lunes, 21 de marzo de 2011

"Donde la sangre es escasa" * Rene Rebetez

AUTOR: Rene Rebetez nació en Colombia, en 1933, pero reside en México desde hace varios años. Gran periodista, es además uno de los pocos escritores latinoamericanos contemporáneos dedicado a la ciencia-ficción y fantasía.
Es autor, entre otras obras, del ensayo La ciencia-ficción: cuarta dimensión de la literatura, del libro de cuentos y poemas Los ojos de la clepsidra y del volumen de cuentos La nueva prehistoria (México, Diana, 1967) de donde hemos seleccionado el relato para esta antología.

Donde la sangre es escasa* Rene Rebetez

Lo esperó sentada en el reborde de la fuente de Netzahualcóyotl, acodada a la pequeña muralla que rodea el agua, mirando reflejarse sus catorce años en la superficie tranquila. Dejó los libros abando­nados al sol, uno abierto exhibiendo impúdicamente un texto de historia del Medio Oriente. Su mano derecha palpó la rugosa superficie del muro, tropezó con un terrón que dejó caer a plomo sobre esos ojos que la miraban desde el agua. Una espiral nació en su frente y se expandió haciendo zozobrar su rostro unos segundos.
Cuando el agua se aquietó, otro rostro emergió apareado con el suyo, los ojos como guijarros sonrientes. Ella se vio virar despacio, para verlo, sintió el contacto de las manos en sus hombros y el agua titiló nuevamente, estremecida.
-Parecemos acuanautas -dijo él y ella rió y se sintió segura al recordar que Ignacio era dos-años-menor-que-ella, y el agua se aquietó nuevamente y con ella su piel, que tenía esa premonitoria actitud de estremecerse a su contacto. Giró sobre sí misma y se colgó a su cuello. El muchacho se desdobló y resultó ser alto, muy alto para sus doce años y ella subió con él en vilo, dejando sus trenzas verticales y sus pies le vitando, milagrosamente, del asfalto.
Giraron como una peonza' sobre los grandes mosaicos. (Un transeúnte hubiera creído ver una gigantesca libélula de élitros escoceses, festejando su abandono de crisálida. La simbiosis ver­tiginosa se deshizo.) Y se fueron tomados de la mano por el sendero que conduce al tótem que regaló el gobierno del Canadá.
Dos adolescentes que conspiran para no ir a la escuela, ella melenuda y no tan frágil, él lánguido y anacrónico si no fuera por los Beatles. El cabello ensortijado desciende en bucles renacentistas ocultando la nuca. La nariz larga y una frente amplia que se abre para recibir esos ojos, hundidos como guijarros en la arena. Uno piensa en Shelley, en Lord Byron tal vez, o en los personajes de Dickens, al mirarlo. La boca es fina y casi no sonríe, afortunada­mente, porque al hacerlo hay algo en ella que produce náuseas. Porque es amplia, vital esa sonrisa, pero deja al descubierto una dentadura de pátina amarilla y la forma de esos dientes es como una sierra; mejor que no se ría, a duras penas que sonría sin entreabrir los labios, formando en las mejillas descarnadas ese par de hoyue­los cónicos, tan viejos.
¡Solo tiene doce años!,_recuerda y_.sigue trotando a su lado dócilmente la dama de catorce, un poco rolliza, es cierto, pero sana y dinámica como una potranca, el rostro pecoso y las trenzas doradas tejiendo su estela tras de sí. La atrae como una bujía anémica a una mariposa de colores abigarrados. Gira en torno de sí, a su cetrino encanto y a sus movimientos verticales, hasta caer en un beso para el cual debe quedarse en puntas mucho tiempo; para salir del encuentro con el rostro nimbado2 y los ojitos turbios.
Un testigo inesperado baja repentinamente de un árbol cerca­no: un gato joven, atigrado. Ignacio, ágil, mueve el prodigioso cuerpo lubricado y lo atrapa en un santiamén. El gato maúlla y ella se acerca diciéndole cosas en el idioma de los gatos y lo calma haciéndole cariños en la base del cráneo.
Algo le sucede a Ignacio porque ríe muy fuerte, enunciando los filosos dientecillos. Inmotivadamente arrebata el gato y lo lanza al aire como una pelota. Un maullido viene en crescendo desde el aire, agrandándose hasta tomar forma de gato girando sobre sí mismo al caer. Ignacio se aposta convenientemente como buen jugador de béisbol y lo atrapa, solo para volver a arrojar más fuerte aún, más y más alto, al maullido que se pierde hasta convertirse nuevamente en punto. Ella suplica en todos los tonos que suspenda el extraño deporte. Se cuelga de sus brazos, resbala a lo largo de su cuerpo, implora desde la altura de las rodillas. Ignacio ríe por toda respuesta y continúa el odioso pasatiempo improvisado. La pelotita animal ha enmudecido.
Ella, de rodillas, lleva sus manos al rostro y llora convulsivamente, no quiere ver más. Súbitamente oye un ruido sofocado, una pisada suave, una corteza de algo cayendo sobre la hierba. Abre los ojos y ve el pequeño cuerpo dislocado. La cabeza echada hacia atrás, los ojos en blanco y un hilillo de sangre surcando el hocico rosado que ahora está más pálido.
Su risa sonó como un graznido en la mañana de nc-escuela y ella echó a correr, abandonando los libros, lejos, lo más lejos posible.
No lo vio en toda la semana, hasta el sábado, en una fiesta en casa de unos condiscípulos, Ella estaba aislada (bailando con alguien, pero aislada). Repentinamente dio una vuelta y lo vio tras ella bailando a su vez con una niña extraordinariamente pálida de ojos de almendra y pelo lacio, negro, reluciente. "Son de la misma especie, pensó, originarios de algún otro planeta donde la sangre es escasa." (Recordaría después tal pensamiento.) Bailaban unsurf lento y sus movimientos eran lánguidos y sensuales, muy egipcios por los ángulos que formaban las manos con el cuerpo y el cuello con la quijada, pero ondulantes también como anguilas sumergi­das en un medio oleaginoso. Parecían nadar en el interior de un gran estanque y ella recordó la frase infantil que él tuvo: parecemos ama-nautas, paranautas acuacemos. Él había dejado de bailar y la miraba.
Algo sucedió en esa mirada increíblemente tierna, desamparada como una manta sagrada cuyos padres acaban de morir, sola desde el otro lado de cualquier mal posible, y podría haber jurado que sus ojos brillaban tras de una cortina de lágrimas que no llegaron a caer.
Sin saber cómo se encontró en sus brazos (ojos de almendra se escurrió en silencio) mirando hacia arriba en busca de esa cara frágil como la de un Cristo, y se detuvo en la boca, que gracias-a-Dios no sonreía. Este rostro transparente bajó hacia ella, lo vio pasar de largo frente a su boca entreabierta y sintió frías cosquillas en el pabellón de la oreja cuando la palabra golpeó su tímpano como un gong de terciopelo:
-Perdóname.
Han pasado muchos días, semanas, un mes. El profesor mira a su abigarrado auditorio, reclinado, acostado, despatarrado sobre los

pupitres. Hace calor y las moscas forman un tornado de zumbido en medio del salón; ellas también quieren estar fuera, como 1' muchachos, poniendo en movimiento el aire quieto.
El profesor revisa los rostros uno a uno, gravemente. Sus labios tiemblan y de sus ojos se escapa la ira en rayos intermitentes: i
-¡Quiero saber quién hizo esto! -preguntó, introduciendo la mano en el interior del envoltorio colocado previamente sobre; el piso. La mano emergió de allí sosteniendo algo que pareció en , primera instancia un tembloroso cascabel ensangrentado. El profesor lo sostenía entre el índice y el pulgar, tal como si hubiese tomado una rata por la punta de la cola. Su nerviosismo hacía bailotear aquello, zangoloteándolo, esparciendo un pequeño ¡ olor naciente a muerto. Estiró el brazo, fabricando entre sí mismo y el objeto el máximo espacio posible, al mismo tiempo que lo acercaba más a los muchachos que se miraron entre ellos.
Ignacio solamente quedo impasible, mirando la piltrafa que el viejo maestro exhibía grotescamente. Su voz retumbó nuevamen­te como un trueno:
-¿Quién demonios hizo esto?
-¿Qué es eso, profesor?
-¿Quién demonios hizo qué, maestro?
-Esto es, o fue, mejor dicho, parte de un perro.
-No nos diga que Raffles...
-Sí, señor; Raffles. Esta es una oreja de Raffles, señores (mur­mullo general). Tengo buenas razones para creer que fue uno de ustedes quien hizo esto... Y esto, y esto, y esto.
Mientras hablaba, sacaba de la bolsa más pedazos de perro, la otra oreja, una pata, los genitales, uno, dos, tres, la cola, un ojo como botón de oso de felpa, y los fue arrojando a los alumnos (entre los bancos cayeron unos, otros sobre los pupitres mismos, ¡plafl).
-Ustedes fueron el grupo que salió más tarde anoche, y antes el perro estaba completo y después apareció así, tal como lo ven ahora. Todo el personal de la escuela sabe que ustedes son el demonio mismo. Han estado a punto de enloquecer a sus maestros, de romper todos los vidrios de la casa y los huesos de todos los alumnos de la preparatoria.
El maestro se santiguó rápida y eficazmente.
-Hay un demonio entre ustedes -señaló los trozos de acertijo canino dispersos en la habitación. Alguien graznó como un grajo.
Él mismo se lo dijo, al atardecer de aquel día fatídico. Aborda-ion el cochecillo que Ignacio solía traer y llevar cuando lo permitía papá, y en él se fueron hasta el recodo del parque que se llama "El rincón del enano moro", lo que vale decir del enamoro.
La luna empezaba a pespuntear el horizonte y los arbustos brillaban siniestramente a su contacto. Ignacio estacionó el coche bruscamente, de cara a la luna, en el sitio acostumbrado. Tenía el ceño fruncido y por las comisuras de los labios asomaban apenas los puntiagudos dientes.
-Yo le hice eso al perro -confesó.
Ella se sorprendió al escuchar su propia risa, un poco alta de tono.
-Claro que fuiste tú -se oyó decir-. Naturalmente. ¿Quién otro podría haber sido?
Ignacio giró la cabeza lentamente. (Uno piensa en Shelley, tal vez en Byron o en los personajes de Dickens, al mirarlo.)
El gesto adusto de su rostro desapareció como un soplo y la ternura infinita de sus doce años hizo burbujas de aceite en los ojos entornados. Se acercó lentamente y ella esperó anhelante. El estremecimiento llegó, pero esta vez fue más fuerte y más
profundo...
Y sintió un infinito placer cuando los afilados colmillos se hundieron cerca de su yugular.

* En Los herederos de. Drácula (Gautier, Gogol y otros), Buenos Aires, Rodolfo
Alonso  Editor,   1973.
1 peonza: girar como un trompo. La peonza es un juguete similar.
z nimbado: el rosero rodeado de luminosidad.

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