martes, 20 de diciembre de 2011

Alias Gardelito, (1956) Bernardo Kordon.

                                                                                       I
La señorita Bezerra -hermana del doctor de la vuelta— le pidió que paseara el perro por el parque cercano. Toribio se excusó. Era alto para sus diecisiete años, pero tenía un rostro ligeramente infantil con sus ojos grandes y negros que ganaban la confianza de todo el mundo.
Era huérfano y sus tíos lo habían traído de Tucumán para vivir con ellos en ese inquilinato de la calle Paraguay.
—Toribio prefirió vagar por Palermo. En la avenida Alvear conoció a unos muchachones que se dedicaban a vender perritos menudos y lanudos decorados con cintas rojas y celestes en el cuello. Los exhibían en el césped del parque. Los autos se detenían, las mujeres lanzaban
agudas exclamaciones de ternura; los hombres consultaban el precio. A veces se producía la feliz coincidencia de que la admiración femenina correspondiese con la generosidad masculina, y Toribio fue espectador de varias transacciones a precios que consideró exorbitantes, puesto que hasta entonces creyó que los cachorros se regalaban y nada más.
Toribio fue a tocar el timbre en la puerta con chapa de bronce del doctor, para decirle a la vieja que aceptaba pasearle el perro. La solterona se mostró alegre de que el muchacho aceptase:
—Antes lo paseaba la sirvienta. Pero ahora debe cuidar el consultorio. Y el pobre animalito se desespera sin su paseo.
Le entregó a Pucky atado al extremo de una flamante correa. Toribio tomó la calle Salguero y un rato después llegó a la avenida Alvear. Pucky era un fox-terrier juguetón y de mirada inteligente, pero nadie se fijó en él. Toribio entregó el perro al anochecer y la señorita le dio cincuenta centavos de propina.
Al día siguiente volvió a pasear el perro con el mismo resultado. Al devolverse por la avenida Las Heras, una mujer elegantemente vestida con sastre gris y sombrero rojo se detuvo para observar el perro. Al fin Toribio encontraba una interesada. Estaba resuelto a venderlo; después contaría que lo había perdido en Palermo.
La mujer observaba al perro con creciente interés. Se trataba de un animal de raza y bien cuidado. Se agachó para acariciarlo y miró de soslayo al muchacho: pantalones gastados y una camisa desteñida. No parecía el propietario de un animal tan fino. Toribio comprendió que la dama confiaba tanto en el perro como desconfiaba de él.
— ¿De quien es este perrito? —inquirió la mujer.
—Es mío —respondió el muchacho.
— ¿Cómo llegó a tus manos?
—Lo encontré perdido "hace tiempo. Me dijeron que es fino. ¿Le gusta, señorita? —preguntó a su vez el muchacho, esperanzado.
— ¿Vivís lejos? —preguntó la mujer. Empleaba un tuteo forzado y desdeñoso. Y Toribio mentía, mentía siempre, más por sistema que por conveniencia.
—Vivo en Avellaneda.
—Es muy lejos.
—Así es, señorita.
Era verano y el fox-terrier jadeaba. Ella volvió a acariciarlo y Pucky correspondió con una inteligente mira-
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da de agradecimiento que casi hizo llorar a la mujer.
Vaciló un poco y dijo:
— ¿Por qué no tomas un taxi?
— ¿Un taxi, señorita? No tengo plata para eso....
Y volvió a quedar en silencio, esperando una oferta de la dama. Ella abrió el bolso y retiró un billete. Dijo con energía:
—Vamos a esperar un taxi, y lo vas a tomar. Con tanto calor este perro no puede llegar al trote hasta Avellaneda.
 Se agachó y volvió a acariciar al fox-terrier. Después paró a un taxi, le rogó al chofer que le permitiera subir con el perro, y puso en la mano del muchacho un billete de cinco pesos.
Toribio se instaló en el coche con Pucky en la falda y tomaron por Coronel Díaz, amplia y arbolada calle que se empinaba, bordeando la Penitenciaría Nacional. Torció la cabeza para divisar a los centinelas que se paseaban encima del murallón.
Se vio corriendo por esa calle, para dejarse caer al pie de un árbol, en medio del estrépito de la fusilería. Protegido por eL árbol, ordenó abrir fuego a sus hombres. Allí estaban a sus órdenes, todos los muchachos del barrio: Pirulo, Garibaldi, Camisa. Vestían casacas largas y los quepíes con toldito de la Legión Extranjera. Pero al revés de lo que pasaba en "Beau-Geste", esta vez eran los árabes quienes defendían el recinto amurallado. Nada resultaba más fácil a Toribio y sus hombres que voltear de certeros balazos a esos árabes de ropas flqtantes y cuyos turbantes sobresalían entre las almenas de- la Penitenciaría Nacional. Pero antes de que pudiese dar la orden de asaltar el fuerte, terminó el murallón y comenzó la Cervecería Palermo. Detrás estaba la cortada de Arenales; los muchachos ya estarían jugando al fútbol.

Atravesaron la avenida Santa Fe y ordenó al chofer detener el coche en Charcas. El taxi aún marcaba los cincuenta centavos iniciales. Toribio le entregó el billete de cinco pesos. El chófer
lo miró hosco.
— ¿No me vas a dar nada por llevarte el perro?
—Bueno, cóbrese veinte centavos de propina —aceptó el muchacho.
— ¡Qué hago con veinte! ¡Meterme un perro en el taxi para cinco cuadras! Tom'á cuatro pesos de vuelto
—refunfuñó furioso y se fue.
Fue a devolver el perro. La vieja le volvió a entregar cincuenta centavos.
— ¿Dónde lo llevaste?
—Por el parque.
— ¿Estuvo contento Pucky?
—Así me pareció, señora.
— ¿Le soltás la correa?
—No sé si puedo hacerlo, señora —respondió Toribio, bajando la vista. ,
—Si es lejos del tráfico, sí.
—Lo voy a llevar en medio del bosque.
—Allí, sí; pero cuidado que no vaya a caerse en un lago.
—Pierda cuidado, señora. Yo lo cuido bien. .
Se agachó para acariciarlo entre las orejas, como vio hacerlo a la mujer del sombrero rojo.
— ¡Le tomé tanto cariño a-su perro, señora!
— ¿Es buenito, verdad?
— ¡Y tan inteligente!
Anudó los cuatro pesos en la punta del pañuelo y fue a jugar a la pelota en la "cortada" de Arenales. Sólo el recuerdo de la figura prepotente del chofer enturbiaba su alegría.
A la tarde siguiente salió nuevamente a pasear el pe-
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rro. Pero esta vez no lo llevó hasta el bosque. Se quedó en la esquina de Las Heras y Coronel Díaz, esperando que pasara la señorita de los cinco pesos. Cuando ya desesperaba que no la vería, apareció con otro vestido y un sombrero verde. Se detuvo, acarició el perro y después preguntó:
— ¿Ayer llegaron bien?
—Sí, señorita.
La mujer miró al muchacho fijamente:
— ¿Quién baña al perro?
—Mi tía.
— ¿Lo cuidan bien en tu casa?
—Nosotros sí.
Bajó la vista y se le ocurrió:
—Pero los vecinos no lo quieren. A cada momento y al menor descuido, le pegan. Vivimos en un conventillo, ¿sabe? Y nos amenazan con envenenarlo.
— ¿Envenenarlo? ¿Y qué mal puede hacer este animalito?
—La gente es mala, señorita —sentenció Toribio, mientras acariciaba a Pucky. Y de soslayo contempló a la mujer: abría la boca y los ojos con expresión de espanto.
El instinto le decía a Toribio que iba por buen camino.
— ¿Cómo se llama el perrito?
—Pucky, señorita.
— ¡Pucky! —llamó la mujer, y el perro levantó la cabeza y movió la cola. Entonces Toribio se felicitó de no haber mentido.
—Si el perro sufre en su casa, y quizá lo maten, ¿por qué no le buscas otro a?rto? ,
—Yo se lo daría a usted, señorita. Sé que lo cuidaría muy bien, pero en casa son capaces de matarme si llego sin el perro. . .

La mujer esta vez lo miró sin pestañear. Evidentemente prefería que lo mataran a él en vez del perro. Toribio prosiguió:
—No se puede llegar sin el perro y sin nada. . .
La dama tuvo un gesto de disgusto:
— ¿Qué pretendes ganar por este pobre animal?
--Nada. . . Mejor dicho, muy poco; treinta pesos.
—Te voy a dar veinte pesos para terminar con este espectáculo. ¡Mercar con el sufrimiento de un ser indefenso! La mujer abrió el bolso y le extendió dos billetes de
diez pesos.
— ¿Está bien? —pero su tono autoritario no admitía réplica y Toribio tomó el dinero con manos temblorosas: era la mayor cantidad de dinero que había poseído en su vida. Tuvo que dominar un poderoso impulso de lanzarse a correr. Pero se contuvo y recordó todos los detalles
de su plan. Le quitó la correa al perro. La mujer protestó por este despojo.
—Esta correa me la prestó un vecino y debo devolvérsela —explicó Toribio.
La mujer se agachó y retuvo al perro por el collar.
—Adiós, señorita —se despidió Toribio, y se alejó  con aire digno, conteniéndose las ganas de correr como un billete que termina de robar. Le temblaban las manos y le dominaba una mezcla de angustia y de satisfacción, de zozobra y seguridad en sí mismo; el agridulce gusto de la aventura.
Llegó a su casa y pasó un rato metido en el excusado, pensando qué decirle a la dueña del perro. Lo mejor era cumplir el plan; tomó la correa y se dirigió a la casa de la señorita Bczerra. La vio en la puerta. Miraba a la calle como si lo estuviese esperando. Se le secó la garganta de
miedo, pero siguió avanzando. Saludó con voz vacilante:
—Buenas noches, señora.
— ¿Qué pasó con Pucky? —le disparó la vieja a quemarropa.
—La correa, señora. . . La correa. . . —balbuceó Toribio con la boca abierta. Le mostraba el cuero en sus manos temblorosas y abría desmesuradamente los ojos, una
cara de completo idiota, y esto entraba fundamentalmente en su plan.
—Claro, la correa. . Lo soltaste. . . Comprendo. . .—le ayudaba la vieja—. Y el perro se escapó, ¿verdad?
—Lo perdí de vista. Lo busqué como un loco, palabra de honor, señora. . .
—Posiblemente la culpa fue mía. . . Yo te dije que lo soltaras para que corriese un poco.
Se detuvo un instante y con el rostro iluminado agregó:
—Por suerte, Pucky llegó solo a casa.
— ¿Qué dice, señora?
— ¡Qué alegría! ¿Verdad?
Y gritó hacia el interior de la casa:
— ¡Pucky!
El fox-terrier llegó corriendo del patio y vino a hacerle fiestas a Toribio. Ya eran viejos amigos.
El muchacho creyó estar soñando. Seguramente Pucky se había escapado de las manos de la señorita, de los veinte pesos. No era nada tonto este animal, y juntos llegarían lejos. Se agachó y acarició al animal.
— ¡Qué alegría, señora!
Gratamente emocionada, la vieja observaba tantas muestras de emoción en el muchacho. Las manos le temblaban al acariciar a Pucky y la voz naufragaba .en su garganta.
 Esa tarde le dio un billete de un peso por un paseo tan accidentado. Toribio le entregó la correa, volvió a acariciar a Pucky, agradeció y comenzó a andar.
— ¡Oiga, Toríbio!
—¿Qué cosa, señora?
—Esto que pasó...
—Lo siento de veras, señora...
—Lo sé, hijito. Pero no tienes que impresionarte tanto.
Felizmente, gracias a Dios, todo terminó bien. Y mañana, Vaciló, sin saber cómo proseguir.
—Sí, señora.
—Mañana podes volver a pasear el perro. Pero a cuidarlo bien, ¿eh?
Al día siguiente se preocupó de no pasar con Pucky por el barrio de la mujer que lo había comprado. Asimismo resolvió que no valía la pena caminar hasta Palermo.
Sentíase .cansado, el día era muy caluroso, y se metió en un boliche de la calle Soler. Llevaba una fortuna en el bolsillo: más de veinticinco pesos. Pidió un chop y se lo
sirvieron con aceitunas, rajas de salame y queso picado.
Ató la correa en la pata de la mesa. Le echó a Pucky las cáscaras de salame", los trocitos secos de queso y cuando cayó el hueso de una aceituna, el perro lo tragó
también. Después lo miró con los ojos brillantes y moviendo la cola. El muchacho lanzó una carcajada y acarició al animal. Ambos parecían contentos de encontrarse
en, ese sombrío despacho de bebidas, de mostrador de cinc y con una lona que cubría la puerta a niodo de cortina.
El bolichero atendía la sección bebidas y el almacén contiguo. Miró con suma simpatía al perro y apareció con un montón de cortezas de fiambres. Lo puso en un papel, al lado de Pucky. Toribio aprovechó para pedir otro chop y se puso a meditar sobre los últimos acontecimientos.
Todo indicaba que existía una especie de gente que no sólo aceptaba, sino que necesitaba del engaño, y que
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pagaba por eso. Lo fundamental era dejar que ellos se engañaran solos; no forzarlos nunca. Estaba visto que no era preciso forzarse para engañar a nadie; esa gente se
engañaba sola. El sólo quisp robar un perro; venderlo y cargar con sus consecuencias. Pero he aquí que había caído en un mundo de amantes de los perros, donde la gente se enternecía y aflojaba la bolsa sin mayor resistencia.
Lo mejor era quedarse quieto: mostrarse cariñoso con ese perro y pasearlo hasta que se presentara una nueva oportunidad. Pues estaba visto que por él mismo
nadie le daría dinero para tomar un taxi, ni lo valorizaría en veinte pesos.
Le provocó un gusto especial recordar a la mujercita
elegante. La vio otra vez, con su expresión de estupor, la
boca abierta y los ojos sorprendidos, cuando le dijo que
amenazaban tcon envenenar al fox-temer. Era alta, el
cuerpo cimbreante y los pechos en punta. Le gustaba saber
que la había engañado; era como una especiexie posesión;
y entonces le dominaba un deseo confuso de azotar
a esa mujer como lo hacían los romanos en el "Tit-
Bits" y los sarracenos de Salgari. Con deleite volvió a
pensar en el engaño; metió la mano en el bolsillo, palpó
los dos billetes de diez pesos y resolvió no gastarlos
nunca. . . .,, . ,. .
Después recordó a la vieja. Le estaba ganando su confianza, pero nunca por simpatía hacia él, sino debido a su ciego amor por el perro. Miró a Pucky con cierto resentimiento,
y le echó otro hueso de aceituna. Pero esta vez no se lo comió; estaba atiborrándose con unas mohosas cascaras de .mortadela: una verdadera fiesta para un perro alimentado con dieta científica de galletas y sopas.
Toribio esperó un rato, pagó al gallego y fue a devolver el perro. La vieja el pagó el peso. Lo guardó y fue a jugar al fútbol en la "cortada" de Arenales, Nunca jugó
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peor: estaba un poco mareado por la cerveza y tenía la cabeza llena de fantásticos proyectos.
   Al día siguiente Toribkrse levantó temprano. Compró "El Canta Claro", un paquete de cigarrillos "Dólar" y se instaló en un bar de Plaza Italia. Pidió café con leche, block de papel carta y tinta.
Entre los avisos amorosos de la revista, una mujer solicitaba un amigo rico. He aquí algo interesante. Toribio había adquirido por instinto el axioma del cuentero: una persona que necesita amor, lo concede; quien ambiciona dinero, termina por darlo.
Escribió una carta, firmó Roberto, y la echó al buzón, con la dirección postal de "Alma Ansiosa".
Por la tarde fue nuevamente a pasear el perro. La vieja Bezérra. lo recibió con una expresión de alarma. Pucky estaba enfermo, nadie sabía de qué. Con un gesto de preocupación, Toribio pidió verlo. La vieja le hizo atravesar un primor de patio con muebles de jardín y macetas
pintadas. Allá en el fondo estaba la casita del perro, pintada de celeste. Pero Pucky estaba postrado encima de un almohadón, en el dormitorio de la vieja, una habitación llena de láminas de santos, y que Toribio consideró de un lujo asiático. El perro reconoció a su amigo levantó la cabeza y movió la cola. Después se derrumbó en su almohadón.
— ¿Qué tiene?
—No sabemos. Parece una indigestión. Pero
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No comió nada malo: ayer pasó el día como de costumbre, con carne cruda y sopa de avena.
El muchacho recordó las cáscaras de fiambre que Pucky había devorado la víspera. Movió la cabeza con gesto compungido. La vieja intervino para consolarlo:
—Pero parece que no es nada en serio. Ahora esperamos al veterinario.
Ese día no hubo paseo ni el pago correspondiente. Al día siguiente Pucky seguía postrado. El veterinario le había administrado-una poderosa purga y el dormitorio de la vieja apestaba.Nuevamente Pucky se alegró de ver entrar a su amigo, y esto casi hizo llorar a su dueña.
Después fue a merodear por la cuadra donde vivía la señorita de los veinte pesos. Ella no apareció, y resolvió tocar el timbre de la casa. Una sirvienta lo atendió de
modo hosco; pidió hablar con la señorita, no supo el nombre, y la mucama estuvo a punto de echarlo pero todo se arregló cuando le explicó "que tenía que decirle algo importante sobre perros". Entonces la sirvienta hizo " ¡Ah. . .!" y lo dejó esperando en el vestíbulo. Al instante salió ella: la encontró más linda así, con su bata de casa.
— ¿A qué vino usted? —le dijo la mujer, con el ceño fruncido. (Ya no lo tuteaba como a un niño, y esto satisfizo al muchacho.)
—Perdóneme, señorita, que venga a molestada. Pero en casa me exigen que traiga de vuelta al perro. Allá lo quieren, y yo también lo extraño mucho. Vengo a devolverle
los veinte pesos.
La mujer le dirigió una mirada vacilante. Toribio metió la mano en el bolsillo y sacó los dos billetes de
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diez. Se los extendió con mano trémula y componiendo su mejor cara de idiota.
—Tome, señorita, por favor. Pero necesito que me devuelva a Pucky.
Su gesto fue tan patético, que la mujer murmuró:
— ¡Pobre muchacho!
La mujer desvió la mirada y dijo tímidamente:
—El perro se escapó.
— ¿Cómo pudo escaparse? —preguntó Toribio con un tono levemente agresivo. La batalla estaba ganada y el muchacho guardó nuevamente los dos billetes.
—En la calle el perrito me hacía fiestas y parecía muy contento. Pero cuando lo quise hacer entrar en casa, había desaparecido.
—¿No puso un aviso en los diarios?
—No. Creí que el perrito había vuelto a su casa.
— ¡Ojalá hubiese sido así! —y no supo inventar nada que explicase la doble deserción de Pucky. ¿Sugerir un accidente? Pero como sucedía siempre, ella misma resolvió
la dificultad.
— ¡Claro qué no pudo llegar a su casa! ¡Usted vive tan lejos! ¿En Avellaneda, verdad?
-Sí, en Avellaneda —aceptó Toribio, recordando su mentira. Sentíase cada vez más seguro de sí mismo. Explicó:
—Hay gente que rapta a los perros de raza en espera del ofrecimiento de una recompensa.
— ¿Y cuando no sale nada en los diarios?
—Lo venden. . .
Y terminó con voz desmayada':
—. . .O lo matan. . .
Ella abrió los ojos de espanto.
—Imagínese, señorita, que no es negocio robar un perro para alimentarle el resto de la vida.. .
—¿Y ahora qué piensa hacer?
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--No sé, señorita. . . No fue a mí a quien se le perdió el perro.
La mujer meditó un instante y después dijo:
—En caso de encontrar el perro, me imagino que siempre será mío. . . .
—Claro. Puesto que lo pagó.
—Bueno... Voy a poner un aviso en el diario.
— ¡Pero por favor no deje pasar el tiempo!
—Esta misma tarde voy al diario.
—Ahora quiero pedirle un favor, señorita, -Diga.
— ¿Si Dios quiere que aparezca Pucky puedo venir a verlo?
La mujer vaciló.
—Al menos una vez, señorita —insistió Toribio.
—Bueno, ya que lo quiere tanto, podrá sacarlo a pasear de vez en cuando.
Agradeció con énfasis y salió a la calle. Fue a la sucursal de Correos de Plaza Italia, de donde retiró una carta en Poste Restante.
"Estoy cansada de esta vida pobre y sin alegría. Busco un alma generosa que me brinde comprensión y ayuda". Seguía un cuidadoso detalle de las cualidades morales y de la dedicación al trabajo de "Alma Ansiosa": ningún dato que valiese la pena. Había actividades que se presentaban excitantes y terminaban aburridas, al revés de lo que ocurría con el perrito Pucky. La firmante de la carta daba una dirección para que le escribiese, y que no la visitase allí porque una hermana mayor la vigilaba día y noche. Pese a esta recomendación, Toribio escribió otra carta, y con ella en el bolsillo fue a visitar a "Alma Ansiosa". Vivía en un conventillo de Parque Patricios. Se presentó como un empleado del tal Roberto y le entregó la carta. La mujer apenas si le echó una mirada apurada a los reclamos de "Alma Ge-
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mela".'En cambio abrumó a Toribio con preguntas sobre la posición de su supuesto patrón. Le dijo que era un hombre de edad madura y dueño de una cigarrería y peluquería. Esto fue aceite echado en aguas borrascosas.
La mujer se calmó y sonrió con dorada esperanza. Era joven, pero musculosa como un changador. Seguramente no mintió cuando en su carta definió su vida pobre y
triste.
De esas lamentables manos de menestrala recibió un sobre y unas pocas monedas.
—No digas al señor Roberto que me encontraste así, sin arreglarme —recomendó la mujer—. Ni le cuentes que vivo en un conventillo.
—Le voy a decir que vive en una casita con su madre
—dijo Toribio con un gesto de inteligencia.
—Nada de madre. Con mi hermana —aclaró la mujer.
Metió la mano en la bata y le entregó dos monedas más. En el tranvía abrió la carta. Fijaba una cita al lado del quiosco de Boedo y San Juan. Rompió el papel en mil pedacitqs y los tiró por la ventana. Después contó las monedas; apenas sumaban un peso. Se sintió decepcionado.
En ese instante hubiese sido capaz de correr a explicarle el engaño a la mujer, reírse de ella y devolverle la propina.
Pero la calle señala La sabiduría del olvido y sus enseñanzas se fijan en el instinto, como las enseñanzas de la selva. Toribio era discípulo de la calle, que es azar y descalifica
el arrepentimiento.
Juró no entrar más en un conventillo y no gastar cuentas con sus moradores. ¡Un cuento que había salido redondo y todo para terminar con una propina de monedas! Escupió con asco por la ventanilla.
Llegó a casa para tomar un tazón de leche. La tía se lo sirvió en la cocina, con un pan cortado a lo largo.
— ¿Tío no vino de la obra?
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—Llegó y volvió a salir," Fue a la ferretería.
Y como el muchacho no preguntase más, ella prosiguió:
— ¿Sabes a qué fue?
—No, tía.
—El capataz de la obra le avisó que en la ferretería de Salguero necesitan un muchacho.
- ¡Ah!
—Y fue a pedir el puesto para vos.
Toribio hundió un largo trozo de pan en la leche. Cuando lo sacó del tazón comenzó a deshacerse en el aire. EL muchacho agachó la cabeza para recibir el pan en
la boca.
— ¿No decís nada?
El muchacho no contestó y terminó con el pan y la leche. . .
—Chau, tía.
Y fue a la "cortada" de Arenales a jugar al fútbol. El verano culminaba. El partido prosiguió hasta el anochecer, y hubiese continuado a la luz del foco eléctrico como-otras noches, si no fuese que al shotear un penal, Pirulo mandó la pelota dentro de la fábrica de cerveza. Los muchachos, fatigados y sudorosos, se reunieron en la esquina.
—Canta un tango, Toribio.
—Hacelo como Gardel.
Pero.esta vez Toribio no tenía deseos de cantar, ni de imitar a Gardel torciendo la boca y frunciendo el ceño con una ceja levantada. Tampoco quiso imitar a Magaldi, ni a Ignacio Corsini. Estaba preocupado: estudiaba los rostros de Pirulo y de "Garibaldi". ¿A cuál de
los dos pediría ayuda? Ambos eran amigos de confianza.
Terminó por escoger a Pirulo. Era menor y parecía tributarle cierta admiración. En cambio, "Garibaldi" era autoritario y con cierto sentido de independencia.
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— ¿Me acompañas una cuadra; Pirulo?
Alguien hizo Una referencia a la hermana de Pirulo y todos rieron. Cuando se apartaron del grupo, Toribio convidó a su amigo a sentarse en el bar de Santa Fe y
Bulnes.
—Pedí lo que quieras. Cerveza, un vermut. ... Cualquier cosa.
— ¿Puedo pedir un guindado? —preguntó tímidamente Pirulo. Parecía deslumhrado con esa invitación.
— ¿Un guindado con este calor?
—En casa tomamos cerveza y vino. Pero nunca tome un guindado.. .
El mozo trajo el guindado y un chop.
-¿Te gusta?
Pirulo paladeó el licor a sorbitos y afirmó moviendo la cabeza. Aceptó el cigarrillo que le ofreció su amigo.
—Necesito que me ayudes en un negocio. Pero antes que nada, debes jurarme por tu vieja, que no se lo vas a contar a nadie.
Pirulo repitió el gesto afirmativo y entonces Toribio le explicó el plan. Iba a visitar a la mujercita de Las Heras, para saber si ya había publicado el aviso ofreciendo una recompensa para quien le devolviese un perro. Y ese perro se lo iba a llevar Pirulo.
— ¿Y qué perro es?
—Uno del barrio. Yo te lo voy a traer bien atadito de. una correa. Hay que entregarlo y recibir unos pesos. ¿Qué te parece? —y Toribio echó una nube de humo por la boca y la nariz.
—Es rico el guindado, pero da mucha sed. ¿Tenes plata?
— ¿Por qué?
— ¿Puedo pedir ahora un naranjín?
—Pedilo. ¿Pero aceptas o no lo del perro?
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Toribio pagó con un billete de diez pesos. Su exhibición conmovió a Pirulo.
—Y después de ese negocio podemos hacer otros —sugirió Toribio.
Se despidieron en la esquina y entonces Toribio recordó que hacía dos días que no pasaba por la casa de Pucky. No era conveniente mostrarse indiferente, máxime ahora que el perro estaba, enfermo. Además, no quería llegar a su casa antes de la cena. Cuando su tío comía no hablaba nunca. Después encendería el toscano y proseguiría con-esa estúpida preocupación de que aprendiese un oficio. ¡Aprendiz de mecánico o repartidor de una despensa! Y aún más ridículo le resultaba vestir un delantal gris y aprender de memoria las diez mil porquerías que llenaban una ferretería. ¿Eso podía ser vida para un futuro astro de la canción popular?
Llegó hasta la casa de la chapa de bronce y tocó el timbre. Se sorprendió cuando el doctor Bezerra en persona le abrió la puerta de calle.
— ¿La señorita no está?
—No se siente bien. . . Está en cama. . . ¿Usted no sabe que esta mañana se nos. murió el Pucky?. . . La purga de ese bestia de veterinario. Parece que fue peritonitis perforante.
Toribio palideció y se afirmó en la puerta.
— ¡Eh, muchacho! ¿Qué te pasa?
El doctor Bezerra tuvo que mantenerlo en los brazos.
—No es nada, doctor. Fue la impresión, pero ya estoy bien.
— ¡Caramba con tus nervios!
— ¡Es que le había tomado tanto cariño al Pucky!
—Bien lo veo, muchacho, pero hay que dominarse.
Vio alejarse a Toribio; iba lentamente y cabizbajo,  como un vencido. El doctor movió la cabeza con pena v entró en la casa.
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Esa noche, el tío lo esperaba con la noticia del puesto en la ferretería y resuelto a actualizar viejas desavenencias. Pero Toribio aceptó el puesto de aprendiz y evadió toda discusión.
Al día siguiente se puso un guardapolvo gris y comenzaron los días grises en la polvorienta ferretería.
Abandonaba tarde el empleo y dejó de frecuentar la "barra" y los partidos de fútbol en la "cortada". Transcurrieron varias, semanas terriblemente monótonas. Un
día se encontró con Pirulo a la salida del trabajo.
—Te vine a buscar. ¿Ya no te juntas con los muchachos?
—Ahora trabajo —explicó Toribio, y desvió la vista corno si se avergonzara de ello.
—Sí-, ya lo sé. Toda la barra habla de eso.
Se produjo un silencio.
— ¿Y qué pasó con el negocio del perro? —preguntó Pirulo.
—No se pudo hacer. ¿Por qué lo preguntas? —replicó Toribio con tono agresivo.
—Por nada. Me hubiese gustado hacerlo. Cuando me lo contaste me imaginé llegando con un perro a una casa lujosa. Le dejaba el cachorro (¿o era un perro grande?) y
salía con plata para divertirnos un tiempo. Cuando me lo contastes lo encontré tan fácil y lindo. . . Me hubiese gustado hacerlo.
—A mí también me hubiese gustado hacerlo. ¡Qué gracia! Pero no pudo hacerse y nada más. ¿O crees que a vos sólo te gusta la plata? ; .
—No es por la plata, ¿sabes? Eso me hubiese gustado hacerlo aunque fuese gratis. Nos habríamos reído un mes entero.
Y Pirulo lo observaba como si esperase algo de él, algo extraordinario o simplemente delicioso. Toribio le invitó a tomar algo en el bar:
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— ¿Querés  un guindado?
— ¿Para qué? Ya lo probé la otra vez.
—Entonces tomemos un café.
Se sentaron al lado de la ventana, La noche caía por la avenida Santa Fe.
— ¿Y los muchachos qué dicen de mí? —preguntó Toribio.
—Al principio se extrañaron. . . Claro que nos reímos mucho. Algunos pasaron por la ferretería para verte trabajando con el guardapolvo. "Garibaldi" te vio arriba de la escalera bajando una escupidera o algo así y casi revienta de risa.
Cambiando de tema prosiguió:
— ¡Ese negocio del perro era macanudo! ¿Lo hiciste vos solo? ,
—Ya te dije que no se pudo hacer.
—Quise decir si lo inventaste solo.
Toribio asintió con una sonrisa de complacencia. Y después de otro silencio Pirulo volvió a la carga.
-- ¿Ya no pensás cantar en la radio?
Y Toribio pensó:
"Me pregunta como si ya hubiesen comentado que no seré otra cosa en mi vida que un empleado de ferretería". Y efectivamente,antes de que contestase, el otro prosiguió:
— ¿Te acostumbras con el trabajo en la ferrétería?
Toribio tardó un instante en responder,
— ¿Y qué hacerle? —sonrió con resignación—. Debo juntar unos pesos para comprar un traje. Y necesito una camisa de seda, un pañuelo de los buenos para el cuello.  Sin empilchar bien no podes meterte en ningún lado.
Sacó cigarrillos y los dejó en la mesa.
— ¿No querés tomar otra cosa?
—Está bien con el café —dijo Pirulo.
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—Mira, Pirulo: ya van a hablar de mí.
El otro lo miró con ojos de sorpresa.
—Y no será la barra de Arenales. ¿Qué me importa ese par de gatos?
Extendió el brazo en un ademán de amplitud:
—Quiero decirte que todo Buenos Aires va a hablar de mí.
Acercó el rostro a Pirulo como sí le fuese a confiar un secreto.
—"Sintonía" y hasta los diarios van a publicar mi  foto.
Bajó el tono de voz y casi en un susurro:
—En uno de estos días voy a debutar en la radio.
Se produjo un silencio preñado de expectación.
— ¿Y cuándo será?
—Ya hice la prueba y les gusté. Pero ahora debo esperar; primero quiero comprarme ropa. Hay que presentarse bien. La pinta es tan importante como la voz, ¿sabes?
---Sí.
—Por eso me puse a trabajar. Debo juntar unos pesos.
---Claro.
Y al cabo de otro silencio:
—Si te parece bien puedo prestarte un traje —ofreció Pirulo—. Tengo ese nuevo color azul marino con que fui al cine el otro domingo.
Toribio aceptó con un grave movimiento de cabeza.
—Y además una camisa nueva. Y mi bufanda de seda blanca.
—Justamente es lo que me hace falta. Y somos del mismo cuerpo.
—Pero si te lo presto. . . —vaciló Pirulo— es sólo por unos días. Los viejos me lo regalaron y no deben saber que otro lo lleva. Pueden enojarse.
— ¡Cómo se te ocurre! ¿Quién lo va a contar?
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—Bueno: te lo puedo prestar por unos días en la semana. Porque el sábado y domingo debo ponérmelo.
—Traelo sin miedo.
— ¿Cuándo lo querés?
—Ahora termina la semana. . . ¿Qué te parece el lunes que viene?
—Bueno —aceptó Pirulo. Pero quedóse preocupado.
Toribio lo tranquilizó:
—No te preocupes. Con un par de días me conformo.
Así el martes puedo ir a la radio. Y enseguida te lo devuelvo.
— ¿Y cuándo vas a cantar?
—Debo esperar un mes más; primero hay que ensayar con los acompañantes. No te imaginas la gauchada que me haces. Y para el mes que viene voy a encargar un traje de medida.
— ¿Te alcanzará el primer mes de sueldo para comprarte un traje? —preguntó Pirulo.
—Lo voy a comprar a plazos. Y además tengo otros amigos que me ayudan. . . —respondió Toribio para que el otro no se diese mucha importancia.
Esa noche Toribio llegó tarde a casa. Apenas entró, la tía le puso la sopera en la mesa. El tío mostraba un humor de todos los diablos. Sin decir palabra empezó a llevar las cucharadas a la boca con maquinal regularidad e idéntico sonido de succión; inclinó el plato con la mano
izquierda hasta que no quedó una sola gota de caldo y entonces soltó la cuchara. Se limpió la boca con el reverso de la mano y esperó que los otros terminaran.
— ¿Qué hay después, tía? —preguntó Toribio.
— ¿El señor quiere pavo'al horno o se conforma con un pollo al spiedo? —replicó el tío con tono agresivo.
—No hay nada más —aclaró la tía con gesto asustado.
          ¡Y cuidate que otra noche puede faltar también la sopa! —sentenció él tío.
           99
Toribio los consultó con la mirada. El tío no le quitaba la vista y mostraba una sonrisa sarcástica. La tía se apresuró a explicar:
—Terminan de suspender a Julián de la obra. Y vos sabes que el trabajo de construcción anda mal. ..
Toribio soltó también la cuchara y empezó a silbar entre dientes.
 —¿No decís nada?—preguntó el tío.
—Estoy pensando —dijo Toribio.
— ¿Pensando en qué? Si es por eso, ya pensé bastante y puedo evitarte ese trabajo. Para empezar, me estoy poniendo viejo, y cada vez que dejo una obra me cuesta conseguir otro trabajo, para que me vuelvan a suspender en primer término. . .
—Sí —aceptó el muchacho.
—Tu tía me dice siempre que el hijo de su finada hermana es inteligente y a lo mejor tiene razón. Entonces debes comprender que hay que poner el hombro en esta casa o en caso contrario nos vamos todos a la caca.
---Sí, tío.
—La semana que viene termina el mes. Vas a cobrar el sueldo en la ferretería. Y tu tía (tu que-ri-dí-si-ma tía) estuvo hablando de que tenes que comprarte ropa y no sé qué otras tonterías. Ahora es bueno que sepas que debes contribuir a la casa. Primero el puchero; después
la pilcha. Y rubricó el discurso con un puñetazo sobre la mesa que hizo tintinear las cucharas en los platos.
Toribio levantó la cabeza y con la mirada consultó a su tía.
Ella lloraba muy quedamente; se veía más vieja y muy fea con los ojos colorados y con esa agua corriéndole a los lados de la nariz. Levantóse de la silla y comenzó a recoger los platos.
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—La plata de tu sueldo es para la casa; al menos por ahora quedamos así, ¿eh? —insistió el tío. En ese momento vio llorar a su mujer y se calló Hubo un silencio en la cocina de madera donde cenaban. Los chicos se asomaron a curiosear y algunos vecinos del inquilinato,
atraídos por los gritos, pasaron repetidas veces por la arpillera que oficiaba de cortina.
Y la tía no dejaba de llorar silenciosamente. El hombre se levantó y salió con paso vacilante en dirección a la callé.
— ¿Qué bicho le habrá picado al viejo?
Ella se limpió las lágrimas con el repasador.
— ¿Por qué hablas así? Terminan de suspenderlo. . . y además, vos sabes que cualquier contratiempo. . . una verdadera desgracia. . . se consuela en el boliche. . . ¿No le tenes lástima?
— ¡Borracho! —condenó Toribio y escupió con asco.
— ¡No hables así de tu tío! ¿Qué otra cosa puede hacer el pobre? ¿Te parece poco que lo echen a la calle como a un perro?
— ¿Y yo qué culpa tengo? —atajó Toribio—. Creí que llorabas porque me gritaba y no por lástima de un borracho.
—Lloraba por vos, por mi pobre viejo, y por mí también. Lloro por todos nosotros.
Y le continuaron rodando las lágrimas.
— ¿Se podrá dormir esta noche? —preguntó Toribio.
Atravesó el patio y entró en la pieza. Dormía en un rincón; una cortina de gastada y desteñida tela lo separaba del lecho del matrimonio. Al poco rato sintió que la tía se metía en la cama matrimonial,
— ¿Dormís, Toribio?
—Habla, tía.
—Le voy a decir a Julián que este mes me vas a entregar el sueldo íntegro.
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—Decile cualquier cosa, con tal que me deje dormir tranquilo.
Se dio vuelta ruidosamente y comenzó a respirar acompasadamente, como si durmiese. Maduró proyectos hasta que lo atrapó el sueño.
El traje azul marino de Pirulo le quedó como hecho a medida y los sesenta pesos de sueldo los guardó en el fondo del bolsillo. Toribio se miró largamente en el espejo y agachó el ala del sombrero hasta esconder los ojos.
La tía había salido al mercado (a comprar papas y fideos y ninguna otra cosa, pensó con desagrado); el tío andaba por algún barrio distante, buscando trabajo en cualquier obra en construcción donde tuviese un capataz amigo.
Toribio tornó la valijita que usaba para ir al río. Puso un par de camisetas raídas, dos camisas ordinarias y unos calcetines remendados. Miró a su alrededor; la cama matrimonial llenaba casi toda la pieza; en un rincón estaba su camita. Por un momento sus piernas vacilaron.
¿No extrañaría todo esto? ¿Y si algún día le llegase a faltar un rincón para dormir? Miróse nuevamente en el espejo trizado del ropero: se veía muy bien con el traje
de Pirulo y el sombrero requintado. Entonó un tango levantando el brazo y frunciendo el entrecejo, tal como lo hacía Garlitos Gardel. Después empuñó la valijita y
salió a la calle.
Había conversado sobre el alquiler de una pieza en los altos de una fonda de la calle Talcahuano. Un italiano dirigía la cocina y regenteaba las piezas del hotelucho.
Lo recibió en el pasillo:
— ¿Llegaste? ¿Y éste es el equipaje?
Sus ojillos de cerdo mostraban desconfianza y concupiscencia. Toribio se sintió molesto de esa mirada y le sublevó su tuteo.
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—En estos días me tiene que llegar el baúl de Rosario —dijo Toribio.
— ¡Ah! —hizo el italiano, y a la legua se veía que no creía en la existencia de ningún baúl. Permanecía allí, obstruyéndole el paso.
—De cualquier modo, vas a tener que pagar adelantado, ¿eh,raggazzo?
Toribio metió la mano en el bolsillo y sacó dos billetes.
—Tome veinte pesos. Después me da el recibo.
—Arreglamos cincuenta pesos por mes.
—Es cierto, don. Pero le doy veinte a cuenta.
El italiano le recibió los billetes.
—El recibo te lo voy a dar cuando pagues lo que falta. Lo llevó hasta una piecita del fondo. No había ropero ni llave en la puerta.
Toribio encendió la lamparilla de luz amarillenta y se tiró en la cama. A través de la puerta abierta divisaba el largo del pasillo. Pasó una mujer gorda y achinada, llevando
una palangana y una jarra. De una pieza surgió cautelosamente un hombre; se deslizó como un gato por la escalera. Del mismo cuarto salió una mujer. Toribio cantó el estribillo de un tango:

Yira, yira. . .
Cuando la suerte que es grela. . .

La mujer dio vuelta rápidamente la cabeza y Toribio lanzó una carcajada. Volvió a aparecer la china gorda, esta vez con un balde y un estropajo. Y detrás surgió la silueta del italiano y entonces Toribio cerró la puerta.
— ¿No le pagó, acaso? —protestó la mujer del balde.
— ¿Pero no dejó el peso de propina en la mesita de
luz?
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--¿Qué se yo! ¿No ve que aún no entré?
Y Toribio a su vez inició una conversación imaginaria con algún muchacho del barrio. Podía encontrarse con "Garibaldi"; prefería no tropezar con Pirulo.
"Vivo en una pieza, en pleno centro", le diría con el tono de quien descuenta que no hay otra forma más digna de vivir en esta ciudad. "Así vivo independiente y cerca de mis amigos de la radio". Y además dejaría entrever que vivía con una mujer. Y "Garibaldi" lo contaría a su vez a todos los muchachos del barrio. Lo importante es que no supieran exactamente dónde vivía. Pirulo era capaz de venir a reclamarle el traje, y el tío podía llegar de improviso, borracho y apoplético para arreglar sus absurdas cuentas de tutor.
Esa noche cenó en la fonda. Después siguió vagando por las calles del centro. Al volver al hotel se sorprendió de la inusitada actividad que reinaba en la fonda. Sentíase con un capital que no terminaría nunca. Se sentó y pidió una cerveza.
Un viento extraño corría por esas calles, se arremolinaba en esas esquinas de viejos almacenes, para encajonarse en las fondas de salsas añejas, hoteles de mala muerte y departamentos sospechosos. Ese viento era un golpe de gong para su anhelo de aventuras. Del hotel le llegaba, latente y gozosa, la densa atmósfera de la picaresca: un tufo de parrilla y permanganato, sábanas húmedas y el olor de papeles viejos de los rincones abandonados,
y todos los rumores de las pensiones misteriosas, los pulcros jubilados reclamando por los trajines nocturnos, la fregona que se lamenta de las várices y coquetea
con los comisionistas dicharacheros' que llegan con rosados lechones y parten cargados de paquetes. Dos mujeres lanzaban sus mejores carcajadas frente al puchero de gallina de medianoche. Estaban solas y comían con apresurada glotonería. Una de ellas no de-
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jaba de mirarlo cada, vez que levantaba, el vaso de vino.
 Y Toribio se vio rodeado de hombres colorados y otros pálidos, dé azuladas mejillas recién afeitadas, como si terminaran de levantarse de la cama. No dejaban de
sonreír, de conversar y discutir con sus mujeres. Trató de clasificar esos rostros: caficios, partiquinos de teatro, canillitas, vendedores ambulantes, posiblemente algunos
rateros, y muchos que no pasaban de simples horteras. Pero pertenecían a ese mundo que él escogía como suyo. Y de pronto sintiose feliz-, allá estaba sentado en el riñon
de la aventura. Sentía que toda la ciudad se le ofrecía al alcance de la mano. Tomó su cerveza y fue a dormir su primera noche de hombre independiente.
Un mes después las condiciones no habían variado: Toribio estaba incorporado al denso mundo del Hotel y Restaurant "Italia", pero continuaba siendo postulante, de cualquier actividad remunerativa.
Se hizo amigo del peón de cocina y de un grupo que se reunía todas las noches en el café Norton. El peón de cocina era un correntino de gesto hosco y con una cicatriz de cuchillo en la mejilla, pero Toribio conocía de lejos la gente fiel y ninguna máscara huraña lograba esconderle
un alma sentimental. Y Leoncio el correntino lo era.
Toribio se quedó soló con un par de pesos; dejó de comer en la fonda y tuvo que arreglarse con algún pedazo de.pizza o pan y fiambre que llevaba a la pieza. Leoncio -le preguntó una tarde por qué no almorzaba ni cenaba más en la fonda-, como ayudante sentíase en parte responsable de cualquier falla de la cocina que hubiese disgustado a su amigo.. Toribio consideró necesario explicar la historia por el principio:
—Soy compositor de tangos; autor de varias piezas.
Hizo una .breve pausa.
—Además soy cantor.
Y preguntó con un gesto de modestia:
— ¿Nunca oíste cantar por radio a Salvador Dávila? Me llaman así en la radio. "También me dicen Gardelito.
—No tengo radio-^se disculpó Leoncio el correntino.
Toribio revoleó la mano con un gesto de desaliento mayúsculo y prosiguió con amargura de tango:
—Pero ando en la mala. ¿Qué le voy a hacer? La culpa es de que nadie me da una mano. Empezó a fallarme una cosa, después otra, y de pronto todos se mueven alrededor
de uno, y entonces parece que todos se ponen de acuerdo y todos ayudan. . . ¡a enterrarlo vivo!
El correntino lo miró con sonrojo. A él le alcanzaba esa queja contra la solidaridad humana: era representante del mundo materialista que conspiraba contra la seguridad del artista. Sin atreverse a preguntarle el grado de infortunio, balbuceó a modo de interrogación:
—¿Así que andas?. . .
—Ya te dije, viejo: estoy en la vía.
Y con el filo de la mano se dio tres golpes en el vientre para indicar que sonaba a hueco.
— ¡Para eso estamos los amigos, carajo! -exclamó el correntino. Miró a su alrededor y después propuso: Subí a tu pieza; voy a llevarte algo.
— ¡Vamos, viejo, no te molestes! —protestó Toribio separando los brazos con gesto enfático.
— ¡Subí, te digo! —ordenó el peón, Toribio obedeció; subió a su pieza, se recostó en la cama y esperó su cena. AI rato subió el correntino con un paquete medio oculto bajo el brazo y otro en la mano.
—Toma —le ofreció con un gesto brusco. Desenvolvió un sandwich de un pan francés y un pedazo de carne asada. Toribio le clavó el diente y comenzó a masticar con contenido entusiasmo. El correntino lo miró con orgullosa satisfacción. Abrió el otro paquete: una botella
de vino a medio llenar. Se lo alcanzó, explicando.
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—No puedo ver a nadie comiendo así, sin un trago. Se me seca la boca.
Con la boca llena, Toribio asintió con un movimiento de cabeza. Levantó la botella y sin tragar el bocado bebió un largo trago. Se limpió la boca con el dorso de la mano:
—Gracias. Sos un amigo.
—Mientras trabaje en la cocina contá siempre con algo. Se dispuso a salir y Toribio lo llamó:
—Che, Leoncio.
El correntino se detuvo bajo el marco de la puerta.
— ¿Qué haces esta noche?
—Trabajo, che.
—Me gustaría que tomáramos un café juntos-, así te presento a unos amigos.
Al correntino le brillaron los ojos de agradecimiento.
—El jueves tengo franco.
—Entonces será hasta el jueves —se despidió Toribio, y esperó la respuesta del otro:
—Pero mañana vamos a vernos; voy a traerte algo para almorzar.
Toribio escuchó cómo los pasos se perdían en el pasillo. Terminó el pan y la carne y bebió dos tragos de vino. Guardó la botella bajo la mesita de luz y se recostó para descansar un rato.
Después salió a la calle y empezó a seguir a toda mujer con traza de buscona que encontró en la calle Sarmiento.
Las abordaba con gestos discretos o misteriosos, y se divirtió jugando diversos roles y simulando una variedad de preferencias. Eran mujeres difíciles de engañar, muy enemigas de perder el tiempo y resultaba molesto desprenderse de la mujer que se colgaba del brazo una vez fijada la transacción. Lo importante —y en ello consistía
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el deporte— era no alterar la difícil confianza de esas mujeres. Toribio jugaba entablando relaciones y desprendiéndose de ellas sin violencia aparente. A veces le
alcanzaba la injuria de la mujer solicitada y rechazada.
Lo mejor era aceptarles todas las condiciones:
—Anda adelante; yo te sigo.
Detrás, Toribio contabilizaba todos los defectos de la -mujer que resultó atractiva a primera vista: su andar descuajeringado y la lastimosa vulgaridad de sus fatigados
pies de trotadoras. En la primera esquina, Toribio desaparecía sin que ella pudiese hacerle llegar ni un insulto entre dientes.
Esa noche abordó a una mujer y quiso hacerse pasar por un agente de investigaciones. .No tenía dinero y esperaba que le aceptase pasar un rato con ella a cambio
de su protección. Pero la mujer casi le arrancó los ojos.
Le gritó que conocía a todos los policías del centro y que fuera con ese cuento a su abuela, E hizo ademán de requerir a un policía auténtico para enfrentarlo al impostor.
Toribio escapó por la calle Libertad y entró en el café Norton. Sentóse al lado del ventanal y comenzó a ver desfilar la muchedumbre.
—No voy a tomar nada, por ahora. Pido después —dijo al mozo. Y agregó con un gesto de dolor—: Me siento mal.
— ¿Por qué no toma un té de manzanilla?
— ¿Y eso hace bien? —dijo Toribio con gesto de enfermo escéptico—. Voy a esperar que me pase el dolor. ¿Todavía no vinieron los muchachos?
—Estuvieron temprano y ya se fueron.
Toribio disimuló la contrariedad. Confiaba que alguno de esos dos amigos que conociera días antes en ese café le pagaran algo. Esperó que el mozo se alejase para
servir a otra mesa y salió a la calle.
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Aún era temprano y había pasado casi todo el día tirado en la cama. Empezó a caminar sin rumbo fijo. Se sorprendió arrastrando los pies entre las luces de los cines
de la calle Lavalle. Nunca se había sentido peor, ni cuando trabajaba en la ferretería. Le costaba mover los pies y pensar en algo. ¿Para eso se escapó de casa? ¿Para
qué valía esa libertad? Se detuvo un instante en esa esquina, entre el torbellino
de luces y gente: ¿Para qué valía esa libertad? Meditó un poco: ¿Para qué valía esa libertad sin dinero? Era eso, y bien lo sabía. Sin dinero era difícil caminar por la calle —todas esas luces no significaban nada— y la vida no valía un pito. Con los labios apretados volvió a
meterse en su cuarto del hotel. Dobló meticulosamente los pantalones y los puso bajo el colchón, entre periódicos, para que amanecieran con la raya de recién planchados.
Dejó el saco en el respaldo de la silla y se acostó.
Quería dormir, dormir una semana seguida, pero cuando cerraba los ojos sentía el golpetear de su corazón, el ruido de la fonda en pleno movimiento, el tránsito de la calle
y los pasos del hotel, pues también resultaba difícil dormir con los bolsillos vacíos. Se acordó de la botella de vino que había guardado en la mesita de luz. La bebió y cayó dormido.
Lo despertó el correntino. Le traía media tortilla y un pan. Toribio sentía la boca pastosa y una vinagrera en el estómago, pero se abalanzó sobre la comida. Estaba lejos de sentir hambre, pero esa tortilla representaba algo más que una comida: era una posibilidad de desquite
contra la mala suerte, una compensación y un poco de calor en medió de su desamparo.
Leoncio miró la botella vacía con un gesto de alegre sorpresa:
— ¿Así que te gusta el vino a vos también?
Toribio hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
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— ¿Te traigo más? —Y Leoncio entreabrió la puerta, echó una mirada al pasillo y salió del cuarto para volver con una botella de vino. Bebió un sorbo y se la pasó a
Toribio.
— ¿Hace tiempo que trabajas en la fonda?
—Cerca de un año.
— ¿Y te acostumbras?
Leoncio hizo un gesto dudoso:
—Voy tirando.
— ¿Te gusta Buenos Aires?
Otro gesto dudoso:
—Más o menos, che. La gente no me gusta. Pero trabajo y voy juntando unos pesitos.
—Pensás volver al pago hecho un pashá, ¿eh, Leoncio?
—Pues claro que voy a volver. Aquí me siento muy solo.
Se produjo un silencio. Toribio chasqueó la lengua al limpiarse una muela.
—Es bueno tener unos pesos. Nunca se sabe lo que puede pasar mañana—sentenció Toribio, con tono grave.
—Quiero volver a instalarme en mi pueblo con un boliche.
—Buena idea —aceptó Toribio.
—No siempre voy a ser peón —dijo Leoncio y se sentó en la cama.
— ¡Claro que no! ¿De qué parte sos?
—De Esquina.
—Ya te visitaré en tu boliche de Esquina. ¿Y cómo se va a llamar?
Leoncio se rió con ganas.
—Ahora solamente me preocupo de juntar unos pesos. Después voy a pensar en el nombre.
— ¡Pero no, viejo! En estos casos el nombre es muy
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importante. Además, ¿cómo voy a encontrar tu boliche en Esquina si no sé el nombre? Leoncio lanzó una carcajada. En su rostro sanguíneo relucían los ojos achinados, y esa cicatriz no muy vieja, que le subía por la mejilla, parecía una boca que hubiesen cosido después de abrirse la carne para lanzar un solo alarido. En esa catadura la risa iluminaba como en el rostro de un niño y la carcajada sonaba con la espontaneidad campesina.
—Pero, che amigo. . . ¡Pues vamos a buscarle el nombre!
— ¿Qué te parece "La Puñalada"? —sugirió Toribio, e inmediatamente se dio cuenta que lo había dicho mirando la cicatriz. El otro le clavó la vista con un gesto receloso.
—Hay una milonga que se llama "La Puñalada". La tengo en mi repertorio —explicó Toribio.
—Ya hablaremos de eso —dijo el correntino, y era difícil saber si en su voz había un dejo de tristeza o una velada amenaza. Sin dar tiempo al agradecimiento, se incorporó
de la cama y se fue a la cocina.
Toribio salió al baño y se encontró con el patrón del hotel.
—Buen día.
—Buenas tardes —corrigió el italiano—. Ya son las dos de la tarde.
Y se quedó allí, en medio del patio, obstruyéndole el paso con su abdomen.
— ¿Alguna novedad, don Nicola?
—Eso le pregunto yo. ¿Qué novedad hay? Hoy termina el mes. ¿Y el alquiler cuándo me lo paga?
—Un poco de paciencia, don Nicola. En estos días comienzo a trabajar y le pago.
— ¿Trabajar, usted? ¿Pero de qué? Ese Leoncio anda diciendo a todo el mundo que usted es cantor, un gran
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cantor. Pero yo no necesito ningún cantor aquí. Sólo necesito que me paguen el alquiler;
—Un poco de paciencia, por favor. Espéreme dos días, no le pido más.
El italiano se hizo a un lado y Toribio pudo seguir al fondo del pasillo, sintiendo cómo el otro le clavaba los ojillos duros y rencorosos.
Cuando salió aún estaba allí, esperándolo en el pasillo.
— ¿Pero qué espera para pagarme? Aunque sólo sean unos pesos. ¿Cómo no va a poder conseguir veinte pesos?
—Ahora no los tengo. Palabra que no. Dentro de un par de días le pago todo —y Toribio sentíase enfermo—. Estoy buscando trabajo, don Nicola. Tenga un poco de
paciencia.
Pero el miserable lo miró con ojos tristes y movió la cabeza con incredulidad.
—¿Cómo quiere que le pague cuando no tengo ni para comer?
—¿Cree que no lo veo entrar en el servicio a cada rato? Si no come, ¿qué tanto ir al servicio?
—Palabra que sólo voy a orinar—se defendió Toribío.
Llegaron a la pieza; Toribio entró y le cerró la puerta en las narices. Quedó con la visión de los ojos del italiano; en ellos había leído un perverso resplandor de triunfo. Paseó la mirada por la pieza e inmediatamente comprendió: mientras estuvo en el baño, don Nicola le
había llevado el saco. Se abalanzó hacia afuera, pero ya no encontró a nadie. Iba a llamar a gritos .a ese ladrón y armarle un escándalo de todos los diablos, pero inmediatamente
le abrumó la idea de que llevaba todas las de perder. Volvió a entrar en la pieza, sentóse en la cama, apoyó la cabeza entre las manos y. así permaneció sin poder pensar absolutamente en nada. Por otra puerta apareció la masa fofa de la sirvienta, arrastrando sus
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chancletas y cargada con un balde de agua sucia. También ella se dirigió hacia el baño y se quedó esperando.
Toribio volvió a meterse en su cuarto y continuó vigilando. Después salió la mujer en bata. Toribio la reconoció: era una muchacha que solía comer en la fonda antes de
largarse a dar vueltas por el centro. Toribio salió al pasillo y poco menos que la atropello, con agresividad en el cuerpo y una sonrisa en la boca. Ella lo recibió con agrado:.,
— ¿Qué te pasa, pibe,' que andas atropellando?
—Ganas de conversar con una vecina. ¿No se puede?
— ¿Conversar ahora que estoy así tan fea? —y lanzó una risa cascada.
— ¿Y qué tiene? Además no es cosa de conversar aquí ni en la calle. Podemos entrar en mi pieza o en la tuya.
_Y casi empujándola la metió en el cuarto dé ella. La mujer se limitó a pedirle silencio con un dedo en la boca. Entreabrió la puerta y después la cerró cuidadosamente:
—Ojalá la vieja no haya visto nada.
— ¿De qué tenes miedo?
—El tano es capaz de ponerme de patitas a la calle.
— ¡Ese degenerado! ¿Acaso no alquila piezas aparejas?
—Sí. Pero debemos pagarle dos pesos por vez.
— ¡Ese degenerado! —repitió Toribio con odio.
Después ella le preguntó en qué trabajaba.
—Soy mecánico.
La muchacha le tomó las manos.
—Estas no son manos de mecánico. Tengo amigos mecánicos y los conozco por las manos. ¿Por qué no decís la verdad?
Toribio la miró con ojos de sorpresa. ¿Qué diablos decirle? ¿Y qué entendía ella por verdad?
—¿Acaso crees que no sé que cantas por radio?
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Toribio hizo una mueca:
— ¿Y cómo sabes?
—Me lo contó el correntino.
—Me parezco a Quevedo arriba del árbol. Hasta por el culo me conocen.
— ¡Chancho! —dijo ella con un mohín.
— ¿Cómo te llamas?
—Llámame Margot.
—Leoncio me dijo que te llamas Flora.
—Otros me llaman Emilia. ¿Qué le voy a hacer? Pero el nombre que más me gusta es Margot.
Estaba en la esquina de Corrientes y Paraná, cuando sorpresivamente vio surgir entre el tránsito el sulky familiar.
El padre, seco y rugoso, tenía las riendas en las manos, y la madre, con su pañuelo negro en la cabeza, se apegaba al cuerpo de su marido y miraba ese inusitado paisaje urbano con ojos de asombro. Toribio quedó como clavado en esa esquina, dominado por esa aparición.
El viejo caballejo se detuvo un instante, y Toribio, con el corazón golpeándole el pecho, pudo contemplar a sus padres; se veían cansados y angustiados por esa absurda
carrera en el viejo carricoche entre las calles de la ciudad.
Hacía años que Toribio no los veía; muchos años en que los viejos corrían mundo encima del sulky familiar. Y allí estaban absortos, esperando que el tránsito les permitiese
reanudar la marcha. Toribio agitó la mano para llamar la atención de los viejos; quiso gritarles, pero apenas si un leve chillido de laucha salió de su boca. El viejo dobló hacia él la cabe/a: sus ojos sólo miraron el vacío.
Toribio comprendió que él no existía y despertó bañado en sudor frío. Le costó tiempo —un esfuerzo lento y pegajoso de chapalear por una ciénaga— para tomar conciencia.
No reconoció su cuarto; ni sabía la  hora que era.
— ¿Te sentís mal? —le preguntó una ve le mujer, y esa voz extraña en una habitación desconocida lo sumió
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en creciente irrealidad. Sintióse enervado y vibrante como un arco tenso, cargado de brutalidad y deseos en su semisueño, angustiado en la conciencia que se abría paso tanteando como un ciego. Pero la mujer lo despertó con voz áspera, él tuvo un gesto de amargura y ella entonces
dijo: —¿Te sentís mal?
Parpadeó los ojos: le golpeó la sensación catastrófica de no tener un centavo en el bolsillo y de que terminaban de quitarle el saco. Ya no sentía deseos de esa mujer, ni le dominaba la angustia del sueño. Sólo sentía un extraño rencor de humillado. El rostro de la mujer se inclinó
hacia él; apretó el puño y golpeó con fuerza.
— ¿Qué te hice? —dijo ella, retrocediendo con la mano en la mejilla y con los ojos muy abiertos, y allí reconoció los ojos absortos de su madre en el sulky. Saltó de la cama y avanzó hacia la mujer, quien retrocedió hasta llegar a la pared, y allá se quedó mirándolo con los ojos de su madre en el sueño.
— ¿Te desperté mal? —balbuceó ella. Toribio tendió una mano cargada de curiosidad infantil. Era como si la mano quisiese tomar conocimiento especial con el rostro de la muchacha. Palpó y apretó, y tuvo una expresión de desdeñosa posesión al apretar duramente la barbilla, mezcla de caricia y de castigo.
Salió de la habitación y fue a buscar al hotelero. Lo encontró poniendo las mesas.
— ¡Déme el saco!
" El italiano señaló con el mentón una percha del comedor.
—Allí está.
Toribio se lo puso. Creyó oportuno mostrarse furioso.
— ¡Otra vez no me haga este chiste!
—Ningún chiste, ragazzo. Un aviso y nada más. Si dentro de una semana no pagas la pieza te dejo desnudo.
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—Después lo miró con desprecio—. ¿Verdad que tenes ganas de llorar?
Toribio echó a caminar hacia el puerto. Estaba sin dinero y no tenía sueño. De tal modo le resultaba difícil matar el tiempo. Escapó de las luces del centro —le dolía no poder pagarse una cerveza en cualquier bar, ni poder entrar en un cine— y se encontró por las calles vecinas
del puerto. Evitó la zona de dancings-, se propuso llegar hasta Retiro y de pronto se encontró con un remate que funcionaba en plena noche. Se detuvo en la puerta para contemplar el negocio: un hombre vociferaba sobre un estrado, martillo en mano, entre pilas de valijas y mantas y armarios llenos de relojes. Pensó entrar para pasar un rato, pero lo desanimó el aspecto desolado del local.
Prosiguió la marcha cuando alguien gritó a sus espaldas:
— ¡Toribio!
Sé detuvo poseído de una extraña emoción. Hacía tiempo —desde que se había escapado de su casa— que nadie lo había llamado por su nombre en la calle. En un breve instante, pensó que podía llamarlo Pirulo para reclamarle el traje que llevaba puesto, y .que también podía
Ser un amigo a quien podía pedirle prestado dinero.
Se dio vuelta: en la pared del local del remate le hizo señas una figura larga y flaca. Levantó la mano y le hizo señas de que se acercara. Toribio no pudo verle el rostro, pero era imposible que fuese Pirulo. Entonces se volvió y estrechó una mano huesuda. Reconoció a Fiacini; hacía
cinco años había desaparecido del barrio. Toribio lo recordaba. Poco después que llegara de Tucumán, Fiacini desapareció de su casa y nunca más volvió a aparecer.
—Estás hecho un hombre. Además te veo muy elegante con esa pilcha azul.
Toribio pasó por alto la alusión al traje de Pirulo y se limitó a hacer un gesto de prudente modestia.
— ¿Trabajas? ¿O tu tío se sacó la grande?
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—Mi tío se quedó sin trabajo y corre la liebre de lo lindo. De vez en cuando se pesca una mona y nada más. Vaciló un instante. Su instinto le señaló que no le convenía inventar ninguna patraña con ese diablo flaco de Fiacini.
—Me fui de casa y vivo solo.
—Te felicito. No hay como la independencia, sobre todo cuando se tiene una percha como la tuya y ganas de hacer algo.
—Me va mal.
— ¿Ninguna entrada?
—Ninguna.
— ¿Ni para cigarrillos?
—Nada.
Fiacini le alcanzó un paquete medio lleno.
—Quédate con el atado.
—Gracias.
—¿Al menos tenes dónde vivir?
—Tengo una pieza de hotel.
—Menos mal.
—Cualquiera de 'estos días me echan. Hace dos días el patrón me quitó la ropa y por poco me deja desnudo.
— ¿Por dónde vivís? ,
—En un hotel de Talcahuano.
—Yo pasé los peores meses de mi vida en una pieza de la calle Paraná. No me sacaron el traje porque el que llevaba puesto no valía nada; no era como el tuyo, sino una pilcha que no valía un pucho. En cambio un turro mandó a alguien para que me saltara tres dientes. Yo es:
taba peor, podes creerme. Sin embargo ya ves. . . Por encima del hombro señaló con el pulgar el negocio de remates.
—El boliche es mío. ¿Qué te parece?
—Debe dar mucha plata —opinó Toribio con gesto de entendido—. El Bajo está siempre lleno de otarios.
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—No creas, pibe. Apenas si hago la diaria.
Del negocio llegaban los gritos y los martillazos frenéticos del rematador.
—Tengo que arreglar a una cantidad de gente. Hay noches que el único otario soy yo, que debo repartir entre los grupines los pocos pesos que me entraron.
Se rascó la mandíbula con expresión de disconformidad.
Toribio resolvió esperar un momento más apropiado para pedirle unos pesos prestados.
— ¿Así que no tenes ningún trabajo en perspectiva?
—volvió a preguntar Fiacini.
—Ninguno.
Fiacini volvió á rascarse la mandíbula.
—Yo puedo conseguirte una changa. Pero se trata de algo de mucha confianza. ¿Te interesa?
— ¡Claro que sí!
—¿En qué parte de Talcahuano vivís?
—En el Hotel Italia, cerca de Sarmiento.
—Mañana te voy a visitar. Almorzamos juntos y charlamos un rato. ¿Qué te parece?
—Muy bien. Pero se me ocurre algo.
—¿Qué cosa?
—En el hotel creen que soy cantor de radió.
— ¿Y qué hay?
—Ya que vas a venir al hotel. . . ¿Por qué no te hacés pasar por el director artístico de una radio? Pinta. . . no te falta.
Fiacini soltó una carcajada.
— ¿Sabes que me gusta? Veo que ideas no te faltan.
Toribio tuvo un gesto de modestia.
—Pero las ideas solas no sirven —completó Fiacini—. ¿Acaso no estas jodido a pesar de todas tus ideas? Acordátelo que te digo: lo importante es saber realizar una. Pero te voy a dar el gusto. Mañana te va a visitar un director artístico para invitar a almorzar ai cantor del pico
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de oro o algo así. ¿Querés que también te lleve el contrato?
—No estaría mal.
—Bueno. Entonces hasta mañana.
—Otra cosa, Fiacini —le detuvo Toribio.
—¿Qué más querés? No puedo dejar solo el negocio. Esos atorrantes que hacen de grupines son capaces de llenarse los bolsillos con los relojes expuestos que ni siquiera son míos. Todo consignación, todo grupo ¿comprendes?
—Quería pedirte unos pesos. Tanto para no pasar esta noche sin un centavo.
—Hace de cuenta que no me encontraste y aguanta hasta manaría. Chau, pibe.
Y Fiacini desapareció dentro del negocio. Toribio reanudó la marcha hacia Retiro. La esperanza germinaba en su pecho y al llegar a Plaza Retiro le golpeó el viento del río y se sorprendió cantando un tango en voz alta.
Toribio despertó temprano y temió dormirse otra vez. Prefirió saltar de la cama y vestirse. Fue al baño con el saco puesto: no fuera que el taño repitiese el chiste de quitárselo. Se asomó al corredor y le preguntó la hora a Constanza. Era temprano: bajó a la cocina y el correntino
le sirvió una taza de café con leche. Lo bebió apresuradamente.
—El tano salió a hacer un trámite en la Municipalidad —le avisó el correntino. Toribio se acercó al aparador; cortó un pan, generosamente lo untó con manteca.
— ¿Alguna novedad?—preguntó el peón.
—Hoy viene a buscarme el director artístico de la radio —dijo Toribio con estudiada calma.
El correntino le clavó una mirada de sorpresa.
—Posiblemente me invite a almorzar. Ayer a la noche fui a la radio. ¡Si vieras cómo me recibieron! Le hablé al director artístico, es muy amigo, y le conté mi si-
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tuación. Entonces me dijo que iba a venir a visitarme.
—¿Te conseguirá algo?
—Me imagino que para eso quiere hablar conmigo.
— ¿ Vistes a Margot ?
—A esta hora todavía duerme.
Salió de la cocina y subió al piso alto. Golpeó con los nudillos la puerta de Margot. Antes
que lo' invitara a entrar, abrió suavemente la puerta. Allá estaba ella sentada en la cama, peinándose frente al espejo del ropero.
—¿Molesto?
—Veo que aprendiste pronto el camino. Otra vez pregunta si se puede —dijo, ella con un gesto de fastidio. Se veía cansada y avejentada, los labios descoloridos y la tez amarillenta sin empolvar. Prosiguió arreglándose el cabello:
—Lo que pasó el otro día no es para que te creas con derecho de entrar a cada momento en mi pieza. No me gustan los líos en los hoteles. Después hay que buscar otro y andan escasos.
—Entré para decirte algo —se disculpó Toribio con cara de suprema inocencia.
— ¿Venís a invitarme a almorzar? —preguntó ella con ironía.
—Hoy no puedo. Pero para mañana te invito con el mayor gusto.
—Mañana... Bueno. Esperaré mañana —y rompió con una risa histérica.
— ¿Ahora no tenes miedo de que te escuchen afuera?
—Ya ves: ahora no me importa nada. Hay veces que no quiero que vean entrar a nadie en mi pieza. Y otras veces recibo a los hombres aquí para hacer rabiar a los que no les gusta la vida que hago. ¿Así que no querés almorzar conmigo? La China se levanta a la una y a mí no
me gusta almorzar tarde ni sola. Es la costumbre, ¿sabes?
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En mi casa eran muy ordenados. Mi padre era ferroviario en Córdoba. Aquí en Buenos Aires me acostumbré a todo, menos a almorzar después dé las doce. Del mismo modo que no puedo dejar de tomar mate alas siete.de la mañana. A veces me acuesto a la madrugada, pero a las
siete ya tengo la pava en el calentador. Es la costumbre, ¿sabes? En Córdoba me casé con un mecánico y vinimos a Buenos Aires. Nos levantábamos siempre a las seis, y ésa era la mejor hora, cuando saltábamos de la cama y cebábamos unos mates y mi marido me contaba las cosas que tenía que hacer ese día en el taller. A mediodía llegaba apurado, y de noche estaba cansado. Pero al matear en la mañana teníamos tiempo de conversar. Y me quedé con esa costumbre. Salto de la cama bien temprano y enciendo el calentador. Me han hecho tomar whisky, toda clase de copetines y champaña. Pero lo que más me sigue gustando es el mate a la mañana. Lo que me revienta, eso sí, es almorzar sola. Los hombres te miran, no dejan de mirarte, y entonces me siento muy sola y me da asco estar comiendo y que los hombres me hagan gestos.
---Mañana vamos a almorzar juntos, pero hoy espero la visita del director de una radio.
—Te felicito, pibe.
—Ahora me voy.
—Podes quedarte un rato.
—Recién te enojaste —replicó Toribio.
—No me hagas caso. ¿Cómo te gusto más, así o pintada?
—De las dos formas. ¿Qué hora es?
—Allá está mi reloj.
Toribio fue hasta la cómoda. Silbó entre dientes cuando lo tomó para ver la hora.
—Lindo reloj.
—Esto no es nada. De casada tuve lindas joyas —y se miró complacida en el espejo.
— ¿No dijiste que tu marido era pobre?
—El no me las compró. Eran joyas de mi familia. Mi apellido es de los mejores de Córdoba.
Toribio recordó que ella le contó que su padre había sido un ferroviario de Córdoba, pero prefirió pasar por alto éste y otros embustes. Lo importante era desarrollar
su juego; que ella hiciese el suyo lo consideraba natural y no le preocupaba mayormente.
—Hasta luego.
—Chau, pibe.
Antes de salir no pudo evitar mirar la puerta entreabierta. Con disgusto, pensó que temía al fondero italiano. Recordaba un sentimiento parecido: cuando su padre vivía, siempre entreabría la puerta antes de salir para corretear por las calles de Tafí Viejo de Tucumán. Y mientras vivió en su ciudad natal sintió la presencia del padre en cualquier huerto donde entraban a robar frutas, y su mirada persiguiéndolo a través de todas las correrías por los alrededores de los talleres ferroviarios. Todo cambió cuando el padre murió y lo mandaron a casa de sus tíos en Buenos Aires. En la capital no había huertos donde robar duraznos, ni perros para apedrear, ni chinas accesibles en los ranchos de los aledaños. En la capital sólo encontró la obsesión del dinero. Ahora odiaba al patrón del hotel, pero temía su mirada, con un temor que le hacía recordar el que guardaba para su padre. Todas sus ansias de venganza desaparecían cuando el italiano le miraba con esos ojillos penetrantes que parecían desnudar sus intenciones. Era
como si lo considerase perverso, pero insignificante, y en consecuencia inofensivo.
Cerró la puerta detrás de él. Eran las once y el corredor se veía vacío. La mucama va había terminado la lim-
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pieza y el italiano aún no había vuelto. Ojalá estuviese presente cuando llegase Fiacini y preguntase por el artista Toribio Torres, con quien tenía que arreglar las cláusulas
de un contrato. Y le aleteó el pecho la idea de conmover a toda esa gente del hotel con su repentina importancia. Antes de llegar a su cuarto quebró el paso, insinuó un paso de tango, dio una lenta vuelta sobre el pie derecho y comenzó a cantar:

Exbalaron notas tristes
los gangosos bandoneones
y girara n gravemente
las parejas en el salón...

Abrió la puerta con un puntapié. La cama estaba sin hacer y se dejó caer encima sin quitarse los zapatos. Esperó la llegada de Fiacini. AI rato escuchó que la fonda empezaba a animarse. Escuchó la voz del italiano gritando una orden en la cocina.
Pero Alberto Fiacini no llegó y Toribio se consideró un imbécil por haberlo esperado con tanta seguridad. Llegaba hasta su pieza el olor de la carne asada en la parrilla; junto con el hambre sentía crecer el rencor. Cuando cesó toda actividad en el restaurante, bajó al comedor.
Por el corredor se cruzó con la vieja mucama, que arrastraba las pantuflas con un balde en la mano, camino a limpiar las últimas piezas del fondo. La vieja no lo saludó, ni levantó la cabeza al pasar a su lado, y Toribio pensó que podía envidiar a esa vieja. Seguramente había almorzado a su gusto en la cocina, y después podía escamotear unos pesos a su patrón cuando las parejas alquilaban pieza por un rato.
Silbando entre dientes fue directamente a la cocina: Leoncio limpiaba una impresionante pila de platos sucios que parecía balancearse peligrosamente. El cocinero raspaba una olla en la pileta del rincón.
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— ¿Y el taño? —preguntó Toribio.
 —Saludó a los clientes, nos gritó en la cocina, cobró las adiciones y ahora duerme la siesta.
— ¡Taño mugriento! —murmuró Toribio con los dientes apretados. .
—Así es la vida —aceptó el correntino—. ¿Pero vos de qué te quejas? Cualquiera de estos días comenzás a cantar, y con los primeros pesos podes cambiarte a una buena pensión. En cambio yo tengo Hotel Italia para un largo rato. ¿Cómo te fue?
—¿En dónde?
—¿Cómo dónde? ¿Y la cita?
— ¡Ah, claro! Me fue bien, viejo.
—¿Ya firmaste el contrato?
—Entre amigos no hace falta. Firmo la semana que viene en la radio.
— ¿Te vino a buscar aquí?
Toribio vaciló un instante:
—No. Ya habíamos quedado para el caso de que tardase, de juntarnos en el Real, donde tenía una cita con una artista.
— ¡Ah! —dijo Leoncio, y prosiguió limpiando los platos.
—Leoncio —comenzó Toribio al cabo de un silencio.
Se escuchó a sí mismo, como si hablase .otra persona—. Ese amigo de la radio me invitó a almorzar, combinamos el horario 'de las audiciones y me prometió un contrato
por un año. Cómo podes imaginarte, no era el momento apropiado para tirarle la manga, ¿no te parece?
—Claro que no —aceptó el correntino—. Quedaría muy mal.
—Ganas no me faltaban. Ya sabes que ando sin un centavo. Entonces pensé.
Leoncio dejó de lavar los platos y lo miró.
—Si me prestaras unos pesos, me sacas de un apuro.
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La semana que viene pido un adelanto y telo devuelvo. El peón dejó un plato sobre la mesa y se secó las manos en un repasador grasiento.
—Espera un momento —y desapareció por el patio que comunicaba con el fondo. Toribio permaneció al lado de la pila de platos. El cocinero de daba la espalda y
seguía raspando la olla con un hisopo de metal.
El tufo de la cocina era denso de grasa y de penetrante tuco añejo. Toribio lo olfateaba con fruición y un lacerante sentimiento de humillación. Contempló la pila de platos, resbalosos, de aceite y salsa. Todos terminaban de comer su plato de guiso y carne asada; todos, menos él. Y Leoncio, el correntino de la cicatriz de un duelo .criollo, pasaría toda la tarde limpiando los platos. Toribio encontró esto absurdo y asqueante. Carraspeó en sordina, miró con el rabillo del ojo al cocinero y escupió con fuerza contra la pila de platos. Después se dirigió al cocinero:
—Mucho trabajo, ¿eh, Cataldo?
El cocinero apenas si volvió hacia él su rostro de bofe con ojos legañosos y refunfuñó algo ininteligible. Toribio sabía que no simpatizaba con él y volvió a escupir sobre los platos.
— ¿Nunca se le ocurrió, Cataldo?
— ¿Qué cosa? —y el cocinero volvió a mirarlo.  Mira esta linda pila de platos; hay trabajo para todo el día. Se le pega una patada y listo el pollo. Con el ruido despierta el patrón, pero ya no podrá hacer nada. Adiós siesta del patrón y adiós platos para lavar. Un solo golpe. ¿Lo hago, Cataldo?
— ¡Pero qué cosa dice! ¿Está loco?
— ¿Le pego una patada a los platos? ¿No le da vergüenza tenerle tanto miedo al patrón?
— ¿Pero de qué miedo hablas?
— ¿Le pego la-patada a los platos? —repitió Toribio
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haciendo ademán de propinar un puntapié, y gozaba viendo el terror en los ojos del viejo cocinero.
—¿Qué te pasa con los platos? Nunca rompí uno por gusto. ¡Valen mucha plata!
—¿Mucha plata, en? ¿Y esa plata es tuya?
El viejo sevencogió de hombros, se volvió contra la pileta y siguió raspando la olla de hierro. Resultaba inútil seguirle hablando. Toribio miró hacia el patio. Por allí llegaba Leoncio con su mugriento delantal de cocina.
El sol le daba en la cara y sus ojos se veían como dos rendijas en la achinada cara bronceada, donde la cicatriz señalaba una rúbrica pálida. Entró con la mano en el bolsillo del pantalón; sacó varios billetes doblados de diez pesos y se los alcanzó a Toribio.
---Toma.
— ¡No te hubieses molestado! —protestó Toribio.
—Me parece que entre amigos no hay que pedir dos veces.
Se produjo un silencio. Leoncio reanudó la limpieza de la pila de platos. Del rincón llegaba el raspar del hisopo de metal sobre la olla. Toribio dijo:
—Te dejo trabajando.
—¿Vas a dormir la siesta?
—No, viejo. Tengo muchas cosas que hacer,
—Que te vaya lindo.
Toribio salió a la calle con paso elástico con ganas de echar a correr y de cantar. En la esquina de Uruguay y Sarmiento entró en un restaurante, buscó la mesa más escondida y pidió un bife con medio litro de vino. A cada bocado de carne sentía que la sangre se reanimaba en
sus venas y comprendió que tenía mucha hambre. Bebió un largo, trago de vino y suspiró con gusto. Nada era comparable con esa satisfacción dé comer y pensar. No debía dejarse ganar ni por la seguridad ni
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por la zozobra. Ahora tenía unos pesos en el bolsillo, era cierto, pero sabía que np iban a durar eternamente ni mucho menos. A lo sumo tres o cuatro días. ¿Qué podía hacer con ese dinero? A don Nicola le debía dos meses de alquiler y cualquier día podía echarlo del hotel. Un tipo sin dinero era hombre al agua. Tenía que pensar en ganarlo y poner manos a la obra. Con vacilaciones no se llegaba a ningún lado. Y ya que era preciso actuar, mejor hacerlo pronto, .ahora que le renacía la seguridad en sí
mismo al terminar la botella de vino y con la fuerza de tener varios billetes de diez pesos en el bolsillo.
Terminó de comer y fue a tomar un café en el Norton. De allí vigilaba la entrada del Hotel Italia. Esperó el paso de Margot y maduró el plan. Despertó con el recuerdo que Margot acostumbraba levantarse temprano. Entreabrió un ojo y con mucha precaución buscó la perilla de la luz y la encendió. Margot siguió durmiendo a su lado, con la cabeza echada hacia atrás, la boca entreabierta, de donde escapaba un ligero silbido al respirar. Parecía gozar de un sueño profundo y eso facilitaba la operación. Pesaba en el cuarto la presencia del calentador Primus y la pava sobre el mármol de la cómoda. Al lado esperaba el mate sobre la azucarera todo listo para el rito matinal del mate.
El primer cajón a la derecha; Toribio recordaba bien. Esa noche le había obsequiado diez pesos, y mientras simulaba descansar echado en la cama, espió el lugar donde guardó el billete de diez pesos. Lo había cerrado con una llave que guardó en el cajón vecino.
Toribio se incorporó y se puso los pantalones y la camisa. Fue hasta la cómoda. Posiblemente Margot escuchase, o podía escuchar entre sueños. Tomó el calentador y empezó a bombear, para dar presión al kerosene.
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Con su cuerpo tapaba la maniobra que realizaba. Apoyó el calentador contra la pared y siguió bombeando suavemente con una mano. Con la izquierda abrió el cajón y  retiró la llave. Repitió la operación con el otro cajón. Lo primero que encontró fue el reloj; se lo guardó en el
bolsillo. Palpó un papel, debajo encontró el billete de diez pesos. Palpó más allá y no encontró más dinero.
No quiso echarlo todo a perder y resolvió no seguir buscando.  Esperaba que con la luz encendida, Margot no sospechase nada en caso de que despertara. Se hubiese encontrado
con Toribio disponiéndose a preparar el mate. Quizás estuviese espiando; aunque lo más seguro era que aún dormía. Toribio sentóse en una silla y se calzó. Cuando levantó la vista, se encontró con la mirada medio borrosa de la mujer. Le preguntó con voz pastosa:
—¿Qué te pasa?
---Nada. . .
—¿Por qué te vestís?
—Tengo ganas de ir al baño.
—Haceme un favor.
—Decí. . .
—Encendé el calentador y pone la pava con agua.
—Eso justamente iba a hacer.
Ella parecía dominada por la absurda preocupación de los detalles.
—¿Y para ir al baño vas a vestirte de la cabeza a los pies?
—No voy a salir descalzo.
—Pero la corbata no hace falta, che. . .
Y se calló. Toribio la vigilaba por el espejo. Repentinamente volvió a caer dormida. La observo mientras se hacía el nudo de la corbata. Al rato comenzó a roncar acompasadamente. Entonces tomó el saco de la silla y salió al corredor. Había una sola luz amarillenta al lado
de la escalera. Trató de dominarse y descendió, lentamente.
La calle agonizaba con la irreal claridad violácea del amanecer. Con paso apurado atravesó  Corrientes y se dirigió hacia el sur. Recorrió varias cuadras de la Avenida de Mayo. Los cafés estaban cerrados, apilados los sillones de mimbre de las mesas instaladas en la calle. Antes de llegar a Lima encontró una lechería abierta. Pidió café con leche, con pan, manteca y dulce. La bebida caliente le dio ánimo y palpó el reloj pulsera que aún guardaba en el bolsillo del pantalón. Encendió un cigarrillo y esperó el nuevo día.
Tres veces pasó por esa esquina pensando que resultaría imprudente. Finalmente entró abriéndose paso entre filas de hombres y mujeres que esperaban en la puerta de las casillas. Cuando le llegó el turno, entregó al empleado de delantal gris el reloj de Margot. Volvió con
una papeleta con el importe que le asignaban de empeño: "Un reloj pulsera mujer dorado $16.—". Toribio refunfuñó algo entre dientes. El empleado le preguntó con
indiferencia:
—¿Lo deja?
— ¿No pueden dar más? —preguntó Toribio a su vez.
—No, señor. ¿Se lo lleva?
—Claro qué lo dejo.
Salió del Banco de Préstamos refunfuñando entre dientes. ¡Maldita piojosa con su asqueroso reloj de lata dorada! Terminaba de perder la posibilidad de continuar en el hotel y la amistad de Leoncio, todo terminaba de arriesgarlo por una chuchería sin valor. Por suerte quedaba la calle, la calle que se perdía rectilínea a través de inmensas barriadas, la calle multitudinaria donde su vida se confundía con millones de vidas. Un río caudaloso le ofrecía su cauce y sus peces. Como tantas veces, la calle
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le señaló que no cabía el arrepentimiento ni la lamentación. En cambio, correspondía finiquitar esa operación. En un negocio de compraventa de la calle Libertad vendió la boleta de empeño del reloj. Discutió un rato; finalmente le dieron ocho pesos. De pronto cayó en la cuenta que estaba sólo a un par de cuadras del "Hotel Italia". Entonces resolvió alejarse lo más posible de ia posibilidad de un encuentro con Margot. En Carlos Pellegrini tomó el subterráneo a Plaza Constitución, resuelto a instalarse en una barriada nueva. Después buscaría de nuevo a Alberto Fiacini; no conocía otro a quien pedirle protección. Fue al local de remates de Fiacini; aún no habían comenzado las ventas; estaban anunciadas para la noche. Encontró a Alberto arreglando una pila de valijas de cuero.
— ¿Qué te pasó, pibe?
—A mí nada. Te estuve esperando el otro día. . .
—Ese día no pude ir. Me llamó mi socio del negocio y tuve que ir a Ciudadela. Pero fui a verte al día siguiente y no encontré ni rastros de vos. ¿Querés tomar un café?
Fueron a la esquina de Viamonte y entraron en un bar. Al cabo de un silencio, Fiacini dijo:
—El italiano me contó que te habías escapado sin pagar y que le robaste el reloj a una turrita. ¿Es verdad?
Toribio vaciló un instante y aceptó con un leve movimiento de cabeza:
—Creí que eso era de oro.
—Hiciste mal —sentenció Fiacini—. Yo puedo ayudarte, pero tenes que prometerme una cosa: nada de raterías. Hay cosas grandes para hacer y el peor negocio es robar porque te echa a perder los otros. ¿De acuerdo?
—Bueno— aceptó Toribio. Por la ventana del negocio observaba la calle Reconquista, densa de tabernas
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portuarias, cabarets baratos, restaurantes de griegos, cigarreros turcos y sirios vendedores de baratijas. Los chicos jugaban en la calle y unos recién llegados tomaban
el sol sentados en la vereda. De pronto se le ocurrió a Toribio que la vida era variada y hermosa, y que él, Toribio Torres, gozaría de la vida como muy pocos podían
hacerlo. El sol le daba en la cara y escuchaba a Fiacini.
—Mira, pibe, así como me ves empecé peor que nadie. Ni siquiera salí de un conventillo, donde siempre se aprende algo, sino del Colegio Nacional, donde no te enseñan a pescar un "otario" en la calle. Empecé con una valija con peines y cordones. En eso gasté los mangos que "piante" de casa, y nunca pude reponer esa mercadería, ni falta que hacía: hice pasear a esos cordones y peines por todos los barrios de Buenos Aires; lo poco que vendía alcanzaba para comer de vez en cuando. Vender es lo peor que se podía hacer en esas calles. Entonces no era fácil encontrar un "mango" suelto. Pasaba meses enteros sin ver uno ni por casualidad. Vender es la peor cosa para hacer. Toma un hermoso muestrario de billetes legítimos de a cien y anda a venderlos a cinco pesos. Lo van a examinar a trasluz y te lo van a rechazar.
No me vengan a decir que hay mercadería que se vende sola. ¡Vamos, pibe! Si sembrás esta calle con pepitas de oro, nadie se va a agachar para recogerlas, pero pone un charlatán con un mono o una serpiente muerta de hambre y frío y te va a vender lata como si fuera oro y vas a ver a los "giles" haciendo cola para dejar la guita. Así es la vida. ¿Vos la vas a cambiar? ¿Verdad que no? Eso lo pensé bien. Vendí toda la valijita y empecé a buscar la diaria entre los turros que llenaban el cine Apolo. Un tipo me mandó un matón y me hizo saltar varios dientes. La mierda me llegaba al cuello. Y yo compraba "La Prensa" para buscar trabajo. Te ofrecían un muestrario
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ya vender. Una vez recorrí un mes, calle por calle, casa por casa, oficina por oficina. Llevaba lápices, sobres y cosas así. Era. peor que chamuyar a los putos del Apolo.
Al menos los maricas te largaban un peso. Una vez alguien me pidió dos docenas de lápices. Se los traje al día siguiente. Me acuerdo bien" del tipo: usaba lentes de profesor, y les sacó la punta en un aparatito clavado en el escritorio. Al segundo lápiz se le quebró la punta
y lo dejó aparte, y lo mismo al tercero, y todos los lápices que se quebraron la punta. Total que pagó ocho y me devolvió el resto por inservibles. ¿Y yo qué hacía con esos lápices inutilizados? Discutimos, gritamos, lo insulté, llamó a dos pinches y me echaron. Esa noche
llegué a la pieza con una bronca negra. Puse en el suelo la.valija con lápices, lapiceras, sobres y demás porquerías que nadie necesitaba, y me preparé para shotear
un penal. Tomé envión y pateé con alma y vida. Grité ' -golf y la valijita voló, se estrelló contra la pared y saltaron los lápices y volaron los sobres. Entonces me sentí más tranquilo y al día siguiente cambié de oficio.
Fui a trabajar con un fotógrafo que se dedicaba a las ampliaciones. Hasta ahora no conocí mejor corretaje. Nunca me divertí tanto. Hasta entonces había tropezado cotí tipos que te miraban desde lo alto y se defendían despreciando cualquier cosa que les ofrecieses. Ahora era otra cosa. Cargaba un hermoso muestrario de fotos ampliadas y retocadas en colores: criaturas con las mejillas coloradas, novias que parecían de películas, viejos a quienes les podías contar los pelos de las barbas. Era un diablo ese.fotógrafo. Por ejemplo llevaba la foto de una vieja de pañoleta, y la del trabajo de ampliación.
Nicanor convertía la pañoleta en\mantilla, y esa vieja que había pasado la vida lavando ropa se convertía en una especie de marquesa recién salida de la peluquería. Le vi sacar rodetes y recortar narices, planchar arrugas y
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 colorear las mejillas de las fotos de gente muerta hacía veinte años. Eramos una especie de milagreros resucitadores.
Nuestra clientela desenterraba fotos. A veces las buscaban días enteros en los baúles, entre cajo'nes con facturas olvidadas y los recibos de alquiler de principio de siglo. Yo volvía a pasar una y otra vez. hasta que la encontraban. Entonces me entregaban la maravilla:
una pareja de inmigrantes, un soldado italiano con la pluma en el sombrero, un chico con los pantalones más abajo –de larodilla, o alguna polleruda pálida y boba. Generalmente era la foto de la vieja, o el marido muerto, o el retrato de bodas. Yo recibía ese documento gráfico
pero no lo guardaba de inmediato. Aventuraba mis impresiones halagüeñas sobre la notable sensibilidad de esos rostros, resultaba fácil adivinarles un variado surtido
de virtudes, y justo en el instante que coincidíamos con el descubrimiento de que Dios reclamaba en el cielo a sus mejores hijos, yo sacaba el talonario de recibo y le
preguntaba cuánto pensaban dejar de seña. En realidad no habían pensado en dejar seña alguna, pero eran pocos los que en un momento así no adelantaban unos pesos,
detalle para mí fundamental, pues en caso contrario mi patrón no adelantaba un cobre de comisión. Recuerdo que una semana me fue extraordinariamente bien por
Nueva Pompeya. Esa noche llegué contento a la casa del fotógrafo. Terminaba de "hacer" diez clientes, y seis me habían adelantado la seña. El fotógrafo estaba encerrado
en el cuarto de revelaciones. Salió al rato y me saludó con un gesto seco. Era un viejo ladino. Pensé que algo debía haber pasado. Empecé a contar lo bien que me había ido ese día, pero mi patrón me paró con un movimiento de mano:
—A vos te-fue bien, pero a mí mal. Alguien vino a contarme que aquí trabaja un chorro, ¿sabes? —me señaló con el dedo—; Y el chorrito sos vos.
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Protesté, pero el viejo me explicó.
—Vinieron a visitarme de la Papelera Maipú. Fueron a tu casa y no te encontraron; alguien dijo que trabajabas aquí; y entonces vinieron a contarme que te .esperaron un mes en la Papelera; y que ahora venían a buscarte. Les debes mil sobres, varias docenas de lápices,
y cosas por el estilo, además de varias cuentas cobradas y una valija que nunca devolvistes. Y eso no me gusta. Así que ya podes buscarte otro trabajo.
— ¿Así que hoy te fue bien? ¿Cuánto cobraste de seña?
dijo:
Le dije que nada. El fotógrafo me clavó la vista y —Larga la guita.
Yo me hice el gil.
— ¿Qué guita?
De pronto sentí tanta bronca que me entraron ganas de estrangular a ese miserable y le dije casi al oído:
—No tengo nada. Pero si no me crees, mete la mano en mi bolsillo y vas a ver. . . cómo te rompo la cara.
El viejo me vio furioso y retrocedió.
— ¡Fuera! —me gritó, y yo me fui.
En casa pasé la noche revolviéndome en la cama de pura rabia. Quedé dormido al amanecer, pero desperté de nuevo. Recuerdo que era un lindo mediodía de sol. Metí todas las cosas en una valija. A la una todo el mundo almorzaba en mi hotel. A esa hora me fui sin que
nadie me viese-, les dejé la ropa sucia, unas medias que se paraban solas y una camisa rotosa.
En cambio, llevaba en la valija el muestrario de ampliaciones de fotos y el talonario de recibos. Esa tarde me instalé en un hotel de la calle Piedras y una hora después empecé mi gran campaña del sur. Recorrí toda la clientela, de Sarandí hasta Florencio Várela. Me conocían; les ofrecía verdaderas
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gangas, concediéndoles grandes rebajas. Sólo les pedía una seña, pues así me lo exigía —les contaba— el mugriento de mi patrón. En el "escolaso" me gusta jugarme el resto, pero en el laburo hay que saber retirarse a tiempo. Además se me había terminado el talonario de recibos
oficiales. En una semana levanté unos mil pesos y corté la campaña. El viejo no tardó en avivarse y batió la cana. Me fueron a buscar en el viejo bulín y nada. Nadie sabía adonde había rajado. Yo estaba panza arriba en un recreo del Tigre, y día por medio bajaba a quilombear un poco a San Fernando con unos paraguayos de un lanchón frutero. Desde entonces me acostumbré a la plata dulce y al mate amargo. Entre estos paraguayos del recreo "Itapí" conocí a Tito Mejía. Un gran tipo, che. Debía dos muertes en Asunción. Era un águila para las mujeres. Tenía dos minas en San Fernando. Primero creí que era por la pinta y la fama: parecía un artista y todos sabían que había achurado a dos tipos en el Paraguay.
Pero por Mejía conocí al Rata y entonces no comprendí ni medio. Era un petiso tipo jockey que apenas si pasaba un metro del suelo. Lo encontré ridículo, con un clavel en el ojal y otro en la mano para olerlo a cada momento. Sonreía 'torcido para lucir los colmillos de oro. Este tipejo tenía dos "tambos" clandestinos en Ciudadela. Estaba acomodado con los conservadores y cualquier lío con la policía lo arreglaba" personalmente en Morón. Era cafisho y usurero, protegía a Mejía, y Mejía -me ayudaba a mí. De pronto el gobierno cerró los quilombos y entonces cambiaron de negocio. Mejía se instaló con una casa de remate en la calle Corrientes, y yo ocupé ese local donde me encontraste, en Reconquista.
El Rata se instaló con un bar cerca del Hipódromo. Desde allí vigilaba nuestros negocios, que eran de él. Todos los viernes arreglábamos cuentas. Fuese mal o bien, siempre nos quedaba para jugar unos ganadores el
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domingo e íbamos tirando. Un día Mejía le dijo al Rata que en adelante trabajarían a medias. Discutieron y días después la policía se llevó al paraguayo. Se comentó que
el Rata lo había denunciado, y que lo entregaron al Paraguay, pero nadie se preocupó en confirmarlo, y menos en criticar la conducta del Rata.
Toribio miraba la calle. Crecía íntimamente la impresión de que la vida era linda. Frente" a él se extendía la calle, y en las calles estaban marcados todos los caminos y allí donde regía el azar, él imponía su clase de cuentero. Una profunda satisfacción le llenaba el pecho. La incertidumbre se alejaba de su vida; le dominó un profundo sentimiento de confianza en sí mismo. Allí  estaba Alberto Fiacini, un hombre salido de su barrio y probado en la calle.
 Toribio pensó en ese paraguayo, en el Rata, y comparóse con Fiacini, y repentinamente se sintió superior a todos ellos. Trató de explicarse esa impresión. Eran hombres de acción, capaces de lentas lucubraciones o de violencias brutales, pero Toribio, en cambio, tenía otras, condiciones que lo señalaban como un ser especialmente dotado. ¿No había soñado siempre con ser cantor de tangos? Por supuesto era un artista, siempre lo creyó así, y ahora se convencía de ello. Miraba esa densa calle portuaria, y a través de ella se imaginaba esos personajes de quien hablaba Fiacini.
Y estaba seguro de que no tardaría en superarlos a todos. "Soy un cuentero", pensó con repentina alegría. "Puedo engañar a este Fiacini como lo engañé a Leoncio. Puedo engañar a cualquiera". Y esa seguridad crecía en él como un canto interior. Se sorprendió sonriendo y entonces interrumpió a Fiacini:
— ¿Entonces podes ayudarme con cualquier cosa?
—¿Ayudarte en qué?
—Me refiero a algún trabajo o algo parecido.
-Sí.
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Meditó un instante, antes de decir.
—Mañana podes ir a ver al paraguayo.
 —¿Qué paraguayo?
—A Mejía.
— ¿No dijiste que estaba preso?
Fiacini rompió con una carcajada en falsete.
—Hace de cuenta que te conté la verdad y también que todo es mentira. Mejía es un comerciante, nacido efectivamente en Paraguay, que no ha matado a nadie; puede caer preso en cualquier momento pero aún se encuentra al frente de los negocios. ¡Ah, y no oreas que yo no hago lo mismo! Voy a hacer de cuenta que nada malo conozco de vos. No le voy a contar que le robaste un reloj de lata a una turrita. Mejía nunca da trabajo a los rateros. Y vos.
Apretó la mandíbula y le clavó una mirada dura:
—No se te ocurra decirle que por broma conté algo de su prontuario. A ése no le gustan los chistes y puede enojarse.
—¿Y cuándo lo voy a ver?
—Mañana.
En un pedazo de papel que arrancó de un diario anotó la dirección.
—Toma, Preguntas por Mejía. Le decís que te manda Fiacini, para que te dé trabajo. Anda buscando a un muchacho como vos, así que te va a tomar. Y ya voy a ir a verte cualquiera de estas tardes. ¿Salimos pibe? Al atravesar la calle, por la pendiente de la calle Viamonte se veían los galpones del puerto y los mástiles de un transatlántico.
Sentía los brazos huecos y los cuatro poderosos motores parecían trepidar dentro de su cabeza. Alberto Fiacini hizo reclinar su sillón, cerró los ojos e inútilmen-
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te trató de dormir. Llevaba seis horas volando desde Río de Janeiro; sentíase agotado por el viaje y la incertidumbre. Quiso dominarse, pero no pudo evitar pasar el pulgar entre la cintura del pantalón y la camisa. Sintió el volumen de varios mazos de billetes ocultos entre la costura del cinturón. Después se incorporó a medias para ver la noche. El cuatrimotor parecía hallarse suspendido y sin movimiento en la gelatinosa oscuridad de la noche.
También estaban detenidas las nubes y la luna que aparecía de vez en cuando. Sólo los motores, poderosos y frágiles a la vez, zumbaban en el vacío con empecinada furia. Sonriente, la camarera le ofreció una frazada. Fiacini la rechazó con recelosa superstición, corno si echándose encima esa manta fuese a sentirse enfermo. Le dolía cada vez más la cabeza. Llamó a la camarera y le pidió una aspirina. Pero le pareció que el agua era de consistencia
aceitosa e hizo un esfuerzo para no vomitarla.
Después se reclinó y cerró los ojos con la determinación de dormir. Dejó transcurrir el tiempo y pensó en todo lo que iba a hacer apenas llegase a Buenos Aires. Pensó en Toribio. Era el más indicado para resolver el problema de los billetes que llevaba escondidos en la cintura. Pensó que no tenía de qué sentirse abrumado por los presentimientos y le echó la culpa de su depresión al largo viaje.
Repentinamente percibió un detalle extraño en el vuelo. El avión se inclinó ligeramente y torció el rumbo. Los motores parecieron reanimarse. Algo sucedía. Era como si durante horas todo ese pequeño mundo volador hubiese esperado algo lejano y confuso que repentinamente se presentaba como la materialización de un milagro.
 Fiacini miró a su alrededor. El letrero luminoso, se encendió para señalar que debían ajustarse los cinturo-
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nes de seguridad- Alguien juntaba la cara al cristal de la ventanilla y Fiacini hizo lo mismo.
Buenos Aires brillaba abajo y el espectáculo le dio deseos de cantar y de llorar a gritos. Al borde del río bituminoso, las luces se apiñaban y bullían en todas formas y colores para volcarse en raudales hacia los lejanos ámbitos de la ciudad. La pedrería incandescente
titilaba densa y rectilínea hasta el horizonte de la ciudadllanura.
Finalmente dejaban de reinar la noche y el desierto: en el filo de la pampa, Buenos Aires señalaba su presencia y su dimensión pampeana. El avión voló sobre los complicados muelles de Puerto Nuevo dominado por el Elevador de granos, las enclaustradas dársenas del Puerto Madero y los sinuosos malecones del Riachuelo. Se internaron por la altura de Quilmes y el avión comenzó a perder altura entre los focos y las hileras de luces violetas que señalaban la pista, entre los palacios de cristal y mármol, de Ezeiza. Los neumáticos tocaron tierra con suave rebote y entonces Fiacini volvió a pensar en los billetes que llevaba cosidos en el cinto y en Toribio, que esa noche estaría matando el tiempo en un bar.
Consideró que en el momento de tocar tierra, esta idea significaba una evidente demostración de buen agüero. Buscaría a Toribio esa misma noche. Incluso se propuso plantearle el negocio apenas lo viese, quizás dentro de un par de horas.
Pero esta euforia de pisar nuevamente tierra le duró poco. Mientras esperaba turno para la revisación de la Aduana le volvió a dominar el cansancio del viaje y un vago temor de que descubriesen los billetes que llevaba escondidos. Se hizo a la idea de que dejando de-pensar en ésos billetes nadie podría encontrarlos. Encendió un cigarrillo, abrió la valija y quedó a la espera de que el vista de Aduana llegara a su lado. Terminada la revisa-
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ción, aún le faltaba una hora de ómnibus para llegar a esas luces que terminaban de sobrevolar y que aún parecían brillar ante sus ojos como un centelleante árbol de Navidad detrás del duro cristal de la noche.
El ómnibus volvió a hundirlo en la noche por la autopista. Las luces de la ciudad se hicieron esperar. Atravesaron las siluetas albas de varios rascacielos levantados en plena llanura. A lo lejos comenzaban a puntear las luces de los suburbios, cuando Fiacini se quedó profundamente dormido.
III
—La pinta te ayuda, Gardelito. ¡Con esa cara dé Gardelito! —comentó Picayo, mezclando la risa y la admiración—, ¿Y para qué querés certificado de buena conducta y el pasaporte? ¡Mira que se te ocurre coleccionar cosas raras, Toribio! ¿Pensás largarte de turista a Europa?
—¿Por qué no me van a dar ese certificado? Nunca tuve una entrada en la policía, a no ser por tonterías de muchacho.
—No digo lo contrario.
Toribio echó una mirada a su alrededor. Sus ojos parecieron clavarse vigilantes en cada rostro de los contertulios del café. Después miró hacia afuera. Una apretada muchedumbre bullía en la concentración de cines de Lavalle.
—El sábado no se puede andar por el centro —protestó Picayo, tratando de adivinar el pensamiento de Toribio.
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Toribio se encogió de hombros con gesto vago.
— ¿Querés que salgamos a caminar un rato? —preguntó Picayo.
— ¿Para .qué? Estoy bien aquí —y Toribio bostezó en forma ostensible—. Pero si querés, podes irte.
—Quiero hablarte.
 —Te escucho.
Picayo carraspeó sin saber cómo empezar. Era un muchacho bajo y morrudo, la nariz aplastada y el cabello reluciente de gomina. Toribio se complació íntimamente de crearle esa situación de inferioridad. "Es un pobre tipo", pensó. "Es fácil ser boxeador, un mal boxeador, dejarse aplastar la nariz en el ring y desquitarse rompiéndole la cara a algún infeliz en la calle."
—Te escucho, viejo. ¿Querés hablar de negocios, vedad?
—Sí, Toribio. Vos sabes que en estos días llega el lungo Fiacini de Brasil. Justamente, antes de que viajase le hablé para que me acomodase en algún lugar. Me quisiste hacer la cama", pensó Toribio, y preguntó con indiferencia.
— ¿Qué te dijo el Lungo?
 —Que esperase su vuelta. Y que dependía de vos.
 —Sí —asintió Toribio con un movimiento de cabeza—. Depende de mí.
Prosiguió con afectada calma:
—Los negocios me los propone a mí y yo soy quien proyecta la forma de realizarlos.
 Hizo una pausa y agregó:
 —Además elijo a mis colaboradores.
 —Por eso quiero hablarte.
 —¿Para qué?
— ¡Vamos! —Picayo estaba colorado como un tomate—. ¿Para qué va a ser? ¡Para que me consigas algo!
Toribio retiró un cigarrillo del bolsillo y lo llevó a la
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boca. Dejó el atado en la mesa y buscó el encendedor. Se miró en el espejo de la columna vecina: un rostro juvenil y cetrino con vivaces ojos criollos. Con un afectado rictus en los labios se ajustó el nudo de la corbata de seda. "Me parezco a Hugo del Carril" y esta observación
lo dejó satisfecho. "Podría trabajar en el cine". Después miró la calle: un mundo de rostros anónimos en busca de la ración de espectáculo de cada semana. Formaban filas en las entradas de los cines que se sucedían sin interrupción a lo largo de la calle Lavalie. Se sintió por encima de Picayo y de toda esa muchedumbre. "Soy un artista; puedo convencer a cualquiera de lo que me venga, en'ganas." Encendió el cigarrillo y dejó escapar una > larga bocanada de humo como si fuese un suspiro de satisfacción. "Soy un cuentero, un artista." Señaló a la gente que se movía apretujada entre las luces de los cines.
—Merza de grasas; ya hablarán de mí -dijo dominado por una extraña excitación. Y como Picayo lo consultara con la vista:
— ¿No seguís practicando box?'
—Por ahora no. Estoy fuera de peso. Me va a costar volver a encontrarme en forma. -
"Te va a costar cualquier cosa. Es fácil desarrollar músculos empujando un carrito de frutas por la calle o manejando todo el día un martillo de herrero. Lo difícil es saber pelear y eso se lleva en la sangre", pensó Toribio con desprecio.
—Lo mismo pasa conmigo. Hace un año que no ensayo un tango.
Volvió a mirarse en el espejo, y prosiguió:
—Si no reacciono voy a perder la voz y el repertorio.
—Es una lástima.
—Ya lo creo.
Siguió contemplando con gesto nostálgico el mundo
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apretujado en los iluminados vestíbulos de los cines. Repentinamente hizo sonar los dedos y llamó al mozo para pagar.
---¿Ya te vas? —preguntó Picayo alarmado—. ¿Y de lo 'que te hablé?
—Tengo que esperar que llegue el Lungo. Antes no hay nada que hacer.
Toribio desplegó su billetera con parsimonioso exhibicionismo. A hurtadillas vio cómo Picayo enrojeció hasta que logró balbucear:
—Mientras tanto, ¿qué te parece si me prestas unos mangos? Vos sabes cómo ando.
Toribio tomó un billete de diez pesos y lo lanzó a la mesa.
—Tómalo.
 Después se levantó y volvió a ajustarse el nudo de la corbata.
—Te dejo, Picayo.
 Se abrió camino entre el gentío que arrastraba los zapatos por el asfalto de la calle Lavalle. Fiacini carraspeó sin saber cómo empezar:
—Así es; termino de llegar esta noche y lo primero que hago es invitarte a cenar. ¿Vamos al Torino?
 —Me parece bien, pero es temprano —respondió Toribio.
—Ya tengo hambre. En Brasil aprendí a cenar temprano. Dos meses comiendo arroz con camarones y arroz con porotos. Hoy almorcé un par de bifes y voy a repetir
el menú esta noche. Me siento como un tigre cebado. Y tengo sed; sed de vino.
—Bueno. Termino el vermut y salimos.
 La calle Lavalle estaba más tranquila. De vez en cuando veía un claro entre la muchedumbre. Toribio ob-
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servó a un hombre del mar que parecía monologar ante un pocillo de café.
—¿Nunca se te ocurrió espiar a la gente cuando se encuentra sola?
— ¡Siempre se te ocurren cosas raras! Nunca me preocupé de eso.
—En cambio, a mí siempre me gustó hacerlo. He pasado horas enteras espiando lo que hacía la gente cuando estaba sola. No lo hago sólo para divertirme, sino para conocer la vida y los tipos. ¿Te acordás cuando vivía en una pieza de ese hotel de Talcahuano? Entonces no tenía nada que hacer y llegué a pasar días enteros espiando a la gente del hotel. Y lo mismo hacía antes en el conventillo donde vivía con mis tíos.
A Fiacini el tema le interesó, y quiso preguntarle algo, pero en cambio no hizo otra cosa que insinuar una sonrisita irónica:
—¿Y aprendiste mucho?
—Me lo decís en tono de cachada, pero no importa. ¡Claro que aprendí mucho! Por ejemplo, aprendí que los más cachadores son los más infelices.
—No lo decís por mí.. .
— ¡Cómo se te ocurre!
—¿Y qué más? ¿Te resulta divertido, verdad?
—Divertido, instructivo y reconfortante. Porque este mundo es un teatro lleno de artistas malos que repiten toda la vida un papel aburrido. Se señaló a sí mismo y prosiguió con un gesto de
complacida modestia.
—En cambio yo soy un cuentero, y puedo hacer un teatro mejor. . . Pero voy a otra cosa: ¿nunca te dedicaste a mirar a una persona cuando está sola y no sabe que
la están observando? Se siente fuera del, escenario y entonces es, igual que ver una bolsa de papas con ropa de gente. El tipo se mete el dedo en la nariz, se pone fren-
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te al espejo^ con su cara más idiota, abre la boca para verse la lengua, se tira en la cama o. da vueltas alrededor de la pieza. Ese tipo y un gusano son la misma cosa. Espera
el turno de comer, de acostarse y de morir.
— ¡Carajo con tu filosofía! —le interrumpió Fiacini—.¿Qué te parece si vamos al restaurante?
—Espera un poco.
 Toribio miró a su alrededor con -un rápido movimiento antes de proseguir.
— ¿ Querés hablarme de un negocio, verdad?
---TE lo explicaré mientras comemos.
—Prefiero charlar en el café —replicó Toribio. Hizo un gesto vago para expresar—: El negocio me lo explicas aquí, con la cabeza fría.
Fiacini se encogió de hombros. Sacó del bolsillo dos billetes de veinte dólares.
 —¿Buenos o falsos?
—Decilo vos. ¿Qué te parece?
Toribio ni los miró. Con la punta de los dedos los deslizó hacia Fiacini.
 —No los conozco, pero me imagino que son falsos.
—Sí y no. Uno es bueno y el otro falso. ¿A que no sabes cuál? Es difícil darse cuenta.
—Me imagino que cualquier tipo ducho te lo dice enseguida.
—Puede ser.
—Estos papeles pintados son peligrosos-, hay que planear algo nuevo.
—Por eso pensé en vos.
— ¿Vamos por mitades?
— ¿Estás loco, pibe? ¡Ni en broma! En esto gasté un capital. También compré unos dólares buenos para mezclarlos. Pensé darte una comisión si haces algo y sale
bien. ¿Qué te parece un veinte por ciento?
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—Voy a pensarlo. ¿Vamos a comer? Con unas copas se me va a ocurrir algo...
Salieron y echaron a andar en dirección al río. Toribio paseó la mirada por el amplio despacho y finalmente detuvo la mirada en el ingeniero García  Martínez. Era bajo, regordete, y sus ojillos punzantes y maliciosos estaban clavados sobre él. Dejó de sonreír al preguntar:
— ¿Trajo eso?
—Por supuesto, ingeniero. A eso vine —respondió
Toribio, y le alcanzó varios billetes verdes.
—¿Cuánto hay?
—Doscientos dólares. Cuente, por favor.
El ingeniero se inclinó sobre su escritorio y tocó un timbre,
—No tengo prisa en cobrarlos —aclaró Toribio mientras le buscaba la mirada. Sabía que esa mirada trasmitía una sensación de confianza y cordialidad. La había aprendido practicando mentalmente ese sentimiento de sinceridad. A eso le llamaba Toribio "practicar un buen
Teatro”.
 —Puede hacerlos revisar —agregó.
— ¡Oh, no»faltaba más! —protestó el ingeniero.
— ¡Hágame caso, por favor! Tampoco yo soy conocedor. Me los entregó un cliente del hotel. Es de confianza,  pero eso no significa que alguien no le haya podido deslizar un papel falso.
Apareció un empleado.
— ¿Está don Ricardo?
—Termina de llegar, ingeniero.
—Permítame un instante, joven —y dejaron a Toribio solo en el despacho. Pensó que seguramente iba a hacer revisar billete por billete con alguien que los conocie-
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se..., seguramente ese tal Ricardo. Esperaba que así sucediese en la entrega primera, y por eso había resuelto sacrificar en ella los dólares buenos. Pero terminaba de leer una aguda desconfianza en la mirada de «se hombre regordete y tranquilo al recibir los billetes. Volvió al
cabo de unos minutos.
—Muy bien. ¿Cuánto le debo?
—A veinticinco pesos con veinte el dólar, resultan cinco mil cuarenta pesos.
—Usted me ofreció venderlos con un punto menos. De otro modo se los compro a una persona conocida, con todas las garantías del caso.
—Mis dólares son tan garantidos como cualesquiera otros -protestó Toribio con correcta firmeza.
—No lo niego, pero hemos convenido la operación a veinticinco con diez.
Toribio contó cuidadosamente cinco mil veinte pesos.
—¿Cuándo puede traerme otra partida? —se interesó el ingeniero.
—¿Al mismo precio?
—Por supuesto.
—Me parece que no me conviene. En fin, depende. Hay un turista en el hotel que quiere cambiar mil. ¿Le interesa?
—Me interesa hasta mil quinientos.
Toribio se levantó.
—¿Tiene usted teléfono? —le preguntó García Martínez.
—No, señor.
—Me resulta extraño que en ese hotel no haya teléfono.
Toribio sonrió con un gesto de disculpa y el ingeniero hizo un gesto agitando en el aire su mano regordeta:
—Comprendo que no quiera comprometerse. No crea que me disgusta verlo tan escrupuloso. Yo también soy así. Difícilmente compro un billete sin hacerlo examinar bien. Adiós, joven, y hasta pronto.
  Un enorme y repleto ascensor lo dejó en la planta baja. La gente, apresurada, lo empujó hacia la calle. Tomó por Bartolomé Mitre y a pocos pasos desembocó en la muchedumbre que llenaba la calle Florida. Inconscientemente echó a  andar hacia Corrientes, pero de pronto se detuvo. "Tengo que hacerlo ahora o nunca", pensó apretando las mandíbulas. Miró a su alrededor: un mundo de rostros extraños lo empujaban hacia el norte.
A pocas cuadras lo esperaba Alberto Fiacini en un bar de Corrientes. Toribio dio media vuelta y echó a andar hacia el sur. Atravesó la Avenida de Mayo y siguió por Perú; le pareció que esa calle seguía siendo muy transitada y dobló hacia el río. Se encontró entre las viejas calles de San Telmo. Llegó a una plazuela que nunca había visto hasta entonces. A menudo le ocurría conocer lugares de la ciudad donde nunca había estado; pero ahora este encuentro con esa plazuela rodeada de vieja edificación le produjo la sensación de encontrarse a muchos kilómetros de Buenos Aires, muy lejos de ese bar donde lo esperaba Fiacini para saber el resultado de su venta de dólares —el fajo de billetes falsos lo llevaba en el bolsillo, y ya había perdido la esperanza de hacérselo pasar al ingeniero. Se sintió animado: estas calles extrañas, como ajenas al resto de la ciudad, le hicieron sentir un presagio alentador. Buscó con la mirada un lugar donde descansar y se sentó en un café de Carlos Calvo y Defensa.
En ese instante Fiacini comenzaría a inquietarse, pero seguiría esperando una hora más. Así lo habían convenido. Después Fiacini. podría abordar todas las suposiciones, inclusive la posibilidad de que Toribio hubiese sido detenido. No tenía nada de singular que alguien cayese preso en el momento de cambiar mil
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dólares falsos. Con seguridad Fiacini movilizaría todos los medios de información. Y nadie estaba en condiciones de orientarlo. Ni en su pensión podrían explicar su desaparición.
Simplemente, Toribio había desaparecido ese mismo día; había salido después de dormir la siesta y no volvió más.
Porque Toribio estaba resuelto a desaparecer del café, de la pensión, de la ciudad, del país. Con ese dinero buscaría irse donde no pudiese nunca llegar Fiacini. Allí empezaría a cantar tangos, y la lejanía de su ciudad le haría cantar con mayor sentimiento. Su triunfo sería un hecho tan seguro que ahora podía sopesar esa sensación de verse admirado. Entonces tendría amigos, amigos en un país desconocido. Y se vio en una reunión elegante, rodeado de doncellas enfiestadas en su honor. ¿Por qué esta imagen no podía convertirse en realidad? Repentinamente temía que todo fuese una trampa. El era un cuentero, un muchacho que siempre engañó a los otros con sus enredos ¿Y no podía suceder que se engañara a sí mismo? A veces temía que sucediera eso. ¿En qué lío terminaba de meterse? Fiacini comenzaría a buscarlo empecinadamente y sabiéndose traicionado, era capaz de matarlo donde lo encontrase. Toribio contempló la plazuela de frondosos árboles, encuadrada de muros y casas viejas, y se dijo: "Estoy solo".
Dejó de pensar en Fiacini. Paseó la vista por el lúgubre local y finalmente contempló el pocilio de loza blanca d'onde la mancha de café derramado dibujaba una especie de mapa. Algún significado debía tener ese jeroglífico, al igual que las marcas de cortaplumas en la mesa.
Quizá todo, en su conjunto y en cada detalle; en los árboles de la plaza y en la mancha de café, señalaban la cabala de esta nueva aventura que comenzaba. Pagó el café y echó a andar hacia el sur. Repentinamente le dominó un cansancio deprimente
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al atravesar la Plaza Constitución. Arrastraba los pies sobre los guijarros del sendero. Estaba ensimismado, mirándose las puntas de los zapatos. El hecho de andar por ese sendero polvoriento le trajo el recuerdo de sus largas caminatas de muchacho por los parques de Palermo, las vueltas de los partidos de fútbol y las correrías por el río. Cerca había una pila donde surgía un chorrito, de agua. Bebió con esa avidez como lo hacía de niño, ahogándose, como si alguien fuera a impedirle que siguiera bebiendo. Después levantó la cabeza, la boca mojada, y respirando anhelosamente. ¿Por qué este simple ademán de tomar agua ansiosamente en una pila de plaza lo transportaba a una época ya olvidada? Tendría unos doce años, quizá trece: Era el muchachito provinciano, y repentinamente las calles del barrio de Palermo lo atraparon y empezó a sentirse otro. Se hizo agresivo porque sentíase en un medio hostil, y comenzó a lucubrar y mentir porque lo abrumaba la sensación de su debilidad.
Ahora, al lado de la pila donde surgía el chorrito de agua, sentíase triste y temeroso, como cuando llegó huérfano a vivir en casa de sus tíos de Buenos Aires. Levantó la cabeza y entre la fronda del parque se le presentó la gran terminal del Sud. Un bullir de miles de vehículos avanzaba lentamente delante de la estación ferroviaria.
