ENRIQUE GONZÁLEZ TUÑON
CAMAS
DESDE UN PESO
COn prólogo de César Tiempo
AMEGHINo
E D I T O R A
Diseño de Cubierta: SRP, Diseño & Comunicación
Diseño de Interiores: Fabiana E. Riancho
19 Edición: Mayo 1998
© 1998, Enrique González Tuñón
Derechos reservados en toda edición en castellano
ISBN: 987-9216-40-7
©1998, Ameghino Editora S.A,
Córdoba 1411, Rosario - Argentina
Venezuela 1820, Buenos Aires - Argentina
Hecho el depósito que prevé la Ley 11.723
Nota preliminar
EL AUTOR DE CAMAS DESDE UN PESO nació en Buenos
Aires, en el barrio del Once, en 1901. Fue un
personaje de la bohemia porteña de los años 20, al
igual que su hermano Raúl. El poeta Francisco Luis
Bernárdez, uno de los directores de la revistaProo, en
la que Enrique González Tuñón colaboró a partir de
1924, protagonista y testigo de la generación literaria
de los Tuñón, los retrató de esta manera: "Nadie
conocía como ellos la ciudad, quizá porque nadie como
ellos la quería tanto. Enrique y JRaúí González Tuñón
le requetesabían las mañas, los humores, los
tropezaderos, el enredado laberinto de sus dificultades
y accidentes, que ya en 1925 eran numerosos. Y
Buenos Aires les revelaba sus injinitos secretos. Les
permitía entrar en su tumultuosa intimidad. Y saber
esquivar sus escollos, formados por los problemas
literarios que siempre pulularon por estas calles, y
hallar el camino de los puertos ciudadanos, o sea de
aquellos cafés (cuando no de aquellas módicas lecheCamas
desde un peso
rías) donde era lindo encontrar, entre sueños ajines,
el calor y ía esperanza de los mejores compañeros.
¿Cómo encarecer los otros aspectos que ofrecía en
todo instante y coyuntura la asombrosa baquíaporteña
de los Tuñón? ¿Cómo enumerar, sin infligiros
varias páginas de recuerdos, los incalculables recursos
de que disponían para acomodar la ciudad a sus
lícitas conveniencias, para ir y venir por ella con
rapidez que hacía pensar en el don de la ubicuidad,
para conjugar y declinar su interminable gramática de
tranvías; para estar ahora en el cuarto que ocupaba
Güiraldes en el hotel Majesttc y minutos después en mi
casa de Almagro o en alguna isla donde nuestros
simpáticos rivales de Boedo incubaban sus románticas
bombas, para proporcionar los datos sin cuyo
conocimiento será casi imposible evitar el encontronazo
con el fastidioso, para hacer de la urbe un medio
más compatible con las necesidades del bienaventurado
desorden juvenil? ¿Cómo definir ía sabiduría
bonaerense que Enrique y Raúl habían acumulado en
sus peregrinaciones a lo largo y alo ancho de la Babel en que nacimos? ¿Cómojy arla en unafórmula si aquel
saber era todo fluencia, si aquel conocer era no sólo
experiencia sino también, y acaso preferentemente,
intuición constante, cuando no pura y total adivinación?
Tal vez pensando en la palabra milagro y quizás
añadiendo que los prodigios suelen ser menos
infrecuentes cuando el amor los ronda.
"El caso era que los Tuñón querían a Buenos
Aires. Y que, por quererla, habían logrado prolongarla
en esa cosa tan débil y al mismo tiempo tan poderosa
Nota preliminar
que es la palabra. Enrique anduuo por el cuento, por
la novela, por ía crónica de costumbres, y en tales
andanzas cosechófrutos que después de tantos años
conservan su sabor y su frescura, un sabor y una
frescura donde no falta la acidez de la vida, de una
vida vivida con intenso amor a los hombres y con
honda preocupación por sus dolores".
Enrique González Tuñón colaboró con el periódico
Martín Fierro, cuyo principal animador era el poeta
y periodista Evar Méndez, en el que escribían, entre
otros, Jorge Luis Borges, Ricardo Güiraldes, Leopoldo
Marechal y Oliverio Girando. La afición de Enrique
por los tipos y costumbres de la ciudad, su erudición
acerca del tango, su conmovida curiosidad por los
marginales, fueron virtudes muy apreciadas por
Natalio Botana, el director del diario Crítica, que lo
tuvo como a uno de sus periodistas favoritos.
En su primer libro: Tangos (1926), Enrique
González Tuñón hace un ejercicio intertextual entre
la letra del tango y la narrativa, a partir de temas muy
conocidos ("Sentimiento gaucho", "Entra nomás",
"Fea"), creando personajes y situaciones de ficción
como posible génesis de esas composiciones. El
rescate de lo episódico a través de la escritura
(algunas de sus notas publicadas en Críücay Noticias
Gráficas) dará origen a dos libros posteriores: Eíoíma
de las cosas inanimadas (1927) y La rueda del molino
mal pintado (1928).
En 1932 intentó la sátira política con una novela:
Eí tirano, en la que ridiculiza los sueños imperiales
Camas desde un peso
del protagonista, cuya imagen paródica corresponde
al general José Félix Uriburu, jefe del golpe de Estado
de 1930. En las antípodas de los énfasis autoritarios
del poeta Leopoldo Lugones, que había proclamado
La Hora de ¡a Espada, Enrique González Tuñón elige como arquetipo a Ricardo Güiraldes y a su espíritu
místico, al hombre generoso que lo benefició con su
amistad y escribe entonces Apoíogía del hombre
santo.
En 1933 publica El cielo está lejos y en 1941 La
calle de los sueños perdidos. Se cierra así el ciclo
narrativo cuyo más alto exponente es, a nuestro
entender, Camas desde un peso, publicado en 1932.
Acerca de este libro singular (relatos que se
integran como novela, personajes que comparten un
ambiente poco frecuentado hasta entonces por la
narrativa) el crítico Luis Emilio Soto observó que en
Camas desde un peso, Enrique González Tuñón
"desciende al despeñadero de los destinos fracasados,
excluidos de la vida de relación, sin otros semejantes
que los espejos cóncavos de la propia miseria".
Recuerda el crítico que el autor de Camas desde un
peso "compartió la mesa del bodegón con ex hombres,
algunos vencidos, sobrios y aun recelosos ante los
husmeadores del pasado; otros locuaces, a veces excéntricos,
con propensión a cierto exhibicionismo".
Esa fue la cantera o el pretexto de donde surgieron
las figuras de Indalecio, el Rata, Pelito Verde,
Sandalio Salas y el Silencioso, personajes de un
mundo sórdido, de marginales, en el que, pese a
todo, la picaresca puede ser un salvoconducto para
sobrevivir. "Muchas de esas vicisitudes de la picaresca
criolla —puntualiza Luis Emilio Soto— fueron
elaboradas por el vivaz ingenio del autor de Camas
desde un peso, quien frecuentó ambientes donde
Roberto Arlt afianzó luego el dominio de su radical
intuición creadora".
Enrique González Tuñón murió en Cosquín,
provincia de Córdoba, en 1943.
Su hermano Raúl lo recordaba así en un poema:
Enrique, ¿ahora lo oyes?Este es Raúl, tu hermano,
dice la flor que crece de tus huesos transidos.
Mas no soy yo, ton. solo, somos ios dos y unidos,
ios dos te recordarnos, jugitivo y cabal.
¿Veis, hermanas? Elüega. Pronto, tended la mesa.
No, no se ha ido, no. ¿No es eterna la espuma?
¿Las gaviotas perdidas, el otoño, la bruma?
He aquí, precisamente, a Enrique que regresa.
P.O.
Cómo conocí a Enrique González Tuñón
A LA VUELTA MISMA del Arsenal de Guerra, en los números 1583 al 1585 de la calle Entre Ríos, atronaba
desde el año 1910 la librería e imprenta de los
hermanos Porter. Desde esa fecha, cuando ostentaba
el pomposo título de "El Invencible", con su minerva
a pedal y sus borriquetes de tipografía, hasta su época
más progresista de rotoplanas y linotipos, lo más
significativo del proceso intelectual del país, en lo que
va del siglo, pasó por sus puertas. Allí se imprimieron
los libros fundamentales de Leopoldo Lugones, Horacio
Quiroga, Benito Lynch, Mario Bravo* Alberto
Gerchunoff, Luis Franco, Rafael Alberto Arrieta, Francisco
López Merino y muchísimos otros; las colecciones
de Babel, Proa, Amigos del Libro Rtoplatense; allí se
formó el grupo Martín Fierro y se lanzó su periódico;
allí no pocos soñadores entraron al ruedo para brillar
una hora y desaparecer.
Los Porter eran siete hermanos: seis hombres y
una mujer. Esta mujer es mi madre. Yo, grumete de
pantalón corto, pedaleaba por la mañana en la
minerva del sótano, y a la tarde subía a atender la
librería, que en sus comienzos era también agencia
de lotería y cigarrería. Lector encarnizado, los nombres
de los escritores representativos del momento
me eran todos familiares. Y, cuando hacían su entrada
en el local Baldomcro Sanín Cano, Enrique
González Martínez, Quiroga o Gerchunoff, indefectiblemente
acompañados por Samuel Glusberg, el
Virgilio de nuestra gehena literaria —convertido
mucho más tarde en Enrique Espinoza, el escritor y
propulsor de fecundas empresas de este y el otro lado
de la cordillera—, me quedaba escuchándolos desde
el mostrador como debe de escuchar un derviche la
palabra abrasadora de un alfaquí.
Cierta tarde llegó, en cambio, un muchacho
cenceño, de incisivos ojos leales, tranquilo, dolicocéfalo
y pálido. Su palidez se hacía más acentuada en
la frente imperiosa. Tenía, además, las sienes ligeramente
hundidas, signo de locura según Luis Vives,
que siempre supo lo que dijo. (No nos alarmemos:
ésos fueron los rasgos distintivos de Cervantes, de
Dostoievski y de Roberto Arlt.) Toda la máscara
—bañada de inteligencia— era digna de servir de
modelo a Modigliani, que se hubiera sentido grato a
su imponderable melancolía mortal y a los problemas
de color que le exigiría resolver el personaje en
cuyos rasgos se mezclaban y superponían el tracista
y el nefelibata. Más tarde sabríamos que todo protagonista
implica un antagonista. Y que el alma denuncia
en los ojos la lucha implacable entre las provin-
cías que dividen su mundo, una de las cuales está
irremisiblemente abandonada al diablo.
El visitante, que se desplazaba como esas personas
que no quieren hacer mucho ruido en la casa
del mundo, se acercó al mostrador y preguntó quién
podía atenderlo. Venía enfundado en un gabán de
solapas de terciopelo que le llegaba a las rodillas.
Llovía. En este momento Mauricio Porter se despedía
de Héctor Pedro Blomberg, que daba clases de
inglés en el piso de arriba y siempre tenía pruebas
por corregir y llamados telefónicos que hacer. En
seguida se acercó a nosotros. El muchacho de la
cabeza aquilina se limitó a pedir precio por una
revista que se llamaría Satirikon. El hecho de que
Averchenko hubiese dirigido una publicación de
igual título en la Rusia zarista hizo que el postulante le cayera en gracia a mi tío. Se pusieron de acuerdo
sobre el tipo de papel, formato, tiraje y otros pormenores.
Una semana más y tendría el "presupuesto".
Ya iba a despedirse cuando su mirada tropezó con
la mía. Acodado al mostrador yo había estado leyendo,
entretanto,Los hijos delgíietto, de Israel Zangwill.
Se detuvo a preguntarme qué leía. Cuando se enteró
que se trataba del libro del gran humorista inglés,
me hizo su elogio, y se detuvo particularmente en
uno de sus personajes, Melquisedec Pinchas, el
plácido poeta maldito, a quien encontraremos citado
más tarde en uno de los relatos de El alma de las
cosas inanimadas. Luego preguntó por mi nombre,
me dio el suyo y se invitó a tomar un café. Entramos
y yo lo presenté a mi madre, que en lugar de café nos
sirvió té con limón y unos bizcochos de confección
casera.
Ya entonces Enrique González Tuñón —que de él
se trataba— tenía una dicacidad armada de espolones
como las proas de los acorazados. Hablaba pestes de
todo el mundo, excepción hecha de Raúl —su religión
de toda la vida— y de tres o cuatro amigos que luego
lo fueron míos también. Sabía que el oficio de ser
joven era muy poco socorrido en nuestro medio y
quería quemar etapas locamente para alcanzar en
nuestras letras el sitio que ambicionaba, persuadido
de la legitimidad de sus sueños. Estaba cuajado de
proyectos.
No sé sí había leído El único y su propiedad, de
Max Stirner, pero reivindicaba, con dialéctica explosiva,
los fueros del individuo, cuya osada curva
excluyente terminó cerrándose en la plenitud irrevocable
del círculo. Enrique fue siempre un hombre de
rueda. Su anarquismo de la primera hora fue de
esencia romántica, y en él disipó Enrique la más acre
espuma de sus rebeldes hervores. No era un obrero,
no era un resentido, no era un postergado, no era un
humillado, no era un andábata. Pero así como un
valiente sabe siempre encontrar su arma, un soñador
sabrá encontrar siempre su destino. Y Enrique
fue hacia la bohemia dispuesto a hacer su aprendizaje
de vicisitudes para templarse en la lucha por el
nombre. Tenía casa, familia, comodidades, ropa limpia,
libros de texto, la mesa puesta, un patio lleno de
cielo y lo que se dice en la jerga doméstica un
brillante porvenir. Preferirá rodearse de picaros y
hampones, dormir en hoteles espantosos, cuando
dispone de un peso para la cama, o en los bancos de
las plazas, cantar La Tosca en las lecherías más inverosímiles, visitar los cambalaches donde se trafica
ropa y cadáveres y, abandonado de toda piedad,
soñar desde el fondo de su zahúrda, como ios eremitas
endemoniados, con la gloria hecha mujer o
viceversa. Esto es lo que decía, junto al vaso de té, en
mi habitación de la calle Entre Ríos. Nunca creí que
fuera cierto. Lo que no quería, en realidad, era
conocer la riqueza, esa Celestina implacable, beber
su vino de vida entre las zalagardas de los impotentes
y las truhanerías de los serviles. El oro es para el
advenedizo sin escrúpulos. Estar pobre es tener
caliente el denuedo y el alma tensa y en sazón; ser
pobre es ser bueno. Y Enrique fue eso: un hombre
fundamentalmente bueno, que supo moverse sin
dificultades en el ámbito de sus propias limitaciones,
sin mostrar nunca los estigmas de su oficio ni las
amarguras que le deparó.
Si vivió la bohemia, la suya se emparenta más con
la bohemia resignada y austera de un Chateaubriand
que con la disipada de los personajes de Mürger,
proclives a todas las claudicaciones. Pero éste es otro
paisaje, como decía Disraeli. El adolescente que entró
en la imprenta de Porter con el proyecto de una revista
que nunca llegó a publicar, todavía no era Enrique
González Tuñón. Años más tarde Natalio Botana
descubriría su veta. La entrada de Enrique en Crítica
revolucionó el estilo periodístico nacional. La noticia
conquistó la cuarta dimensión; el arrabal tomó pose
sión del centro; la prosa municipal y espesa de los
gacetilleros se hizo luminosa y abigarrada; la metáfora
tomó carta de ciudadanía en el mundo de la
información. Se empezó a escribir como Enrique, a
hacer reportajes a la manera de Enrique, a jerarquizar
el tango, cuyo primer exégeta culto fue Enrique.
Inmediatamente apareció Manuel Gleizer, ubicuo y
puntual como un nuevo San Antonio de Padua, y
promovió al escritor sin libro a la notoriedad literaria.
A quien quiera penetrar en el trasmundo literario
de Enrique González Tuñón, escritor que conoció
todos los secretos de la forma, le bastará con leer sus
libros; pero quien quiera conocer al combatiente de
las causas más nobles, al demócrata fervoroso, al
animador sin dobleces, al humorista cuya gracia
participaba de la poesía, al poeta que no escribió
jamás un verso, pero que vivió intensamente la
poesía de las más limpias pasiones, deberá repasar
las colecciones de Crítica, de Noticias Gráficas, el
prólogo imborrable de España levanta el puño, libro
de Pablo Suero, otro soñador a quien hay que nombrar
con la melancolía del aoristo. Y sus cartas, en las
que transparece el hombre bueno cuya bondad no le
impide señalar sin misericordia las defecciones, las
ingratitudes, las trapisondas, con ese gesto seco y
redondo del que cercena volviendo la cara para no
conmoverse. Suyos fueron también los epitafios más
sangrientos que publicó Martín Fierro, el periódico de
Evar Méndez; suya la designación de "escritores de
Boedo", convertida en Boedovskaia por Enrique
Méndez Calzada; suyo el mérito de haber incorpora-
do a la Hagiografía porteña a San Juan de Dios Filiberto.
Su enfermedad lo recluyó en Cosquín, adonde
fui a buscarlo más de una vez; la última, en compañía
de Luis Reinaudi, nuestro hermano menor, que
también está muerto. Enrique se acordó súbitamente
de nuestro primer encuentro, y habló de concretar
por ñn la publicación de aquella revista que lo acercó
a la imprenta de la calle Entre Ríos.
—Tenemos que tirar Satirikon a la cara de los
filisteos que se han apoderado de la claridad de
Buenos Aires. Nos estamos poniendo solemnes. La
solemnidad terminará con el país.
Y sonriendo con esa sonrisa tan suya, agregó:
—Pronto bajaré a Buenos Aires. Decíle a tu
mamá que vaya preparando el té y las masitas.
Tenemos que celebrar los veinticinco años de nuestro
encuentro.
Pero no pudo ser. Si en el cielo hay un arrabal v
un café, allí debe de estar Enrique, escribiendo ,^o
historias más hermosas del mundo.
CÉSAR TIEMPO
CAMAS DESDE UN PESO
A mi amigo Pedro A. Dellepiane
A mi hermano Raúl
"Mi pobre corazón, que ya
conoce a los hombres." (Napoleón)
"Usted ve cómo la tragedia de mi
vida ha devenido innoble. El sufrimiento
es posible, es , puede ser necesario; pero,
la pobreza, la miseria, he aquí ID terrible.
Eso ensucia el alma del hombre."
(Carta de Osear Wilde a André Gide)
Los cinco
ERAMOS CINCO Y NUNCA nos dijimos más que las
buenas noches. Mi compañero de la derecha tenía
una empalagosa sonrisa de maniquí. Se acercaba a
su cama en puntas de pie para no turbar nuestro
sueño y si nos sorprendía con los ojos abiertos,
saludaba con amable inclinación de vendedor de
tienda.
El de la izquierda, de rostro barbudo y sórdido,
vivía en perpetua actitud de contrabando; ocultaba
su ropa debajo del colchón, temeroso del robo o
de la requisa, y se encogía como un culpable bajo
las sábanas. Al atardecer dejaba el hostal y con las
manos en los bolsillos de su sobretodo color avellana,
ubicábase en la esquina de Corrientes y Talcahuano
o en la de Victoria y Salta a la espera del
cliente que pagara a buen precio una mezcla de
cocaína y bicarbonato preparado en combinación
De los otros dos inquilinos, uno era un viejo
canario, pedigüeño y llorón, que cantaba malagueñas
al son de su guitarra asmática y pasaba el
platillo de la miseria entre las mesas alcoholizadas
de los cafetines de la ribera; y el último de la serie,
un ex picapleitos doctorado en trapisondas y en el
vivir de lo ajeno, ave negra en la mala, dolorido de
reuma, cuyo catarro crónico rompía en una tos
ronca el silencio del hospital del hospedaje.
Eramos cinco y cada uno de nosotros habitaba
un mundo aparte.
Eramos cinco hombres y una única solidaridad
de hambre dentro del caserón colonial venido a
parador de pobres por argucia del dueño Solano que
disimulaba con su profesión de hotelero los deterioros
infames de su frustrada honestidad.
En el frente del caserón gris y tétrico, alumbraba
la luz desoladora de un cartel:
Camas desde 1 $
Con humor de todos los diablos llegué a la fonda
de picaros y vagabundos llamada del Puchero Misterioso,
por la olla a precio ínfimo y la catadura de sus
parroquianos, hombres solos y en su mayoría malabaristas
del hambre.
El mozo era un robusto muchachote español, de
rubia crin revuelta, por donde nunca pasó un peine,
alimentado a puro caldo gordo, tan tacaño de grasa
que no perpetraba excesos ni aun por divertimiento
y vivía en absoluta abstinencia sexual por miedo a
enflaquecer y echar a la zanja su brillante porvenir de
luchador romano.
Cuidaba su bolsillo como su salud y ante la
menor amenaza de nado subíasele la sangre al rostro
y embarullábansele las protestas anticipadas.
A veces el parroquiano devoraba su puchero y
bebía su litro de vino y con la boca llena le decía al
mozo:
—Jesús, mañana te pago.
El mozo cambiaba de color, elevaba al techo
cubierto de telarañas sus ojos de carnero degollado, y
clamaba:
—¡Válgame Dios! Aquí no gana uno para disgustos.
Siempre había un amigo en el Puchero Misterioso
y una posibilidad de entrar en calor con un trago
de caña. Esa tarde había decidido escapar de la furia
de la ciudad, huir a cualquier parte, lo más lejos
posible, sin pasaporte ni boleto alguno.
—Me voy a Europa —había dicho en el mismo
tono con que Svidrigaylof dijera: "Amigo mío, voy al
extranjero", antes de pegarse el balazo a tres pasos
del campanario. Y después de fracasar en mi intento
de polizón terminé por agazaparme en un vagón de
carga del ferrocarril del Sud llevando como simple
equipaje una camisa raída y limpia y un par de
medias envuelto en papel de diarios.
Llevaba una hora en el escondite y cuando,
cansado de la espera, asomé la cabeza a la portezuela
del vagón, comprobé que el tren lo había olvidado en
su viaje. Dejé la vía muerta con el alma a la rastra y
retorné al centro de la ciudad.
Caminaba con las manos en los bolsillos del
pantalón, el saquito lustroso levantado dejando al
descubierto los remiendos del trasero, la nariz amoratada
de frío y la vista fija en el suelo con la remota
esperanza de un hallazgo y sobre todo para evitarme
la injuria muda de las gentes abrigadas y satisfechas
de vivir, reflexionando como Toby Veck en que no hay
nada que llegue con tan exacta regularidad como la
hora de comer y nada que llegue con tanta irregularidad
como la comida.
—Soy un ser viviente, un mísero hambriento. El
hambre es una realidad tan trágica corno la tierra.
Todos los hombres —me decía— deberían tener
solucionado ese desagradable negocio del almuerzo
y de la cena. Vivimos en la tierra y no en el cielo. Sólo
los espíritus no comen.
Sin embargo, más me atormentaba la indumentaria
que el estómago. La miseria del plato de
sopa se oculta. La miseria de la ropa, no. Tenía
unas ganas bárbaras de cortar toda relación con
mi traje y aguardaba la primera oportunidad para
abandonarlo.
En el Puchero Misterioso discurría Indalecio, y
sus palabras no encontraban eco en el ánimo escépüco
de los demás parroquianos.
El Ratero y Pelito Verde pagaron la vuelta de vino
tinto. Pelito Verde escupió con ruido, se desperezó y
dijo:
—¿Por qué será que siempre a esta hora me
acuerdo de la Chilena? Ya no viene por aquí con su perro atorrante. ¡Pobre animal! Vivía como nosotros,
a salto de mata, comiendo sin hora fija y soñando
también como nosotros en un mundo maravilloso,
con perros atados con longaniza.
—A la Chilena la conocí cuando no levantaba dos pies del suelo —comentó el Ratero—. La seguí después
muchacha y supe su rumbo. ¡Qué iba a hacer!
Se entregó para pagar el alquiler. Siempre es más
triste y honrado que entregarse por un collar de
fantasía.
El Ratero esüró las piernas cuanto pudo e
Indalecio opinó:
—Todas son cortadas por una misma tijera.
Nunca les faltan disculpas a las perras. Todo lo que
se diga es poco. Siento que hay un vacío tremendo en
los corazones. ¿La amistad? ¿El amor? Macanas,
puras macanas. La mujer que encontré en mi camino
siempre me pidió plata. ¿A quién no le ha ocurrido lo
que a mí? Habla vos, Silencioso, decíles a éstos qué
pensás de la vida.
—Yo nunca encontré divertida la vida —rezongó
el Silencioso.
La voz de este hombre parecía salir de un sótano.
El color de su piel era terroso y sus ojos opacos,
descoloridos. Una vez, refiriéndose a su infancia, dijo
con naturalidad:
—Mi madrastra me odiaba. Durante muchos
años salía por las noches y me dejaba encerrado en
el sótano con mi padre. Seis, siete, ocho, nueve, diez,
trece. A los trece me escapé para no verla más.
—Yo nunca encontré divertida la vida —repitió el
Silencioso. Y agregó: —¡Bah! Cuando uno piensa que
va a salir el sol llueve torrencialmente. Esto es vivir
al revés. A lo mejor, cuando uno se imagina que todo
marcha a pedir de boca, el mundo y la salud, resulta
que se aparece la muerte a la vuelta de una esquina
y se lo lleva a uno del cogote, así como el cazaperros
arrastra al pobre animal enlazado.
—Lo que más me molesta es la desconfianza—dijo
Indalecio—. La desconfianza es un vicio social arraigado
en el género humano. Todo el mundo desconfía,
hasta el minúsculo hombre que ocupa en la tierra un
lugar inadvertido.
—¿Vos crees en Dios, Rata? —preguntó en tono
pueril Pelito Verde.
Al ratero le sorprendió la pregunta. Caviló un
instante y luego, acanallando la sonrisa, respondió:
—No sé si existe o no existe. Pero, creo en Dios.
Si no existe, paciencia, no habré perdido nada. Si por
casualidad existe, iré con alguna ventaja al otro
mundo.
4
Bayar, el dibujante de café concert, y algunos
literatos anónimos y demacrados reuníanse en un
rincón del Puchero Misterioso.
Bayar vivía miserablemente de su lápiz, que
jamás tuvo un acierto. Los literatos anónimos y
demacrados llevaban sendos rollos de papel debajo
del brazo y solían canjearse pesadas lecturas de
engendros que salían a la luz para sumergirse de
inmediato en la oscuridad.
El más interesante de los contertulios era Gozalvo.
Murió en una cama del hospital Maciel, en Montevideo.
Era un hombre de exterior desaliñado, de palabra
ceceada, de rostro picado de viruela y un ojo de
vidrio que disentía en color del ojo natural, porque
Gozalvo adquiría su stock de ojos de vidrio en los
remates, sin otorgarle ninguna importancia al color.
Así lo miraba a uno con dos miradas. La una azul,
animada, clara. La otra quieta, extática, como un
paisaje de tarjeta postal, unas veces en tono gris,
otras verde, otras castaño oscuro.
Sus amigos habíanse forjado distintas opiniones
de él. Mientras unos afirmaban que llevaba en su
alma una borra espesa de amargura como la que
queda en el fondo de un vaso de vino de puro
campeche, otros lo tildaban de anarquista y los más
de reaccionario.
Quizá todos tuvieran razón, pues Gozalvo era un
hombre contradictorio. Sentía predilección por
Silverio Lanza y esta simpatía emanaba sin duda del
odio común a la policía. También se despachaban a
su gusto contra la democracia. Para definir a Gozalvo
habría que aceptar esa frase familiar que con modulación
de perdonavidas suele aplicarse a los descarriados:
—Es un buen sujeto, pero... tiene sus cosas.
Gozalvo tenía sus cosas. Era un inadaptado.
Sentíase incómodo en todas partes y en cualquier
clima. En la miseria del fondín, del hospedaje o de la
calle, y en la situación pasable, ya que, probablemente,
nunca conoció el halago de la abundancia.
Quiere decir, entonces, que lo que incomodaba a
Gozalvo no era precisamente su posición material,
sino su endiablada posición espiritual ante el picaro
mundo.
Con estas características de fondo no es de
extrañar que viviera corriendo la liebre, como se dice
del tipo que anda detrás del diario y difícil sostén; que
durmiera tarde y mal en los albergues sórdidos hasta
convertirse en virtuoso de los hoteles de a peso y que,
acodado en las pringosas mesas de los cafetines y
tabernas, viera pasar la vida incolora, gris, nublada,
dejando que se infiltrara en todo su ser una garúa de
infinita tristeza. Trabajó mucho en periódicos. Puede
que se interesara por lo que se ha dado en llamar
"arte nuevo", si es que había algo que pudiera
interesar al atávico aburrimiento de este hombre
hecho al revés de todos los hombres y que por eso
marchaba a contramano.
Frecuentemente Gozalvo trasnochaba y más frecuentemente
extraviaba su ojo de vidrio. Entonces,
sin un cobre, solía presentarse ante el director que le
exigía el artículo y decía:
—Es inútil. No puedo escribir una línea. ¿No ve
que me falta el ojo?
El ojo horadaría en ese instante cualquier sucio
rincón de taberna.
Así andaba por las calles este impenitente vagabundo,
saludando con su sonrisa picada de viruelas,
con su palabra ceceosa, hablando mal del mundo y de
sus habitantes y hablándose mal de sí mismo en sus
tristes soledades de hombre que escribe, vaga, bebe y
duerme en la cercanía de la misteriosa miseria.
Murió en Montevideo, en una cama de hospital.
La víspera tuvo una frase digna de Wilde o de Heine;
una frase de fracasado optimismo de trágico humor.
Decía a un amigo:
—"Los médicos dicen que soy un caso perdido,
pero, yo trato de infundirles esperanzas".
El sitio de Gozalvo fue ocupado por Bayar en la
mesa de los hombres terminados. Bayar, de mentalidad
inferior, pretendía ejercer con el pesimismo del
hambre, la jefatura de los artistas demacrados.
Una noche el dueño del Puchero Misterioso lo
increpó:
—¿Por qué no trabaja? ¿Es que no hay un oficio
mejor para usted que el de hacer garabatos? Aquí se
come y se paga o no se come.
Bayar le replicó:
—Soy una bestia cansada. Mi cansancio es
hereditario. Descanso por todo lo que sudaron mis
infelices ascendientes.
Seguía la perorata en la mesa ante el atento
silencio de los hombres terminados:
—Aunque tuviera ganas de trabajar, ¿para qué
voy a realizar mi obra? ¿Para distraer a los burgueses?
Los artistas somos víctimas de un estado social.
Todos nosotros tenemos imaginación; lo que nos
falta es dinero. ¿Para qué sirve el talento si no
podemos pagar con talento un plato de sopa? Estoy
harto del Puchero Misterioso y ando con el estómago
estragado por esta comida despreciable. ¡Y somos
inteligentes! Mi madre me vio marchar de su lado con
pena y una vecina le dijo:
—Es lástima. Ese muchacho no sabe aprovechar
su inteligencia.
Tenía mucha razón. Nosotros somos perros.
Nuestro ladrido es apenas el llanto del can que se ha
quedado fuera y se pega al portal. Las cosas se
arreglarían si de perros que somos nos convirtiéramos
en lobos.
Difícilmente podría ganarse la vida un parásito
en la puntiaguda calva del hombre del "hall". Usaba
una cabeza cónica y lustrosa que sobresalía en el
mostrador el hotel donde el truhán desempeñaba
monótona función de caja registradora de sueño y de
cansancio.
Era un sujeto avaro de palabras, inconmovible
en su puesto penumbroso, agazapado en las sombras
con olor a humedad de su rincón, desde donde
examinaba con ojo cauto de polizonte a cuanto tipo
bien o mal entrazado se adelantara por el zaguán
dispuesto a pernoctar a precio mínimo bajo el techo
de alquiler de la ratonera de los desamparados.
En la noche de la desolación el hotel era un foco
de macilenta luz. Los inquilinos, hambrones y vividores
los más y olvidados del hogar los menos, dividíanse
la pocilga con mutua desconfianza, ocultando la
ropa bajo la colchoneta y sujetando por los cordones
los zapatos maltrechos a los barrotes de hierro de la
cama.
Las piezas del fondín daban la sensación aplastante,
anuladora, definitivamente amarga de un
hospital de desahuciados.
San Pedro en el refugio de la mala vida, el
hombre limpio de pelo cobraba derecho de sábana
percudida, tratando con clientes pelambrosos y
sucios como perros del arroyo. Su rostro no arriesgaba
ni un intersticio de bondad. Siempre con el
mismo paisaje huraño recibía al parroquiano, corto
o largo de bolsillo, no le importaba.
Se llamaba Lázaro y cuéntase que había intimado
con la muerte en sus correrías de juventud por los
cementerios, adonde iba a limpiar esqueletos o a
permutar sus ropas por las de cualquier difunto, sin
temor de que la acción le remordiera el alma, pues
comprendía la falta maldita que podían hacerle a un
finado los objetos de percha.
De este turco nocturno con la muerte se contagió
la indiferencia maravillosa con que contemplaba el
mundo y sus miserias y vanidades.
—El hombre —pensaba— lleva su destino escrito
y tiene que cumplirlo. Inútil será que nos propongamos
torcer lo que ha sido establecido de antemano.
¿Que grita desesperadamente un inquilino presa de
terribles dolores? ¿Que clama auxilio rogando un
médico o un vaso de agua? Su fin está escrito y
nosotros no debemos entrometernos en los designios
de Dios. Un vaso de agua, por otra parte, no cambiará
la ruta de su destino.
Llegado que hubo a esta conclusión, el hombre
del "hall" adoptó una pose imperturbable y nunca, ni
aun cuando lo llamaran con urgencia, abandonaba
su húmedo descanso detrás del mostrador.
Sólo se le conocía un amigo: un pillambre que
pasaba las semanas en ayuno forzoso y a quien la
caja registradora del hospedaje protegía con níqueles
y lecho de contrabando.
Quién sabe qué raras sugestiones, qué extraño
fluido unió estrechamente estas dos existencias. Lo
cierto es que Lázaro extendía su mezquina solidaridad
a Simón, alias el Desconsolado.
Cierta noche Lázaro tuvo con su amigo una
desacostumbrada charla.
—Me duele verte así, Simón —le dijo—. Nunca
albergan un peso tus bolsillos y tu condición es
inferior a la del mendigo porque eres mendigo vergonzante.
Te llaman "el Desconsolado" por tu facha.
¿Qué haces que no le sacas provecho al físico?
—No te entiendo, Lázaro.
—No me entiendes porque no te das el trabajo de
meditar. Piensa, exprímete el cerebro, observa el
mundo indiferente y despreciable que te rodea y
busca un camino. Ya que no está en tu ingenio ganar
dinero como Dios manda, procura un vivir de cualquier
manera, aun al margen del código.
—¿Qué debo hacer, Lázaro?
—Eso corre por tu cuenta. Tu ñgura acresponada
puede rendir pingües beneficios. Tienes el tipo especial
de pariente cercano, mejor aún, busquemos un
trato más afectivo, de íntimo amigo del difunto. Lee
los periódicos. Interésate sobre todo por la sección de
avisos fúnebres. ¿Alcanzas a valorar la representación
sentimental de un íntimo amigo de todos los
finados? ¿A cuántos recuerdos de cambalache te da
derecho la farsa?
—Lázaro, eres un hombre excepcional y un
amigo de verdad.
Lázaro permaneció un instante silencioso, sumido
en su lúgubre atmósfera.
—¿En qué piensas, Lázaro?
—En ella, Simón. He claudicado desgraciadamente.
Yo era un hombre superior al mundo porque
había situado al mundo y sus vanidades bajo mis
pies. He abandonado esta posición. Soy un pobre
Cristo perdido; un pobre diablo enamorado.
—Me lastima que hables así. Conoces a fondo el
alma humana y podrías ser un dominador si te lo
propusieras. Una mujer, vamos a ver, una infeliz
mujer de todos, ¿va a trastornar tu existencia?
Recapacita, Lázaro.
—Ella no podrá querer jamás a un tipo repulsivo,
Simón.
—Te pierde el análisis. Por ese camino llegarás a
la conclusión de que toda la humanidad es repulsiva.
—Pero hay un disfraz moral que la encubre por
momentos. En cambio yo, en todos los instantes
provoco repulsión. Si llegara a recordar mi niñez, lo
cual es imposible, creo que me salvaría.
Lázaro hizo una pausa. Luego, continuó hablando
con ronca entonación:
—El recuerdo de mi existencia, Simón, se inicia
en la tapia de un cementerio. Me acuerdo como si
fuera hoy de la primera noche en el otro mundo.
Saltaba el paredón con la seguridad: de que nadie
chillaría. Alejándome de la vivienda del sepulturero
no corría peligro. El sepulturero es un ser pueril y
alucinado en la oscuridad del camposanto y difícilmente
se arriesga a salir de la cueva en la noche.
Caminaba pegado a la pared de las bóvedas, por
las callecitas estrechas de la ciudad dormida eterna-
mente, enfocado a ratos por la luna de faz blanca
como un sudario.
Poco trabajo me costó forzar una puertecita y
menos aún el cajón depositado esa misma tarde,
según me enteré por la fecha. El finado representaba
unos cincuenta años. Tenía la barba crecida, las
manos cruzadas sobre el pecho y entre ellas un
crucifijo de oro. Le quité la cruz y el anillo de
compromiso de oro labrado y gastado. Ya me disponía
a taparlo de nuevo, cuando sorprendí un objeto
de plata que atrajo mi atención. Era un reloj antiguo
que llevaba grabada esta leyenda:
"A Eulogio. Recuerdo de nuestras bodas de plata".
A decir verdad, la dedicatoria me conmovió. Pero
instantáneamente pensé en la inutilidad de un reloj
en ese sitio y resolví guardármelo. ¿Para qué necesita
saber la hora un muerto? La hora de los muertos es
una sola eternamente quieta.
Como ves, Simón, mi juventud es una aventura
macabra. Algo se me pegó de eso. Hay un halo
mortuorio en mi figura que la hace repulsiva, como
te decía. Claro está que un hombre que se decide a
violar las fronteras del más allá debe tener un punto
de vista filosófico. Mi punto era éste: el mundo no
vale una colilla de mal tabaco. La humanidad es
pequeña, miserable, sórdida. Un semejante mío es
mi enemigo y mi estorbo. Debo continuar mi destino
salvando inconvenientes, con el alma y el corazón de
piedra. Pero, he aquí que como una gota de agua el
amor ha horadado la piedra de mi corazón. Soy un
hombre terminado. "L'uomo finito".
—¿Tanto la quieres, Lázaro?
—De ella depende mi vida. Habíale de mí. Preséntame
bajo una faz y descúbrele mis sentimientos.
—Esta misma noche le hablaré a la Nucha de ti. Lázaro se hundió de nuevo en la negrura de su
ánimo y Simón el Desconsolado despidióse con un
ademán.
6
El hombre del rostro barbudo apodado "el Zurdo"
—"por no hacer cosa a derechas"— llegó rnás
temprano que de costumbre y se detuvo en un pasillo
con el dueño Solano. Un grave contratiempo lo
obligaba a depositar en la confianza del patrón la
mercadería prohibida.
El Zurdo hablaba con sorda ronquera:
—Si el comisario no le arregla el asunto y la
pasan a disposición del Juez, la Nucha tendrá una buena ración de sombra.
—¿Quién la entregó?
—Para mí que fue el Riojano, que siempre le
compraba al fiado. La Nucha le cortó el crédito y el Riojano le sopló el trabajo.
—¿Sabes si consta en el sumario la probanza del
delito?
—¡Como que le han secuestrado tres frascos de
diez y no sé cuántas ampollas! Si la apuraron en el
interrogatorio habrá confesado que ése era su vicio,
lo cual, en parte, es verdad, porque la infeliz Nucha
se dedicó a la morfina y es subdita de la jeringa. Así
anda la pobre. Flaca, atontada, con un brillo extraño
que agranda sus ojos. Puede ser que si le niegan su
dosis le falle la voluntad de negar cómplices y me
venda.
—¿Tuvo ya otros accidentes como éste?
—Ni se duda. La Nucha tiene un prontuario más largo de leer que un novelón.
El Zurdo no mentía. La Nucha era mujer de historia y de prontuario. La arrancó de su hogar un
trotamundos cuando recién se asomaba a la vida, y
fue rodando tristezas con una compañía de cómicos
lastimosos por no decir bandoleros, enredada en
amoríos con un traspunte madrileño a quien de
herencia le venía el apodo del Pollo de la Cigüeña. El tal Pollo muy luego abandonó el arte y la abandonó
a ella para graduarse de charlatán de plaza pública.
En giras trágicas a través de innumerables
pueblos fue cumpliendo etapas de miseria. En fracasos
sucesivos y alarmantes supo del ayuno obligatorio
y de las fugas nocturnas de los fondines
mientras el dueño anulaba la violenta hostilidad del
patrón nacida de deudas incobrables y otros escarmientos.
Era segunda tiple de la farándula hambrona
cuando la compañía se disolvió en el vacío de la carpa
de espectáculos. Entonces, sin recursos y sin saber
adonde ir, la Nucha vistió la sonrisa de la florista de café concierto.
Pequeña, menuda, de mirar dulce y ternura de
reconciliación con todos los sinsabores padecidos, la
pobre criatura intimó con gente baja, con toda esa
ralea de breguistas, tahúres y viciosos cuyas existencias
se animan al amparo de la noche.
El consejo dañino la llevó al comercio de tóxicos.
Ofrecía con una flor lo que ella llamaba "mercadería
noble", sin mezcla de bicarbonato, a una clientela
numerosa. La primera vez que la policía cayó sobre
ella, lloró todas sus lágrimas de novicia. Arrodillóse
ante el comisario y le rogó mil veces perdón, jurándole
que no volvería a vender drogas y que no pararía
hasta encontrar un empleo honesto. Pero, de nada le
valió el correctivo y reincidió en cuanto recuperó la
libertad. Volvió a caer otra vez y otra y otra. Hasta que
su prontuario, como dijo El Zurdo, fue más largo de
leer que un novelón por entregas.
Ahora estaba, para su desgracia, en el encierro,
arañándose el rostro, gimiendo por culpa del vicio,
desconsolada, enloquecida, ojerosa y flaca, como si
la hubieran chupado las brujas.
Solano guardó bajo llave el paquete que le diera
El Zurdo y lo despidió en la puerta del hostal.
Indalecio vivía solo como un hongo. Era un
vagabundo incorregible. Conocía las andanzas bajo
las lluvias de los inviernos y su vida callejera, a lo
largo de los años, habíale convertido en un virtuoso
de los baches, en un técnico de los charcos, porque
su ciudad era una ciudad nublosa.
—Mi destino ya no guarda secretos para mí —solía
decirme—. Sé que me espera el hospital, los ahogos
de la bronquitis irremediable y el crujir de las articulaciones
secas por el reuma de los fríos vagabundos.
Lo único que le pido al destino es que me deje
terminar mis días junto a una ventana, mirando
como llueve sobre la ciudad.
Viejo perro perdido, dominaba por experiencia
todas las fondas de Buenos Aires y lo mismo dormía
en cama de un peso que en banco de plaza pública,
burlando la vigilancia de un guardián.
Un guardián de plaza pública es un representante
de la sociedad.
Los niños juegan en la plaza y el guardián vigila
el juego de los niños.
Los hombres van a leer su diario a la plaza y el
guardián vigila la lectura de los hombres.
Los sin trabajo y sin hogar van a entrecerrar sus
ojos doloridos por el sueño y el guardián no permite
que los vagabundos duerman. Es enemigo del sueño
al aire libre, bajo el amparo gratuito de los árboles.
El guardián de plaza pública sabe por lección de
siglos que un hombre honesto duerme en su casa. Y
duerme de noche. La noche se ha hecho para dormir
y el sol para trabajar.
La desconfianza del guardián de plaza pública es
la misma desconfianza de todo el mundo. Cuando un
hombre se ha sentado en un banco y lo mira y sonríe
y quiere trabar conversación, el guardián desconfía.
Siente la voluptuosidad del oficio, la inefable voluptuosidad
de sacudir violentamente al hombre dormido
y gritarle a boca de jarro:
—¡Arriba! ¡No se permite dormir en la plaza
pública!
Indalecio tenía dos serias enemistades en la
vida. Aborrecía a los polizontes y a los guardianes de
las plazas públicas. Cuando hablaba en el Puchero
Misterioso solía utilizar el truco del ceño hosco que
no asustaba, por cierto, a ninguno de los que le
escuchaban.
Sólo sonreía a las criaturas y a veces gastaba con
ellas las monedas necesarias para pagar el pan y un
pedazo de carne.
Indalecio era un pájaro nocturno. Llamábase a sí
mismo enemigo del sol.
—El sol —decía— es sonrisa y yo mueca amarga.
El sol es fiesta y yo funeral. Lo aborrezco tanto como
a la multitud feliz.
Los días soleados lo mortificaban. Era otro ser en
los de tormenta. Era un hombre de júbilo interior
deslizándose entre los hilos de la lluvia, experimentando
el placer delicioso de sentir bajo la planta del pie
esa humedad del agua que atraviesa las suelas,
gozando del mal humor de la gente tan parecido a su
viejo mal humor.
Con la claridad naciente encaminábase al hospedaje.
Unas noches camino del Dólar acompañaba
a un chocolatinero correntino, mordido por la tuberculosis,
que apenas podía sostenerse sobre sus
piernas. Otras, dirigíase al Internacional de la calle
Bernardo de Irigoyen o al Las Palmas, de la calle
Victoria, donde dormía, cuando no le faltaba el peso,
don Maximiliano Muñoz Monje, poeta y filósofo hambrón
llamado "el Doctor de las tres emes", y conversaba
de cosas absurdas y descabelladas con el
explorador apócrifo que posaba por engañifa fotográfica
junto a las Pirámides o del brazo de las indias
chiriguanas tetudas y lujuriosas, o bien con el viejo
don Zacarías Ruiz de Albornoz, cajista de imprenta,
apóstata y borracho consuetudinario, famoso por la
cantidad de sal con que condimentaba su sopa, a
quien Dios tenga en su santa gloria. Indalecio era un
no conformista. Vivía la violenta irritación del orden
social. Tenía siempre una palabra explicativa y bondadosa
para el delincuente y un término cortante
para los jueces.
Cierta noche me dijo:
—Ese tipo que descuartizó a la mujer es un
infeliz. Lo compadezco y explico su crimen. La mujer
lo cargaba con tremenda insistencia y la mató. La
mató casi sin quererlo, sin premeditarlo. Fue una
fatalidad y hay que aceptarla así. Cometido el hecho,
comenzó a sentir miedo. Un miedo atroz, inenarrable.
Fue el miedo el que extravió su cerebro hasta
hacerle concebir el descuartizamiento. Me indigna
que todo el mundo lo condene horrorizado como si
todo el mundo fuese bueno.
Vamos por partes: yo he golpeado a más de un
rancho para pasar la noche y me largaron los
perros. ¿Eso es bondad? La mujer que se entrega
por amor y da un hijo es vilipendiada por todos.
¿Eso es bondad? ¿Y qué me dice del juez que
interrogó al criminal, lo acosó con preguntas, le hizo
reconstruir el crimen con la colaboración de una
yiranta que encarnaba el rol de la víctima, lo obligó
a reconocer los restos informes, espantosamente
putrefactos, de la mujer? El criminal se arrancaba
los cabellos, lloraba, pedía a gritos que le permitieran
taparse los ojos. El juez se mantuvo en sus trece
y el desgraciado rodó junto al tronco de la descuartizada.
¿Eso es bondad?
Me río de la bondad del mundo y de la justicia
de los hombres. Ahí tienen a la Nucha. Hace algunos años le permitían que vendiera drogas a todos
los viciosos de Buenos Aires. Ahora la persiguen, la
encarcelan y le niegan la dosis de morfina que
necesita para seguir muriendo lentamente. Antes
era amante del comisario, del subcomisario, del
inspector y del auxiliar. Ahora la pobre es un
desecho.
Eran las tres de la mañana. La lluvia descendía
melancólicamente sobre la ciudad. Caminábamos
juntos, con las ropas mojadas, los zapatos encharcados,
la cara y las manos húmedas, cada uno con
su pensamiento abriendo a la honda pena humana
el refugio cálido del alma.
Me pregunté desesperado:
—¿Por qué habrá muerto mi madre?
Recordé su voz en la negra soledad.
—Hijo, hijo, hijo mío... Yo te protegeré siempre.
Jamás te faltará el calor del hogar.
El mundo es un desierto. Soy un hombrecillo
anónimo, un dolor anónimo en la inconmensurable
superficie de la tierra. Quisiera llamar a mi madre
para que me diera su caricia y levanto al cielo la
mirada. ¿En cuál estrella se habrá asomado para
proteger mis pasos?
Indalecio me toma del brazo y me dice:
—Tristeza, tristeza, tristeza, amigo mío.
8
No tengo un cobre. No tengo a quién pedir un
cobre. He agotado todos los recursos. Desde hace
ocho días me alimento con café con leche y me voy sin
pagar de las lecherías aprovechando el menor descuido
del mozo. Tengo en la pituitaria ese olor de la
leche recalentada.
He digerido ya mi honestidad. Pienso que después
de todo soy un hombre liberado, un hombre que
arrojó por la ventanilla de su desván de miseria del
lastre inútil de la honestidad.
Al fin de cuentas, ¿qué es un hombre honesto?
Un fabricante que explota a cientos de obreros, paga
impuestos cuando no puede eludirlos con una coima,
cumple con las reglamentaciones legales, engorda,
cohabita con libreta de registro civil, educa a sus
hijos en la misma escuela, come con voluptuosidad
animal, ocupa su butaca en el teatro, se deleita con
la música empalagosa, eructa y se duerme pacíficamente,
es un hombre honesto.
El empleado que acepta su situación de subdito,
escala puestos, es el perfecto alcahuete del amo,
vende a sus compañeros por mucho menos de treinta
dineros, obedece al horario, goza su licencia, fabrica
hijos y se pavonea con la mujer preñada, es un
hombre honesto y, además, un hombre que mira por
su porvenir.
El funcionario que usufructúa una posición
holgada conquistada horizontalmente por su cónyuge;
el canalla político que alienta encomiásticas
aspiraciones de inmortalidad, son señores honestos.
Estoy harto de la honestidad. Harto de las personas
honestas. Asqueado de la mediocridad con dos
patas. El abdomen burgués me produce asco. Me
indigna la injuria de esa bestia que se nutre junto a
la vidriera del restaurante abofeteando a la miseria
que pasa. La imparcialidad me revienta e igual me
acontece con la vida normal. ¿Qué es la vida normal?
Vivir sin una aspiración, vegetar pasivamente. No
tener jamás un sueño luminoso ni alumbrar la
oscura existencia con un rayo de locura.
¿Para qué quiero cien años de vida normal? La
rabia se transforma en lástima y compadezco a esas
pobres criaturas normales que quedan bien con todo
el mundo. Con la ley y con Dios. Para obtener su
asiento en el Paraíso les basta con la señal de la Cruz a la hora de dormir. Y después de la señal de la Cruz, bajo las abrigadas cobijas, el compadecer a los
desdichados que se mueren de frío en los umbrales
inhóspitos.
No tengo un cobre. No tengo honestidad. La he
regalado al mundo. Venga en buena hora la locura,
la ardiente locura de un sueño que será mi eternidad.
Comprendo al individuo estrafalario que vivaba
a los faroles encaramado en un poste telegráfico,
pues de cada farol un día no lejano será necesario
colgar un canalla.
He llegado al hotel. En la puerta recórtanse las
figuras de los facinerosos. Al acercarme me observan
con minuciosidad de policías y en el instante de
transponer el umbral uno de ellos musita:
—Parece un "chorro".
Voy subiendo la escalera del hotel y el edificio me
pesa sobre el alma. Por primera vez cuento los
peldaños. Son sesenta y cada uno se empina en mi
orfandad. En el "hall" descubro a un amigo de otros
tiempos y siento que me mortificaría si supiera que
todas las noches duermo allí, porque me humillaría
con sonreír compasivo. Y en el momento en que me
dedico a explicarle que he perdido el tren —un tren
cualquiera que pudiera llevarme a un hogar— el
hombre del "hall" descubre mi intención y 110 me da
tiempo a mentir. Con sorna, seguro de que está
haciendo daño, deja caer estas palabras:
—Amigo, hoy no hay cama para usted. Ni de un
peso, ni de un peso cincuenta.
9
Solano llevaba un alma embadurnada de fango
que atisbaba en las cuencas de sus ojos profundas y
alevosas. Cínico y calculador, tasaba con mezquindad
de usurero las cosas más puras y nobles de la
vida. Tuvo una infancia picara y de él puede decirse
que fue un malvado precoz.
Era un niño y engañaba con inocente sonreír sus
instintos perversos. Realizaba el mal con hipocresía
de cucarro cuando sabíase libre de curiosos que
pudieran delatarlo. Astillaba los muebles, escribía
en los muros la frase grosera e hiriente contra el
vecino; escaldaba el gato de la casa y el ajeno;
enloquecía a los perros con puñados de pimienta y
desnudaba de plumas a las gallinas para disfrazar
con ellas a un angélico hermanito que sollozaba en
carnes chorreando brea.
Cuando el truhán cumplió los doce años desvalijó
a su padre y huyó del pueblo. Anduvo en correrías
delincuentes y aprendió de memoria el Código Penal
en sucesivas experiencias carcelarias.
En Madrid, después de una visita de incógnito al
comisario general, sus compañeros de cadena le
hicieron el vacío, desconfiando de su conducta y
asegurando que se dedicaba al vil oficio de soplón.
Una rara coincidencia venía a confirmar las
dudas de sus camaradas. Solano planeaba los golpes,
recibía su parte y exhibíase en lugares peligrosos,
mientras los demás ejecutores eran atrapados
inevitablemente por los polizontes. Después de perpetrada
la audacia, sólo el pillo Solano disfrutaba
libertad.
La fama de alcahuete que se echó encima lo
obligó a distanciarse de ladrones y asesinos y a poner
más que de prisa el océano de por medio. Al llegar al
puerto de Vigo, un malandrín del montón saldó la
cuenta que tenía pendiente Solano con un tremendo
tajo que iba de la oreja a la barbilla. Malparado el
soplón, apresuróse a embarcar y vino a Buenos Aires
con la humillación del barbijo, marca infamante que
nunca jamás podría borrar.
En el ocio del viaje imaginó la clase de comercio
que habría de disimular sus mañas, y al poco tiempo
de su arribo iluminaba el frente del caserón colonial
venido a parador de pobre el triste cartel que anunciaba:
Camas desde 1$.
10
El ex picapleitos, sabio en tramoyas, vivió siempre
a expensas de la viuda y del huérfano. Ave negra
y de rapiña, el cazador de herencias al vuelo vestía
siempre de luto como los pobrecillos a quienes
desplumaba. Era una rata de tribunales que se
alimentaba con restos de antiguos expedientes de
sucesiones y hurgaba en el dolor apoderándose, con
cautela suma, de los bienes que los afligidos dejaban
al alcance de sus manos.
Lechuza —apodo ganado por méritos propios—
rodeábase de fúnebre atmósfera. Gastaba indumentaria
de portero de velorio, cara compungida de
deudo cercano y falso mirar de heredero que apresura
un desenlace fatal.
Era el primero siempre en dar el pésame y en
pronunciar la palabra confortativa y el último en
abandonar la cámara mortuoria.
En un altillo de maloliente pino meditaba su
estrategia delictuosa sin salirse de las concesiones
de la ley. Así transcurría su existencia de solitario
malintencionado, entre papelería amarillenta y
pringosa, alumbrándose con un cabo de vela, hurtado
en capilla ardiente.
El dinero mal habido se le iba a Lechuza en
pequeños vicios inconfesables. Perseguía mozas de
vecindad y en sus conquistas nocturnas ponía a
prueba su bolsillo con mujerzuelas de barracones.
Cuando algún compañero de taberna aludía a
sus aventuras, Lechuza interrumpíalo de mala manera:
—Las inmoralidades no se comentan; se realizan.
¿Aqué mostraren público las partes pudendas?
Un día Lechuza se encontró en la calle sin asunto
jugoso ni perspectiva de apañarlo, pernilargo y lúgu-
bre, figura decorativa de bodegones y fondines, en
cuyas mesas diose a cerebrar proyectos y a urdir
maquinaciones en perjuicio del ingenuo prójimo.
Fue tenedor de libros en el almacén donde había
echado raíces y perdió el empleo porque intentó
llevar con los libros las ganancias del negocio. Entonces
rebajó sus miras y dejó de soñar herencias
cuantiosas para dedicarse al engaño y al fraude al
por menor entre los parroquianos ebrios y los extranjeros
cuya inconciencia alcohólica velaba sus maniobras
y creaba flamante fraternidad.
De esta manera, el picapleitos, dejado de la
mano de presuntos herederos, agenciábase el escaso
caudal con que pagaba derecho de cama en el
hotelucho de Solano.
11
Cuando penetró en el Puchero Misterioso el
hombre de frac, Pelito Verde soltó una estrepitosa
carcajada.
El hombre de frac lo soslayó, compuso sus solapas
y parsimoniosamente ocupó una mesa. El mozo
robusto, sin impresionarse al parecer por la indumentaria
del parroquiano, se acercó a él sin premura.
El hombre del frac, al tiempo que repasaba el
plato con una servilleta mugrienta, pidió que le
sirviera un cocido a la madrileña.
El tacaño de grasa desgañifóse:
—¡Cocido para uno! —y aguantando la risa agregó:
¡Que sea a la madrileña!
—¡A la madrileña! —corearon los literatos demacrados.
Apoco el hombre puso enjuego sus mandíbulas.
Vertiginosamente devoraba los trozos de carne y las
verduras. Bayar aproximósele con su cartapacio y el
hombre de frac sujetó el plato atemorizado por la
sospecha de una tentativa de robo.
—¿Quiere que le haga la caricatura? —le dijo.
Como el hambriento no respondiera, ocupado
como estaba en defender su comida y en hacer pasar
un trozo de carnero que por poco lo ahoga, repitió:
—¡Oiga! Por cincuenta centavos le hago una
caricatura con frac.
—No, señor —respondió el hombre.
Bayar sonrió con significativa sonrisa. Como si le
dijera:
—Te conozco, mascarita. Eres un residuo de la
sociedad. Tu frac es un símbolo envejecido y en
vísperas de pasar a la historia. Tu frac está en
bancarrota como la sociedad burguesa.
Al hombre del frac no le hizo mella en el apetito
el gesto de Bayar y prosiguió su apresurado deglutir.
Bayar retornó a su rincón y allí, en la amable
compañía de los intelectuales famélicos, habló en
alta voz como si deseara ser escuchado por todos los
parroquianos del Puchero.
—¿Hay algo más grotesco que un frac en el
Puchero Misterioso? Un frac, señores, tiene, sin
embargo, su utilidad. A punto de convertirse en
reliquia de museo, el frac todavía es una prenda útil
para cierta clase de gente. Con un frac y una valija
de cuero se pueden pasar ocho días en un buen
hotel. El frac inspira confianza a la burguesía.
Vamos a ver: si yo le pidiera la mano de su hija al
almacenero mayorista, me aplicaría un puntapié en
el trasero. Me arrojaría de su casa con cajas destempladas.
En cambio, si me presentara en frac, tendría
muchas posibilidades de llegar a ser su yerno.
Entregar a una hija a un hombre de frac es una cosa
digna, aunque a la postre el hombre del frac resulte
un perdulario sin compostura. Un frac es una
categoría aun en las tristes situaciones en que su
poseedor se ve obligado a nutrirse de incógnito con
platos populares.
—Quisiera tener un frac para empeñarlo —dijo
uno de los escribas macilentos.
—Yo, con un frac, haría carrera en la alta política
—afirmó otro.
—La apariencia es lo primordial —continuó
Bayar—. Cuidar la línea, vigilar el detalle. Hay hombres
que nacieron para vivir sin trabajar y para vivir
bien, en hoteles de primera. Les falta dinero, pero les
sobra indumentaria y figura. De donde, para entregarse
al "dolce far niente" es preciso tener percha.
Estos hombres alternan con la crema social y se
transforman por arte de Frégoli en personajes cotizados
en el ambiente. Terminan casándose con la hija
de un burgués rico y dilapidando la fortuna amasada
con inescrupulosa heroicidad, que es como amasaron sus riquezas todos los terratenientes de este país
y de todos los países de América.
—Los hijos de estos hombres de frac —prorrumpió
una voz afilada— también reciben una
herencia, pero es una herencia específica. Ingresan
desde el nacimiento a la legión magnífica del 606 y
del 914.
Un imberbe cadavérico gritó:
—¡Viva la parálisis demócrata progresiva!
Inmediatamente tuvo un fuerte acceso de tos y
por un instante sólo se escuchó el golpe ronco que
parecía destrozar el pecho del jovenzuelo ictérico.
El hombre del frac rebuscó unos níqueles en el
fondo de su bolsillo; pagó la consumición y se fue del
Puchero Misterioso sin dejar propina.
12
El buscavidas cenó conmigo en el Puchero Misterioso.
Dos platos y una botella de vino Mendoza.
El buscavidas, soberbio ejemplar de holgazán,
nació bajo el signo del ocio como si hubiera pesado
sobre su gestación una fatiga de siglos. Cuando lo
interrogaban respecto a su profesión, el buscavidas
respondía:
—Soy periodista.
A renglón seguido exhibía una serie de carnets
de periódicos de asalto y de revistas nonatas.
—.. .El Solitario... El Farol Colorado... El Pica/lor...
Con este publicista de ganzúa salí a caminar
después de la cena. Me invitó a visitar el comité.
Tenía deseos de presentarme al caudillo de la parroquia
y, aun cuando yo estaba seguro de que me
ofrecería como un nuevo elemento incondicional, no
opuse reparo en seguirle.
El caudillo vivía en una casa bien puesta, a dos
pasos del comité. Nos recibió en su escritorio rodeado
de la austeridad fotográfica con dedicatoria cordial
de las personalidades públicas que tienen la
sartén por el mango.
Varios sujetos custodiaban la entrada. Había
uno de cara de pez espada con su cigarrillo pegado en
el labio inferior; otro, de mandíbula borbónica, que
bien podría ser, por el parecido, pretendiente al trono
de España; otro, rascándose afanosamente la rabadilla
y, por fin, otro, con los zapatos deteriorados de
distancias muertas y una barba de dos días que
seguirá creciendo indefinidamente si no le alcanza el
gesto de solidaridad de algún amigo o vecino propietario
de una maquinita de afeitar.
El caudillo hablaba con afectación patriótica,
dándose cariñosas palmaditas en la panza adornada
con gruesa cadena dorada, del mismo espesor de
aquellas otras de hierro forjado que llevarían en las
manos y en los tobillos sus galeotes antepasados.
Me saludó con efusividad y, llamando en su
auxilio a la memoria, manifestó que me había visto ya
en alguna parte y que no resultaría del todo difícil que
su padre hubiera conocido al mío o en todo caso que
nuestros respectivos tíos fueran amigos en alguna
época.
—¿Ha oído usted hablar del doctor Antúnez, el
médico? ¿Y del doctor Salinas, el odontólogo? Me
quieren como a un hermano. Cuando usted necesite
sus servicios no tiene más que avisarme. Lo atenderán
como si fuera yo mismo.
Le agradezco la amabilidad y me explico para mis
adentros cómo una fiebre intestinal o una piorrea
pueden influir decididamente en los destinos de la
nación.
El caudillo se dirigió enseguida al buscavidas:
—Hemos resuelto el cambio de frente por convicción
—dijo—. Espero que usted sabrá ser consecuente
con los amigos. Este es otro sacrificio que acepto
por patriotismo. Los nombramientos prometidos antes
de la elección no llegaron. ¡Vanas promesas de
políticos mentirosos! Las fuerzas vivas del comité
—y señaló al grupo estacionado en la puerta— protestan
con toda la razón del mundo. No sólo de pan
vive el hombre, amigo. También necesita carne y
patatas fritas. ¿No le parece?
Mientras salíamos, el buscavidas me señaló a
una unidad de fuerzas más muertas que vivas —el
facineroso de los zapatos deteriorados— y en tono de
misericordia, dijo:
—Este es el eterno esperanzado. ¡Feliz de él cuyo
optimismo es infinito a pesar de que desde hace cinco
años el nombramiento está por llegar al día siguiente!
En la calle me hizo el elogio del caudillo:
—Es un gran tipo. Se le puede tocar para cualquier
gauchada. Es amigo del comisario. Un sujeto
macanudo. Todo un autodidacta. Además, tiene una
memoria prodigiosa. No olvida nunca las efemérides
patrias ni los onomásticos de sus amigos políticos.
Cuando el propio interesado no recuerda la fecha de
su cumpleaños, recibe su tarjetita de felicitación.
¡Gran tipo! ¡Formidable tipo!
Menos mal que me separé de mi anfitrión del
Puchero Misterioso; de lo contrario hubiéramos roto
toda vinculación. ¿Qué diablos pueden interesarme
las virtudes del caudillo y sus secuaces?
¡Ah, la maldita subordinación económica que
obliga atenciones con quien paga el plato de sopa que
exige nuestro castigado estómago!
¿Con quién me habrá confundido el caudillo?
¿Habrá supuesto que era yo un escritor desalquilado
que anda a la pesca de la propina burocrática?
Hace muchos años un jovencito mulato y chupamedias
inauguró el desvergonzado acomodo. Sudaba
tinta ante los grandes personajes y con la misma
tinta escribía sus poemas y se lustraba los zapatos de
charol. Era don Leopoldo Lugones.
Bien decía Sarmiento que el mulato es la venganza
del negro.
He llegado al hotel de Solano. Entrego al hombre
del "hall" el peso arrugado y me encamino por el
sombrío corredor que da a la pieza de las cinco camas.
13
La Nucha murió en el calabozo apretando entre sus manos la jeringuilla de morfina. Nadie supo
cómo se proveyó de la ampolla. Lo cierto es que
cuando el guardián abrió las rejas la halló exánime
en un ángulo del encierro. Al descorrer los cerrojos la
supuso dormida y rugió:
—¡Eh, Nucha! ¡Eh, Nucha! ¡Vamos, arriba!
Al ver que no le obedecía, acercóse y le aplicó un
puntapié.
La Nucha dormía un bello sueño de eternidad. Después de los trámites legales entregóse el
cadáver a una parienta de pega que la alojaba en su
pensión y que para evitarse la pesadilla del remordimiento
se dispuso a darle cristiana sepultura.
La velaron en una salita pequeña y la luz de los
velones empalidecía más su faz de cera. Las mariposas
de noche que fueron sus amigas la cubrieron de
flores y lloraron sobre su mortaja las palabras que
resumían sus vidas amargas como el polvo de la coca.
Entretanto, Solano y el Zurdo, alojados en un
rincón de la cámara mortuoria, canjeábanse frases
sordas.
—Se aburrió de vivir la socia —dijo el Zurdo.
El otro inquirió:
—¿Tú le llevaste la ampolla?
—¡Pchs! Podrían creer que lo hice para quedarme
con el negocio y la clientela; pero ella es testigo de
que no. Le llevé la morfina jugándome un proceso,
porque la infeliz me tocó el corazón con sus lamentos.
—El caso es que heredas negocio y clientela
—díjole Solano.
—No pensé en ello cuando cumplí el favor que me
pedía.
Solano lo midió con sus ojos profundos y alevosos
y contrajo el rostro en conato de mueca irónica. El
Zurdo sostuvo esa mirada que traducía una amenaza,
carraspeó sin ganas y se encogió de hombros.
La clientela de la Nucha inició trato con el sucesor en el velorio. Y no faltó yiranta que perdiera el seso y
gritara volcando el polvo blanco sobre los labios
descoloridos de la Nucha: —¡Toma, querida! ¡Quiero que te entierren en
tu ley!
El Zurdo y Solano salieron juntos. Sin decirse una
palabra más, habíalos unido la muerte de la Nucha. Eran socios. Habíalos juntado comercialmente aquella
mirada terrible y burlona del soplón metido a
dueño de hotel.
Simón el Desconsolado ahuecó el ala detrás de
ellos sin ser visto.
14
El inquilino de la empalagosa sonrisa de maniquí
era contratista de estrellas anónimas que alumbraban
débilmente en raído cielo de teatrillo ínfimo.
Intermediario de varietés, surtía de tonadillas
descangalladas y en desuso el tablado de los cafetines
donde la consumición es obligatoria. Por cada contrato
percibía una insignificante suma de dinero, la
cual, estirándola, le alcanzaba para ponerse al día
con el estómago, el sueño y otras molestias.
La decadencia de la profesión lo llevó al refugio de
Solano, donde dormía sin quitarse la sonrisa. Se
llamaba Sandalio Salas y desvivíase por quedar bien
con todo el mundo sufriendo en su carne la indiferencia
del prójimo.
Cada vez que intentaba una conversación con
cualquier compañero de pieza, fracasaba. Nadie le
prestaba atención. Cuando no le cortaban la charla
con un adjetivo maloliente, le advertían:
—Vea, amigo, cada uno tiene sus cosas. Déjeme
dormir.
Sandalio Salas, sentado al borde de su cama, se
desvestía en silencio.
A mí me molestaba la repetición de su saludo
ceremonioso y su sonrisa. Parece el muñeco del
ventrílocuo que chillaba zafadurías en el antiguo
cine de rni niñez. Sin embargo, me apenan sus
palabras sin eco.
Pienso que un día se morirá de consunción y
entonces clavarán una tapa de pino sobre la sonrisa
que usa invariablemente.
15
La cama del Zurdo permaneció intacta toda la
noche. Estaba velando a la Nucha. El hombre del "hall" apenas alzó la cabeza y me cobró el importe sin
levantar la mirada. A su lado hallábase un sujeto mal
entrazado, con el sombrero en equilibrio sobre la
oreja izquierda, ocupado en espaciar con la punta del
zapato un medallón de saliva.
En la habitación dormían pesadamente el viejo
guitarrero canario y Sandalio Salas con su rostro
beatífico. Apoco de acostarme, una figura sigilosa se
acercó a la cama del Zurdo. La reconocí. Era el tipo
que estaba en el "hall". Anduvo hurgando breves
instantes en la colchoneta y luego su sombra alejóse
por el corredor.
Su presencia me trajo el recuerdo de "El Torito",
malevo de sombrero requintado, pantalón con bombilla
y faja roja, donde envainaba la daga.
El Torito hizo su fama en los alrededores del Asilo
de Huérfanos y nunca hombre alguno fue capaz de
sostener el desafío de sus ojos. Lo mataron de mala
manera. Dicen que fue un chiquilín al cual había
injuriado de un cachetazo. El Torito cruzaba un
baldío cuando el otro le hundió en la espalda el
cuchillo hasta el mango. Tambaleante, quiso desenfundar
su revólver, pero la muerte le cortó el ademán
y cayó en un charco de sangre.
El Torito había vivido siempre de sus agallas. Las
usufructuaba obligando a los malandrines que echaban
buenas a pasarle pensión. Era un George
Bancroft, pensionado de la canalla.
Decía:
—De las mujeres cualquiera vive. La cuestión es
vivir de los hombres.
El hombre que conversaba en la portería me
trajo el recuerdo del Torito.
He intimado con ladrones, tahúres, miserables.
He conocido sujetos despreciables y mujeres hipócritas
y putas. La vida es amarga, pesada, difícil. Ahora
se me ocurre que debí haber muerto cuando me
operaron de no sé qué mal hace veintitantos años.
Era una criatura y me hubieran llevado al cementerio
en un fúnebre blanco. En lugar de arrastrarme
por el mundo, estaría más allá de las nubes
en la purísima felicidad que narran los ángeles de
cielo raso.
16
Los focos esmerilaban el asfalto mojado y Simón
caminaba hacia el hotel bajo la lluvia fina de la
noche. Un automóvil con la pareja de amantes enlazados,
resbalando vertiginoso por la calle, que brillaba
de agua y de luz, salpicó sus ropas arrancándole
una frase puerca.
Detrás del mostrador Lázaro hallábase sumido
en el pesado silencio sórdido de su existencia. Simón
el Desconsolado se aproximó a su misterioso amigo
y colocándole su mano sobre el hombro, le dijo en
tono confortativo:
—Tu asunto, Lázaro, está definitivamente arreglado.
El hombre del "hall", con un esguince indescifrable,
dejó escapar contra su voluntad una amenaza:
—Está visto que el daño vive en mí. No habrá
tregua para los asesinos.
—Fue el Zurdo, Lázaro. Por la miseria del negocio
la llevó a la muerte. Que caiga sobre él el castigo
—y agregó—: Puede que el remordimiento precipite
su destino.
—Siempre hablas tonterías. El destino jamás se
precipita. No se han inventado hospitales de destinos
ni existe un ser que pueda desviarlos. El Zurdo
pagará porque debe pagar. Eso es cuenta mía.
—Bueno, Lázaro, estoy deshecho. Tengo más
ganas de dormir que de charlar.
Ya se disponía a retirarse el Desconsolado, cuando
Lázaro le detuvo sujetándole el brazo:
—Escúchame, Simón, es preciso que te advierta
que hoy es la última noche de hospedaje para ti. O
vienes con el peso de la cama o te vas con viento
fresco a dormir a la plaza.
—Me extraña sobremanera, Lázaro. Yo he sido
siempre tu amigo.
—Te digo que si no pagas, no duermes. Eso es
todo. Se acabó mi compasión. No tengo por qué
compadecer a nadie ni me interesa un pito tu pensamiento.
¿Acaso hubo alguien que se compadeciera
de mí? Hasta la muerte de la Nucha te consideraba un nexo de unión entre el mundo y yo. Ahora que la
Nucha no existe y estoy dentro de la torpe realidad de
los hombres y las cosas, nada quiero saber contigo.
Para mí tu representación es la misma que la de
cualquier otro inquilino de esta casa.
—Si te molesto —arriesgó Simón—, me voy en
seguida.
—Haz lo que te venga en ganas, Desconsolado,
pero no olvides que mañana es otro día.
Simón, en actitud de disgusto, iba a dirigirse a la
puerta de calle, pero al convencerse de que Lázaro lo
dejaría marchar, pegó la media vuelta y se perdió en
los fondos del hotel.
17
Golpeó las manos ruidosamente el oficial de
policía. Lo acompañaban dos vigilantes.
—¡Vamos! ¡A vestirse!
El tramoyista abrió los ojos y se incorporó en el
lecho. Quiso decir algo, pero un acceso de tos martilló
su pecho y congestionó su rostro.
—¡A vestirse! —insistió el oficial.
—¿Qué ocurre, señor? —al fin pudo preguntar el
bebedor empedernido.
El mucamo que observaba con manifiesta alegría
el espectáculo aclaró:
—Es la requisa... Hacía tiempo que no caía...
Sandalio Salas saludó a la gente de uniforme con
su inclinación de vendedor de tienda.
—¿No bastan estos documentos? —dijo exhibiendo
un pasaporte caduco y una cédula de identidad.
—No señor. Tienen que acompañarnos hasta la
comisaría seccional.
Soñolientos y perezosos fuimos saliendo unos
detrás de otros. Sandalio marchaba adelante junto al
oficial.
—Se lo está trabajando —murmuró el Zurdo—,
pero maldito si ese perro le llevará el apunte. A éstos
hay que arreglarlos con plata. Lo demás es puro
grupo...
El Zurdo se equivocaba. Sandalio Salas, como
rogando la gracia de ser escuchado, decía:
—¿Sabe usted, señor oficial, por qué he venido a
parar aquí?
—No me interesa, che. Marche callado. Si tiene
antecedentes se pasará un mes a la sombra, y si no,
lo pondremos en libertad.
En la oficina de guardia nos inscribieron en un
libro de sumarios y luego nos condujeron a una
estrecha dependencia donde un vigilante morocho y
atravesado, de renegrida crin aceitada, cayendo en
ondas sobre su frente, nos pasó un rodillo alquitranado
por las yemas de los dedos para tomarnos
impresiones digitales. Después, sin miramiento alguno,
nos alojaron en la cuadra.
Sobre el duro y frío colchón de portland nos
acomodamos.
Eramos cinco y sólo nos dijimos las buenas
noches.
18
El comisario no parecía preocuparse mayormente
por los cinco detenidos la noche anterior en la
pieza del hotel de Solano. A las veinticuatro horas
nos hizo llevar a su despacho.
Era un hombre de belfo abultado y mirada corrosiva.
Un tipo de mulato blanco apellidado Alzogaray.
Nos examinó a uno por uno y sus ojos se detuvieron
en la facha del Zurdo.
—Vos has estado otra vez aquí —le dijo.
—No, señor comisario. Usted debe estar confundido.
—Yo no me confundo nunca —vociferó el comisario.
Y dirigiéndose al sargento que nos había
llevado a su presencia, agregó:
—Páselo al calabozo.
Mi compañero de la derecha insistió:
—Vea, señor comisario... Yo no trabajo, pero soy
un hombre honesto...
—Camina...
El sargento, con brusquedad policial, le dio un
empellón y el Zurdo no tuvo más remedio que marchar
al encierro.
El viejo canario pedigüeño, el contratista de
estrellas de servicio doméstico, el ex picapleitos y yo
permanecíamos en el despacho pendientes de la
voluntad todopoderosa del mulato blanco. En ese
breve paréntesis entraron dos prostitutas callejeras
y un hombrecillo raquítico, de orejas transparentes
y cabeza deforme.
Las prostitutas lo maltrataban de palabra y tuvo
que intervenir el oficial.
—Vamos a ver, ¿qué tiene que decir usted contra
estas mujeres?
—Yo le he pagado veinte pesos a ésta por toda la
noche y resulta que a la media hora me quiere dejar
plantado.
—¿No quedó satisfecho? —le dijo con socarronería
el oficial.
—No, señor inspector. Yo todos los meses me tiro
una cana al aire y no es justo que lo estafen de esta
manera.
—¿Así que no quedó satisfecho? —volvió a repetir,
estallando en una carcajada.
—¡Por veinte pesos qué quiere! —gritó la mujer
señalada por el hombrecillo de cara de conejo—.
¿Que haga vida marital con él? ¡Hágame el favor!
—¿La ve usted? ¿La ve usted, señor inspector?
Le pido que la procese por ejercer un comercio
clandestino. La prostitución callejera está prohibida.
Estas mujerzuelas son la perdición de los hombres.
El oficial rió y dijo algunas frases pornográficas
que las prostitutas celebraron con gestos picarescos.
El comisario, que se entretenía golpeando el
vidrio de su escritorio con un cortaplumas de metal,
interrumpió su juego para decirnos:
—Y ustedes ¿qué hacían en el hotel?
—Dormíamos, señor —respondió Sandalio.
—¿No tienen casa?
—No tenemos familia...
—¿Y no saben ustedes que ese hotel es sospechoso
y que más que casa de huéspedes es guarida
de ladrones?
—Nosotros, señor —respondió el guitarrero—,
somos gente de paz y no nos entrometemos en
manejos sucios. Pagamos un peso por la cama y la
mala reputación del hotel no nos alcanza.
—Lo mejor que podrían hacer —aconsejó el
comisario— es alquilar una pieza y dejarse de vagabundear
por sitios peligrosos. Pueden retirarse.
El auxiliar tocó repetidas veces el timbre para
que nos dejaran la puerta franca y, después de
interminables horas, salimos a la calle. El tramoyista
gesticulaba de indignación. La noche sobre el duro
portland acentuó su malestar y sentía un agudo
dolor en las articulaciones.
Renegaba contra la policía, contra el orden de las
cosas y de las instituciones, y como nadie discutió
sus violencias, menoscabó el honor de su propia
familia.
En la esquina nos separamos y cada uno tomó
un rumbo distinto.
19
Esa noche Sandalio Salas desertó de la miserable
cofradía del hospedaje.
Faltaba también el Zurdo, sobre quien un anónimo
hizo recaer graves sospechas de ser el autor de la
muerte de la Nucha. El número de los inquilinos no había sufrido variante alguna y esas mismas camas
las ocupaban ya dos ladronzuelos veloces. El Liendre
y el Sapo —que trabajaban en las aglomeraciones.
La habitación me pareció más desolada sin la
sonrisa de Sandalio Salas.
Sentí su ausencia en el alma como un remordimiento
por no haberle ofrecido mi corazón cuando se
le caía su tragedia de los labios.
Sandalio Salas desapareció por una calle desconocida
del mundo. Pero antes de marcharse se
despidió de nuestro empecinado silencio narrándonos
su tragedia en tres palabras, que estampó con
lápiz azul en la pared del retrete.
Decían simplemente:
Sandalio Salas - Cornudo
Desgastado de insomnio me arrojé de la cama y
salí del hotel. La noche me traía el eco de un viejo
tango. Entonces no me sentí tan solo. Porque cuando
tenemos lágrimas rabiosas, cuando nos doblamos
bajo el peso del mundo, cuando la mujer que
quisimos supo hacernos sentir su indiferencia, cuando
comprendimos que en su voz no estaba su alma,
cuando sentimos la fría ficción del engaño manifiesto,
un tango es un gran compañero. Su desgracia
comparte la nuestra y sabemos por él que no
estamos solos.
Desoladora ausencia de amor sumía mi ánimo
en desconsuelo. Cabalgaba en el viento nocturno el
eco de la canción.
Llegué a la puerta del Puchero Misterioso, junto
a cuyo mostrador de estaño mojado de caña fuerte,
Indalecio y el Silencioso retomaban el eterno diálogo
inútil y absurdo. En una mesa esquinada, Pelito
Verde, con su entonación pueril inquiría:
—Decíme, ¿vos crees en Dios, Rata?
La miseria permanente
"¿Hizo Dios ios chinches?"
MlCHAEL GOLD
—LA VIDA ES DEMASIADO MEZQUINA para ser tan corta. ¿No lo cree usted así? Le hablo con sinceridad.
Mi cansancio no es romanticismo decadente de
portalira que busca reputación de suicida. Mi cansancio
es real. El aburrimiento hace monótona rni
existencia y si no acabo conmigo es porque degusto
la voluptuosidad de transitar por el mundo.
—Vamos, Bayar, ¿ha pensado alguna vez en
serio suicidarse?
—Cuando resuelva levantarme la tapa de los
sesos no le pediré permiso a nadie. Sólo necesitaré
un revólver. Una vez lo tuve y casi me mato.
—¿Tuvo miedo?
—¡Déjese de embromar! No me maté por una
cosa sencilla. Hacía cinco días que no me bañaba.
Cinco días de mugre acumulada con intereses de
parásitos recogidos en los catres de alquiler. Me dio
vergüenza, ¿sabe? Vergüenza de que me desnudaran
en la Morgue y de que algún practicante dijera: "¡Qué tipo sucio! Siquiera por buena educación debió
bañarse antes de suicidarse". Y ya ve usted, no me
maté.
—Pero se habrá bañado.
—Si usted me prestara un revólver...
—¡No se joda! Yo quiero al género humano pero
estimo mucho más todo aquello que es de mi propiedad.
Si le facilitara un revólver, usted lo empeñaría.
Las casas de empeño están repletas de revólveres y
cuchillos. En cada arma hay un fracaso de suicidio.
—Bueno, pero, por lo menos, pagará usted la
copa.
—Sí, Bayar, beba, si eso lo hace feliz.
Bayar pidió al mozo tacaño de grasa una copa de
grapa y la bebió de un trago.
—¡Tiene gracia lo de la casa de empeños! Yo,
desde pequeño, trabé relación con usureros y prestamistas.
Empeñé desde la corbata hasta mi palabra
de honor. De esto último se me da una higa; vale más
una corbata. Un hombre de vida irreprochable, aunque
sea un cornudo convicto y confeso, es un hombre
de honor.
—Filosofía alcohólica, Bayar.
—Volvamos entonces a la casa de empeños. Es
tal mi costumbre de pignorar, que si me eligieran
presidente de cualquier republiqueta sudamericana,
empeñaría la banda y el bastón. No recuerdo qué
amigo me contaba de un señor a quien obligaron a
descender de la copa de una palmera para hacerlo
presidente y que en las reuniones diplomáticas se
sonaba las narices con la banda presidencial y pedía
permiso para quitarse los zapatos porque "le molestaba
el lujo".
—¿De qué republiqueta era ese señor?
—De cualquiera, pero de Sud América. Usted
sabe que casi todos los gobernantes sudamericanos
sólo se preocupan de desprestigiar al país que los
padece. Son gobernantes democráticos y pornográficos.
La democracia misma es la pornografía. Francamente
es una desgracia haber nacido en Sud
América. Un castigo. Si Proust hubiera nacido aquí,
sería un escritor anónimo; y como Proust, Joyce y
muchos otros. Sud América está formada por países
de opereta. Kermesses. Circos improvisados. Los que
arman las carpas para desplumar incautos son
extranjeros. El oro es inglés o yanqui. Los incautos
son hijos del país. ¡Y hay que ver a la gente! Vive de
reflejo y con atraso. Cree poseer un sentido del
ridículo e inventa prejuicios. El argentino —por ejemplo—
quiere deslumhrar a París con su elegancia. Es
el inventor de la gomina. El uruguayo es una calamidad
en intelectual y llama a Montevideo la "Atenas de
América", lo que no quita que de un incidente de football
haga cuestión internacional. En estos pueblos
pequeños, para festejar aniversarios históricos se
contratan habitantes por licitación. Los más baratitos
resultan casi siempre los brasileños.
Los generales son revolucionarios por vocación
aun cuando jamás hayan presenciado una batalla.
¡Y no me hable usted de la crema social de todos los
países sudamericanos! El Gotha se inicia en la
galera. Sí, no se ría. Yo he estudiado el árbol genealógico
de familias de alta sociedad y en cada uno he
encontrado gajos extraordinarios. Forzados, trabucadores
de caminantes, aventureros, toda una temible
caterva de deportistas del robo y del crimen. La
plutocracia sudamericana tiene su punto de partida
en el inmigrante negrero o en el estafador de baratijas.
¡Ríase usted del abolengo! La historia de las
grandes fortunas horroriza.
—Usted habla como un hombre que no ha participado
del convite. Si lo nombraran cónsul o algo
por el estilo, modificaría su posición.
—¿Si me nombraran cónsul? No juego a la
burocracia, don Alvaro. Diga más bien si lograra ser
dictador por veinticuatro horas.
—¡Qué cosas raras haría usted!
—Les haría bailar el cancán a todos los ministros
y altos funcionarios alrededor de una galera de felpa
y ordenaría el fusilamiento por la espalda de los
diputados de todas las extremas, por traidores y
canallas.
Don Alvaro era un buen señor reaccionario, ex
anarquista y actualmente defensor de la pequeña
burguesía. En sus tiempos de agitador fue procesado
y torturado en la cárcel. De todo ese sarampión sólo
le quedaban las cicatrices del suplicio a que fuera
sometido por los esbirros, y el arrepentimiento recóndito
de haber bautizado a su hijo con el nombre
rojo y negro de Miguel Bakunin.
Transcurrieron los años; don Alvaro se casó, fue
padre tres veces y comenzó a hacer vida de hogar y
a preocuparse por el techo y el pan de los suyos.
—He entregado los puntos —solía explicar—. Y
cuando un hombre como yo entrega los puntos, es
porque considera que no hay nada que hacer.
El lugar de Bayar, que fue retirado hecho una
cuba por dos de sus amigos desnutridos, fue ocupado
por Bartolo el Pelirrojo, que sustentaba aspiraciones
del color de su pelambre.
—¿Cómo marchan los negocios? —le preguntó el
pequeño burgués.
—Yo no soy hombre de negocios, don Alvaro.
—Me reñero a las luchas sociales.
—Ese es otro cantar. Vamos bien. La esperanza
está en la Manchuria. La guerra es inevitable como es inevitable un movimiento revolucionario en toda
Sud América.
—Aquí no hay nada que hacer, Bartolo.
—Usted es derrotista.
—No, soy un descreído por experiencia. ¿Con
quién puede contar aquí? ¿Con Fulano, o Mengano,
o Perengano? ¿Los conoce usted en su vida privada?
El uno, tahúr; el otro, viviendo de la caza y de la
pesca; el otro, agitador profesional.
—¿Y eso qué tiene que ver con la lucha proletaria?
—Tiene que ver, sí señor, porque ésta es cuestión
de hombres y los hombres no aparecen ni aun
buscándolos con linternas. Estoy de acuerdo con la
reforma del régimen social y con lo que me cuentan
los libros y los programas. Pero con los reformadores
no. Que comiencen por reformarse ellos. ¿Dónde
están los hombres, Bartolo? En cada hombre veo un
corrompido. Aquel babeando por las chiquillas, y el
otro por el vino. No me haga hablar, Pelirrojo, porque
tendría muchas cosas que decirle.
—¿Qué importa todo eso? Esta no es cuestión de
hombres sino de ideas. Usted coloca las ideas debajo
de los hombres y ahí está la falla.
—Hay crisis de hombres. Crisis del carácter.
Preséntame un hombre capaz y de vida irreprochable,
y estaré con él.
—¿Usted cree que debemos ser necesariamente
santos? ¿Usted supone que un marxista, por el solo
hecho de serlo, debe abominar de la buena cerveza y
de la hembra bravia? Yo no tengo pasta de sátiro
arrepentido, como dijo Lenin de ese viejo hipócrita
que se llamó León Tolstoi. Al hombre hay que admitirlo
con todos sus defectos. La revolución que esperamos
es una revolución contra el régimen económico
del mundo y no contra tal o cual vicio del hombre.
