era una santa, como había dicho la Tortuga. Lo pensé durante cada uno de aquellos reputos diez segundos.



Cumbia

a Elena
El colectivo a L. pasa cada noventa minutos; aun así no logra llenarse más que en algunos pocos horarios. Somos cada vez menos los que vamos para allá y tenemos miedo de que levanten el servicio. Es un colectivo viejo; vibran las latas y trasmiten el temblor a nuestros cuerpos hasta que nos hacen castañetear los dientes. Por eso viajamos todos con la boca bien cerrada y los labios apretados.
En el asiento de adelante va derramado don Facundino, un hombrecito contrahecho con barba deshilachada. Nunca lo he oído hablar. Se baja en Los Molinos, justo frente a un cartel abollado donde apenas se lee: “Monumento histórico”. Es el sereno de la vieja sala a medio destruir, famosa porque Belgrano durmió en ella una o dos noches.
A su lado está Walter Farfán, con su cabello de una década escondido bajo el gorro celeste. Ha hecho la promesa a Dios de no cortárselo por quince años. A veces charla conmigo en la parada. Arrienda dos parcelas en una finca y tiene cortada de ladrillos, pero ahora no trabaja. Me cuenta que ha ahorrado algún dinero y prefiere bajar todos los días a la ciudad para estudiar el comportamiento de los funcionarios que nos gobiernan.
—Para eso hay que disponer de tiempo —dice—. Pero vale la pena: uno comprende muchas cosas.
Cada vez que paso por la plaza central, allí se encuentra Walter, sentado en el banco frente a la Casa de Gobierno, serio y cruzado de brazos.
Atrás de ellos hay dos muchachos rubios que conversan en otro idioma. No me extrañaría que quieran ir a las Termas y se hayan confundido de ómnibus.
El chofer ha puesto un casete de Los Mirlos del Perú y los dedos de la cumbia nos hacen cosquillas en las espaldas estremecidas como un campo bajo la tormenta. En uno de los asientos individuales está Miriam, una vecina de unos cuarenta y cinco años. Miriam es chueca y mueve muy bien su cuerpo al caminar. Parece mestiza, pero creo que también tiene algo de negra. Lleva los primeros botones de la camisa desprendidos, enseñando la naciente de sus pechos redondos y grandes, como un abismo hospitalario. Aunque haya asientos desocupados, siempre dos o tres hombres permanecen de pie junto a ella.
Hemos salido de la ciudad. El chofer es un hombre gordo que sonríe todo el tiempo. Lo apreciamos; nos alza donde nos encuentra, aunque no haya parada. Sabemos que la empresa estuvo a punto de echarlo varias veces porque se emborracha.
La velocidad crece en los Huaicos; hay pocas calles transversales y la avenida parece una ruta.
La música tiene el mismo movimiento de las curvas del camino y los saltos que damos en las lomadas. Sin querer, uno se va sintiendo más fuerte.
Somos muchos los que seguimos disimuladamente el ritmo.
Con su rostro de papel arrugado, va la abuela Cristina, sitiada por sus bolsas repletas de mercadería. Casi no ve. Cuando desciende en San Pablo, demora de siete a diez minutos hasta que junta todas sus cosas y comprueba que no le falta nada. Antes de que el colectivo parta, desde abajo, le recomienda al chofer que si encuentra algo que haya olvidado, se lo devuelva cuando regrese a la ciudad.
En el asiento que está encima de la rueda trasera va Antonio Mercado, otro vecino. Hace un mes lo picó una viuda negra, mientras ordenaba algunas tortas de quebracho en el jardín de su casa. La viuda negra, que en la zona del Chaco llaman mico mico, es una araña terrible. Dicen que tiene el veneno más poderoso del mundo, diez veces más fuerte que el de la cobra de Oriente. El hombre estuvo al borde de la muerte durante una semana; pero, nadie se explica cómo, sobrevivió. La esposa afirma que no existe veneno capaz de matar a alguien con tan mal carácter como el de Antonio.
En el último asiento doble, se halla don Inés. Don Inés trabajó hasta hace diez años como portero en la Dirección de Energía. Recordamos bien el día en que se jubiló, porque para festejar compró un quilo de masas en la confitería Crillón y nos convidó a todos. Él decía que seguramente aquél era el último viaje que compartiría con los mismos pasajeros en ese horario.
A su lado va Juan Door, el pastor evangélico de L., que cada domingo nos asombra con sus sermones. En el culto pasado nos preguntó:
—Hermanos, entre una mujer hermosa, con todos sus atributos bien distribuidos, pero podrida por dentro, y una mujer fea, pero buena y pura de alma, ¿a cuál elegirían ustedes?
Nosotros respondimos, según lo que nos parecía lógico en una iglesia, que elegiríamos sin dudar a la fea y bondadosa.
Pero Juan Door nos dijo con gesto de reprobación:
—No, hermanos, deben preferir a la hermosa, porque las feas jamás se ponen lindas, pero a la malvada se la puede hacer cambiar y convertir para que vuelva al camino correcto; así ustedes se quedarán con una mujer que esté bien y sea buena por añadidura.
En realidad, nos ha dejado un poco confundidos.
Inclinada hacia adelante, en uno de los últimos asientos individuales está doña Nelli, animada por la cumbia, con su octavo hijo a la espalda, envuelto en un paño. Nelli tendrá unos veinticinco años y ha parido hijos desde los catorce. Los tres primeros son de don Carlos, que se fue de L. hace más de un lustro y no regresó más. Los otros han nacido todos entre fines de octubre y principios de noviembre, a los nueve meses justos de los carnavales.
Finalmente estoy yo, que me siento al fondo, porque me gusta observar a mis compañeros de viaje.


Aquí vamos, soportando el hervor de la música dentro de los cuerpos; si nos destaparan de golpe se desenroscaría de nosotros un vapor ondulante hacia el cielo, a unirse con las nubes.
Hemos pasado ya la caminera de Yala. El chofer ha puesto el motor en cuarta y levanta la velocidad hasta ochenta quilómetros por hora.
El incendio de las cumbias se extiende sobre los pasajeros como en un bosque ahogado por el sol y el viento norte. Miriam se levanta sonriendo y pide permiso al semicírculo de hombres que la rodea. Va hasta el centro del pasillo. Cierra los ojos. Hace girar sus caderas de negra como si en las coyunturas tuviera puro aceite y sube sobre la cumbia. Uno de los muchachos rubios (esos que para mí se han equivocado de transporte) la acompaña algunos segundos y luego cede el lugar a Walter. El chofer mira por el espejo. Todos aplaudimos y chiflamos. Mientras nos deslizamos por los toboganes del monte, creo que debo pensar más detenidamente en la fuerza sin control que produce esta música, abriéndose en un glorioso final de película. Es como si algo nos hubiera hecho invulnerables y nadie pudiera alcanzar este colectivo que va a L.
Pero voy a considerar estas cosas después, tranquilo, cuando termine el casete y, sobre todo, cuando Miriam (madre, qué mujer) deje de bailar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario