“EL R E M O L I N O” en Los navegantes (1972) de Bernardo Kordon.
—El remolino es lo mejor para pescar —le enseñaba el Beto— Parece peligroso pero es lo más seguro.
El Beto la agarraba del brazo o del vestido para que no resbalara al río.
—Tira la caña por ese lado.
Hermenegilda esperaba que picara un bagre, ojalá un pacú, y dejaba que el Beto le corriera la mano por el brazo y se metiera en el pecho. Lo que realmente importaba era pescar algo. Si aparecía en casa con un dorado la mama le sonreía y seguía sonriendo cuando llegaba el viejo y todo iba de lo mejor con el humo de pescado asado. Lo malo era llegar al rancho con las manos vacías.
—¿Anduvistes con ese atorrante del Beto? —le reprochaba la vieja. Con Beto andaba siempre. A veces se conformaba con manosearla mientras pescaban, o se le echaba encima al borde del terraplén de donde se dominaba el remolino del río. Resultaba cómodo ese terraplén de abundante pasto mullido y esconde-
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dor. Pero el Beto nunca le dijo que la llevaba allí para aprovecharla, sino que le enseñó:
—Ahí donde el remolino la pesca es mejor.
Aquí en la ciudad encontró el remolino en las estaciones ferroviarias, en algunas plazas y en muy pocas calles. La multitud era un cuerpo cerrado y aplastado, igual que el río, tan ajena a su carne y a su pensamiento como fue el río de su infancia. Pero de pronto esa multitud compacta y hostil entraba en un remolino, girando en un movimiento que permitía penetrar en esa masa cerrada y tomar contacto con tanta ajenidad.
El remolino arranca al hombre de su ciega embestida. Vacila un brevísimo instante antes de dejarse tragar por la estación ferroviaria. No hace falta entonces magnificar una sonrisa. Para pescar basta un leve parpadear, un casi imperceptible rictus de la boca. El remolino traía peces y también la muerte al menor descuido. Aquí en la ciudad el peligro se dice hacer bandera, es decir llamar la atención. El remolino humano trae solitarios hombres-peces, secos bagres o grasosos pacús, pero también tiras pechadores y charlatanes de vana degeneración que preguntan y desaparecen. Lo peor es la gente joven, su dañina y trémula curiosidad, la perversa búsqueda de un diálogo al puro cohete. Hay que seleccionar bien y el remolino de Plaza Once permite barajar el torbellino de jetas con pantalones.
Un tipo de portafolio en la mano. Ella le hace un gesto y se detiene mirando una vidriera. El hombre se vuelve y la aborda. Usa sombrero como para ocultar la cara.
— ¿Vamos? —propuso ella.
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— ¿Hay cerca un lugar barato?
—Aquí a la vuelta —-y lo encaminó a través del remolino.
Al tirar el portafolio sobre una silla hay un ruido de hierros.
— ¿No llevas armas o algo así?
—Instrumentos —replicó el hombre. Y dándose importancia:
—Soy técnico.
— ¿De qué?
—Televisión y todo eso.
— ¿Ganas bien, verdad? ¿Me vas a dar entonces un buen regalito?
El hombre le alcanzó un papel de mil pesos. Ella lo dejó sobre el velador y pidió más. El hombre le dio otro billete.
Con el gesto automático del cierre relámpago se quitó el vestido y quedó en calzones y sostén blancos que contrastaban con el cuerpo cobrizo, casi negro. El hombre la contempló detenidamente. Negra con pies grandes y piernas anchas, de niñez descalza y caminadora.
Al soltarse el corpiño resbalaron los pesados pechos de enormes pezones morados. Aquello prometía como un inerme objeto sexual si no fuese que negro sobre negro, los ojos de la mujer relucían como dos animalitos indóciles y vigilantes. Esa mirada resultaba contradictoria con el cuerpo abundoso y quieto: esa mirada era el remolino negro y profundo de un río chato y calmo. El hombre pensó que ella venía de lejos.
— ¿De dónde sos?
A la mujer no le gustaba nada esa pregunta. La humillaba que la encontraran cambiada de lugar.
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—De aquí cerca: santafecina soy.
Podía decir chaqueña o formoseña para mayor exactitud, pero prefería quedarse por ahí nomás: santafecina le gustaba, algo más cristiano que decir chaqueña, ser provinciana pero no india.
El hombre gimió y rogó que lo besara en el final que se precipitó más de lo deseado. Ella le apartó la boca y después se incorporó. Guardó los dos billetes en la cartera. El hombre la vio hacer con una mirada de huérfano. Se veía triste.