Una vez conquistada la independencia económica, el
individuo obrará de acuerdo a su naturaleza. Pretender
regular la moral íntima de cada individuo es ir
contra el psicoanálisis. Ninguna revolución va a
tornar en un ser normal a un degenerado. Las tareas
hereditarias —consecuencia, precisamente, del im-
placable régimen social basado en una tremenda
injusticia— no las barre la revolución. Sin contar que
hay infinidad de pequeños resortes que mueven las
acciones de cada sujeto. De lo que se trata y a lo que
vamos es de que no haya explotadores ni explotados,
miserables que mueren de hambre y de fatiga y ricos
que revientan de indigestión.
—Para cualquier movimiento faltan hombres,
Pelirrojo, y me empeño en ello. ¿Quiénes son los que
van a dirigir a las masas en el momento preciso?
Porque debe haber organizadores y jefes. ¿No es así?
—Los hombres vendrán. Los mariscales de
Napoleón se formaron en el campo de batalla. En el
pueblo hay hombres con verdadero espíritu de sacrificio
y con capacidad para ocupar su puesto. Los
hombres vendrán en su hora. Esta hora está al
sonar. Ya nadie discute la quiebra del capitalismo. La
sociedad no resiste más. ¿Qué otro remedio contra el
hambre? ¿Qué hace usted con los treinta millones de
desocupados que andan por el mundo?
—La solución está en una nueva guerra, Pelirrojo.
Hay gente que sobra en la tierra. O una epidemia
o la guerra. Esto es lo que digo yo que he entregado
los puntos y cuando un hombre como yo entrega los
puntos, es porque considera que no hay nada que
hacer.
Don Alvaro reparó en mí, que permanecía silencioso
escuchando el diálogo y, dándome una palmada
amistosa, me dijo:
—Y usted, ¿qué hace aquí tan callado? Lo noto
más flaco. Usted tiene que hacer ejercicio. La gimnadesde un peso
sia es la única verdad de la vida. Haga, como yo, una
hora de gimnasia y verá qué apetito.
—Gracias, don Alvaro, pero si además hiciera
gimnasia, el tormento sería atroz.
Bartolo el Pelirrojo, dogmático por excelencia,
era enemigo de la caridad.
—La caridad —decía— es ofensa. Dar una limosna
es disminuir al prójimo.
Cuando una mano limosnante se extendía hacia
él, Bartolo limitábase a ofrecerle en un folleto una
lección de economía comunista.
—Ustedes los intelectuales... —comenzaba siempre
que se dirigía a mí.
Esa noche no estaba para soportar a nadie y le
repliqué con dureza:
—Nosotros los intelectuales somos las verdaderas
víctimas de la sociedad. Los únicos que conocemos
el hambre. El obrero que trabaja y cobra su
salario duerme y come aun cuando el techo y la
comida sean precarios. Pero conforma su sueño y su
estómago de alguna manera. Nosotros no. Nosotros
sufrimos el desprecio de la clase inculta y poderosa
y el desprecio también de la clase inculta y miserable.
Y somos, a la postre, los que animamos el espíritu del
mundo.
La miseria permanente
—¿Supone usted que la vida del obrero es un
paraíso?
—No, señor, pero afirmo que la vida del intelectual
es un infierno. La revolución vendrá, no lo dudo,
pero vendrá cuando el pueblo comience a tener
hambre. Un pueblo que no pruebe bocado en tres
días, es capaz de cualquier revolución. Francia tuvo
su 14 de Julio con los hambrientos que asaltaron las
panaderías.
—Habla usted como un intelectual.
—Continúe, Pelirrojo. Hablo como un intelectual
pobre, como un escritor surgido de la masa del
pueblo que no todos los días tiene la suerte de comer
un plato de sopa.
Dijo Bartolo el Pelirrojo:
—¿Y el sexo? ¿Qué me dice del sexo? ¿Practica la
abstinencia sexual?
Indalecio, desde la otra mesa, le gritó:
—Pelirrojo, a vos te gusta firmar pagarés en los
prostíbulos y vas a tener que levantarlos algún día en
el hospital. El epílogo es siempre el mismo: sulfato de
cobre y peróxido de zinc, y después mercurio y
arsénico. Al ñnal, la bandera de remate en la cabeza.
—El amor es un problema serio —argüyó un
ojeroso adolescente—. La sociedad lo ha convertí
do en un problema serio. En realidad, el amor
debería ser simple. El amor está encadenado. Hay
que liberarlo. Esto no quiere decir dar rienda
suelta al instinto, no. Esto quiere decir ponerse al
día con los sentimientos. ¿Quieren terminar de
una vez con el adulterio escandaloso? ¿Con el
amor en noticias de policía? ¿Con el amor vergonzoso
que se esconde en las alcobas y en los zaguanes?
No hay otro camino que la nueva educación
sentimental: el amor libre.
—Sí —respondo—, vendrá el amor libre como
vendrá la emancipación económica de los hombres.
La sociedad burguesa ha entristecido al amor. Lo ha
relajado. Ha llevado el amor al prostíbulo. He aquí lo
que es el amor burgués; el amor con preservativo, el
amor que se lava con permanganato.
—El prostíbulo es el caño maestro de la sociedad
—dijo sentenciosamente Bartolo, a quien gustaba
hablar en tono grave de filósofo de extremuros—.
¿Qué haría el hombre si no existieran las mansas
prostitutas? Se pervertiría, es natural. Sería un
refregador como el Ganso y no faltaría ni a misa ni a
funeral ni donde tuviera oportunidad de manosear
mujeres. Yo lo confieso: me arreglo con los prostíbulos.
Tengo que cumplir de alguna manera una función
orgánica. Claro que después no me quita nadie
el asco de encima. Y uno vuelve. Es preferible eso a
masturbarse. El mal que aqueja a la juventud está en
la masturbación.
Después de la perorata, Bartolo se levantó.
—¿Vas al quilombo?
—Sí, hoy es lunes y hubo visita médica. Además,
estará poco concurrido.
Había un prostíbulo a la vuelta del Puchero
Misterioso. Cuando entró Bartolo en la antesala del
queco la madama hacía calceta y dos clientes de
turno fumaban en silencio consumiendo la espera
obligada en la distraída observación de los puntos
habilidosos que enhebraba la mano flaccida de la
mujer. La madama era una enciclopedia prostibularia.
Llevaba medio siglo de acopio de mala vida. Su
memoria comenzaba en una adolescencia adiestrada
en los misterios del sexo por la madre veterana
cuyo rostro se resquebrajó en la fajina de las sábanas
que se mudan semanalmente. De ella heredó su
puesto junto a la cancela.
Uno de los clientes desentumeció su actitud
pasiva y se puso de pie. La madama despojó la telaraña
del sueño y le dijo:
—Ahora nomás termina.
Y volvió en seguida a la minuciosidad de su
labor.
El cliente respondió:
—No tengo apuro; lo que temo es quedarme
dormido en la silla.
De la pieza contigua venía un ruido de lavatorio.
La madama había calculado bien. La muchacha
abrió la puerta, sonrió a los hombres y mientras con
gesto mecánico arrollaba en la media los dos pesos de
la función, dijo al cliente cansado:
—¿Vamos a la pieza, querido?
Descontando el asentimiento del hombre, retor
no al interior. En el espejo del tocador el cliente
satisfecho terminó de abrocharse el saco. Cogió el
sombrero que alcanzaba a verse sobre un mueble y
se dispuso a marcharse; aceptó con desgano el beso
profesional de la muchacha y se fue dando un
buenas noches apagado.
El hombre que iba a ocupar la vacante traspuso
el dormitorio seguido de la pupila.
La puerta se cerró otra vez. La madama se levantó
para acompañar hasta la cancela al cliente
satisfecho y volvió a su trabajo de punto. El cliente
olvidado permaneció sumido en la soñolencia de la
espera.
Otra vez el ruido del lavatorio y la voz de la mujer
que pide un balde de agua.
Por fin le tocó el turno a Bartolo. El Pelirrojo es
un refinado del prostíbulo. Hizo sentar a la muchacha
sobre sus rodillas; le palpó los muslos y los
senos; le hizo cosquillas en los sobacos y su mano
pornográfica desapareció entre las piernas de la
moza. Le habló de la temperatura y se mostró interesado
en conocer el número de clientes que le ganaron
de mano.
Antes de ir a la pieza me dijo en secreto:
—Usted no lo va a creer, pero ésta goza conmigo.
Media hora después salía malhumorado, rechazando
el beso de la ramera y murmurando con rabia:
—¡Qué carajo! Esa cama está llena de chinches...
Prefiero una vulgar prostituta de dos pesos, a
cualquier mantenida. Prefiero una yiranta a cualquiera
de esas "rameras" literarias que se sueñan
mujeres complicadas porque leen a George Sand y
vampiresas porque se acuestan con jovencitos imberbes.
Prefiero a María la de todos con quien jamás me
revolqué. María la de todos es una buena muchacha
que ejerce el oficio a que la obligó su destino.
Antes de que se graduara de prostituta con
libreta, trabajaba clandestinamente y vivía en un
inquilinato donde yo ocupaba un altillo roído por las
ratas. Cuando María se retrasaba en el sueño, el
padre, que era un perdulario, vociferaba:
—¡Arriba, sifilítica!
Ahora la llaman María la de todos. Al salir
Bartolo se acercó a mí sonriendo y me dijo:
—Mira, querido. Ese amigo tuyo de pelo colorado
es un infeliz. Me visita todos los lunes. Quiere que le
cuente mi historia. Fijáte: la encamada y la historia,
todo por dos pesos.
María tiene los ojos azules y las pupilas limpias
como si el alba las hubiera humedecido con agua de
cielo. Yo sé que su destino es innoble y que la realidad
de su falda siempre procaz arrambla cualquier sueño.
Sin embargo, la miro como si fuera la mujer
incontaminada que habrá de arrancarme de la sórdida
tiniebla.
Mas él amor no llega a la alcantarilla de la
miseria donde me ha sumido la desalmada vida; a la
tristeza de esta ropa pringosa de hospedajes que
cubre mi cuerpo.
Aguardo el amor con el desesperado deseo de los
veinte años. Si tardara en llegar, saldría a la calle a
pregonar mi infortunio para que alguna mujer me
diera su caricia en consuelo; saldría a golpear todas
las puertas hasta que al fin una mano suave y
sensitiva me llamara y una voz no escuchada, una
voz recién nacida, me dijera: ven.
El grito de todas las noches fracasa en la luz
injuriante del día.
La aventura de mi juventud sigue siendo una
escaramuza continuada y mezquina.
Hace tanto tiempo que mis bolsillos están
deshabitados que ya olvidé el color del dinero. Ando
por la calle con la inseguridad que rige mi destino.
Veo pasar a la gente y me digo:
—Este hombre que pasa a mi lado posa sus pies
en sólido pavimento. No teme al mañana. De arriba
abajo su figura infunde respeto.
No quiero que nadie descubra mi miseria, que
nadie advierta mi hambre y me compadezca. No
quiero que mi mirada me venda diciendo al transeúnte
feliz: "Necesito dinero. ¿Quién me facilitará
unos pesos?"
1
Recuerdo que en la escuela la maestra nos decía:
"La función hace al órgano", y pienso en mis veinte
años y en mi dentadura echada a perder.
Podría visitar a algún amigo de años atrás. Pero
imagino que los amigos de mi infancia habrán "sentado
cabeza" —como dirán sus progenitores— y
serán hombres decentes, de esos que no hacen daño
a nadie.
Regularán sus diversiones con el bolsillo y el
calendario; amarán la decencia; elogiarán al vigilante
de la esquina; cuidarán de su paraguas y de sus
chanclos de goma; comprarán una casita a plazos y
leerán editoriales sesudos en periódicos de inalterable
seriedad conservadora.
Vivirán en su hogar como el mejillón en su concha
y morirán de viejos, algunos malhumorados por el
reuma. Sus hijos heredarán la casita, los chanclos y
el paraguas.
No, no iré a ver a esa clase de gente que no hace
daño a nadie; esa gente honrada y pacífica cuya
solidaridad con el género humano se reduce al
estrecho círculo familiar.
Si tuviera sed me negarían un vaso de agua.
Quizá murmuraran:
—Es un pobre Cristo. Ahora pide prestado; mañana
será un mendigo.
A ratos ideas negras ensombrecen mi cerebro y
pienso que quizá la muerte pudiera solicitarme cualquier
noche.
Me apena el presentir la muerte, el experimentar
el frío de su cercanía sin haber dicho todo lo que
quisiera decir. Me apena morir atiborrado de ideas,
acongojado de bondad, ahogado en gritos que no se
dejaron oír por falta de tiempo.
—Usted —me dijo Bayar— es un hombre contradictorio.
Unas veces aborrece a la multitud. Otras,
cree en ella. Quisiera saber por qué y para qué
escribe usted, que es rabiosamente escéptico.
—No soy escéptico desde el momento en que creo
en el amor.
—¿Cree en el amor? Es usted, además de contradictorio,
ingenuo.
—Como usted quiera.
—¿Y cuál debe ser la finalidad del arte para
usted?
—Me tiene sin cuidado, Bayar. Aquellos que se
dicen emancipados de prejuicios y avanzados de
ideas no conciben el arte sin finalidad social, esto es,
el arte útil. Tan útil como un par de zapatos, un
abrigo, un bife a caballo. El sastre, el carnicero, el
zapatero, son artistas en su oficio. Yo creo que la
finalidad del arte es el arte. El arte por el arte. Y por
momentos, cuando la humanidad me indigna, digo
arte por el artista. El arte para uno mismo. Así se
explica la triste felicidad del escritor muerto de
hambre. No serán para él los goces materiales, la
buena mesa, el amor. Pero, en cambio, para él
exclusivamente es el arte, el placer de construir
belleza para su sola emoción.
—Habla como un perfecto egoísta.
—No, lo que yo afirmo es humano. Muchas veces
rne he preguntado: ¿vale la pena madurar obras,
elaborar conceptos, crear, en una palabra? ¿Por qué
recrear al mundo indiferente a toda angustia? Sin
embargo, sigo escribiendo con verdadero fervor. Amasando
en mi arcilla el alma de los personajes que no
encuentro en la vida. Soy un hombre sociable que
busca compartir su soledad con gente cuya afinidad
espiritual madura en la novela.
—Tiene usted una triste idea de la humanidad.
Para usted, que no encuentra amigos en el mundo,
la gente es perversa, baja, inmoral.
—No me interesa ni lo moral ni lo inmoral.
Además, me parece que no existe nada moral ni
inmoral sobre la tierra. Cada uno tiene su destino y
marca su paso de galoeoto del destino. En cuanto a
la maldad, es otra cosa. Yo he conocido un hombre
perverso, un hombre canalla. Este hombre era un
cocinero del fondín que se deleitaba escupiendo los
platos que servía a los parroquianos.
Bayar ha ordenado su cartapacio y recorre las
mesas de la fonda ofreciendo los desaciertos de su
lápiz. Lo observo cuando se aleja y siento que una
pena infinita se adentra en el alma.
Me apenan también esos hombrecillos de ojos
apagados que devoran el trozo de carne negra y el
pedazo de pan injuriado por las moscas. Quizá sea
ésta una emoción de rebote. La emoción que me
produce mi propia vida martirizada.
Amo al prójimo que sufre con el egoísmo perfectamente
humano de amar en él a mí mismo.
8
Conocí a un escritor de extrema izquierda que
escribía apólogos y versitos malolientes. Era un
hombre entrado en los cuarenta años, que durante
ese largo transcurso de tiempo jamás había intimado
con el trabajo.
Decíase tolstoiano, vegetariano y casto y pasaba
las semanas en la azotea, panza arriba, tomando
baños de sol.
Tenía discípulos inocentes que lo admiraban y
decían de él en las mesas de café:
—Es un santo. La santidad personificada.
Contaban del santo que cierta noche, al notar la
sonrisa equívoca de una mujer joven y ya teósofa, le
advirtió:
—No he caído jamás en la tentación de la carne.
Toda artimaña para vencerme será inútil.
Cuando el tolstoiano peroraba se hacía un silencio
de iglesia.
—Para los componedores del mundo —decía— el
alma es literatura. Sin embargo, el mundo tardará en
arreglarse tanto como tarde U hombre en poseer su
alma.
El tolstoiano y sus discípulos, amantes de la
naturaleza y el desperezo, eran bebedores de agua.
Lo que no quitaba que al desperdigarse procuraran
satisfacer de incógnito las inconfesables exigencias
del instinto.
Cuando el santo quiso hablarme de las paparruchas
del alma, le interrumpí:
—Todo está muy bien, pero, antes de hablar del
alma hablemos del estómago. Cuando solucionemos
la urgencia diaria nos quedará tiempo para
meditar sobre el alma. Si yo tuviera las rentas que
tiene usted, me resultaría fácil ser tolstoiano y tener
discípulos.
Al recogerme en el hotelucho con setenta y dos
horas de ayuno mis puños se cerraron rabiosos.
¿Qué sabe ese tipo de lo que se sufre cuando no se
tiene hogar? ¿Qué sabe del hambre? ¿Qué sabe de la
miseria permanente?
La miseria permanente: he aquí la horrible tragedia.
El aburrimiento de la miseria permanente. La
monotonía del hambre. Levantarse con la seguridad
de que no ocurrirá nada imprevisto.
—¿Por qué no busca trabajo? —podría preguntarme
extrañado el pequeño burgués.
Si yo le respondiera:
—Yo trabajo, señor. Soy escritor.
El pequeño burgués rompería a reír como un
idiota.
—¡Escribir! ¡Valiente tontería! Hay que ser más
práctico, amigo. Primero Sancho, después Sancho y,
cuando uno ya tiene su rentita, un poquito de
Quijote. También yo tuve mis sueños y allá en mi
juventud hice sonetos.
Me muero de consunción. Sé que no podría
ocupar el puesto de un estibador o de un guarda de
tranvía, ni siquiera el de ese hombre que expende
cigarrillos en el quiosco, especie de ataúd absurdo,
minúscula bóveda, y que es, por fatalidad de su
trabajo, la negación del movimiento. Esta tragedia a
que somete la vida a los desheredados me aniquilaría.