No podía definir si allí empezaba o terminaba su fuga. Siguió avanzando hacia la estación. Nunca tuvo tanta plata en el bolsillo y mejor posibilidad de escapar con ella. Sin embargo, una congoja absurda le hacía arrastrar los pies en el sendero polvoriento. Atravesó la avenida Garay, entre filas de ómnibus, de trolebús y tranvías; se mezcló entre la muchedumbre que surgía de la escalinata del subterráneo y fue empujado hacia
el gran "hall". Bajo esa bóveda de gran catedral hizo un esfuerzo para vencer su aprensión. El tablero indicador de trenes señalaba partidas para' puntos distantes del
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sur. Entre la muchedumbre podía percibir los andenes: 1, 2, 3, 4. Del 1 al 14 en números enormes, cada uno de ellos tentadores en sus posibilidades; catorce líneas de acero tendidas hacia la fuga. Nunca estuvo en una situación tan fácil y nunca tampoco se sintió tan mal y tan imposibilitado de ejecutar una determinación.
En la bóveda luminosa y solemne resonó el grave alerta de una locomotora. Dos trenes urbanos llegaron simultáneamente por las plataformas 3 y 7. Otra locomotora pitó disponiéndose a partir y un centenar de personas que subían de la boca del .subterráneo echaron a correr como enloquecidas. Toribio, con las piernas flojas, se apartó para que no lo atrepellasen. Por un instante tuvo la sensación de que esos pasajeros atrasados se abalanzaban sobre él. "Soy un traidor, un jodido traidor", se le reveló. Y sentíase solo, abrumadamente solo.
Fue hasta una puerta lateral, y salió por la calle Lima. Se extendía hacia el sur un abigarrado mundo de bodegones, bares con rústicas decoraciones murales y sórdidas  escaleras de viejos hoteluchos. Toribio sintióse mejor fuera de la estación; era como si no tuviese la intención de escaparse con el dinero de Fiacini, Lo mejor era suspender el viaje; y para justificarse pensó que era preferible comprar antes una valija y algo de ropa. Siempre resultaba sospechosa una persona viajando sin el menor equipaje. Podía dar la sensación de que escapaba. Era mejor no hacerlo de inmediato. Subió la escalera del primer hotel que encontró: "La Nueva Vasconia".
— ¿Tiene equipaje? —le preguntó un hombre de camisa arremangado que salió a su encuentro.
—Lo dejé en la estación.
— ¿Quiere que mande al muchacho para que se lo traiga?
—No. No tengo apuro.
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Hizo una pausa y prosiguió:
—Quizá deba volver dentro de dos días. Prefiero que ahora mismo me haga un recibo por dos días de pieza. Y aquí está mi cédula.
Y le alcanzó su flamante documento. El hotelero se lo recibió.
—Más tarde le traigo el recibo.
Toribio recordó cuando alquiló la pieza de la calle Talcahuano. ¿Cuánto tiempo había transcurrido? Entonces la aventura consistía en sentirse solo, en un hotelucho de mala muerte. Ahora le deprimía la idea de estar solo y en un hotel parecido. Se quitó el sombrero
y lo tiró sobre la mesa. Sentía la molesta sensación de tener la frente viscosa. Se pasó el pañuelo por las sienes; lo miró: estaba sucio; seguramente estuvo transpirando
todo el tiempo sin sentirlo; quizá tuviese fiebre. Miró al hotelero: abría la boca, y hacía gestos explicativos.
—Tiene el baño en el fondo del corredor. Y el comedor en los bajos. Comida familiar; la prepara mi mujer. Cenamos a las nueve.
  Sí; pasaron unos años. Y ese rubicundo gallego no se parecía en nada al italiano del "Nueva Italia". Y tampoco él era el mismo. Especialmente eso: no era el mismo.
Sentíase inseguro y solo.

Despertó sobresaltado y se encontró echado en la cama, en el cuarto a oscuras. Alguien golpeaba la puerta; se levantó y fue hacia allí; palpando en la pared encontró la llave de luz y la encendió. El saco estaba apelotonado al pie de la cama y el sombrero había rodado al suelo. Trató de darse una idea de cuánto tiempo había dormido y quién podía llamar. Volvieron a sonar los golpes y entonces abrió la puerta. Ahí estaba el dueño del hotel, con una boleta en la mano.
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—Creí que había salido. Pero también pensé que pudo quedarse dormido. El cansancio del viaje, me imagino. Pero es malo quedarse dormido así, vestido y sin cenar.
—Puede ser —aceptó Toribio—. ¿Me trae la boleta?
—Sí. Por dos noches, como me lo pidió usted. Perdone, pero cuando alguien viene sin equipaje, debe pagar adelantado.
—Un momento —y Toribio fue hacia el saco tirado en la cama.
Dándole la espalda al hotelero, retiró del bolsillo interior e mazo de billetes. Sentíase completamente desorientado, pero al palpar esos billetes, le fue dominando
un sentimiento de seguridad. Retiró un billete de cien pesos y dándose vuelta se lo entregó al hotelero.
—Ahora le traigo el vuelto —y se fue, cerrando la puerta detrás de él.
Toribio quedó solo y volvió a sacar del bolsillo el mazo de billetes. Su contemplación le produjo una extraña sensación, mezcla de seguridad y temor. Lo mismo le sucedía al pensar que permanecería dos días en Buenos Aires. Era como si postergase el "golpe" que terminaba
de efectuar. Al quedarse en ese hotel, no escapaba.  Aún no había traicionado a Fiacini. Lo haría al escapar de la ciudad. Pero tenía que hacerlo. Contempló una vez más el mazo de billetes. Imposible devolvérselo a Fiacini. El hotelero volvió a llamar. Le entregó cincuenta pesos de vuelto y su cédula de identidad. Después Toribio no supo qué hacer. Por primera vez en su vida sintióse irremediablemente solo y abandonado. Se sentó en la cama con los brazos lacios y el cerebro vacío.
Recordó al correntino Leoncio, a Margot, k Fiacini. Ahora los congregaba a todos en ese cuarto desnudo.
Toribio salió a la calle y penetró en la estación Constitución. Dos días llevaba en el hotel; sin atreverse a
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viajar y sin ánimo de permanecer en la ciudad. Aunque temía algún encuentro que lo traicionara, sólo sentíase bien entre la muchedumbre que llenaba a toda hora la estación Constitución, entre el zumbar de la gente que corría hacia todos lados y el jadear de las locomotoras que llegaban hasta los paragolpes hidráulicos. Bajo esabóveda de catedral bullía la vida multitudinaria, condensada y a alta presión, y a Toribio le costaba hacerse a la idea de abandonar ese caldo de su ciudad.
Consultó el reloj. Eran las siete. Hacía dos días pensaba en hacer ese llamado. Buscó un teléfono y se comunicó con la pensión de Picayo.
— ¡Hola! ¿Sabes quién habla? ¡Claro que soy yo! ¿Y por qué? ¡Toribio Torres no se esconde, y menos de sus amigos! ¡Mira, Picayo, no lo vas a creer, pero te hablo para ofrecerte la gran oportunidad de tu vida! ¡Basta de matar el tiempo en el café! ¿Qué pasa con Alberto? ¿Le
tenes miedo? Yo, no. ¿Me anda buscando? Aquí estoy, muy campante. Puede venir cuando quiera. No, no estoy lejos. Te hablo desde Constitución. Ahora estoy en la misma estación. ¡Si tomas un avión y llegas enseguida a todavía podes encontrarme en el teléfono! Pero mira, Picayo, te hablo para mostrarte que soy un amigo. Ahora voy a viajar. Así es, viejo, Buenos Aires se terminó para mí. Más adelante te voy a decir dónde pienso ir. Digamos a cualquier lado. ¡Pero lejos de ese Fiacini y de toda su ralea! ¡Basta de poner la cara para que el Flaco se lleve la plata! Ahora voy a dedicarme al canto. Es mejor comenzar afuera, en alguna radio de provincia. Tengo unos pesos y todo me va a ir .bien. Estuve pensando en vos. ¿Por qué vas a perder toda la vida al lado de ese Flaco miserable? ¡Claro que Fiacini lo pasa bien! Tiene negocios y viaja, mientras una cantidad de pobres tipos trabajamos para él. Yo, como cuentero; vos, de "grupín". ¿Y para qué? Apenas si ganamos para
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pagar la pensión de vez en cuando. ¿Te acordás de haber tenido alguna vez cien pesos en el bolsillo? ¿Verdad que no? Entonces haceme caso. Te lo digo como amigo. De repente me pareció que en vez de ir solo, sería mejor" viajar con un amigo, y pensé en vos. Claro que tengo unos pesos, puedo prestarte algo. Ahora estoy pensando que podemos ir a Mendoza. Vas a ver cómo te va a gustar. Allá vas a poder frecuentar de nuevo algún gimnasio. Todavía sos pibe y podes volver a subir a un ring. En provincia es más fácil y yo te voy a ayudar. Bueno, me alegro de que te parezca bien. Sí; claro que podemos hablar detalladamente del viaje. ¿Por qué no te resol vés? Mira, viejo Picayo, ahora te voy a pedir un favor. Pasa por mi pensión y retirá mi ropa, Yo le voy a hablar a doña Rosario que estoy en la estación, que debo salir de viaje y que necesito algo de ropa. Lo único que me hace falta es una valija y vos tenes dos. Así que haceme un favor: lleva una a la pensión y traeme las camisas, el traje azul, y todo lo que veas en el ropero. La vieja no va a protestar. Le pagué el mes pasado. Además, le queda la radio y la victrola. Es vieja pero sirve.- Es una lástima dejar esa radio, pero ni quiero acercarme a la pensión. Me figuro que por allí debe estar dando vueltas el flaco Fiacini. Sí, me lo imagino rabioso, pero que se aguante. ¡Ah, viejo Picayo, no te olvides de meterme en la valija algunos discos! Por favor, todos los de Gardel, y también algunos de Corsini. Los pones con mucho cuidado entre la ropa, de modo que no puedan romperse. Bueno, me alegro de que aceptes mi propuesta. Ahora mismo le '( voy a hablar a la vieja para que te entregue la ropa. ¿Querés traerme primero la ropa para hablar del viaje? \i te parece bien, podemos vernos esta misma noche. Te  invito a cenar. A las nueve, te espero en la estación Constitución, frente al tablero.de salida de trenes. Chau, viejo.
       Picayo colgó el teléfono y se encogió de hombros. Atfavesó el vestíbulo y penetró en su habitación. Alberto Fiacini lo esperaba recostado en la cama, con los zapatos
sobre la colcha de arabescos amarillos y rojos.
---¿Era él?
---Sí.
—¿Y te dijo dónde encontrarlo?
—Esta noche, en Constitución.
Fiacini se incorporó de un salto.
— ¿Qué hora es?
—Las siete.
—Bajemos a tomar algo. Una ginebra me caería muy bien.
—Mejor invitame al vermut. Toribio me espera para cenar.
Y Picayo lanzó una carcajada. Fiacini se contemplaba detenidamente en el espejo mientras se ponía el sombrero.
— ¡Imbécil! ¡No quiso perder las camisas y ahora va a perder hasta los dientes!
Señaló encima del ropero un bulto envuelto en periódicos.
— ¿Esa es la valija?
---Sí.
—Bájala. Nos va a servir mucho. Así no va a desconfiar cuando te vea llegar a la cita. Le decís que te lleve a su pieza, o a cualquier lugar donde puedan conversar
con calma. Yo los voy a seguir.
Picayo sacudió el polvo de la valija con una toalla.
—Linda valija.
—De cuero de chancho —dijo Picayo—. La compré cuando andaba de gira. ¡ Buena porquería andar de hotel en fonda, tragando tierra y en tren y en ómnibus! ¡Ya ése no se le ocurrió nada mejor que ofrecerme que lo acompañe para viajar! ¡Por favor!
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—En tus giras de boxeador te empacharon más las palizas que la tierra —se burló Fiacini—. A ver si te alcanzan las fuerzas para cargar la valija. Échale dentro esas revistas y diarios que están en el rincón. Conviene que pese un poco; así te va a resultar más natural.
—Hiciste bien en venir.
En la voz de Toribio vibraba el agradecimiento. Con la presencia del amigo sentíase seguro de sí mismo. Ahora era capaz de viajar hasta el fin del mundo.
—Dame la valija.
—No hace falta —respondió Picayo.
— ¿Trajiste mi ropa o la tuya?
—De los dos.
—Podemos ir a mi pieza para dejar la valija.
     Se produjo una pausa. Toribio miró a su alrededor la muchedumbre que se desgranaba entre los catorce andenes de Plaza Constitución, en ese mundo hosco donde
cada rostro mostraba su minúscula, tensa y cotidiana desesperación, resultaba tranquilizador saber que un amigo terminaba de tomar la determinación de acompañarlo
en su aventura. Ahora le resultaba extraña esa sensación de desfallecimiento producida por el inminente abandono de la ciudad. "¿ O era el sentimiento de haber cometiclo una traición?", pensaba Toribio a cada momento. Por eso necesitaba la compañía de un cómplice,
de alguien que certificara con su presencia que eran ellos —y no uno solo— quienes obraban como lo hacía él.
—Es ahí, en ese hotel —dijo Toribio al salir por la calle Lima.
Entraron al bar, espacioso y desnudo, con paisajes de pérgolas floridas pintados en los muros.
— ¿Estás viviendo aquí? —preguntó Picayo.
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—Tengo una pieza arriba. Por dos o tres días, mientras arreglo mis cosas para salir de Buenos Aires.
   Picayo recorrió con la vista el local e hizo una mueca de incomprensión.
—Me metí aquí para despistar. Por si Fiacini empezaba a revisar las listas de pasajeros. Pero después que salga de Buenos Aires, se acabaron las fondas. ¡Desde ahora
los mejores hoteles para mí!
—¿Cambiaste todos los dólares?
—Claro —mintió Toribio.
—¿Los buenos y los otros?
---Sí.
—Entonces debes de tener un platal.
—Más o menos. Aquí está el mozo esperando. ¿Tomamos cerveza?
—Bueno.
—Después pido una pieza para vos. Cenamos por aquí y hablamos del viaje.
—Sí. Después arreglamos todo.
El mozo llegó con una botella de cerveza y dos vasos. Cuando se retiró, otra persona se acercó a la mesa y colocándose detrás de Toribio, le puso la mano en el hombro. Toribio vio que Picayo se echaba el sombrero hacia atrás para saludar al recién llegado, con la boca apretada:
—¿Qué tal?
La presencia del extraño pareció quemarle la nuca. Toribio se dio vuelta y se encontró con Alberto Fiacini. En ese instante no pensó en nada, sino que tuvo una absurda asociación de idas. Picayo apretaba los labios al hablar, debido a que imitaba a Fiacini. Ahora comprendía
el modo de hablar de Fiacini, ahora no podía apartar la vista de esa boca .curiosamente deshumanizada, como un filo lívido que penetraba en las carnes y se hundía en las comisuras.
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Esa boca se torció para decir:
—Espero que me permitan sentarme aquí.
Toribio no contestó. Vio cómo la mano huesuda y pálida llenó un vaso de cerveza.
—Por este encuentro —brindó Fiacini y bebió lentamente el vaso de cerveza.
Toribio le quitó la mirada y torció la cabeza hacia Picayo.
—Me las vas a pagar —murmuró.
Después vio cómo Fiacini se incorporaba con todo el largo de su estatura. Conservaba una mano dentro del bolsillo, donde resaltaba el bulto de un revólver.
— ¿Vivís aquí, verdad? Ahora vamos a tu pieza. Lleva la valija, Picayo, y agárralo fuerte del brazo.
—¿Por qué hicistes esto, Picayo? —murmuró Toribio mientras subía la escalera. Torció la cabeza y vio que el otro palidecía.
—Siempre te creíste demasiado vivo y me tomaste para la farra —dijo Picayo—. Eso es peligroso. ¿Para qué me llamastes? ¿Querías reírte de mí, verdad?
—Te consideraba un amigo.
Habían llegado al final de la escalera y Toribio se detuvo para insistir:
—Creí que eras un amigo de verdad.
Sentía la mano del otro aferrada en su brazo.
—Te dije la pura verdad. ¿Y vos por qué me hiciste esto?
—¿Alguna vez dijistes la verdad, Toribio?
---Sí.
— ¿Hace cuántos años? —se rió Picayo.
—Ahora, cuando te hablé. Me sentí muy solo. . . Y pensé en vos.
Fiacini llegó hasta ellos. Toribio sintió el caño metálico hundiéndose en los ríñones. Por el pasillo del fondo pasó un hombre con boina; se metió en un baño.
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— ¿Cuál es tu pieza? ¡Pronto o te quemo aquí nomás!
Toribio avanzó unos pasos y se detuvo ante una puerta. Balbuceó:
—Esperen afuera. Entro y les traigo la plata.
— ¿Es aquí?
Recibió un puñetazo en el mentón. Vaciló; pero Picayo lo tenía aferrado del brazo. Abrieron la  puerta. Un golpe en el estómago lo dobló en dos y de un empujón lo arrojaron sobre la cama.
Sintió la detonación como un golpe de gong en el cerebro. Y fugazmente tuvo la revelación de perderlo todo porque una vez dijo la verdad, cuando se sintió muy solo y buscó un amigo.







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