— ¿Así que sos de afuera, verdad?
La mujer no contestó. Empujó los dos billetes al fondo de su cartera. Esto ahora es mío como mi cuerpo y mi boca y me llevo todo y te dejo más solo de lo que te encontré, con la tristeza del bicho flácido y dos papeles de mil pesos menos en el bolsillo.
El hombre miró ansiosamente a la mujer, con la intención de detener el tiempo. De pronto se le revelaba la exuberancia y el misterio de esa mujer. Pero el remolino giraba vertiginosamente y se sintió inerme frente a los movimientos mecánicos y exactos de la mujer morena. Le bastó un solo movimiento para encerrar los enormes pechos en el corpiño y otro gesto, oblicuo, de autómata, para encajarse los calzones. Aun sin los pezones morados y el poderoso trapecio del sexo a la vista, el cuerpo presente seguía llenando la habitación con su luz aterciopelada.
— ¿Cómo te llamas? —preguntó el hombre en otro vano intento de detener el vórtice del remolino que ya lo tragaba.
Mientras se ponía los zapatos ella dijo Nelly o Betty, cualquier nombre de batalla que no significaba gran cosa y totalmente ajeno a las piernas macizas,
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a esa carne morena que igual que un sol iluminaba esa pieza con mayor intensidad antes de desaparecer.
El hombre pensó que esa impresión le venía por la sorprendente blancura de la ropa interior de la mujer. Sin un solo adorno: blancas y sencillas, amplias y henchidas como las velas de una fragata.
Finalmente la mujer se puso el vestido floreado y apretó la cartera bajo su brazo redondo. Apuró al hombre:
—Termina de vestirte y vamos.
El tipo lo miró con resentimiento:
— ¿Cabecita, eh?
Cabecita, cabecita negra, salida de la tierra y color tierra como un gusano, el pensamiento torcido de quien viene a arrebatar la tranquilidad y los bienes y hasta la salud del hombre blanco de la ciudad.
— ¿Cabecita, eh?
Merodeadora solapada, patas polvorientas de tierra adentro.
El porteño es limpio, rosado, rico, hospitalario, Su ciudad fue el templo de virtudes consagradas en todo el mundo, hasta que el cabecita trajo la doblez, la rapiña, el resentimiento social, todo aquello oscuro como su piel. Con los dos billetes bien metidos en la cartera, ahí estaba lista para partir con su vestido floreado ajustado al cuerpo moreno, los ojos negros relucientes de animal nocturno. Quizás le había encalado alguna enfermedad. ¿Por qué no? Cabecita, cabecita negra, color tierra en el cuerpo y en el alma.
Una cabecita con ganas de escapar como chinchuda y ladrona que seguramente era:
— ¿Salimos o no?
Al salir a la calle ella quiso tomarlo del brazo,
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así como hizo al entrar al hotel, pero esta vez él la rechazó.
—Para disimular —insistió la mujer—. Siempre andan tiras por aquí, ¿sabes?
Eso le faltaba. Que lo interrogara la policía. Que lo metieran en cana. Que todo el mundo lo viera en la calle de brazo de esa cabecita negra.
—Aquí en la esquina nos separamos.
El apuró el paso y ella siguió detrás como si lo remolcara, hasta que lo perdió de vista. Todo desaparecía pronto en el remolino. Ese movimiento vertiginoso terminaba por marear.
Vio una mesa recién desocupada en el café de Pueyrredón y Sarmiento y allí se sentó. Era en el reservado para familias, caso contrario no se hubiera atrevido a entrar. Buenos Aires le había enseñado a ser prudente: no hacer bandera por nada en el mundo.
Resultaba impropio que una mujer entrara en el café repleto de hombres. Otra cosa era en el reservado para familias. Por encima de una tarima los hombres podían mirarla y quizás intercambiar algún gesto.
La mujer morena pidió un vaso de leche, bien calentita por favor, con tonada provinciana que hizo sonreír al mozo. Le gustaba cómo servían la leche en el café, con un soporte metálico firuleteado. Bebió con sorbos cortos y esperó. Por el ventanal veía
girar el remolino de la calle. Una o dos vueltas más, pensó la mujer. Con los sorbos de leche se filtraba la confianza como un vino tibio. No temió como otras veces llegar tarde a la villa donde vivía. Resolvió dar otra vuelta antes de volverse a casa. Le tocó caminar mucho. El remolino de la estación Once abar-
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caba la avenida Pueyrredón hasta llegar a Corrientes, y por Rivadavia hasta Congreso. El remolino de pesca daba vueltas en toda la ciudad y en todo el recorrido de su vuelta en casa. Remolino de Plaza Flores, y seguía girando con mayor volumen y velocidad en Liniers. Remolinos de gente y luces en el cuerpo presente de la ciudad estaqueada de este a oeste en la noche pampeana. La mujer comió una porción de pizza y un vaso de moscato en Las Delicias. Después tomó otro colectivo que bajaba por la Avenida Perito Moreno. Bajó en el cruce con la autopista del aeropuerto de Ezeiza. Altas torres coronadas con focos iluminaban la zona con una poderosa luz naranja que resultaba más peligrosa que la oscuridad del suburbio. Allá arriba de la autopista silbaban los autos y camiones lanzados a toda velocidad. La mujer apuró el paso para protegerse en las sombras. De lo alto giró un coche con los focos encendidos. Pasó a toda velocidad y retomó el camino en trébol que bajaba y ascendía a la autopista. Con una chirriante frenada se detuvo al lado de la mujer.
Era un Fiat blanco. Iban dos muchachos de pelo largo.
— ¿Qué haces aquí?
—A casa voy —dijo ella y siguió andando.
—Párate —gritó el que manejaba. Era un tipo gordo, de polera colorada. El otro era flaquito.
— ¿Y si no quiero?
—Te conviene hacerme caso —siguió hablando el gordo. Mira que podemos atropellarte con el coche.
—Me esperan en casa.
—Y te van a seguir esperando.
Ella se detuvo.
— ¿Qué te parece? —preguntó el gordo.
—Bien poco vale la negra —respondió el otro con voz aflautada.
—A mí me gusta.
— ¿No vamos a esperar a los otros?
—Esos ya no vienen coche.
—Quedamos en encontrarnos de doce en adelante.
—Pero ya son cerca las tres. Te digo que no vienen. Queda la picada para otra vez.
La mujer pretendió escapar por un lado pero el gordo saltó a tierra y la agarró del brazo.
—-A no avivarse. A vos te necesito y aquí te quedas. ¿Qué miedo tenes? No te hagas la delicada. Un ratito conmigo y te vas.
Se dirigió a su compañero:
—Mostrale el bufoso a la negra para que aprenda.
El otro asomó una cara pálida y afilada. Los tres inmovilizaron la mirada en el arma que relucía con las luces anaranjadas de las torres de la autopista.
—Ya te dije que te conviene.
Empujó a la mujer por la puerta trasera del coche.
—Está bien —aceptó ella-—. Pero hace pronto.
Se quitó el vestido y con él envolvió la cartera para esconderla. Temía que esos tipos le robaran, justo en la noche que traía más plata que nunca.
—Deja esa negra de mierda y vamos a la Panamericana —se lamentó el flaquito—. Se me ocurre que nos esperan por allí.
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—Aquí nos citamos y de aquí no me muevo.
—Larga esa cabecita —rogó el flaquito—. No es para nosotros.
—Para vos no —rió el gordo—. Ni ésta, ni ninguna otra.
—Ayer no me hablabas así. Te conseguí la guita y hoy el coche.
— ¿Por qué no salís a estirar las piernas?
— ¿Me echas de mi coche?
—Con vos al lado no puedo hacer, ¡Cállate al menos!
El flaco se asomó al asiento trasero:
—Larga la negra o te quemo.
El otro giró la cabeza y le sorprendió encontrarse con esa mirada fija y desesperada, las pupilas abiertas y vidriosas. Le temblaba el revólver en la mano.
—Guarda eso, turrito. ¿Andas pichicateado verdad?
—-No guardo nada. Salgan de ahí o los cago a tiros. Dale el vestido a la negra y que salga rajando.
—La cartera —reclamó la mujer a los gritos—. Quiero mi cartera. ¡Ladrones!
—Bajá—le dijo el flaquito—. Ahora agarra tu vestido. ¿No te da vergüenza? Ponételo. Y raja pronto y lejos.
Pero la mujer quedó parada al lado del coche. Extendía la mano y gritaba para que le dieran la cartera y entonces el flaquito disparó dos veces. La mujer giró suavemente sobre sí misma y cayó de rodillas en el asfalto. El coche arrancó y aceleró a todo motor al subir el trébol que llevaba a la autopista: un remolino rugiente (el último) alrededor de la
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mujer abundosa y morena que se extendió en el asfalto como una mancha de aceite, y los altos focos anaranjados velaron el cuerpo presente hasta el amanecer.
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