En cambio, ellos, para su felicidad, ignoran su
propio martirologio.
Hombrear bolsas es un trabajo homérico que
dilapida las energías y gasta los músculos insensiblemente,
tal como el agua que roe de verdín las
piedras muertas de los murallones.
No podría enrolarme en ese ejército de trabajadores
de todas las latitudes, de todos los meridianos,
aventurados por las borrascas de la adversidad en
bamboleos de desarbolados hacia los cuatro puntos
cardinales, para formar en nuestro puerto, bajo la
bandera amarilla de la extenuación, la raza única, la
raza del color idéntico: el negro, uniformada la diversidad
de su cosmopolitismo en el obscuro pigmento
del polvo de carbón.
Soy un insurrecto en la gran batalla social de la
vida. No podría ser guarda de tren ni agonizar
durante todo el día bajo la pantalla verde de una
oficina comercial.
No podría acostumbrarme ai ataúd como ese
hombre del quiosco que va rindiendo diariamente un
examen previo de costumbre de morirse.
¿Es que un hombre que escribe no puede vivir en
el mundo? ¿Necesariamente debe torcer su vocación
y alquilar sus músculos?
Yo, aunque estuviera dispuesto a hacerlo, no
serviría. Soy un pequeño hombrecillo, un enclenque
hombrecillo consumido por la innoble fatiga de vivir,
dolorido de sueños de a peso y manchado de figones
sórdidos.
Soy un hombrecillo inadvertido en. la ciudad
ambiciosa, febril y apresurada.
9
El hambre es la cruda realidad de la tierra.
¿Siempre el hambre? ¿Siempre el hambre? Sí, señores.
Vivimos en perpetua pelea rabiosa despedazándonos
entre hermanos por el pan de todos los
días. El pan que guarda en su miga el espíritu de Dios
está manchado de lágrimas y de sangre.
Digo que todo puede estar bien: el mundo, el
alma, el misterio de la otra orilla del cielo y de la
tierra. Pero, ¿y cuando un ser humano no tiene qué
comer?
¿Y cuando un pobre tipo camina horadando
vidrieras o con la vista fija en el pavimento en la
búsqueda infructuosa de alguna moneda?
—Rata, ¿vos conoces el hambre?
—¡Pchs! Le he visto la facha y te la regalo.
Cuando uno anda en la mala y le toca ayunar se
aprieta el cinturón. Así llega un día en que el cinturón
es una simple argollita, un anillo de cuero colocado
en la mitad del esqueleto.
—El anillo de compromiso con la muerte.
Indalecio estiró sus piernas debajo de la mesa y
Pelito Verde lo amonestó:
—Che, Largo, encoge las patas. Para estirarlas
tenes tiempo.
Fumaba pensando mi cigarrillo.
—Vamos a ver —dijo Indalecio—; supongamos
que usted ha comido como un fraile. ¿Y de ahí? ¿Eso
es todo? Usted seguirá siendo un disconforme, un
eterno descontento.
—Pero por lo menos, dejaría solucionado un
torturante problema. El hambre es terrible porque
no deja lugar a otro sufrimiento. Yo no puedo pensar
en mi vida interior porque mi existencia no está
asegurada. La preocupación miserable del pan despedaza
las inquietudes espirituales. Más me aburre
a mí la miseria cotidiana que al hombre satisfecho la
lectura monótona de mis hambres.
Pelito Verde, en un bostezo, cerrando sus quijadas
de burro viejo, le preguntó al Rata:
—¿Querés decirme quién fue el inventor del
hambre?
El Rata se rascó la sucia pelambrera, se acomodó
la descolorida gorra y, al tiempo que probaba su
puntería sobre el aserrín de la salivera, respondió:
—El inventor del hambre fue Dios.
Los amores de Indalecio
"Contigo, sólo contigo, en cualquier
parte, fuera en el bosque, en la Naturaleza, viviendo contigo quince días. Y después,
un día, 'Adiós'. Separarse, y cada
uno por su laclo sin saber adonde."
(AFtTHUR SCHWfTZLERJ
—LAS MUJERES QUE HAY EN MI VIDA —me confesó
cierta noche Indalecio— no me dejaron recuerdos
agradables. Hubo una que se creyó siempre la
mujer complicada y era simplemente una puta.
Escribía versitos y carraspeaba como un estibador
resfriado. Olía mal. Tenía un crío que descuidaba
por George Sand.
El crío era el único ser complicado de la casa. La
madre lo llevaba en brazos hasta el lecho donde me
desperezaba —yo era el amante—, y le aseguro que
me irritaba esa ausencia de pudor, de ese resto de
pudor que obliga a las rameras a ocultar a sus hijos
sus vergüenzas.
El crío me clavaba sus ojos de indiecito atravesado,
observándome con curiosidad comparativa, pues
había pasado revista a un número regular de amantes.
Un día dijo melancólicamente:
—Tengo ganas de matarme.
Había tristeza precoz en sus palabras, tristeza
que asusta y adivinación del destino. ¿Sabe usted lo
único que se le ocurrió decir a la mujer complicada?
Pues que su crío llegaría a ser un gran escritor.
El crío no habló más. Tenía una seriedad prematura
y ni aun en sueños sonreía. Ignoraba la angelical
sonrisa de los niños dormidos que sienten la
suave caricia de los labios maternales.
Esta mujer no merecía ser madre, amigo mío. La
culpa de que fuera así la tenían el sexo y George
Sand. Buscaba en las nuevas doctrinas sociales la
explicación de su desvergüenza; yo comprendí que
ésta era la mujer del útero comunista. Una venerable
adúltera a quien la frecuentación del hombre no le
daba tiempo para utilizar el bidet.
Durante mucho tiempo creí ingenuamente que
era el amor lo que a ella me unía. Estaba equivocado.
Tarde comprendí que todo eso era una porquería.
—¿Dónde conoció ese ejemplar, Indalecio?
—Cuando yo la vi por primera vez, vivía en una
pensión del centro. Era la mantenida de un yanqui
adinerado, un yanqui descolorido como son todos los
yanquis. Lo juzgaba así, con ese resabio de latino
americano que hay en todos nosotros. Para mí esa
gente carecía de color, de personalidad. Todos eran
iguales. Este hombre tampoco tenía un perfil definido.
Creo que si todos los días hubiera llegado a la
pensión un yanqui distinto, no lo habría notado.
Una noche oí gritos. Gritos ahogados. Ayes de
dolor. A poco el ruido de una puerta, un golpe seco y
unos pasos que descendían la escalera. Cuando se
perdió el eco de esos pasos, golpearon mi puerta. Era
la mujer. Jamás había cambiado con ella más que las
palabras imprescindibles del saludo. Tenía los ojos
enrojecidos, las manos trémulas, los labios salpicados
de sangre. La hice sentar y le alcancé un vaso de
agua. La mujer, ocultando su rostro en el pañuelo,
lloraba con llanto convulso.
Me contó su martirio. El yanqui adinerado era un
sádico. Además la celaba. Tenía celos de todos y le
amargaba la existencia. De noche la castigaba con
un látigo.
—Es un vicioso —me decía—; me pega cada vez
que quiere algo de mí.
Le diré, amigo, que la mujer me atrajo siempre,
es natural e instintivo que así fuera, pero el hombre,
como espectáculo, me interesó siempre más que la
mujer. Fue así que el yanqui cobró esa noche cierto
prestigio humano para mí. Era un ser como nosotros.
Tenía algo que lo diferenciaba del tipo standard que
yo me había forjado. Tenía su vicio que lo convertía
en un ser humano.
La mujer permaneció callada ante mí. Sus piernas
desnudas temblaban de frío. Si le hubiera dicho
que se acostara en mi cama, no habría titubeado;
pero era demasiado angustioso todo lo que había
terminado de confesarme, y me limité a cubrirle las
rodillas con una cobija.
—Bueno, ¿y qué es lo que va a hacer ahora? —
le pregunté.
—No lo sé. Cuando vuelva me castigará otra vez.
Parecía insinuar el deseo de quedarse. Yo he
dudado, por experiencia, de esta clase de mujeres y
no me atreví a ofrecerle un lugar en mi habitación. Le
preparé una taza de té. Era más de media noche y el
yanqui volvió.
El ruido de sus pasos escalofrió a la mujer.
Entonces, le dije:
—No tenga miedo. Quédese aquí, conmigo.
Años después —pues esta desgracia duró algunos
años— lamentaría el haber pronunciado estas
palabras.
Ahora recién comprendo que era una mujer
vulgar e insoportable.
—Enamorado, profundamente enamorado, ¿estuvo
usted alguna vez?
—Sí. Yo no me hubiera enamorado jamás. Pero,
encontré a una muchacha que me condujo en la
noche de lluvia por las calles empedradas del pueblo
en silencio hasta el parque de la ciudad. Caminamos
por los senderos resbaladizos, miramos los canteros
con sus hojas salpicadas de lluvia y no pude resistir
el influjo de la mujer que sin decirme nada cortaba
una rosa húmeda de lluvia y la colocaba en mi ojal.
Me enamoré captado por la dulzura única de la mujer
de la noche mojada del jardín.
El idilio sólo vivió quince días. Cada uno se fue
por su lado sin saber adonde.
La implacable vida
"He ¡Legada a las páginas más
sombrías de mi historia, a los días de
vergüenza y de miseria que Daniel
Eyssette pasó al lado de aquella mujer."
( ALFONSO DAUDET, Poquita cosa.)
HABÍA DEJADO, POR FIN, los hoteles de a peso.
Después de la miseria vino la paz a mi espíritu. En un
recodo de mi juventud encontré a la mujer. Sabía qué
clase de mujer era y, sin embargo, me uní a ella en
amor purísimo. ¿Por qué iba a ser, como todos,
injusto, cobarde, canalla? ¿Acaso estaba yo exento
de culpa? Jamás mi mano arrojó una piedra contra
un semejante. Mis ojos se llenaron de su presencia.
Mis labios sólo sabían pronunciar su nombre. ¡Oh,
Dios mío! Esto era el amor. Era el descubrimiento del
amor. ¿De qué barro de infamia estaba hecha?
¿Cómo pensar que a lo largo de los años se convertiría
en un doloroso recuerdo, en un recuerdo amargo,
él mismo que dejan las cosas innobles y repugnantes?
Una vez me separé de ella. Anduve por ahí,
recorriendo soledades. Toda mi impaciencia se condensaba
en la espera de la carta. La carta no llegó
nunca y cuando vino no era la esperada, pues sus
palabras fracasaron en mi corazón.
El viejo cartero que me veía todas las mañanas
asomado a la ventana de aquella casa del morro de
Santa Teresa me hacía señas negativas con la mano.
El hubiera deseado traerme una buena noticia, pero
ningún barco navegaba el Atlántico con una carta
para mí.
Cuando volví a la casa y me encontré de nuevo
junto a la mesa familiar, mis ojos no pudieron
aguantar las lágrimas. Lloraba de emoción al ver el
color del mantel, el pocilio de café, la jarra de agua,
todas esas pequeñas cosas que uno se acostumbra
a querer y que forman nuestra existencia apacible.
El amor había muerto a disgustos. La vida ruidosa,
terrible, desorientada, había terminado por asesinar
al amor.
¿Qué queda en mi corazón de aquella época de
mi existencia?
Un pozo de amargura que jamás nadie podrá
borrar.
El tiempo ha caminado. Lo que ayer ha sido ha
dejado de ser. El tiempo continúa caminando. Algunos
dicen que no hay que mirar hacia atrás. Yo soy
el espectador de todo ayer y más fervoroso espectador
del ayer de infancia, que es el primero.
El tiempo infinito marca su paso y deja en los
días caducos el tendal de hombres —santos y bandidos—
que se creyeron quizás ejes del Universo.
La vida se repite en el tiempo. Dobla mi espíritu
el peso muerto del mundo. Es bueno equivocarse de
vez en cuando. Me apena el hombre que no se
equivoca jamás. Seguiré equivocándome el resto de
mis días. Que no me hable nadie de experiencia.
Alguien dijo que la experiencia es una forma de la
cobardía. El único camino no equivocado del hombre
es el camino de la belleza.
Permitidme que recuerde el único amor de mi
vida, que ya es un lejano amor. Se llamaba María y
era una inocente chiquilla rubia. Está del otro lado
del cielo. Era una dulce criatura de Dios. Al trasponer
la infancia la he perdido. ¡Oh, María!
Dieciocho años se aleja mi recuerdo y retorna
contigo de la mano como un niño con un ramo de
flores cortadas al borde del sendero.
Quisiera escuchar en este cuchitril el canto del
grillo enternecedor.
El cielo de un aburrido azul; el orgulloso sol; el
cansado paisaje. ¿A qué esperar? Lo que ha muerto
no resucitará.
El milagro es un estado de ánimo. El milagro
ilumina en mí sueño una olvidada senda. Por la
senda va un niño. Ese niño soy yo. A cada trecho me
detengo para escuchar el canto del grillo.
¿Qué misteriosa voz me dice el dulce nombre al
oído?
—María. ¡Oh, María!
La voz se torna compasiva y murmura:
—Ella no puede venir. Está del otro lado del cielo.
El paisaje cambia. Es un patio amplio y luminoso
con una bandada de niños. Allí estamos los dos
escuchando conmovidos el canto del grillo enternecedor.
La luz del día rompe el milagro. Vuelvo a ser una
unidad sufriente. Mi corazón es el asilo de la vejez del
mundo.
La paz ha muerto en mi espíritu. La noche es una
pesadilla atroz. ¿Quién anda por la arbolada calle
mientras el viento desmadejado se estrella contra los
macizos bosques de oscuridad?
Soy yo, que sigo mi ruta con el alma a cuestas
y el paso vacilante del asesino, que atisba la
soledad cómplice para desembarazarse de su carga
fúnebre.
Un círculo de silencio me rodea. En el trayecto,
las ramas cesan de estremecerse y, junto a los
troncos añosos, sofrena el viento su desbocada cabalgadura.
El pozo ciego de la noche guardadora de miedos
y sospechas ábrese ante mí. La noche es simplemente
un túnel sombrío. El cielo ha caducado. Ya no veré
jamás el portentoso espectáculo azul. La sombra de
un muro me dice:
—Hombre que llevas tu alma a la rastra, ¿qué
será de ti cuando, al final de la senda, un aura suave
anuncie el sol y el sol magnífico y desbordante
precipite su torrente de luz sobre la faz de la tierra?
Suenan las palabras en mi oído como un aletazo
glacial, mis labios permanecen silenciosos. Mas allá el
árbol pensativo entreabre las ramas para murmurar:
—¿Qué será de ti? ¿Qué será de ti?
Ni siquiera puedo levantar la mirada. La mirada
se rne cayó una noche trágica y desde entonces sufre
la atracción de la tierra.
. ¿Qué esfuerzo sobrehumano se necesitaría para
izar mi mirada? La mirada se sostiene en el horizonte
y todos mis horizontes fracasaron.
En un descanso del camino, fingida laguna
extática, me detengo para aplacar mi ansiedad. Mis
ojos interrogan al ineludible destino:
—¿Qué será de mí? ¿Qué será de mí?
En mis ojos guardo la lágrima que no se acaba de
llorar. La lágrima perdurable a través de todos los
llantos. La lágrima de los niños sin madre.
A través de la inacabable lágrima clamo:
—¿Qué será de mí? ¿Qué será de mí?
Vienen en consuelo hadas de negro ropaje. Viene
el enloquecido viento silbante y la caricia paternal del
árbol pensativo. Viene el misterio nocturno de hinojos
mientras yo repito la cantilena monótona como la
vida:
—¿Qué será de mí? ¿Qué será de mí?
De entre un grupo compacto de sombras parte
una voz:
—Tendrás tu mortaja. Tendrás tu eternidad.
Tendrás un postumo recuerdo arrepentido.
Mis manos golpean mi pecho y un grito estalla en
mi garganta:
—¡Soy un pecador! ¡Soy un pecador!
La misma dulce voz responde.
—Eres un hombre de barro como Dios hizo a
todos los hombres. Sufriste e hiciste sufrir. Pero la
salvación está en ti, como Dios está en todas las
cosas. Te compadezco, mísero ser castigado. Magnificaste
la realidad y la dura realidad se ha vuelto
contra ti y te lastima. Eres un hombre desgraciado
que algún día volverás a acogerte a la pura sonrisa de
tu madre.
Besarás sus ojos que lloraron por ti y ella te
estrechará amorosamente. Entonces serás feliz.
En la fingida laguna dejo el fardo de mi alma y mi
mirada, por gracia de milagro, elévase al sombrío
cielo de la noche. Quiero hablar: quiero agitar mis
manos, pero la dulce voz me lo impide, diciéndome:
—Hay una justicia extraterrena. El alma vil, el
alma acanallada, tendrá su fuego eterno.
Sufriendo la pesadilla murmuro:
—¿Qué será de mí? ¿Qué será de mí?
El cansancio me vence y caigo con mi alma en
una alcantarilla de la noche.
4
¡Qué alegre es el niño colegial del delantal blanco!
¡Qué alegre y qué travieso! Camino de la escuela
es un gorrión que salta y que juega como si el mundo
no fuera otra cosa que un juguete. La madre aguarda
al niño en el portal y el niño llega y besa las manos
de la madre.
La mesa, cubierta por mantel aromado en humildad,
lo espera. Alrededor de la mesa, el buen padre
y los buenos hermanos.
¡Qué apetitoso es el plato de sopa! Pero el capricho
del niño lo rechaza y la madre, con bondadoso
ademán, le dice las palabras que recordará toda la
vida:
—Come, hijo mío, y no ofendas a Dios. Come este
plato de sopa y el pan moreno y ojalá nunca te falte.
El niño caprichoso llora, pero no obedece a la
madre.
En la siesta, el niño hace sus deberes; en el
atardecer, se junta con la pandilla de arrapiezos y
alborota la vecindad.
Es amigo de pequeños perdularios y, sin embargo,
algo le dice que es distinto a ellos. Porque este
niño es un minúsculo brote sensitivo.
Hay noches en el calendario que no se olvidan.
Noches del Nacimiento, profundas de cariños familiares,
alumbrados por la amarilla luz de la lámpara
niquelada.
Yo era ese niño y he vivido esa noche.
Mi hermano menor se burló de mí y yo lo corrí por
toda la casa hasta aprenderlo en un rincón de la
alcoba. Juntó sus manitas en actitud de rezo, y rne
dijo:
—¡No me pegues! ¡No me pegues!
Yo lo castigué. Desde ese día me duele el arrepentimiento.
Más tarde, dos hermanos marchan abrazados
por el camino de la miseria.
El más joven, optimista y risueño; el otro, triste
de toda tristeza.
El reproche muere en el recuerdo de aquella
mala acción de la infancia.
Mi madre se ha ido. Vinieron dos hombres con
una camilla y se la llevaron. La casa quedó desolada.
Hubo una Nochebuena con su ausencia y nadie osó
entreabrir los labios.
Sólo el buen padre dijo:
—Pronto estará de vuelta. Pronto la tendremos
con nosotros.
Pero cuando volvió traía una mortaja. Sus cabellos
habían encanecido y un rictus trágico contraía
su boca descolorida.
Oculto en el desván, yo escuchaba atento. En el
amplio patio, junto al galpón donde estudiaba hasta
el alba mi hermana mayor, los familiares hablaban
con enlutada voz:
—Vio venir a la muerte que la separaba de sus
hijos y, uno por uno, los llamó en agonía. Suplicó los
nombres de sus siete hijos y con el último su corazón
cesó de latir.
Volví a la escuela con un delantal negro. En la
eterna lejanía de mi madre brilló en sacrificio la
sonrisa de mi hermana mayor.
Infinita dulzura emocionaba su palabra:
—Mamá ya no retornará. Está en el cielo y desde
el cielo nos mira. Debemos portarnos bien para que
no sufra por nosotros. Ella nos protegerá.
En la cabecera de la cama estaba el rosario de
cuentas rojas. La huérfana mayor lo tomó entre sus
manos y las criaturas rezaron.
La noche tenía un rezagado olor de flores de
camposanto.
6
Una vez dije a mi compañero de banco:
—¿No tienes madre? ¿Cómo puedes vivir sin
madre?
Ahora tampoco yo tenía madre. En la mirada de
animalito apedreado podía leerse mi orfandad.
¿Y abuelita? Cada vez más pequeña. Cada vez
más arrugadita.
Mi abuela materna era un fervor en mi vida.
Recuerdo que cuando en la adolescencia le advertí
que me marcharía de casa sigilosamente, la abuela
me respondió:
—Si debes irte, vete, hijo mío, y que te ayude
Dios.
Mi abuelo era un hombrachón forzudo y proletario.
Tuvo el destino de los pobres y murió uncido al
yugo como el buey viejo. Amaba los pájaros y las
flores y de entre las flores los claveles rojos, que
cultivaba en tiestos y regaba y podaba con sus
propias manos callosas.
Mucho antes de que la puerta del taller se
abriera, el abuelo estaba allí, sentado en el umbral de
la Antigua Casa Snockel, leyendo su diario matinal. Era socialista, pero al acostarse hacía la Señal de Cuando la muerte abatió al viejo tronco, dejé
sobre su cuerpo exánime un ramo de claveles rojos.
Mi abuelo quedó en el corazón que no olvida.
Quedó allí, llevando de la mano a un niño, marchando
en una columna de pueblo que cantaba sus
himnos y agitaba sus banderas.
La abuela no habló más de él, pero se hizo más
pequeñita, más sufrida, más resignada con la implacable
vida.
Los hoteles de a peso. El hambre. La miseria
permanente. Los fondillos gastados del pantalón y la
vergüenza de andar con zapatos rotos. El traje de
cambalache, de bolsillos amplios, cargados de cuadernillos
ilusionados.
Mi hermano y yo, unidos en la miseria, buscamos
en el albergue ínfimo un engaño de hogar. El,
optimista y risueño; yo, nublado y triste.
Los amigos del café evitaban mi mal humor. Un
día, mi hermano menor dijo:
—Mi hermano es una carcajada dentro de un
ataúd.
"La miseria ensucia el alma del hombre", escribía
Wilde. Yo era un muchacho tímido de hambre, que
salía a la calle pobremente vestido o despertaba
avergonzado por el alba en un banco de plaza. Mis ojos
buscaban con ansiedad el amor. Sentía irrefrenables
deseos de estallar en aullido de ñera acorralada:
—¿No hay una mujer que me quiera? ¡Yo necesito
que me quieran! No soy lo que parezco. Amo a los
niños, a los pájaros y a la muchedumbre doliente.
¿No hay una mujer en el mundo que pueda quererme?
El amor vino tarde y creí en la felicidad. A lo largo
de los años comprendí que el séptimo cielo era una
sórdida cloaca. Era un sentimiento miserable e indigno.
Monologaba:
—¿Seré un canalla, un cínico, un hipócrita?
Acusábame con crueldad. Creíame el ser más
despreciable del mundo. Estaba ciego. Cuando mi
mirada descubrió la realidad quedé sorprendido de
sentirme un buen muchacho.
—Olvidé la memoria de mi madre —me dije—.
Olvidé los más puros cariños familiares. ¿Valía la
pena el sacrificio por una inmundicia?
¿Cuánto tiempo tarda en nacer una nueva esperanza?
¿Cuántas albas de espera para reconquistar
un horizonte?
Habíame engañado a mí mismo. Dentro de mi
humanidad un resorte vital se había roto. Ni la
esperanza ni el horizonte volverían a mí.
Desperté en la alcantarilla todavía de noche.
Cargué mi alma a cuestas y proseguí mi camino. Mis
ojos, desprendidos de la tierra, se posaban en los
bloques de sombras, en los troncos añosos, en los
misterios nocturnos y detenían al desmadejado viento
para preguntar:
—¿Qué será de mí? ¿Qué será de mí?
El alma arriesgada
" Colijo que van. tras de alguna
—pensó—, tal vez tras de mi."
( ÍBRET HARTE)
HOTELES DE A PESO, sórdidos figones, parroquianos
absurdos del Puchero Misterioso: Indalecio, el
Rata, Pelito Verde, el Silencioso, ¿qué será de vosotros?
Y tú, Sandalio Salas, cornudo, ¿en qué hospital
miserable duermes tu tragedia sin quitarte la sonrisa
de vendedor de tienda? Y tú, Bayar, y vosotros,
literatos famélicos, en cuya compañía viví tantas
noches, ya no sois más que soñadores desnutridos,
hambrones melancólicos, en un recuerdo en mi
existencia; vuestras figuras de aguafuerte animan la
triste etapa de mi vida.
Galeote del destino, estoy en el pueblo de la
última esperanza detrás de cuyo horizonte acecha la
muerte.
IB,
Camas desde un peso
El cielo ha descendido sobre mi rostro y está al
alcance de mi mano. Podría encender las estrellas a
mi antojo.
Mi estrella se ha quedado y ya nunca más
alumbrará sobre la tierra.
En un tiempo el mundo fue un paisaje cambiante.
Transité caminos; anduve lunas solitarias; departí
madrugadas y el alba me cerró los ojos con arrepentimiento
de pájaro nocturno.
He llegado al final del viaje. En mi presentimiento
avanzan las sombras fingiendo cazadores de almas.
¿Vendrán a buscarme?
John Oakhurst: yo también he dado con una
vena de mala suerte. Como tú, he sido el más fuerte
y el más débil. Voy a entregar mis puntos.
John Oakhurst: las sombras que fingen cazadores
de almas, ¿vendrán a buscarme?
Me gustaría hablar con Dios.
He llegado al mundo extático donde terminan la
risa y el llanto.
Detrás del telón de foro están los hombres sin
envoltura carnal y el Jurado Eterno.
¿Con qué paso penetraré en el augusto recinto
de eternidad?
Señores:
Un poco más de compostura. Aquí está prohibi-
do fumar. Está prohibido escupir en el suelo. Cada
uno debe conservar su turno.
El ujier del cielo no admite propinas.
Los Ancianos se han reunido para juzgarme. Me
condenarán o absolverán.
La revelación de mi destino será el juego de cara
o cruz. El anverso es el Paraíso; el reverso, las
zahúrdas de Plutón.
El espíritu maligno regocíjase del miedo pavoroso
de las ánimas y aguarda, con perversa delectación,
a que esa deleznable cosa, que se agita sobre la
tierra, muera, para cobrarse pecados con puntas de
fuego.
Dios tiene mucho que hacer. Hasta él apenas
llega el rumor del hormiguero humano.
La corte celestial encubre a los ojos divinos el
lamentable espectáculo de la tierra.
Es imposible llegar hasta Dios. Está custodiado.
Ninguna carta de recomendación abre el reino de
Dios.
Estoy resuelto a ir con paso firme hacia el Jurado
de Ancianos. Les diré, con voz grave, como cuadra a
las circunstancias:
—Aquí estoy. Juzgadme.
No me preguntarán el nombre, ni el estado, ni la
profesión. Los supremos enroladores leen en el espacio.
Son enciclopedias de almas.
No me preguntarán, pero yo les diré:
—Aquí estoy. Juzgadme.
El ujier me observará con desconfianza y se
aproximará para llamarme al orden en cuanto intente
transgredir las disposiciones celestiales.
—Soy una pobre alma sufrida y pecadora.
Juzgadme.
Los Ancianos se mirarán unos a otros en asombro.
Uno acariciará su barba pensativo; otro hundirá
su mano en el vellón de una nube.
El ujier dirá:
—Callad, infeliz. Ya no os pertenecéis.
Iré con paso firme ante el Jurado de Ancianos.
—Aquí estoy. Juzgadme. Antes de dar el veredicto
inapelable, dejadme hablar. ¿Qué premio discerniréis
a mi alma que ha sufrido tanto?
El ujier, espantado, me hará señas para que me
calle. Yo continuaré hablando sin hacerle caso.
—La injusticia puso un moño de crespón en mi
infancia. Mi niñez ha sido clausurada por la ausencia
de mi madre.
Me gustaría saber qué razones poderosas tuvo el
Padre Eterno para dejarme huérfano cuando más
necesitaba de la caricia maternal.
El ujier me tirará de la mortaja para hacerme
callar. Yo proseguiré:
—Faltó alegría en mi adolescencia. El optimismo
fracasó en el banco de la plaza pública. La faz torva
de la vida ahuyentó mis ilusiones. Fueron muchas
las noches con sueño y los días con hambre. Sin
embargo, ardía el brasero en todos los hogares y
muchos rostros satisfechos tropezaban con mi consumida
cara de miserable.
Tuve una novia y la hube de dejar cuando se
rompieron los fondillos de mi pantalón. Con un traje
en la adolescencia hubiera sido, quizás, un hombre
feliz.
Quisiera saber, también, por qué se opuso el
Padre Eterno a que continuáramos amándonos dulcemente.
Alguna vez me excedí en el vino ordinario —puro
campeche—y juré lo que no debí jurar.
La miseria me convirtió en un ser tímido, triste
y experimentado.
Me gustaría saber quién fue el inventor del
hambre para reprochárselo a viva voz.
Nunca más he vuelto a ver a aquella muchacha.
Nunca más la veré ya. El amor ha caducado en la
muerte.
Iría muy lejos con tal de saber qué fue de su vida;
si fue,feliz o desgraciada; si pensó en mí alguna vez,
como yo he pensado en ella muchas noches.
—¡Oh, María!
Los Ancianos se miran estupefactos. El ujier,
con el temor de perder su canonjía, no atina a
proceder.
Yo proseguiré:
—¿Qué aconteció luego de la adolescencia miserable?
La juventud opaca, sin rayo de sol ni canto de
alondra, deja una borra espesa de amargura en el
alma.
Para llegar a la infancia mi recuerdo debe sortear
el abismo de la adolescencia. Todo es inútil. La
tormenta de los veinte años destrozó mi heredad. Ya
no podrá producir más que frutos ácidos.
Señores: la tristeza ha roído mi espíritu; la rabia
mordió mis puños; el hambre echó mano a mis
ilusiones. He sido un hombre tímido. Ahora he vuelto
a recuperar mi energía. Soy un alma arriesgada. Aún
tengo algo más que decir.
—He creído en el hombre. He amado al prójimo,
amigo o desconocido. He sido solidario de todo dolor.
No busqué comprobaciones para mi credulidad. Me
bastaba un gesto, una palabra, una actitud.
El hombre es la pajarita de papel que entretiene
el divino ocio de Dios. Cada hombre es víctima de su
signo. Yo he nacido bajo un signo lluvioso y en mi
alma nunca se encendió el sol.
Me río del libre albedrío y de la vanidad humana.
Me gustaría saber qué poderosas razones tiene
el Padre Eterno para burlarse del hombre.
Hizo al canalla y al hombre digno. A la madre por
gracia divina y a la madre que no merece serlo.
Señores: ¿es posible que haya un niño triste en
la inmensidad de la tierra?
Un solo niño desgraciado explica suficientemente
el reproche a Dios.
Meditad sobre esto y veréis que es trágico, en
grado sumo, contemplar a un indefenso ser, pequeño,
triste, desamparado en la fría indiferencia de la
noche. O bien a Jack, al pobrecito Jack —la madre no
merecía serlo— en el patio de un internado.
Quitadle el hijo a la madre que no sabe quererlo
y ampararlo.
¿Qué castigo tremendo lleva el hombre que
intimida a las criaturas?
Aquí estoy, Ancianos augustos, juzgadme.
Practiqué la bondad en la medida de mi conciencia.
Amé a los niños.
Hubiera deseado escuchar el canto de la alondra,
pero no lo escuché.
Amé a la tierra en la memoria de Dios. Puedo
preguntar:
—¿Qué razones poderosas tuvo el Padre Eterno
para crear escribanos, boticarios, procuradores, aseguradores
de vida, tenedores de libros y hombres que
aún andan en bicicleta?
6
—El amor es una farsa, Ancianos. Vosotros vivís
en las nubes. Descended a la tierra; hurgad en las
almas y veréis en qué triste estado retornáis al punto
de partida.
El hombre es un animal ridículo. Este que ayer
creía padecer el peso muerto de la tierra, hoy se
asombra de lo padecido. Aquel que veía la transparencia
de su amor hoy comprueba que su amor
estaba manchado por todas las impurezas
terrenas.
Aconsejad al hombre que ama que piense en las
pequeñas cosas desagradables para evitarle luego
más de un sufrimiento.
Esta mujer huele mal. Esta mujer debería bañarse
con más frecuencia.
Esta mujer escupe como un Hércules catarroso.
jAbajo la ficción manifiesta! ¡Abajo la careta!
El ujier pegará un salto y clamará:
—¡Callad, infeliz! ¿Queréis turbar el reposo del
Padre Eterno?
Yo, entonces diré al Honorable Consejo de Ancianos:
—Señores: me gustaría hablar directamente con
Dios. Es a Dios a quien debo explicarle mi estado de
alma.
Los Ancianos no me permitirán hablar con Dios.
Yo proseguiré:
—Aquí estoy. Juzgadme.
Tendría sumo interés en hablar con Dios. Me
gustaría saber por qué ignorados motivos me hizo
depositario de las mil plagas juntas.
¿Qué poderosas razones tuvo el Padre Eterno
para transformar mi organismo en central de bacilos
y estación terminal de microbios?
A la infancia le faltó mi madre; a la adolescencia
un traje; a la juventud el amor. En la escuela
del mundo fui el alumno antipático del Divino
Maestro.
El Honorable Consejo dará muestras de impaciencia.
Las almas que esperan turno harán pan
francés en las nubes. El ujier me mirará, como
diciéndome:
—¿Cuándo terminaréis, mequetrefe?
Señores: no he terminado aún. Me falta confesar
otra culpa.
He sido un animalito crédulo. He creído hasta la
víspera de mi partida de la tierra. Un amor purísimo
ha nacido en mí. El amor está en mí como Dios en
el Universo.
Fue el último amor desesperado. El beso fue
pronunciado en la muerte.
Quisiera saber qué poderosas razones tuvo el
Padre Eterno para impedir que nos amáramos dulcemente
en la tierra.
Había recuperado la esperanza y un sueño.
Había vuelto a creer en una ley de armonía universal.
Los hombres feroces murieron sobre la superficie
de la tierra.
La montaña dicta una lección de altura. Y el sol,
¡oh, cuánto he amado al sol!
Y bien, Ancianos, ¿qué ocurrió? ¿Qué razones
poderosas ignoradas sepultaron mi amor?
Aquí está el alma de la bella enamorada y mi
alma.
Ahora tenéis la palabra. Juzgadme.
El ujier guardará los turnos pacificando a las
almas impacientes, mientras delibere el Honorable
Consejo de Ancianos.
Mi amor, unido estrechamente a mi ánima,
tiembla como una lucecilla en la noche.
La vida se va lentamente.
John Oakhurst: respóndeme. Las sombras
que fingen cazadores de almas, ¿vendrán a buscarme?
John Oakhurst: siento que voy a entregar los
puntos. Mi espíritu en rebeldía se enfrentará con
Dios.
¿Cómo explicaría la cadena de sufrimientos con
que me ató a la vida?
Aguardaré el veredicto con entereza. Si resolviera
enviarme de nuevo al mundo para cumplir otra
experiencia anímica, me negaré obstinadamente.
Estoy resuelto a decirle:
—No quiero retornar a la tierra. Es demasiado
terrible el castigo para los delitos que pude haber
cometido. Enviadme a las zahúrdas de Plutón. Me
niego a volver al mundo del cual he venido con treinta
años de existencia y mil siglos de dolor.
Dios sólo hallará una respuesta:
—Alabado sea el inmenso e inagotable dolor del
mundo.
índice
Nota preliminar.
Cómo conocí a Enrique González Tunan, por César Tiempo 13
Los cinco 27
La miseria permanente, 75
Los amores de Indalecio 97
La implacable vida. 101
El alma arriesgada 113
Se terminó de imprimir en abril de 1998
en los Talleres Gráficos EDIGRAF S.A.,
Delgado 834, Buenos Aires, Argentina